Mi nombre es Afrodita, hija de Zeus y Hera. Nací en el Olimpo, hogar de miles de dioses y seres divinos. Desde mi nacimiento, fui bendecida con una belleza incomparable, y no tardé en ser conocida como la diosa del amor y la belleza. Mi tarea era sencilla pero poderosa: lograba que los mortales experimentaran el romance, la atracción y el amor más puro. Aunque nací de la espuma del mar, mi vida no siempre fue tan serena como las aguas de las que surgí.
A lo largo de los siglos, me enamoré de Ares, el dios de la guerra. Pero ese amor fue mi perdición, pues su ambición siempre fue mayor que su afecto por mí. Me utilizó, como utiliza todo en su vida, para intentar usurpar el trono de Zeus, nuestro padre. Fue una traición que me dejó marcada, pero no derrotada. Con astucia y el poder que me confiere mi divinidad, logré encarcelarlo en el portal de Indrus, un lugar del que ningún dios podía escapar, o al menos eso creíamos.
Meses después de su encierro, descubrí que estaba embarazada. Mi hija, Aurora, fue la luz de mi vida. Creció en un ambiente de protección y caprichos, pero también se destacó por su inteligencia y determinación. Desde pequeña fue criada para cumplir un propósito: proteger a la humanidad de las amenazas sobrenaturales que acechaban al mundo. Sin embargo, el día de su cumpleaños, el destino que tanto había tratado de evitar me golpeó con fuerza. Aurora fue asesinada por su amiga, Sacha. Mi dulce niña, traicionada por la persona en la que más confiaba. El dolor fue indescriptible.
Caí en una profunda tristeza. Los días se volvieron oscuros y las noches aún más sombrías. Viví lo peor que una madre puede experimentar: la pérdida de un hijo. Sin embargo, los años pasaron y algo cambió. Sentí la esencia de Aurora nuevamente, una energía tan poderosa que no podía ignorarla. Decidí acudir a las Moiras, las tejedoras del destino. Ellas debían saber la verdad. Cuando llegué a su ala en el Olimpo, les rogué que me permitieran ver el destino de mi hija. Aurora había reencarnado. Ahora, era la reina de Atos, bajo el nombre de Dafne.
Me inundó una inmensa alegría al saber que, aunque en otro cuerpo, mi hija seguía viva. Su alma era la misma. Vi cómo su destino continuaba su curso, pues estaba destinada a luchar contra los demonios. Pero algo me inquietaba profundamente: el lugar donde Aurora había reencarnado. Atos era el sitio donde se encontraba la prisión de su padre, Ares. Un mal presentimiento comenzó a acechar mi corazón.
Inmediatamente busqué a Zeus. Debíamos proteger a Aurora, aunque ella no lo supiera. Zeus, al comprender la gravedad de la situación, convocó a Proteo, el dios marino e hijo de Poseidón. Su misión sería proteger a Aurora en el plano terrenal, una tarea que no podía tomarse a la ligera. Proteo aceptó sin vacilar, y gracias al espejo del cielo pude seguir cada uno de los movimientos de mi hija desde la distancia.
A través del espejo, observé cómo Proteo acompañaba a Aurora en sus días. Sabía que ella había encontrado algo más que protección en el plano terrenal. El amor había tocado su puerta, y lo vi claramente en la intensidad con la que miraba al emperador Ethan. Proteo, en su carácter habitual, lo llamaba “pacotilla”, pero yo sabía que los sentimientos de mi hija por él eran genuinos. Al menos, a pesar de todo, seguía con su vida.
Sin embargo, había un peligro inminente. El destino de Aurora estaba vinculado al de su padre. Sabía que Ares estaba cerca de salir de su prisión, y ese pensamiento no me dejaba en paz. Puse a Zeus al tanto de todo lo que veía, pero él, confiado en el poder del portal de Indrus, creía que Ares nunca podría escapar.
Una noche en la que no podía dormir, decidí mirar nuevamente el espejo para observar a Aurora. Su imagen siempre me traía paz. Pero cuando enfoqué mi mirada en la cámara del espejo, noté algo terrible: el portal estaba roto. El Olimpo y el plano terrenal habían sido desconectados.
La confusión y el miedo se apoderaron de nosotros. Intentamos averiguar qué había causado este desconcierto y pronto descubrimos que había sido un sabotaje. Un complot en contra de los dioses del Olimpo. Zeus sabía que la situación era grave y que alguien o algo estaba tratando de impedir que viéramos lo que estaba sucediendo en la Tierra. A pesar de nuestros esfuerzos, solo encontramos rastros de semidioses. Sabía que había una fuerza mucho más poderosa detrás de todo esto.
