—¿Me amas?— preguntó ella, dando besos en el cuello del hombre
—Por supuesto que no. Jamás podría amarte, solo basta con ver lo que haces con tu esposo para darme cuenta que no eres buena opción para amar— contestó él, alejándose un poco, para después sentarse en la orilla de la cama.
—Hice todo esto para estar cerca de ti, no puedes decir al menos que me quieres, no me importa si mientes— con la voz entrecortada, volvió a hablar la mujer, está vez acercándose al hombre por la espalda.
—Sabías quién era y como era cuando te metiste conmigo, no vengas ahora a hacerte la víctima. Me tengo que ir— dando una mirada de molestia, habló el hombre.
—Nos vemos después entonces— agachando la cabeza, dijo la mujer, sentada en la cama, sobre sus piernas.
—Se verán en el infierno, que es a donde irán los dos— dijo un hombre, estaba entrando a la habitación, con calma.
—¡Dante!, no es lo que piensas— gritó la mujer horrorizada.
—Sabía que algún día lo descubrirías, pero como me gusta el peligro, aquí me tienes. Bueno, da la orden— habló el hombre que estaba aún desnudo, poniéndose un abrigo, uno que cubría la totalidad de su cuerpo.
—¿Te divertiste?— preguntó el hombre que había entrado a la habitación, con una ligera demostración de dolor.
—Tuve una gran vida amigo mío, gracias por todo. No me extrañes y también te recomiendo que me reemplaces con Michael, él jamás te va a traicionar como lo hice yo— hablando mientras caminaba a la salida, el hombre se despedía.
Aquel hombre era Sebastián, se encontraba en ese hotel teniendo sexo con la esposa de su mejor amigo y también su jefe, Dante.
Se conocieron cuando él tenía diecisiete años y Dante veinte.
Desde siempre, Dante se movió en el mundo del contrabando, era el hombre más poderoso del país, al darse cuenta que Sebastián tenía un gran talento, decidió acogerlo en su organización y después de unos años hacerlo su mano derecha. Juntos conquistaron territorios enemigos y siempre convivieron para festejar sus logros.
Sebastián siempre fue un gigoló, le encantaban las mujeres sin importarle nada, está vez había ido demasiado lejos, pues se había metido con la mujer de su jefe y mejor amigo, aún sabiendo los riesgos, no le importó, la mujer le daba placer y él solo disfrutaba.
La razón por la que no se sorprendió cuando Dante llegó al hotel, fue porque él mismo envío un mensaje anónimo para que los descubrieran. De alguna forma, Sebastián quería morir y de paso le quitaba un peso de encima a su amigo al quitarle a un estorbo como su esposa infiel, siempre se dijo a si mismo que si había sido capaz de insinuarse a él, podría hacerlo con cualquiera, no podía dejarlo pasar por alto.
Dante estando en la habitación, solo sacó un cuchillo y degolló a la mujer que tenía enfrente, pidió a sus hombres hacerse cargo de todo y él se fue.
Alcanzó a Sebastián y dio la orden para su muerte.
—Háganlo rápido— dijo Dante, con algunas lágrimas en el rostro
—Tranquilo amigo, pueden tomarse su tiempo, me lo merezco. Lo que si no merezco, es que llores por una basura como yo, debes ser cruel con tus enemigos y ahora me he vuelto uno de ellos— decía Sebastián, mirando fijamente a Dante.
—Eres capaz de convencerme para no asesinarte, ¿por qué no lo haces?— gritó Dante, llorando.
—Porque quiero morir, ya ha sido suficiente. Dante Peñalverd, eres el hombre de hierro, debes hacer pagar a los que te traicionan, no debes mostrar jamás vulnerabilidad ante nadie, solo hazlo, por favor amigo mío— hablaba Sebastián, pero ahora se había arrodillado para suplicar su muerte.
Al ver el rostro de Sebastián, Dante entendió todo. Tomó el arma de uno de sus hombres, disparó directo a la cabeza de Sebastián y terminó con lo que su amigo pedía.
