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Corona De Luciérnagas

CAPÍTULO 1

La noche estaba envuelta en un silencio que solo el canto de los sapos rompía. Era un canto melancólico, como si el mundo entero compartiera su tristeza. Tristán siendo un niño, con su cabello oscuro y desaliñado, se encontraba tendido en el césped húmedo, inmóvil, contemplando la luna llena que se asomaba entre las nubes. Recordó su llegada a Azshik, un día sombrío en el que la lluvia caía sin compasión. Su madre, con su cabello rubio y sedoso, lo llevaba a cuestas, pero las palabras que salían de sus labios eran un veneno que se incrustaba en su corazón. "¡Eres un estorbo!", le gritaba, mientras él se aferraba a su espalda, sintiendo el frío calar en su piel.

Las imágenes de su madre, con esos ojos marrones que parecían perforarlo, lo atormentaban. Su padre, con su mirada azul, reflejaba el mismo desprecio. Era como si la lluvia que caía también arrastrara su infancia, dejándolo con la sensación de que nunca había sido verdaderamente amado. A los tres años, sus padres tomaron la decisión de venderlo. Aquella fue la primera vez que entendió lo que significaba la traición, aunque su mente infantil no pudiera asimilarlo del todo.

Azshik, un pueblo alejado del bullicio, prometía ser un refugio, pero para él fue un abismo. La lluvia lo empapó, pero el verdadero aguacero era el de las lágrimas que no podía derramar. En ese momento, se dio cuenta de que había perdido su hogar antes de siquiera haberlo encontrado.

A medida que la noche avanzaba, el sonido del río detrás de él se convirtió en un eco de sus propios pensamientos, una melodía que lo envolvía en una atmósfera de nostalgia. El frío del césped contrastaba con la calidez de la brisa primaveral, y en ese instante, la naturaleza parecía abrazarlo. Era una madre que nunca tuvo, y así, se sintió menos solo.

Su mente, aunque atormentada, comenzó a divagar hacia otros recuerdos. Las risas de los niños en el pueblo, la forma en que jugaban sin preocupación. Él, sin embargo, se había convertido en un espectador, un niño que observaba desde la distancia, incapaz de unirse a su alegría. El mundo a su alrededor continuaba girando, mientras él se sentía atrapado en un ciclo de dolor y soledad.

A medida que la luna se alzaba más alto en el cielo, su cuerpo, cansado por el trabajo diario y la carga emocional que llevaba, comenzó a ceder. A pesar de los recuerdos oscuros que lo atormentaban, la naturaleza le ofrecía un consuelo inesperado. El canto de los sapos, el murmullo del río, todo se unía en una sinfonía que lo arrullaba.

Finalmente, sus ojos azules se cerraron, y en ese momento de entrega, se entregó al sueño, dejando que la luna y la tierra lo abrazaran. El niño que había sido, el niño que aún era, se sumió en un profundo descanso, donde los recuerdos no podían alcanzarlo. En los brazos de la naturaleza, encontró un refugio, aunque solo por un instante.

****************

La noche anterior había sido un tormento. El aire denso y cargado de humedad se aferraba a su piel como una segunda capa, amplificando el dolor punzante en sus costillas y la quemazón en sus tobillos. Cada respiración era un recordatorio de la brutalidad que había soportado. El sueño, esquivo y fragmentado, solo le ofrecía breves respiros antes de ser asaltado por imágenes vívidas y sensaciones agónicas.

De repente, el crujir de la madera del suelo rompió el precario silencio. Un sonido grave, rítmico, cada vez más cercano. Pisadas. Pesadas. Inconfundibles. El corazón, que apenas latía con la calma forzada del simulacro, se disparó, golpeando contra su caja torácica como un pájaro atrapado. Abrió los ojos con lentitud, cada músculo protestando, buscando distinguir la forma en la penumbra. No era la bestia que su instinto le gritaba que esperara. Era él. Su amo. Y la expresión en su rostro, una máscara de furia contenida, confirmaba sus peores temores.

