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Menelwie

Escapada en la noche

La situación en la que se encontraba no era nada buena. El hombre que se había hecho cargo de ella hasta ahora, ya no la quería. La había levantado en mitad de la noche para poder librarse de ella sin tener que dar explicaciones a los vecinos, que, por su curiosidad habían salvado a la niña de ser dejada en mitad de ningún sitio para que se congelara. Pero temía que lo descubrieran, así que decidió llevarse a la pequeña de tan solo cinco años lo más lejos que pudiera.

La despertó y, sin media palabra la sacó de casa sin que pudiera avisar a sus hijos y la hizo seguirle hasta el carro. La niña solo llevaba su ropa, ni siquiera una manta, y ya estaban en invierno, pero el hombre no pareció interesado en su salud. En cuanto estuvo en el carro salió de la zona lo más rápida y silenciosamente que pudo. Temía otra interrupción, pero nadie pareció oír nada. Al fin y al cabo, empezaba a nevar de nuevo. Cruzaron la ciudad en silencio, ella medio protegida con el abrigo del que consideraba su padre, ya que la había criado hasta ese momento, y él, centrado en llegar pronto a su destino para acabar con todo de una vez.

¿Qué estaba pasando? ¿A dónde iban a estas horas de la noche? Pensó en el día anterior, pero no recordaba haber hecho nada mal. ¿Por qué papá tenía tanta prisa?

Paso un buen rato hasta que salieron de la ciudad. Cuando ya parecía que habían llegado a lo más tenebroso del mundo (visto desde el punto de vista de la niña) el hombre paró el carro. La guio, aunque más bien la arrastró, por un camino oscuro, que además se distinguía muy mal por la niebla. Agarrada a su abrigo y guiándose por la pequeña luz del farol del hombre, la niña siguió su camino pensando que había llegado la hora de su muerte. Mientras se adentraban en el sendero, la pequeña con su gran imaginación sufría más y más. Con los movimientos de la niebla, el crujir de las ramas que pisaban, el viento entre los árboles y la gran cantidad de sombras extrañas que provocaba el farol, no dejaba de ver monstruos y seres terroríficos que parecían perseguirle y se aferró más al abrigo empapado.

El hombre, por el contrario, estaba cansado e impaciente. La pequeña andaba despacio y eso le retrasaba. Quería quitársela de encima cuanto antes. Tiró de ella de nuevo y la obligó a ir más rápido. La niña era una boca más que alimentar, que había aparecido en su vida dándole complicaciones y de la que, por razones legales, no podía tirar en cualquier lado. Él no quería a otra mocosa en su vida.

El camino por fin se fue terminando. Ya no había la misma cantidad de árboles y pudieron ver un ruinoso y antiguo castillo medieval, que se notaba, nadie se había molestado en recuperar del todo. Para la pobre niña esa era la versión más espeluznante que había visto. Un castillo ruinoso, en mitad de la noche y con la niebla ya le habría dado suficientes razones para correr, pero los ruidos ululantes del viento colándose por los huecos de la madera sonando con el viento, los movimientos de las hojas, las plantas generando extrañas sombras y los vidrios rotos fueron demasiado. Intentó largarse, pero solo tenía cinco años, estaba medio dormida y no tuvo ninguna oportunidad con el hombre que la obligó a seguir adelante.

Él conocía ese sitio. Era un antiguo castillo que se usaba como armería. Ahí trabajaban hombres de grandes familias de armeros y consideró que ese sitio era lo suficientemente apartado como para que la niña no pudiera volver a encontrarle y lo que es más importante, la niña podía limpiar y cocinar para ellos. Si no la aceptaban, la dejaría en mitad del camino. Ya había hecho más que suficiente según su poca moralidad.