—Espero que descanses amigo mío, gracias por todo lo que vivimos— mencionaba Dante, cayendo de rodillas en el piso, después de arrebatarle la vida a su mejor amigo, a su hermano, su única familia.
Así terminó la vida de Sebastián, un contrabandista, la mano derecha del hombre más temido del país. A la edad de treinta años, decidió buscar una forma de morir. Todo comenzó en el último trabajo que llevó a cabo el hombre.
La orden fue acabar con un posible estorbo para Dante, según lo investigado, él hombre del que debía deshacerse estaría solo en su casa de campo, era el momento exacto para acabar con él, sin poner en riesgo a nadie inocente, ya que como única condición, Sebastián jamás dañaba a niños, mujeres y personas adultas mayores.
El día del trabajo había llegado y justo cuando estaba forcejeando con el hombre que debía matar, la voz de una pequeña se escuchó. Resultó que por un inconveniente, la hija de aquel hombre, se encontraba a su cuidado. Al darse cuenta que una niña estaba ahí, decidió irse del lugar, pero el padre de la niña sacó un arma, Sebastián se defendió y al tener al hombre frente a él, disparó, pero el hombre esquivó la bala, tirándose a un lado.
Cuando los dos, tanto el hombre como Sebastián volvieron en si, ahí estaba aquella niña, tirada en el piso. La bala había impactado en ella.
Desde ese momento, Sebastián no volvió a ser el mismo, no podía dormir, se culpaba por haber acabado con una vida inocente, lo único que quería era desaparecer y la solución que encontró fue morir por la mano del hombre a quien más quería y respetaba, por eso lo hizo.
—«Fue lo mejor Bas, no podrías seguir viviendo si recordabas lo que había pasado»— pensaba Sebastián en sus últimos momentos.
Cerró los ojos y recibió el impacto con felicidad y muy tranquilo.
—Parece que no conoces las reglas querido— decía una voz en la cabeza de Sebastián.
—¿Qué sucede?, solo quiero morir e ir al infierno de una vez— en la oscuridad de su mente, Sebastián habló
—Soy tu karma, te aviso que morir no será tan fácil. Nunca fuiste una mala persona, perdiste a tu familia y la vengaste como debía ser, pero esa niña, no debía morir así. Para redimirte, te tengo una propuesta, si la aceptas, podrás tener la opción de ir a un mejor lugar— la voz decía, en medio de la oscuridad.
—No importa lo que sea, acepto. Jamás dañé a inocentes, por eso me arrepiento. Si acabar con mi vida no fue suficiente, haré lo que sea— hablaba Sebastián.
—Deberás vivir la vida de alguien más, estarás en su cuerpo y tendrás que mantener ese cuerpo a salvo, cuidarás de ese cuerpo y vivirás muchos años, deberás ser feliz y cambiar muchas cosas. Cómo punto a tu favor, es que tendrás tus recuerdos, ahora te voy a despertar— dijo por último la voz y dejó de escucharse
El silencio fue el que reinó ahora. No se escuchaba absolutamente nada.
—«¿Por qué siento tanto dolor?»— decía Sebastián en su mente, intentando abrir los ojos.
—Majestad, majestad despierte— una voz sollozante se escuchaba, al parecer era una voz femenina.
—Auch, me duele todo…— Sebastián por fin pudo hablar y al momento de hacerlo se dio cuenta de algo —«Mi voz suena al de una mujer, karma ahora sí supiste mover tus cartas. Ja, ja, ja, ja»— solo podía pensar el hombre
Efectivamente, Sebastián estaba ocupando ahora, el cuerpo de una mujer, pero no de cualquier mujer, sino que era nada más y nada menos que el de la emperatriz Alana Sumier, la gran soberana del imperio Nala. Un lugar lleno de magia, espadas y sobretodo bestias y criaturas mágicas.
—Majestad, ¿se encuentra bien?. La verdad hicimos todo lo que pudimos con lo que teníamos, pero el emperador no dejó que trajeran a un mago sanador para que la atendiera, lo lamento mucho. Casi la perdemos— aún sollozando, aquella mujer junto a la cama, preguntaba.
