En la majestuosa sala de la mansión Everglen, la emoción flotaba en el aire como una suave melodía. Edith Everglen, con apenas diecisiete años, irradiaba una mezcla de nerviosismo y expectación mientras se preparaba para su compromiso con el Gran Duque Lucían Beamount.
Su cabello rubio caía en suaves ondas sobre sus hombros, enmarcando unos ojos azules que brillaban con la misma intensidad que los del apuesto Duque.
La mansión estaba impregnada de bullicio y elegancia, con invitados que llenaban los salones con sus risas y conversaciones animadas. Para Edith, cada risa, cada mirada de admiración, era un recordatorio del destino que le aguardaba, un matrimonio que la elevaría a lo más alto de la sociedad.
Como hija del respetado Marqués Damian Everglen y la encantadora Marquesa Bibian Everglen, Edith había sido criada en un mundo de privilegio y deber. Su hermano mayor, Dalton Everglen, observaba con orgullo desde la distancia, consciente del peso de las expectativas que recaían sobre los hombros de su hermana menor.
Para Edith, aquel día marcaba el comienzo de una nueva vida, llena de promesas y responsabilidades. A pesar de los nervios, su corazón latía con la emoción de lo desconocido, y en aquel instante, frente al brillante futuro que se extendía ante ella, se permitió soñar con la posibilidad de un amor verdadero.
Ese fue el recuerdo que a Edith le hubiera gustado tener del día de su compromiso, pero la realidad fue completamente diferente.
Aunque la majestuosa sala de la mansión Everglen resplandecía con una suave melodía de emociones, la realidad de la mirada indiferente de su familia y el Gran Duque Lucían Beamount estaba muy lejos de la fantasía que Edith había tejido en su mente.
Mientras su cabello rubio ondeaba con gracia y sus ojos azules intentaban reflejar la ilusión, Edith percibía la falta de autenticidad en las sonrisas de los invitados y la apatía en las miradas de sus seres queridos. Su hermano Dalton, en lugar de mirarla con orgullo, apenas le dedicaba un gesto de reconocimiento, como si aquella unión careciera de importancia.
Los padres de Edith, Marqués Damian Everglen y la Marquesa Bibian Everglen, apenas mostraban emoción, tratando la ocasión como una formalidad social más que como la celebración del compromiso de su hija.
Aunque Edith anhelaba que el Gran Duque Lucían compartiera su entusiasmo, descubría en su mirada la frialdad de un compromiso conveniente más que la calidez de un amor correspondido. En medio de la elegancia y el bullicio, Edith sostenía su sueño de un amor verdadero, aun cuando la realidad la sumía en la melancolía de un compromiso que parecía ser solo una sombra de lo que anhelaba.
Aquella falta de entusiasmo y la indiferencia que rodearon el compromiso de Edith deberían haber sido un augurio sombrío de los días que le esperaban en la mansión del Gran Duque.
Tras el evento, Edith se vio obligada a trasladarse a la imponente residencia del Duque para aprender los deberes y responsabilidades que conllevaba ser una futura Duquesa.
Edith se encontraba sentada junto a la ventana, con el suave resplandor del sol filtrándose a través de los paneles de cristal, iluminando la habitación con tonos dorados. En su regazo reposaba un pañuelo que había estado bordando meticulosamente para aquel hombre con el título de ser su prometido.
- Edith: Han pasado cinco años desde entonces.
Susurró Edith para sí misma, sus palabras llevadas por el viento que mecía las ramas de los árboles.
Un leve pinchazo interrumpió sus pensamientos, y Edith se estremeció al sentir el pequeño dolor en su dedo. Al bajar la mirada, vio una gota de sangre perlada en la punta de su dedo, manchando la blancura inmaculada del pañuelo con un rojo intenso.
Con el corazón apretado por el arrepentimiento, Edith observó cómo su sangre se absorbía en el tejido blanco, como si su dolor se fusionara con los recuerdos bordados en el pañuelo.
- Edith: Lo arruiné...
Murmuró en voz baja, reconociendo la amargura de las decisiones pasadas que habían llevado su vida por un camino que nunca deseó.
Edith se sumió en la introspección, sus ojos azules perdidos en el horizonte mientras la sangre seguía manando de su dedo herido. Se preguntaba en silencio, en medio de la habitación iluminada por el sol, dónde había comenzado a torcerse el camino que la llevó a este momento de melancolía y dolor.