Finalmente, después de arduos esfuerzos, logramos restaurar la conexión. Y cuando lo hicimos, descubrimos que el palacio de Aurora estaba siendo atacado. Era una trampa. Mientras tanto, el ritual para liberar a Ares había sido completado.
Zeus organizó a los dioses para que descendiéramos al plano terrenal. Sabía que nos estábamos arriesgando, pues aún no habíamos encontrado al verdadero traidor. Me coloqué mi armadura, lista para luchar. Zeus me miró, como si quisiera decirme algo, pero al final guardó silencio. Descendí al campo de batalla junto a los demás dioses. Miles de demonios habían invadido el reino de Atos, y allí estaba mi hija, luchando al lado de Ethan, el hijo de Zeus.
En cuanto aterricé en el plano terrenal, corrí hacia Aurora y la abracé. Sentí una paz inmensa al poder tocarla de nuevo. Pero la batalla continuaba. Luché como solo una madre puede luchar por su hija, con una fuerza que nunca había sentido antes. Sin embargo, en medio de la batalla, escuché un grito de traición. Proteo había descubierto que Atenea, la diosa de la sabiduría, estaba luchando contra Aurora. Sabía que Atenea no era de fiar y que jugaría sucio si era necesario. Me lancé hacia ellas, pero antes de llegar, un demonio se interpuso en mi camino. Lo derroté con furia, pero entonces vi lo que más temía.
Atenea había levantado su arco y disparado una flecha directo al corazón de Aurora. En ese momento, no pensé. No pude. Mi cuerpo se movió por instinto, y antes de que la flecha tocara a mi hija, atravesó mi espalda. Sentí el dolor lacerante, pero lo único que importaba era que había salvado a mi hija.
Todo se volvió silencioso. Las lágrimas de Aurora caían sobre mi rostro mientras me suplicaba que no la dejara. Pero yo sabía que no la volvería a ver. La oscuridad me envolvía. Me despedí de mi hija con una última mirada, sabiendo que mi sacrificio no sería en vano.
Incluso en esa oscuridad, sentía mi cuerpo tumbado. Abrí los ojos lentamente. Estaba en una habitación modesta. Demasiado modesta. Cerré los ojos, esperando despertar en mi lujosa cámara del Olimpo, pero el dolor en mi espalda y los recuerdos ajenos que me inundaban me hicieron darme cuenta de que algo había cambiado.
El sol apenas comenzaba a asomar entre los edificios de la ciudad, cuando abrí los ojos y me encontré atrapada en un cuerpo pequeño y frágil. Sentí el peso del mundo sobre mis hombros. Yo, Afrodita, diosa del amor y la belleza, ahora confinada en el cuerpo de una niña desamparada de tan solo diez años. ¿Cómo había ocurrido esto? No lo sabía, pero una cosa era segura: este cuerpo había sufrido mucho más de lo que cualquier ser humano debería soportar.
—¿Por qué he reencarnado en este pequeño cuerpo?— me pregunté, mientras observaba el entorno sucio y oscuro de lo que llamaban hogar. —Si no fuera la diosa del amor, tal vez no me dolería tanto el sufrimiento de esta pequeña. Murió sola, sin haber conocido el amor.—
Me incorporé lentamente, sintiendo la debilidad física que no había experimentado en milenios. Mi primera tarea era clara: debía cuidar de esta vida que ahora me correspondía. La niña no merecía haber muerto así, y aunque ahora yo habitaba su cuerpo, lo haría de una manera digna. La haría fuerte. La haría amada.
Los tiempos en los que había reencarnado eran muy diferentes a los míos. Aquí, las máquinas dominaban el paisaje: autos, luces de neón, gente hablando a través de pequeños dispositivos. Era un mundo mucho más eficiente, sí, pero también más cruel y deshumanizado que el que conocí en mis días de gloria.
—El mundo ha cambiado, pero el corazón de los hombres sigue siendo igual de podrido.— Reflexioné, recordando mis días en el Olimpo.
Me levanté con determinación. La vida de esta niña cambiaría. Ya no permitiría que nadie la maltratara. Sus "hermanos" y ese hombre que se hacía llamar padre pagarían por sus abusos. Pero primero, debía sobrevivir el día. Tenía hambre, una hambre que no sentía desde hacía siglos, y solo podía saciarla con las miserables monedas que conseguiría mendigando.