El intento de hacerse el dormido era un acto desesperado, un último recurso ante la inminencia de una nueva tormenta. Las heridas de la jornada anterior aún supuraban, una sinfonía de dolor latente que él conocía demasiado bien. El amo, una mole imponente de ciento cincuenta kilos, una montaña de carne y resentimiento, se acercaba. Su calvicie relucía bajo la escasa luz, contrastando con la frondosa barba oscura que enmarcaba un rostro curtido. La piel morena clara, tensa por la ira, acentuaba la oscuridad penetrante de sus ojos. No tardó en llegar a su lado, su presencia llenando el pequeño espacio, sofocando el aire.

Aún vestía su pijama blanco, impecable, como si las pisadas en el lodo que cubrían sus pies descalzos fueran un detalle insignificante. Él, en cambio, solo portaba el burdo costal de tela, una vestimenta de humillación con tres agujeros estratégicamente colocados para la cabeza y los brazos, una burla a la dignidad humana. La diferencia entre ambos era un abismo, una cruda representación de su realidad: uno, el verdugo, el otro, la víctima. El amo se detuvo, su sombra proyectándose sobre él, un preludio del tormento que estaba por desatarse. El aire se volvió más pesado, cargado de la expectativa del dolor.

El grito desgarrador de su amo rasgó la quietud de la mañana, devolviéndolo a la cruda realidad con la fuerza de un latigazo.

-¡Levántate maldita escoria! -La voz, cargada de una hostilidad visceral, resonó en sus oídos como un eco de sus propios miedos. -¿Pensaste que nunca me enteraría verdad?- La pregunta, más una acusación velada, le heló la sangre.

Se incorporó de un salto, el cabello enmarañado con hojas y ramas, vestigios de una noche de tranquilidad. Se sacudió la cabeza, intentando despejar la confusión y el dolor. El amo, más furioso que nunca, era un torbellino de ira. Tristán repasó mentalmente sus últimos días, buscando algún desliz, algún error que pudiera haber provocado tal desmesura. Nada. Nada que justificara esa furia desatada.

Intentó articular una explicación, desentrañar los posibles malentendidos, pero la oportunidad le fue arrebatada antes de que pudiera pronunciar palabra. El puño de su amo se estrelló contra su rostro con una fuerza brutal, tirándole al suelo, dejándolo tendido sobre el césped, humillado y dolorido por una injusticia que no comprendía. El golpe, seco y demoledor, le robó el aliento y la poca resistencia que le quedaba.

-Maldito mocoso de mierda...- masculló el amo, sus gruesos brazos rodeando el cuello de Tristán, levantándolo del suelo como si fuera un muñeco insignificante. La presión aumentó, ahogando sus pulmones, robándole el aire. -¡Vuelves a decir que te maltrato aún siendo un mocoso y te arrancaré ese pedazo de carne al que llamas lengua!

La amenaza, pronunciada con una crueldad escalofriante, resonó en sus oídos mientras la visión se volvía borrosa. La mirada de su amo, fija en él, reflejaba un deleite perverso, una risa sorda que se escapaba de sus labios mientras el cuerpo de Tristán se convulsionaba en una lucha desesperada por la vida.

Cuando sintió que el movimiento cesaba, que la resistencia se extinguía, el amo lo soltó, dejándolo caer como un fardo inerte. Lo lanzó hacia el río, donde las rocas esperaban, amenazantes. Por un milagro del destino, o quizás por la torpeza del propio amo, no impactó directamente contra la cabeza. El impacto se sintió en la pierna izquierda, un crujido agudo que anunció la fractura, y el hombro derecho se dislocó con un chasquido doloroso. Había tenido suerte, una suerte amarga, pero suerte al fin. Sin quejarse, nadó hacia la orilla, donde su señor lo esperaba.

El amo, visiblemente decepcionado por su puntería fallida, esbozó una sonrisa que, por un instante, pareció genuina, la de un hombre bueno. Pero la máscara cayó rápidamente, revelando la misma crueldad subyacente.