- Edith: [¿Fue cuando dejé que él viera mis sentimientos?]
Se cuestionó, recordando los momentos en los que había mostrado su vulnerabilidad al Gran Duque Lucían Beamount, esperando a cambio un destello de reciprocidad que nunca llegó. La duda se instaló en su mente, creando fisuras en la confianza que había depositado en un amor que parecía más un espejismo que una realidad tangible.
Otra voz interna le susurraba que tal vez no era lo suficientemente buena, que sus esfuerzos por complacer al Gran Duque no habían sido suficientes para ganarse su corazón. Una sensación de insuficiencia la embargó, como si estuviera atrapada en un eterno ciclo de intentar ser lo que él deseaba, sin éxito.
Edith apretó los labios con fuerza y estrujó el pañuelo en sus manos, sintiendo la textura áspera entre sus dedos. Se preguntó si todo había comenzado a desmoronarse desde el mismo instante en que puso su firma en aquel contrato, comprometiéndose a una vida que ahora se le antojaba fría y desolada.
- Edith: Lucian Beamount.
El nombre del Duque salió de sus labios con una mezcla de dulzura y amargura. La frustración se reflejó en sus ojos, una lucha interna entre el amor que sentía y la realidad implacable que la envolvía.
Una suave brisa acompañaba el silencio de la habitación mientras Edith se sumía en sus pensamientos. De repente, el sonido de la puerta al abrirse interrumpió su introspección, y una doncella entró sin llamar, rompiendo la calma con su presencia.
Edith frunció levemente el ceño ante la falta de modales de la doncella, pero rápidamente recordó que en aquel lugar su presencia no era deseada por nadie más que ella misma.
- Doncella: El Duque ha regresado.
La noticia se transmitió de manera poco decorosa, como si la doncella careciera de las formas adecuadas para dirigirse a su Señora. Sin embargo, Edith simplemente asintió con resignación, como si la llegada del Duque no fuera más que un suceso rutinario.
- Doncella: Quiere que la ayude a arreglarse para la cena.
La doncella ofreció su ayuda con un tono desinteresado, asumiendo que Edith seguiría su rutina habitual de prepararse meticulosamente para encontrarse con el Duque. Pero esta vez, Edith respondió de manera inusual.
- Edith: No es necesario, puedes retirarte.
Las palabras de Edith sorprendieron a la doncella, quien esperaba la habitual solicitud de ayuda para lucir impecable ante el regreso de su prometido. Sin embargo, Edith parecía haber dejado de lado las formalidades. Era evidente que algo en ella había cambiado.
La doncella, desconcertada, se retiró de la habitación dejando a Edith sumida en sus pensamientos.
Edith suspiró con pesar mientras su mirada se perdía en el horizonte. Un silencio llenó la habitación antes de que, con determinación, murmurara para sí misma.
- Edith: No será tan malo.
Aunque sus palabras intentaban infundir ánimo, sus ojos revelaban la lucha interna entre la resignación y la esperanza. Forzó una sonrisa en su rostro, como si tratara de convencerse a sí misma de que las cosas podrían mejorar, aunque en lo más profundo, la sombra de la desilusión persistiera.
La majestuosa mesa del comedor de la mansión Beamount estaba decorada con elegancia, cubierta por un mantel blanco y rodeada de sillas tapizadas en terciopelo rojo. Las velas parpadeaban en candelabros de oro, esparciendo una luz suave por la estancia.
El Duque Lucian Beamount, un hombre de aspecto serio y dominante, hizo su entrada en la sala. Su cabello rubio, perfectamente peinado, y sus ojos verdes resaltaban su presencia imponente. Vestía un traje oscuro que enfatizaba su figura esbelta y su porte noble.
Al mirar alrededor, notó la ausencia de Edith. Aunque le pareció extraño, no le importó en lo más mínimo. Para él, la presencia de Edith en la mansión era más una cuestión de deber y formalidad que un deseo personal. Siguió su camino hacia la mesa, donde algunos sirvientes aguardaban para atenderlo.
Lucian se sentó con la seguridad de quien está acostumbrado a que todo se desarrolle según sus términos.