El lugar estaba en medio de unas montañas, alejado de todo lo demás. Se acercaron a una puerta enorme, que fácilmente mediría tres metros, pero que a esa pequeña le parecían cuarenta. Tampoco le dio mucha seguridad el ver en qué estado estaba la madera. Había visto épocas mejores, o por lo menos quería creerlo, y sintió que se le venía encima. El padre sin mirar siquiera a la niña tocó a la puerta varias veces. Se hizo un silencio sepulcral. Luego oyeron unos pasos fuertes y lentos, y el padre, movido por un repentino miedo la alejó unos metros de la puerta.

La niña miró la puerta y tragó saliva. Si ya ese edificio en mitad de ese lugar le parecía horroroso, con todos esos sonidos extraños… ¿Qué clase de persona necesitaría una puerta tan grande? Seguro que había una bestia por ahí. Se escondió detrás de su padre, y por primera vez, este no se lo impidió.

Una nueva inquilina

Aunque desde donde estaba, la pequeña no podía ver bien el aspecto, la verdad es que el hombre en la oscuridad no parecía amigable. Un hombre de mirada penetrante, tapado con una capa negra forrada con capucha, abrió sin esfuerzo como si en vez de abrir una puerta pesada, se tratara de un picaporte normal. A ojos de ella, el hombre de dos metros era un gigante, y su imaginación no hacía más que dispararse hacia terribles comidas caníbales, donde ella era el plato principal. De repente, ya no temblaba de frío.

El hombre miró a la extraña pareja más cansado por las horas que eran que interesado. El hombre que tenía delante, todo huesos, dio un paso dejando ver mejor a un niño de no más de cinco años, congelado de frío. Se fijó en que estaba nevando. El padre habló en una lengua que la pequeña desconocía. No sabía de que le estaba hablando, pero su deseo era volver a casa a estar caliente, e irse de ese espantoso lugar. Sus manos estaban cada vez más frías y ya no sentía un pie. Esa ropa no abrigaba.

La niña miró al gigante interesada en su respuesta y negó rotundamente sin decir palabra. Aunque era la respuesta que quería ella, el padre no la dio por buena. Volvió a replicar, utilizando otras palabras y señalando a la pequeña una y otra vez. Ésta, al apartarse su padre para señalarla, muerta de frío como estaba se movió hacia la puerta por inercia. De ahí, aunque leve, salía calor.

El hombre entonces se dio cuenta de que era una niña. Cuando la miró su opinión no mejoró. Era pequeña, flaca, estaba mojada y le parecía enferma. Pero en el instante en que iba a negar otra vez la petición de ese desconocido, la niña levantó la mirada. Y por un instante sus ojos se encontraron. Eran azules, profundos y brillantes. Estaban llenos de fuerza y vida, algo que jamás había sentido viendo a una persona tan joven, y escondían una sabiduría infinita. Por un segundo se quedó impresionado. Hasta que la niña bajó de nuevo la cabeza. Suspirando, aceptó a regañadientes, como si los ojos de ella fueran suficiente promesa de que valdría la pena.

Eso no era la caridad. Pero esa niña... tenía algo… Jamás una persona fuera de la armería le había aguantado la mirada.

Luego, hizo una señal a la niña de que la siguiera. El padre la empujó y aunque no entendía nada, la niña se agarró a la capa oscura. Le pagó al padre unas monedas, de forma que hubiera una transacción legal como si una niña tan pequeña pudiera trabajar, y en cuanto se aseguró de que la niña estaba dentro, cerró con fuerza la puerta, haciendo que el sonido provocara aún más temor a la niña. La pobre no tuvo tiempo siquiera de despedirse. Al cerrarse la puerta la oscuridad reinó en la sala y agarrada como estaba al desconocido caminó sin mucha convicción. Miró hacia atrás. Lo único que había conocido, ese hombre, había salido de su vida sin decirle adiós. Se quedó un instante quieta, pero el hombre no esperaba y aunque no le gustaba nada el gigante que le habían impuesto, más miedo tenía a lo que no podía ver. Llegaron a una esquina del recinto, donde éste prendió una vela, generando extrañas sombras a su alrededor que se movían con su tintineo. Pero aunque el hombre era gigante, la capa raspaba, y las luces le confirmaban la existencia de espíritus, le pudo más su curiosidad al ver que se quitaba la capucha. La bestia no era tal. Sólo era un hombre, y se alegró de que no fuera un monstruo. Serio y con cara de pocos amigos, y el hombre más grande, fuerte y moreno que había visto en su vida, pero humano, al fin y al cabo. No parecía feliz de tenerla pegada a su lado, y miró a la pequeña, que no dejaba de observar su alrededor, con expresiones de cautela.