-Escucha gusano,- comenzó, la risa burbujeando en su garganta.-solo por esta vez te perdonaré sin algunos castigos.- La carcajada se desató, sonora y despectiva, mientras Tristán yacía a sus pies, una basura insignificante y sin valor. -Acompáñame a celebrar el aniversario de mi negocio, sirve que te haces hombre al fin, mocoso.

El silencio se extendió entre ellos, un silencio cargado de amenazas tácitas y recuerdos dolorosos. Tristán, con la piel aún erizada por la humillación y el dolor de la golpiza anterior, prefirió la estrategia del avestruz. Sabía perfectamente a qué se refería su amo con esa mirada lasciva y esa sonrisa torcida, pero hacerse el tonto era su único escudo contra una violencia que amenazaba con destrozarlo por completo. La última vez que había osado mostrar una pizca de intelecto superior, una chispa de pensamiento propio, las consecuencias habían sido degradantes y brutales. El recuerdo de lamer la suciedad de las botas del cuidador, un sirviente más en la jerarquía de la crueldad, le provocaba arcadas. Era un recuerdo que alimentaba el odio, un odio profundo y amargo hacia la vida misma, hacia su propia existencia.

-¡Vamos, gusano!, ¡No te quedes ahí parado como un tronco!- la voz del amo, áspera y burlona, rompió el tenso silencio.

Señaló con un gesto imperioso un trineo de metal, una monstruosidad equipada con una cuerda plagada de púas y agujas afiladas. La imagen era clara, la instrucción implícita: debía tirar de él, arrastrarlo colina arriba, como si fuera una bestia de carga, un animal despojado de cualquier atisbo de humanidad. Y Tristán no era un animal, era un niño, un niño torturado y humillado.

Con cada fibra de su ser luchando contra el miedo y el dolor, comenzó a tirar del trineo. Sus pequeñas manos, ya magulladas y sangrantes, se aferraron a la cuerda áspera. El amo, con una sonrisa de satisfacción perversa, se acomodó en el trineo, un peso muerto que aumentaba la carga. Caminaron en silencio por la ladera, el metal raspando contra la tierra. Pero al llegar al punto donde la pendiente se volvía desafiante, donde la subida exigía un esfuerzo sobrehumano, el amo desató su crueldad. El látigo silbó en el aire, mordiendo la piel de Tristán, incitándolo a avanzar con mayor celeridad.

Cada paso era una agonía. Las agujas del trineo se hundían en sus hombros y manos, perforando la piel con una profundidad aterradora. El dolor era insoportable, un ardor que se extendía por todo su cuerpo. Las púas, como dientes afilados, desgarraban su piel, dejándola al rojo vivo. La sangre manaba a borbotones, tiñendo la tierra de un rojo oscuro. A pesar del tormento, a pesar de la desesperación que amenazaba con consumirlo, Tristán logró avanzar siete pasos largos, un avance minúsculo pero heroico en medio de una tortura inimaginable. Cada uno de esos pasos era un grito silencioso de resistencia, una negación de la brutalidad que intentaba aniquilarlo.

CAPÍTULO 2

Las palabras de su amo, cargadas de un desdén apenas disimulado, resonaron en el silencio de la mañana como el eco de una sentencia.

-Me impresionas cada vez más… rata inmunda…- murmuró, como si la admisión de la fuerza creciente de Tristán fuera un sacrificio personal, una concesión forzada por la evidencia innegable. -Se ve que has crecido y con ello te has vuelto cada vez más fuerte, ahora ve por mi querido caballo pura sangre.

La orden, emitida con la misma casualidad con la que se pediría un vaso de agua, era un recordatorio constante de su posición: un sirviente, una herramienta, un ser inferior a quien incluso las bestias de su amo superaban en estima.

Tristán, con una voz que sonaba hueca incluso para sus propios oídos, una cáscara vacía de la emoción que alguna vez pudo haber albergado, respondió:

-Si mi amo...- Era una respuesta automática, despojada de cualquier matiz, una sumisión aprendida a través de innumerables humillaciones.