Edith entró con discreción en la majestuosa sala del comedor, su vestido se mecía con gracia al compás de sus pasos, la luz de las velas resaltaba su belleza, pero también revelaba la tensión en su rostro.
Al llegar a la mesa, se detuvo junto al asiento que le correspondía, frente al imponente Duque Lucian. Su mirada se encontró con la fría mirada de él, que la recriminaba silenciosamente por su tardanza.
- Edith: Lamento la tardanza.
Sus palabras fueron cortas y directas, sin buscar excusas ni justificaciones. No intentó ser excesivamente complaciente ni buscar el perdón de Lucian. Simplemente, reconoció su falta de modales y ofreció una disculpa sincera.
Lucian la observó con una mezcla de desdén y autoridad, pero no dijo nada más.
Durante la cena, Edith decidió romper el silencio incómodo que envolvía la mesa y dirigirse a Lucian con una pregunta aparentemente inocente.
- Edith: ¿Cómo ha sido tu día, Lucian?
Su voz sonaba tranquila, aunque por dentro sentía una mezcla de ansiedad y resignación. Sabía que las interacciones con Lucian solían ser frías y distantes, pero aún así, algo en ella anhelaba un atisbo de conexión, incluso después de cinco años de desilusión.
La respuesta de Lucian fue breve y cortante, apenas una murmuración sin dedicarle siquiera una mirada. Edith sintió un pinchazo de decepción en su corazón, como si cada palabra áspera fuera un recordatorio de la distancia emocional que los separaba.
- Lucian: Fue como cualquier otro día.
Las palabras resonaron en la sala como un eco desagradable. Edith, sintiendo el peso de la respuesta helada, se recriminó a sí misma internamente.
- Edith: [¿Qué pretendía? ¿Acaso esperaba un trato diferente al habitual?]
Después de cinco años, debería estar segura de que nada cambiaría, se lamentó por herirse a sí misma guardando falsas esperanzas, por permitirse creer en la posibilidad de que algún día, tal vez, pudiera encontrar un destello de humanidad en el corazón frío del Duque Lucian Beamount.
Edith, sintiendo el peso de la frialdad de Lucian y la carga emocional acumulada, decidió retirarse antes de terminar su cena. Se levantó con elegancia, apenas perturbando el silencio de la majestuosa sala del comedor. Lucian, aunque mantenía su mirada en su plato, encontró sorprendente que ella cometiera dos faltas de modales en una sola cena, llegar tarde e irse antes de terminar.
Mientras Edith abandonaba la sala, Lucian levantó la vista brevemente, observando su figura alejándose. Un destello fugaz de incredulidad cruzó su rostro ante la audacia de su acción, algo que rara vez experimentaba de parte de Edith. Lucian, acostumbrado a mantener el control en cualquier situación, se sentía desconcertado por la forma en que Edith había desafiado sutilmente las normas establecidas.
Una vez sola en el pasillo, Edith se detuvo junto a un pilar, sintiendo que el peso del mundo descansaba sobre sus hombros. Las lágrimas amenazaban con desbordarse de sus ojos, una mezcla de frustración, tristeza y agotamiento la embargaba.
Se apoyó contra el pilar, buscando desesperadamente un respiro en medio de la tormenta emocional que la consumía. Aquella vida de apariencias y deberes la estaba volviendo loca, y ya no podía soportarlo más.
Las lágrimas que había estado conteniendo finalmente escaparon, rodando por sus mejillas como testigos mudos de su dolor. Se culpaba a sí misma una y otra vez por haberse enamorado de un hombre tan frío como el hielo, uno cuya indiferencia la estaba destrozando lentamente.
- Edith: ¿Cómo fui tan estúpida para creerme capaz de cambiar el corazón de este hombre?
Murmuró entre sollozos, sintiendo el peso abrumador de su propia ingenuidad.
La perspectiva de que el resto de sus días fueran así, sumidos en la frialdad de Lucian, le generaba una repulsión profunda. Edith se reconoció a sí misma como débil y emocional, sabía que no podía cambiar esa parte de ella y que, por ello, la indiferencia de Lucian la afectaba de manera tan intensa.
Con el dorso de su mano secó sus lágrimas y retomo su camino hacia su habitación.
Después de terminar su cena, Lucian, como de costumbre, regresó a su oficina para continuar con su trabajo. Sin embargo, algo parecía perturbarle más de lo habitual esa noche. Decidió tomar una acción inusual y mandó llamar a la doncella que atendía a Edith.