Me preparaba para salir cuando el "padre" apareció ante mí, su mirada llena de odio y desprecio.
—¡Sabandija inmunda!— escupió mientras me tomaba del brazo con fuerza. —Hoy tendrás que traer el doble de lo que ganas o ya sabes dónde dormirás esta noche.—
Mi antiguo yo, la Afrodita divina, habría reducido a este hombre a cenizas con solo una mirada. Pero ahora, en este cuerpo débil, no podía hacer más que asentir. La rabia se acumulaba en mi interior, pero debía ser inteligente. Todo a su tiempo, me recordé. Aprendí en mis días en el Olimpo que la paciencia y la estrategia eran más poderosas que la fuerza bruta.
Antes de irme, intenté tomar un trozo de pan de la mesa. Mi estómago rugía de hambre, pero el hombre me detuvo con un manotazo.
—Si no trabajas, no comes.— Me miró con desprecio, y lo único que pude hacer fue morderme la lengua. No podía desafiarlo... aún.
—Sí, padre.— respondí, intentando mantener la compostura.
Con la rabia ardiendo dentro de mí, salí a la calle. Mis "hermanos" se burlaron de mí, empujándome al pasar, pero los ignoré. Si tan solo supieran quién soy realmente, si supieran que están abusando de una diosa... Pero ya verían. El día de su juicio llegaría. Mientras caminaba, llegué al semáforo donde solía pedir limosnas. Una vez más, puse mi mejor cara de niña inocente, esperando que la gente fuera más generosa esta vez.
Un hombre se acercó y me dio algunas monedas. Le sonreí con gratitud, aunque por dentro me sentía miserable. La gran Afrodita, reducida a mendigar en las calles. Luego pasó una mujer bien vestida, que ni siquiera se molestó en mirarme. —Ojalá se atragante con su dinero.— pensé, con amargura.
El mediodía llegó, y apenas había conseguido lo suficiente para comprar algo de comer. Mi estómago rugía, y decidí que ya era hora de comprar algo. Me dirigí hacia un puesto de comida, pero la mujer que atendía arrugó la nariz en cuanto me vio.
—¡Fuera de aquí, mugrosa!— gritó, mientras me lanzaba un balde de agua. El frío me golpeó de lleno, y por un momento el dolor y la humillación me nublaron la mente. Pero entonces, algo cambió. Sentí cómo alguien me cubría con una chaqueta cálida y seca.
—No era necesario que la trataras así.— dijo una voz profunda y amable. Al alzar la vista, vi a un hombre joven, su rostro parcialmente cubierto, pero sus ojos eran intensos y hechizantes. —Espero que su negocio prospere, como prospera su alma.— agregó, dirigiendo una mirada gélida hacia la mujer.
Mis labios se entreabrieron, sin palabras. El hombre se agachó y limpió el agua de mi rostro con una suavidad que me dejó sin aliento. Luego, sin decir más, sacó un fajo de billetes y me lo entregó.
—Tómalos, los necesitarás.— dijo con una firmeza que no permitía discusión. Quise negarme, mostrar dignidad, pero la necesidad era más fuerte que el orgullo. Tomé el dinero y lo vi alejarse hacia un auto lujoso.
—Un ángel...— susurré, atónita. Nunca había visto a alguien con tanta bondad, o al menos no en estos tiempos.
Con el dinero en mano, me dirigí a un pequeño puesto y compré un pan. Pero mi hambre era tan voraz que pronto decidí que necesitaba algo más. Me lavé la cara en una fuente cercana, intentando al menos parecer presentable. Mi aspecto era deplorable, pero la chaqueta cara que aquel desconocido me había dado me dio una idea. Me acerqué a una tienda de ropa y, con una sonrisa tímida, le expliqué a la vendedora que mi padre me había dado algo de dinero para comprar un conjunto.
—Lo siento, me caí y me ensucié.— añadí, mostrando los ojos de cachorrito que sabía que funcionarían.
La mujer me creyó de inmediato, gracias a la chaqueta de lujo. Me ayudó a limpiarme, me peinó e incluso me eligió un bonito overol. Al salir de la tienda, me sentía casi como la Afrodita que había sido una vez. —Todo esto cambiará. Pronto, el mundo sabrá quién soy.—
Con mi nueva apariencia, me dirigí a un restaurante. El mesero me preguntó por mis padres, y con una sonrisa inocente le dije que estaban trabajando cerca. Me creyó y me permitió ordenar. Comí tranquila, disfrutando del lujo que hacía mucho no experimentaba.