La reacción de su amo fue inmediata, un gesto de indignación teatral que se desplegó con la familiaridad de una obra de teatro mal escrita.

-¿Te atreves a hablarme de vuelta?-dijo, su mano rozando instintivamente el mango del látigo, esa extensión de su voluntad cruel y su poder absoluto.

El cuero crujió suavemente, un preludio al dolor. Tristán se preparó para el impacto, el cuerpo tenso, cada músculo en guardia, esperando el dolor que ya conocía demasiado bien, el latigazo que dejaba su marca no solo en la piel, sino en el alma. Pero justo en ese instante, el mayordomo apareció, una figura imperturbable en medio de la tormenta inminente, interrumpiendo la violencia antes de que pudiera desatarse. Con una mirada cómplice hacia Tristán, un destello de comprensión en sus ojos cansados, y un sutil movimiento de cabeza, señaló la puerta de la cocina. Era una invitación silenciosa, una oportunidad inesperada, una rendija de esperanza para agradecer a la mujer que, momentos antes, le había tendido una mano amiga en su desesperación. Tristán se escabulló, sus pasos apenas un susurro sobre la madera pulida de los pasillos, corriendo hacia la cocina, un refugio temporal de la crueldad que lo rodeaba.

Su amo, ya lo suficientemente lejos como para no ser una amenaza inmediata, se dirigía hacia la celebración, ajeno a las sutilezas de la vida que se desarrollaba a su alrededor. La mansión, una estructura imponente de madera de pino, adornada con toques dorados que brillaban bajo la luz del sol, se alzaba majestuosa, rodeada de jardines perpetuamente verdes y perfumados por las gardenias, las flores predilectas de la familia, un oasis de belleza artificial en medio de la desolación humana. En la cocina, encontró a la anciana, la misteriosa benefactora, su rostro arrugado por el tiempo, pero sus ojos llenos de una bondad que Tristán rara vez había presenciado. Sus miradas se cruzaron, un instante de conexión silenciosa, un reconocimiento mutuo de la fragilidad humana, antes de que la sanadora Ágata apareciera, sus herramientas de trabajo en mano, un conjunto de instrumentos que prometían alivio y cuidado.

-Abuela, te agradezco por ayudar a mi pequeño amigo.- dijo Ágata, su voz teñida de seriedad, un tono que revelaba la gravedad de su advertencia, dirigiéndose a la anciana. - Pero si el amo te hubiera visto… hubiera caído el mismo infierno en Tristán…

 La amenaza era real, palpable, un recordatorio constante de la precariedad de su existencia.

Tristán, conmovido por la preocupación de Ágata y la valentía de su abuela, sintió la necesidad de expresar su gratitud, una emoción que luchaba por abrirse paso a través de la coraza de apatía que lo envolvía.

 -Así que ella es tu abuela. - dijo, dirigiéndose a la anciana, su voz temblando ligeramente. - ¡Un placer conocerte, te agradezco por! ... Antes de que pudiera terminar, Ágata, con un gesto rápido y deliberado, casi instintivo, le cerró la boca con un paño limpio, un acto que, aunque brusco, estaba cargado de una intención protectora. Tristán se quedó perplejo, la confusión nublando su rostro, un torbellino de preguntas sin respuesta. Las dos mujeres se dieron cuenta de su desconcierto, la tensión en el aire aumentando. Ágata, entonces, tomó un trozo de papel y escribió una nota, sus manos ágiles y precisas, entregándosela a Tristán para que comprendiera la compleja red de relaciones y secretos que lo rodeaba.

"Ella es mi abuela", leyó Tristán, las palabras de Ágata cobrando sentido, desentrañando el misterio de su presencia. "Vino de visita y el amo permitió que se quedara por esta semana. Es la primera vez que viene a este lugar, por favor no le digas a nadie más que te ayudó hace un momento". La nota era un pacto de silencio, una alianza tácita.