—Estoy bien, ¿qué fue lo que me pasó?— preguntó Alana, aturdida, pues el dolor que sentía si era considerable
—Su parto salió bien majestad, ha dado a luz a dos bellos bebés, una hermosa princesa y un hermoso príncipe— con los ojos brillando de felicidad, informó aquella mujer.
—«Ya entiendo cómo será mi redención. Gracias karma, lo haré muy bien tenlo por seguro» ¿Y los príncipes dónde están?— con poca fuerza, preguntó Alana
—Los llevaron a limpiarlos y a darles alimento, no debe preocuparse, ellos están muy sanos majestad— tomando la mano de la emperatriz, aquella chica informó
—Perfecto, entonces voy a descansar un poco, cuando los regresen quiero que me despierten, es una orden— dijo Alana y cerró los ojos para descansar.
En realidad, solo cerraría los ojos para analizar más a fondo su situación.
—«Bien, soy una emperatriz, por lo visto algo respetada por algunos y aborrecida por su marido. Tengo dos hijos recién nacidos, esto es algo que le da la vuelta al asunto en su totalidad, jamás me imaginé formar una familia de ningún tipo y ahora soy madre de dos pequeños seres. También me puedo dar cuenta que este lugar es antiguo, tal parece que es un imperio. Afortunadamente tengo varios puntos a mi favor, varias veces en mi trabajo, me disfracé de tantos personajes que es fácil para mí actuar, además mi único objetivo es cuidar de esos pequeños, hacerlos felices y lograr que crezcan sanos y fuertes. Ellos son los herederos de este imperio y me encargaré de que nadie ni nada se interponga en su camino»— pensaba tan meticulosamente Alana, cuando de pronto sus pensamientos fueron interrumpidos por el llanto de un bebé.
—Majestad, majestad— aquella mujer que cuidaba de la emperatriz, estaba moviendo a ésta para que despertara, pues los bebés habían regresado.
—Ya estoy despierta, ¿qué sucede?— pareciendo somnolienta, Alana habló
—Los príncipes regresaron, ¿le gustaría cargarlos?— preguntó amable, la mujer.
—Si, déjalos aquí en la cama conmigo y déjanos solos— pidió la emperatriz y así se hizo.
Colocaron a los pequeños en la cama a lado de Alana y después las mujeres que habían llevado a los bebés salieron junto a la mujer que cuidaba de la emperatriz.
—Vaya, vaya. Que cosas más bonitas, les prometo que cuidaré de ustedes tanto o más de lo que cuidé de Dante mi única familia en los últimos años. Saben pequeños, jamás me imaginé ser padre y claramente mucho menos madre, pero por ustedes trataré de ser la mejor— decía Alana, tocando suavemente las pequeñas mejillas de los bebés.
En realidad Sebastián en su vida pasada jamás se interesó en formar una familia, pero si trató con personas que tenían bebés y tal vez por esa razón ahora siendo Alana, no se le complicaría llevar a cabo el rol de madre, tomando en cuenta que él padre de aquellos bebés, no parecía importarle su existencia.
Alana, cargó primero a la pequeña bebé, un hermoso ser de cabello rojizo y ojos plateados resplandecientes, la acurrucó por unos instantes y después tomó al pequeño, éste tenía el cabello de color negro azabache y unos ojos color azul oscuro, ambos bebés reflejaban luz y paz, algo que Sebastián, ahora Alana, necesitaba con mucha urgencia, ya que su corazón y mente se habían dañado por lo que le había sucedido en su anterior vida.
—Cometí muchos errores no lo voy a negar, pero con ustedes seré la mejor versión de mi, se los prometo— dejando un beso en la frente de los pequeños, Alana habló.
Los bebés solo hacían pequeñas muecas en sus rostros, claramente se podía observar que estaban tranquilos a lado de su madre.