¿Que podría hacer la niña ahí? El hombre que la llevaba se arrepintió de su propio impulso, pero ya era tarde para dar marcha atrás. La historia de ese flacucho le parecía extraña. Miró a la niña un segundo. Podría ser cierta, tanto como no. La niña, había contado, apareció de la nada en su puerta cuando era un bebé. Alguien tocó, pero cuando abrieron sólo estaba tapada. La mujer del hombre en ese momento no tenía hijos y pensó que era un milagro, porque le habían dicho que no podría tenerlos. Pero de repente a los pocos meses estaba embarazada. Y así le sucedieron cuatro más hasta que, con el quinto en camino, necesitaba hacer espacio a los que sí eran suyos. La niña había pensado que era su padre, pero él no estaba dispuesto a serlo más.

Había intentado darla a un orfanato, pero no le creyeron y no le dejaron abandonarla. Su situación ya era insostenible y por eso la había llevado allí. Para que les fuera de utilidad. Vaya utilidad. Pero estaba claro que esa niña no era hija suya. No se parecían físicamente, y con verle sabía que no iba a cuidarla, pero por eso no iba a mantener a una enferma, ahí no tenían tiempo para eso. Pero cuando la miró serio, esperando que bajara la mirada, como base a su razonamiento, no consiguió la respuesta que esperaba. En vez de amilanarse, la niña le había mirado sin miedo a los ojos, y no sólo eso, le había aguantado la mirada, y eso nunca lo había visto. Le había impresionado. Además, sus ojos eran, como decirlo… distintos.

Amind, que así se llamaba el hombre, dejó que se agarrara mientras la llevaba a la antigua entrada principal donde esperaban los que aun estaban despiertos. Tenía el pelo oscuro, y una barba corta y espesa. Era moreno, casi negro cuando llegara el verano, y sus ojos eran azul claro, de un tono que recordaba a la niebla que se formaba ahí fuera. En cuanto entraron algo más al fondo del recinto y no se percibía el ruido del viento, pudo escuchar el latido de su corazón, acompasado, y eso la tranquilizó.

Primera noche

Cuando llegaron al final del pasillo por el que andaban, dejó la vela en un borde de la pared. Ahí, al final de éste había más velas encendidas por la sala, y pudo ver bien la expresión de poca convicción que tenía. Estaba cansado, como si el hecho de tener a esa niña fuera la gota que colmaba el vaso, así que intentó ser buena y sonrió levemente, aunque tenía miedo.

De repente se pararon en mitad de la sala y observó como hombres encapuchados con capas igual o más grandes que las de su escudo, se acercaban a ella. Eran otros hombres, y aunque se había acostumbrado en poco tiempo a la altura de Amind, cuando éste se zafó de ella, volvió a creer que se la iban a comer. Se quedó en mitad de un círculo improvisado por los hombres al acercarse, pero contra todo pronóstico la niña siguió con la espalda recta, mirando a esos hombres seria. Se había quedado sin defensa, pero iba a aguantar mientras pudiera. Esperó impaciente.

- ¿Quién eres? - dijo uno con una voz nada amigable. La pequeña, no muy segura de que debía hacer, se quedó mirando hacia quien había formulado la pregunta. Estaba en las sombras, y no podía verle con claridad. Amind la miró de nuevo, esta vez enfadado, pero ella no entendía por qué le miraba así. ¿Por qué le preguntaban quien era? ¿No se veía que era una niña?

Uno de los hombres, el más viejo, se acercó a ella con una vela, paciente.

- Hola pequeña, soy Lionel. ¿Tu cómo te llamas?