Sus ojos se nublaron al comprender la verdad. La presencia de la sanadora en la cocina no era para él, sino para su abuela, una visita delicada que requería discreción. La ayuda brindada a Tristán, si hubiera sido descubierta, habría acarreado un castigo severo, no solo para él, sino también para quien se hubiera atrevido a desafiar las normas de la mansión y a extenderle una mano amiga. Agradeció a la anciana con la mayor presteza posible, un gesto fugaz de gratitud, y se apresuró a reunirse con su amo, quien ya estaba listo para partir a la celebración con sus colegas, ajeno a las complejidades que se desarrollaban en los rincones de su propia casa.

Justo cuando pensaba haber escapado de las garras de la mansión, de la omnipresente sombra de su amo, sintió unas manos que le recorrían la espalda, descendiendo lenta y deliberadamente, un contacto que le heló la sangre.

-¿Cuándo será el día en que me hagas tuya en una mañana como esta?- susurró una voz femenina, una pregunta cargada de una lujuria apenas velada, una insinuación que le resultaba profundamente irritante, un recordatorio de la depravación que lo rodeaba.

 No necesitaba voltear para saber de quién se trataba. Solo la hija y la esposa de su amo se atrevían a tales caricias, a tales insinuaciones descaradas. Para Tristán, eran los seres más asquerosos de la tierra, encarnaciones de la corrupción y la hipocresía.

-Nunca llegará ese día, señorita Clarisa - respondió, su voz firme a pesar del temblor interno, alejándose con la mayor celeridad posible para alcanzar a su amo, para refugiarse en su sombra, por más opresiva que fuera.

 Clarisa, una figura delgada con una tez pálida, un tono intermedio entre blanco y moreno, apareció ante sus ojos, una visión que le provocaba náuseas. Sus muelas estaban podridas, un contraste cruel con sus dientes, que, al igual que los de Tristán, estaban rectos y perfectos. Pero a diferencia de él, Tristán nunca había tenido un diente picado o podrido, pues su dieta se basaba en la abstinencia de dulces y azúcares, una disciplina autoimpuesta para mantener la pureza en un mundo contaminado. El cuerpo de Clarisa era delgado, pero su busto era voluminoso, y Tristán recordaba con desagrado cómo ella solía pregonar su talla "D" sin que nadie le hubiera preguntado, una exhibición vulgar de su supuesta feminidad. Era una persona horriblemente vacía por dentro, una cáscara hueca de vanidad y depravación.

-Esclavo, ven ahora a menos de que te quieras quedar haciendo algún otro castigo.

   Tristán elevó la mirada hacia la opulenta carroza, un vehículo que simbolizaba un mundo de privilegios al que él jamás podría aspirar. La vista que se extendía ante él era, en efecto, deslumbrante: colinas ondulantes cubiertas de un verde esmeralda, salpicadas por el ocre de la tierra seca bajo un cielo de un azul profundo. En ese instante, su mente vagó hacia la idea de familia, un concepto tan ajeno a su realidad como las estrellas a su alcance. Anhelaba pertenecer, ser parte de un núcleo cálido y protector, pero la realidad le presentaba un panorama desolador. Las mujeres que conocía, o que había vislumbrado desde la distancia de su servidumbre, parecían existir en una esfera separada, sus mentes cautivas por ideales superficiales de belleza y estatus, sus conversaciones girando en torno a hombres de físicos perfectos y fortunas inmensas.

Él, sin embargo, buscaba algo más, una conexión que trascendiera la apariencia y la conveniencia. Deseaba una compañera que compartiera sus pasiones ocultas, alguien que no se viera limitada por las rígidas convenciones sociales, que pudiera reír a carcajadas sin importar el decoro, que no se preocupara por los juicios ajenos. En su soledad, elevó una súplica silenciosa al cielo, una petición desesperada de una señal, una guía divina que le permitiera reconocer a esa alma afín entre la multitud, para evitar así el error de elegir a la mujer equivocada.