La mujer, temerosa ante la imponente presencia del Duque, se presentó ante él con nerviosismo. Lucian la observó con seriedad antes de dirigirle la palabra.
- Lucian: ¿Acaso la señorita Edith está enferma?
La doncella abrió la boca con sorpresa, no acostumbrada a que el Duque mostrara interés alguno por la salud de Edith. Antes de que pudiera responder, Lucian frunció el ceño, impaciente.
- Lucian: ¿Debo repetir la pregunta?
La doncella balbuceó algunas palabras, tratando de encontrar una respuesta adecuada.
- Doncella: Y-yo... no creo que esté enferma, mi señor.
La respuesta ambigua no satisfizo a Lucian, quien se sintió molesto por la falta de claridad.
- Lucian: Si no lo sabes con certeza, entonces no sirve de nada su atención. ¿Qué clase de servicio está prestando a la Señorita para no darse cuenta de su estado de salud?
La doncella, temblando ante la autoridad del Duque, bajó la cabeza y se disculpó, prometiendo prestar más atención a partir de ese momento.
- Doncella: Lo siento mucho, mi señor. Prometo estar más atenta.
Lucian, enojado por la respuesta de la doncella, le ordenó que se retirara con un gesto brusco de la mano, dejando en claro su descontento ante la falta de diligencia en el servicio hacia Edith.
Después de la advertencia a la doncella, Lucian se retiró a su despacho, pero una pregunta empezó a rondar su mente con insistencia: "¿No hubiera sido más sencillo preguntarle directamente a Edith cómo se encontraba?".
Un deje de inusualidad en el comportamiento de Edith lo hizo cuestionarse por un breve instante. Chasqueó la lengua con desdén, murmurando para sí mismo que estaba perdiendo el tiempo pensando en asuntos tan irrelevantes.
- Lucian: [si se siente mal llamará a un médico]
Lucian, acostumbrado a mantener un control estricto sobre sus emociones, descartó la idea de preocuparse por el bienestar de Edith como algo absurdo. Sin embargo, esa chispa momentánea de duda quedó suspendida en el aire, aunque Lucian se esforzó por ahogarla con la frialdad que lo caracterizaba.
El amor de Edith por Lucian no nació de un día para otro, era una historia de cuando ella era apenas una adolescente.
Edith conoció a Lucian en una competencia de caza cuando ella tenía quince años y él diecisiete. Fue en ese momento que sus destinos se cruzaron, y el encuentro dejó una impresión imborrable en el corazón de Edith.
Lucian, con su aspecto serio y dominante, destacaba incluso entre los jóvenes nobles que participaban en la competencia. Su habilidad en la caza y su presencia imponente no pasaron desapercibidas para Edith. En medio de la majestuosidad del bosque, Lucian se movía con una gracia salvaje que capturó la atención de la joven.
Fue durante una pausa en la competición cuando ocurrió algo que cambiaría la perspectiva de Edith. Lucian, notando la mirada furtiva de Edith, le dedicó una sonrisa sutil, un gesto tan pequeño pero cargado de una presencia magnética. Esa sonrisa resonó en el corazón de Edith, despertando los primeros destellos de lo que se convertiría en un enamoramiento profundo.
A partir de ese día, Edith no pudo quitarse a Lucian de la mente. Cada gesto suyo, cada palabra, se volvieron el foco de sus pensamientos. A medida que pasaban los años, su admiración se transformó en un amor silencioso pero apasionado.
A pesar de la frialdad de Lucian y las distancias sociales, Edith encontraba en él una fascinación irresistible. Las competencias de caza se volvieron eventos esperados, no solo por la emoción de la actividad en sí, sino por la posibilidad de ver a Lucian y experimentar nuevamente esos fugaces momentos de conexión.
El tiempo pasó, y su amor maduró con ella. Aquella competencia de caza se convirtió en el inicio de un viaje emocional en el que Edith descubrió capas más profundas de su propio corazón.
La noticia del compromiso arreglado golpeó a Edith como una ráfaga de viento helado. La idea de que su vida estuviera siendo dirigida por decisiones familiares y conveniencias sociales la dejó inicialmente aturdida, pero era algo que sabía tarde o temprano pasaría, aunque no se sentía preparada para ello. Sin embargo, cuando descubrió que el hombre con el que estaba destinada a casarse era nada más y nada menos que Lucian, el hombre de sus sueños, un torbellino de emociones la envolvió.