Sonrió a modo de disculpa, como si entendiera de repente lo que se había perdido. Miró a ambos lados y eligió con cuidado a quién dirigirse. Había uno, al que se le veía más atento a sus reacciones incluso que Amind, y se dirigió a él mientras se intentaba estirar un poco sus pantaloncitos mojados.

- Me llamo Menelwie- dijo dirigiéndose a él, con una voz calmada, como si no estuviera delante de enormes desconocidos. Abraham se impresionó al ver que se había dirigido a él.

Sonrió levemente muerta de nervios e hizo una reverencia por si acaso. Amind y los demás miraron a la niña sin mucha convicción. Aunque le había mantenido la mirada a Abraham, temblaba y no parecía sana. Además, ahora era responsabilidad de ellos, una niña como esa no parecía buena idea.

- Menelwie - dijo el que había hablado primero - A partir de ahora vivirás con nosotros. Harás lo que se te diga sin rechistar, trabajarás en lo que te ordenemos y aprenderás a leer y escribir cuando termines tus obligaciones diarias. Demuéstranos que hemos hecho bien en dejarte aquí. - El hombre ese era mucho más robusto y serio de lo que le había parecido Amind, de forma que la chica asintió a todo, como si fueran dogmas. Le gustaba el hecho de que la trataran de forma normal. Su padre jamás lo había hecho.

- Bienvenida- dijo uno y, menos el más mayor, todas las sombras se fueron, incluyendo a Amind, el único que le daba más seguridad. Pero este le había hablado con cariño, y le siguió feliz de no estar fuera con el frío. Siguió al hombre por pasillo, una escalera estrecha, otros dos pasillos, y tras haber entrado en calor caminando, llegaron a una pequeña puerta.

El lugar era un cuarto enano, que por primera vez se utilizaba para albergar a una persona. Tenía unas mantas puestas en un soporte de piedra, y un almohadón. Había una vela en el alfeizar de una ventana que estaba tapiada. Cualquier persona se habría dado cuenta de que eso no era una habitación. Pero nuestra protagonista había compartido suelo y manta con siete niños, y ese lugar le pareció el paraíso. Además, tenía mantas para calentarse de sobra. Lionel le encendió la vela, se la colocó de nuevo en el alfeizar y le dio las buenas noches. El único cuarto que tenían tan bien preparado para el frio era de los hombres, y la niña no podía dormir ahí. En cuanto tuviera ropa tendría que ponerla en el alfeizar, porque ahí no había sitio.

En cuanto se quedó sola se subió a la improvisada cama. Hasta le sobraba espacio ahí. En el momento en que desapareció el hombre mayor, una cantidad de ruidos a los que no había prestado atención le hicieron sentirse nerviosa. Le iba a costar acostumbrarse a vivir en un lugar tan viejo, y pensó que no dormiría la primera noche. Estaba sorprendida por la cantidad de ruidos que oía que no sabía de donde provenían, olores que no recordaba y la seguridad había desaparecido al apagarse la vela. Espero, convencida, a que alguien, su padre o madre apareciera y la llevara a su rincón de la casa donde recordaba haber vivido y que al día siguiente le tocara un trozo de ese riquísimo pan que hacía su madre. No quería quedarse allí pero su instinto le decía que pasaría mucho tiempo antes de poder irse. Lloró hasta quedarse dormida de puro agotamiento.

Le despertó el sol en la cara, que se colaba por una pequeña rendija de madera, aunque no mucho más tarde alguien tocaba a su puerta. Escuchó. Ella tenía un oído muy fino, aunque no se había dado cuenta de que no era común, y antes incluso de que hubiera llegado, sabía que se trataba del mismo viejo de la noche anterior. Había notado ese leve ruido que producía su rodilla curada de cualquier forma hacía años, la respiración pesada, propia de las personas mayores y ese corazón lento. Miró sus ropas, viejas y se las intentó estirar sin mucho resultado. Por lo menos, ya estaba seca. Abrió y se sorprendió al verle.

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