No era que abrazara la idea de una vida entera en soledad con agrado. Sabía, con la certeza amarga de la experiencia, que como esclavo, su atractivo para cualquier mujer era prácticamente nulo. No poseía riquezas que ofrecer, ni la gracia o la elocuencia necesarias para cortejar a una dama. El mundo, en su opinión, le había dado la espalda, y él, a su vez, había aprendido a devolverle ese desprecio.

-Dios, si tus oídos están abiertos a mi lamento,- murmuró Tristán, sus ojos fijos en la inmensidad azul.- te ruego que, cuando encuentre a mi pareja, el rostro de ella esté ensuciado por el barro y la tierra seca. Sé que es una petición inusual, quizás nadie esté dispuesto a compartir mi destino, pero si existe tal alma, por favor, ilumíname el camino.

En ese preciso instante, una mariposa lunar, con sus alas de un blanco nacarado salpicadas de motas plateadas, descendió suavemente y se posó en la punta de su nariz. Un escalofrío de asombro y alegría recorrió su cuerpo. Era la señal, la confirmación de que su súplica había sido escuchada. Una felicidad abrumadora lo inundó, disipando las sombras de su habitual melancolía.

-¡Gracias, gracias, gracias!.- exclamó, su voz quebrándose por la emoción. -No te pediré nada para mí, mi único deseo es que protejas a mi pareja de cualquier mal que intente causarle daño. Prometo no quejarme del trabajo, seré una buena persona, el mejor hombre que pueda ser para ella.

Pequeñas luces danzaron ante sus ojos, como efímeras luciérnagas. Las apartó con un gesto nervioso, su mente volando hacia Ágata. Debía tener cuidado, no por sí mismo, sino por ella. Ágata, con su propia búsqueda desesperada de un ser similar a él, representaba una amenaza latente. Si ella descubría la verdad sobre su conexión con las luciérnagas, podría interpretar aquello como una oportunidad para sus propios fines, y Tristán no estaba dispuesto a ser un peón en su juego. Preferiría seguir siendo un esclavo antes que correr el riesgo de ser aniquilado como los "seres de luz", como Ágata los denominaba, aquellos que poseían un aura especial y que, según ella, eran perseguidos.

El bosque que lo rodeaba, denso y frondoso, parecía reflejar la intensidad de sus propios sentimientos. Cuando la tristeza lo embargaba, incluso el cielo lloraba con él, una lluvia tenue que empapaba la tierra. La pregunta resonó en su mente, un eco de su propia inseguridad:

<<¿Se asustaría mi alma gemela por lo que soy realmente?>>

CAPÍTULO 3

La noche caía sobre la ciudad como un manto oscuro, cubriendo las calles de luces titilantes y sombras inquietantes. En medio de este paisaje de contrastes, un burdel se erguía imponente, un edificio de tres pisos que prometía placeres prohibidos. Sin embargo, al cruzar su umbral, la atmósfera se tornó opresiva. En lugar de habitaciones privadas, lo que encontró fueron cortinas transparentes de colores vibrantes que ofrecían una visión indiscreta de cuerpos desnudos y sudorosos en plena actividad. Los suspiros entrecortados y los gemidos llenaban el aire, creando una sinfonía que resultaba tanto seductora como repulsiva.

A medida que el olor acre del deseo y el placer lo invadía, una oleada de náuseas lo asaltó. No podía soportar ese ambiente cargado de lujuria y desesperación. Los cuerpos expuestos le producían un profundo desagrado; la idea de estar allí lo hacía querer huir, aunque eso significara enfrentar el castigo de su amo. Miró a su alrededor buscando una salida, pero su mirada se detuvo en su amo, quien ya había sucumbido a la atmósfera del lugar, entregándose a los abrazos de varias mujeres a la vez. La imagen le revolvió el estómago.

Esa noche, su amo parecía especialmente generoso. Lanzó una bolsa llena de monedas de oro en dirección a él con una sonrisa desbordante.