—«Dueña de este cuerpo, no se realmente como eras, en fin tu ya no estás y soy yo quien viviré tu vida de ahora en adelante. De antemano quiero que sepas algo sobre mi, no me dejo de nadie y mucho menos permito insultos, así que si vivías en un papel de víctima o de ingenuidad, lamento informar que te desconocerán de ahora en adelante, pero de algo debes estar segura, cuidaré a mis hijos de quién sea. Descansa en paz»— mirando hacia el techo, Alana habló.
Enseguida sintió un fuerte dolor de cabeza y miles de imágenes llegaron a su mente, como pudo, puso a los bebés sobre la cama, pues los tenía en brazos aún. Se apretó fuertemente su cabeza tocando su sienes.
—¿Qué es todo esto?— se quejaba, aún apretando su cabeza
Entonces entendió todo. La verdadera Alana se había casado por ambición, pero después de la boda se dio cuenta que su belleza no era suficiente para tener al emperador de su lado y éste prefería la compañía de sus dos concubinas, de hecho el emperador había alejado a Alana del palacio principal para no tener que verla seguido, solo pedía que se presentara una vez al mes para sus deberes maritales y buscar descendencia aceptable como él siempre decía, ya que el hijo de cualquier concubina, no podría nacer sin antes la emperatriz haber dado a luz un heredero. Alana en su encierro se alejó de todas las personas que conocía, no hablaba con nadie y ni siquiera buscaba hacerle la vida imposible a las concubinas del emperador, puesto que a pesar de todo lo que hizo para casarse con el emperador, ella realmente no era muy segura de si misma y mucho menos era tan inteligente. Al final quedó embarazada después de pasar seis meses de casada con el emperador, así que él hombre dejo de verla, no se interesó por la emperatriz embarazada y mucho menos cuando ésta daría a luz, así que Alana se dejó morir.
—Veo que cometiste errores igual que yo, ahora que ya no estás aquí, espero poder redimirnos a los dos. Haré lo que sea necesario para sacar adelante a estos hermosos bebés, no dejaré que nadie les haga daño—
Dejando de sentir dolor, decretaba lo que sucedería. Tomó de nuevo a los bebés en sus brazos, quienes se sentían felices por estar en brazos de su madre, ya que permanecían calmados y tranquilos. Después de un rato, se quedaron dormidos.
—Entren— pidió en voz baja
Sin hacer tanto ruido, la doncella principal, entró a la habitación y se puso a la orden de Alana.
—Diga majestad, ¿en qué puedo ayudarla?— preguntó
—Número uno, de ahora en adelante yo me haré cargo de mis hijos, no quiero que nadie más los cuide, cambie o les den de comer. Número dos, necesito que me traigas todos los libros de historia que encuentres en la biblioteca y también quiero que seas tú la encargada de alimentarme y del cuidado que pueda necesitar, no confío en nadie más. También quisiera que el emperador no sepa nada de mí o mis hijos, a menos que el pregunte o quiera conocerlos—
Al hacer aquellos pedidos, la chica de nombre Sara solo asintió a todo, por esa razón todo lo de los bebés, fue llevado a la habitación de la emperatriz, también todos los libros encontrados le fueron entregados, por supuesto nadie entendía lo que quería lograr con eso Alana, pero nadie contradijo sus órdenes.
Había pasado un mes completo desde que Sebastián había reencarnado en el cuerpo de Alana, se había hecho cargo de los bebés, descansó durante todo ese tiempo y también aprendió mucho sobre el imperio. Ahora sabía que existían cinco imperios más en aquel continente y ella vivía en el segundo más importante, aunque el más poderoso era uno gobernado por alguien que no demostraba piedad con sus enemigos, algo que realmente llamó su atención, pues quería conocer a ese emperador ya que se parecía a él en su antigua vida. Ella era hija del archiduque Julián Vorgues, quien se había encargado de meterle por los ojos al emperador, tanto que prácticamente se obsesionó con aquel hombre, por esa razón no se detuvo hasta que se convirtió en su esposa. También tenía mucho dinero que no había tocado porque su padre no lo permitía, además su esposo, el emperador jamás fue a visitarla durante el tiempo que estuvo descansando.