Edith, en un momento de incredulidad y asombro, sintió que el destino le sonreía de una manera inesperada, haciendo olvidar incluso el dolor que le causaba ver lo fácil que le resultaba a su familia desprenderse de ella.
La realidad de que su amor platónico se convertiría en su compañero de vida parecía un sueño imposible que de repente se volvía realidad. En medio de la sorpresa y la confusión, una oleada de felicidad la inundó.
El hecho de que su amor secreto, el hombre que había ocupado sus pensamientos y alimentado sus sueños, se convirtiera en su prometido, hizo que Edith se sintiera la mujer más afortunada del mundo en ese entonces. Los miedos iniciales y las dudas sobre un compromiso forzado se desvanecieron frente a la posibilidad de compartir su vida con Lucian.
Cada rincón de su corazón que había guardado para él se llenó de esperanza y anticipación. La idea de que, finalmente, podría conocer a Lucian de una manera más íntima, que su amor no fuera solo un suspiro secreto, sino que podría ser una realidad compartida, le brindaba una dicha indescriptible.
Así, mientras enfrentaba las expectativas y formalidades de un compromiso arreglado, Edith llevaba consigo el secreto deleite de que, para ella, aquel acuerdo significaba más que una simple unión estratégica de familias. Para Edith, era la oportunidad de vivir su amor en carne y hueso, de desentrañar los misterios de Lucian en el escenario de un compromiso que, a pesar de las circunstancias, le regalaba una felicidad que nunca había imaginado posible..Con el anuncio de su compromiso, Edith se dejó llevar por un torbellino de expectativas y sueños que habían estado ocultos en su corazón durante tanto tiempo. La perspectiva de una vida junto a Lucian, el hombre que había sido el centro de sus pensamientos y fantasías, la llenaba de una esperanza palpable.
Sin embargo, la realidad que enfrentó al convivir más estrechamente con Lucian no cumplió con las expectativas que había tejido en su imaginación.
A pesar de que Lucian la había elegido como su prometida, parecía no sentir la necesidad de mantener una relación cercana con ella. La frialdad con la que la trataba era desconcertante, como si no reconociera la profundidad de los sentimientos que Edith albergaba por él.
Y aunque quizás Lucian no fuera consciente del daño que le causaba a Edith con su indiferencia, seguramente era consciente de los sentimientos que ella albergaba por él. Esa consciencia, en lugar de suavizar su trato, parecía endurecerlo aún más, como si fuera un recordatorio constante de la distancia insalvable entre ellos.
Edith, en medio de la suntuosa mansión que compartía con Lucian, se encontró atrapada en un torbellino de pensamientos tumultuosos. Durante años, había aceptado cada desdén, cada gesto frío de Lucian, con la esperanza de que, eventualmente, lograría tocar el corazón del hombre por el que había estado enamorada desde su adolescencia.
Sin embargo, mientras reflexionaba sobre los últimos cinco años, un amargo despertar se apoderó de ella. Se dio cuenta de que había tardado demasiado en comprender la realidad de su situación. Cada recuerdo feliz que había esperado construir con Lucian se desvanecía ante la cruda verdad de su vida.
La aceptación resignada que una vez acompañó cada desplante ahora se convertía en una dolorosa revelación. Cinco años de intentos, de buscar una conexión que nunca llegó, se materializaban frente a ella como un sombrío recordatorio de que sus expectativas habían sido en vano.
Edith, en un rincón solitario de la mansión, se permitió finalmente aceptar la amarga verdad: su vida con Lucian era un infierno emocional. Aquella ilusión de tocar el corazón frío de Lucian se desmoronaba, dejando espacio para la cruda realidad de una relación vacía y sin amor.
Las lágrimas que había contenido durante tanto tiempo finalmente brotaron, no solo por el dolor de la decepción, sino también por la pérdida de los años que había dedicado a un amor que nunca fue correspondido como ella había soñado. Edith, con el peso de la realidad sobre sus hombros, enfrentó la verdad que había evitado durante demasiado tiempo: no podía cambiar a Lucian, y no podía construir un amor donde no existía.
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