-Pásala bien con quien quieras.- le gritó entre risas mientras se entregaba al placer con tres mujeres. La invitación era clara: debía elegir a alguien para disfrutar del mismo tipo de experiencias que él.

Con resignación y un nudo en el estómago, aceptó el dinero y trató de ocultar su desdén bajo una fachada de emoción forzada. Fue entonces cuando una mujer apareció ante él. Su rostro estaba cubierto por una máscara de porcelana que la hacía parecer una muñeca grotesca; su vestido rojo, adornado con encajes negros, acentuaba sus curvas. Su voz era dulce pero se perdía entre los gritos y gemidos que resonaban en el aire.

-Disculpe señorita, no le escucho bien por el ruido...- dijo él tratando de hacerse oír.

La mujer se agachó con rapidez al escuchar sus palabras.

-Dije que yo estaba libre; si estás aquí es por los servicios que ofrecemos en este lugar.

Sus ojos se posaron en las monedas que aún sostenía en la mano; no podía evitar sentir repulsión hacia lo que representaban esas monedas. Con una sonrisa forzada, tomó la decisión más valiente que había tomado en mucho tiempo: llevó a la mujer afuera del bullicio del burdel.

-Escuche lo que le diré.- comenzó con firmeza mientras caminaban por las calles iluminadas por faroles temblorosos. -Le pagaré al final lo que pida, pero no quiero esos servicios para nada.- Sus palabras fluían sinceras mientras miraba a la mujer con determinación. -Lo que vamos a hacer será caminar por el pueblo y comer algo; tengo hambre... no he comido en días.

La mujer lo observó con preocupación; su mirada reflejaba una mezcla de sorpresa y compasión.

-¿Dónde están tus padres?-preguntó, su voz quebrándose ante la posibilidad de que él estuviera solo.

Él sintió cómo su pecho se encogía ante esa pregunta tan simple pero tan cargada de significado. ¿Dónde estaban sus padres? Una pregunta cuya respuesta había intentado evitar durante mucho tiempo.

-No... no tengo padres- respondió finalmente, dejando caer las palabras como piedras en un lago tranquilo.

Ella lo miró fijamente durante unos segundos, como si intentara descifrar las capas de dolor ocultas detrás de su joven rostro.

-Si quieres comer algo... yo te invito.- dijo finalmente con dulzura.- pero no tienes que pagarme por pasar tiempo contigo de esta manera... ¿Está bien?

Él sintió un destello de esperanza ante esa oferta inesperada. Aquel gesto simple y desinteresado era todo lo que necesitaba en ese momento: alguien dispuesto a verlo como más que un simple objeto o un niño perdido entre sombras.

-Está bien. - respondió él con un hilo de voz más fuerte ahora. -Me encantaría comer algo."

Ambos comenzaron a caminar por las calles del pueblo iluminadas tenuemente por las luces nocturnas; la mujer habló sobre cosas triviales mientras él escuchaba atentamente, sintiéndose cada vez más cómodo en su compañía. Olvidó momentáneamente el burdel; olvidó el sufrimiento y la soledad.

Mientras compartían risas y anécdotas sobre sus vidas —ella contándole sobre sus sueños perdidos y él compartiendo fragmentos oscuros de su realidad— Tristán empezó a sentir algo nuevo: conexión. La dulzura en la voz de esa mujer lo envolvía como un abrigo cálido en medio del frío invierno emocional al que estaba acostumbrado.

Al llegar a un pequeño puesto callejero donde vendían tortillas recién hechas, ella pidió dos platos llenos para ambos y pagó sin dudarlo. Mirándolo directamente a los ojos dijo:

-A veces hay más amor en los pequeños actos que en los grandes gestos.

Esa noche fue diferente para Tristán; no solo porque había comido algo caliente después de días de hambre física y emocional, sino porque había encontrado compañía genuina en un mundo donde todo parecía estar teñido por la desesperanza y el deseo crudo.