Lo que había emocionado a Alana como una niña con juguete nuevo, era el hecho de que en ese lugar existía la magia, que con algunas pruebas hechas se percató que poseía magia de fuego y oscuridad, también de manera sorpresiva, un par de días después de dar a luz, apareció en su hombro derecho una figura, parecida a un tatuaje en forma de una bestia mitológica que solo había visto en libros de historia en su mundo y en el que ahora se encontraba, por suerte no era la única con aquéllas figuras grabadas, pues también sus hijos tenían una en sus hombros derechos, la niña tenía uno en forma de dragón, era hermoso y de color rojo como su cabello y el pequeño tenía uno en forma de caballo con alas, al parecer un Pegaso, de color negro azabache. Cuando aparecieron no dolió, pero Alana no permitió que absolutamente nadie viera eso en los cuerpos de sus hijos.
—Majestad, quizás ya sea hora de que intente salir un poco y sienta el aire fresco del lugar— comentaba Sara
—Entiendo y lo haré, sin embargo Sara, necesito decirte algo importante— intrigante habló
—Dígame, sabe que estoy para lo que necesite— amable contestó
—Tengo magia de fuego, te lo digo porque de hoy en adelante confiaré la seguridad de mis hijos a ti, pero si les llegase a suceder algo, tu vida terminará justo en ese momento y te muestro como morirás—
Lo decía con una sonrisa que daba miedo, y hizo temblar a la pobre chica, por el temor de sentir el gran poder que emanaba su señora.
—Prometo que los protegeré con mi vida, aunque no comprendo como es que usted tiene magia de fuego, si solo en el imperio Norten poseen ese tipo de magia, aquí en Nala somos más de magia de aire y nuestras bestias son los pegasos— confundida, explicó
—He de ser una excepción, además tienes prohibido decir algo de lo que te he confiado— recalcó, con voz firme. —«Mi hijo tiene un Pegaso en el hombro, yo tengo magia de fuego y oscuridad, pero en el imperio solo se utiliza magia de aire, además mi hija tiene un dragón en el hombro, bestias que representan el fuego, se perfectamente que algo no concuerda, llegaré al final del asunto, pero para eso necesito salir de este maldito lugar»— pensaba seriamente la mujer
—Le prometo que le seré leal solo a usted majestad, así mi vida dependa de ello— exclamó Sara
—Bien, entonces recorramos el pequeño Palacio donde vinieron a dejarme. Preferiría no ver a nadie, pero eso es algo que no podré evitar por siempre—
Al decidir salir de su habitación y del palacio propio, se arriesgaba a encontrarse ya sea con el emperador o con alguna de las concubinas, justo como lo pensó, apenas llevaba recorrido unos cuantos metros y alguien apareció, una mujer de cabellos rosas, delgada y muy bonita, pues si algo sabía distinguir la que ahora es Alana, era a las mujeres bonitas.
—Pero miren a quien tenemos aquí, creí que ya no existías, debiste morirte junto a tus engendros, a nadie le importaría si desaparecieran— prepotente gritó la mujer que iba a acompañada de cuatro doncellas.
Alana no soportaba que alguien le levantara la voz, por esa razón de un golpe a puño cerrado, hizo caer al suelo a esa mujer, con el labio partido y derramando sangre.
—¡Maldita!, de esto se va a enterar su majestad. Te prometo que no seguirás viva por mucho tiempo— amenazó la mujer y se fue del lugar, llorando
—Majestad, lo lamento, pero ahora el emperador la castigará sin que nadie la pueda defender, ya tiene lo que quería— preocupada, decía Sara
—Tranquila, la mamá de los pollitos soy yo, a ese hombre que se dice emperador no le conviene que la persona que le ha dado su descendencia, le suceda algo malo por el momento, ya veremos más adelante que sucede—
Sonriente y sin preocupación alguna, Alana siguió caminando
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