Mientras compartían esas tortillas calientes bajo las estrellas titilantes, Tristán comprendió que tal vez no estaba tan solo después de todo; tal vez existían personas dispuestas a mirar más allá del dolor y encontrar belleza incluso en los lugares más oscuros. Aquel encuentro fortuito había iluminado su camino momentáneamente, recordándole que aún había esperanza en medio del caos del mundo adulto al que estaba destinado a pertenecer algún día.

El cabello de la mujer era rubio y entrenzado. Cuando dejó ver su cara, pudo ver que era una cara muy fina pero su cara estaba algo desfigurada, su labio estaba partido, como si alguien le hubiera arrancado esa parte que faltaba en sus labios rosados. No quiso preguntar la razón de esa desfiguración en su rostro para no incomodar a la dulce mujer, pero ahora sabia el porqué de la máscara. El dueño del puesto de comida pudo ver la cara de curiosidad del pequeño, así que se acercó lentamente a su lado y comenzó a explicarle la razón.

-La señorita Camila tiene una enfermedad llamada ´noma´´,fue contagiada por un hombre que la quería solo para él, por su locura ese hombre se contagió de un niño en muy malas condiciones para así contagiarla a ella. – miró a la mujer de reojo y continuo. – Ella es muy protegida por este lado del pueblo, quien es su amigo es nuestro amigo, pero si es enemigo… Se convierte en el nuestro, ese hombre fue asesinado por nosotros…

-Deja de contarle eso al pobre niño, el es bueno y es un amigo.

Tristán se quedó traumado, se podía ver en su cara, pero actúo como si hubiera escuchado muchas historias de terror. La mujer se acercó para jalarlo y darle su comida.

-Me llamo Camila Herrero de Ignacio, mi familia es dueña de un bar y una cafetería para todo público, ¿Qué me cuentas de ti? – dijo mirándolo con una sonrisa.

-Soy Tristán Firefly, me pusieron ese apellido por que me siguen las luciérnagas a donde quiera que vaya, las puedo ver en las noches y jugar con ellas, mi familia me vendió a mi amo…

-Así que fue ese tipo el que te hizo daño… ¿Cómo se llama tu amo, puedes decírmelo? - decía mientras hacía ceñas a las personas, inmediatamente todos se callaron.

-Bueno, realmente no me deja llamarlo por su nombre o incluso nombrarlo, la ultima vez que lo dije me dejó dentro de un cofre que tenía lagartijas.

- ¿Hay algo con lo que se pueda identificar a tu amo?... Debes decírmelo.

Tristán pensó por un momento, no quería llamar tanto la atención, después de todo, nunca nadie le había prestado tanta atención cómo en ese momento.

-Es el más rico de todo el pueblo, tiene la mansión más lujosa y bonita, ¡además de que es muy pero muy obeso! – dijo con toda la sinceridad de su corazón.

Ella hizo otra seña, pero él no le tomó importancia y comenzó a comer tan desesperado. Sus lágrimas salían por el manjar que era volver a comer, su estomago comenzó a gruñir mientras su fuerza volvía junto con su energía.

+++++++++++++++

Ya había llegado el día, tenían que regresar al burdel para continuar cada quien con lo suyo. Su amo se estaba vistiendo para marcharse de ese lugar, Camila estaba con su mascara otra vez aun después de haber estado sin ella durante toda la noche anterior. Él se despidió con un abrazo algo débil para despedirse de ella.

-Tristán, te traje para divertirte no para enamorarte de cualquier puta que encuentres por aquí. – dijo su amo mientras lo jalaba de regreso al carruaje.- Eres un niño y mi esclavo, recuérdalo, no vales nada.

Camila le dió un beso en la frente a Tristán, después susurró con la dulzura de una madre:

-Espero volver a verte pronto, siempre serás bienvenido conmigo. Jamás haré algo para perjudicar a un pequeño cómo tú.

-Gracias.- susurró Tristán.- Cuando pueda volveré aquí.

Se alejó de ella con tristeza y fue con su amo para irse a la mansión que era dueña de sus pesadillas.

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