Finalmente, con el estómago lleno y el alma un poco más tranquila, me dirigí al parque. Sabía que debía regresar a casa pronto, pero algo dentro de mí había cambiado. Ya no era la niña asustada y débil. Afrodita había regresado, y con ella, la determinación de no volver a ser maltratada.
Antes de volver a casa, compré veneno para ratas. No sería yo quien lo usara, claro, pero había muchas en casa y pronto, todos esos roedores aprenderían su lección, al igual que los humanos que tanto me habían hecho sufrir.
Al llegar, me cambié de nuevo a mis viejas ropas, no quería que el "padre" sospechara. Pero esta vez, la Afrodita que había dentro de mí sabía que el cambio estaba cerca. Y nadie, absolutamente nadie, me volvería a lastimar.
Afrodita
Llegué a casa con el cuerpo sucio por el barro. El productor de esperma, como solía llamarlo, me miró con desdén, extendiéndome la mano. Le entregué las monedas que había recogido durante el día. Había cambiado un par de billetes que me dio aquel hombre, y le di una pequeña parte para mantenerlo contento. Sabía exactamente cuánto debía darle para evitar su ira. Hoy no encontró a mis hermanitos por ningún lado, lo cual fue una suerte.
Nuestra casa estaba prácticamente en un basurero, rodeada de desperdicios por doquier. Era en este lugar donde los ricos desechaban todo aquello que ya no les servía. Antes de llegar a casa, me desvié hacia uno de los coches abandonados cerca de ahí. Dentro de aquel auto escondí la ropa y la chaqueta del hombre que me había ayudado. Hice un hueco profundo bajo el coche y enterré el dinero que me sobró.
Al llegar a casa, entregué algo para calmar los ánimos y evitar que me mandaran al pozo. No había lugar para un castigo en mis planes, no con lo que tenía en mente.
—Muy bien hecho —me dijo Miranda, el productor de esperma—. Si sigues así, tendrás tu pan y agua todos los días.
Ese hombre me repugnaba, pero disimulé con una sonrisa fingida.
—Gracias, padre, eres muy generoso —respondí con voz sumisa.
Él apenas me miró mientras contaba el dinero que mis hermanos le iban entregando uno por uno. No los culpo por completo. Este hombre era la raíz de todos nuestros problemas. Ellos también sufrían lo mismo que yo. Nuestra madre murió al darme a luz, y quizás por eso me odian. Creen que fue culpa mía. Antes de morir, mamá se encargaba de todo: trabajaba, cuidaba de la casa y nos mantenía a todos, mientras el hombre solo se quedaba viendo la televisión.
Tengo cinco hermanos, todos varones. El mayor, Braulio, tiene 17 años; le sigue Mateo con 16; Judas con 14; Yuni con 13; y el más pequeño, Juan, con 12. Braulio es el peor de todos. Siempre me maltrata, y sé que planea irse de casa en cuanto cumpla los 18. Lo que no sabe es que Judas ya lo ha traicionado. Lo escuché hablando con el productor de esperma, contándole sobre con quiénes se asociaría. Al parecer, se convertirá en ladrón o vendedor, pero eso me tiene sin cuidado.
Me dirigí a mi habitación, agotada, dispuesta a acostarme. Apenas estaba por quitarme el chaleco roto que siempre llevaba puesto, cuando mis queridos hermanos me interceptaron.
—¿Dónde te metiste, mocosa? —me gritó Braulio, mirándome con desprecio.
Lo observé por un segundo antes de contestar. Es mucho más grande que yo, y sé que no debo hacerlo enojar. Si me golpeara, estos huesitos no lo soportarían, y no estaba en condiciones para defenderme.
—Fui a otra esquina para conseguir más dinero y evitar el castigo —respondí con mi mejor cara de inocencia.
—Si mañana te vuelves a escapar, seré yo quien te castigue —me advirtió con frialdad.
—Exacto, tu deber es repartir lo que ganes con nosotros. No te vuelvas a escapar, mocosa —agregó Mateo.
Todos salieron de la habitación, pero no sin antes empujarme. Maldije en silencio a esos abusadores. Me acosté en la cama dura y polvorienta que me tocaba, resignada. La habitación era un completo desastre; las cucarachas se paseaban libremente por donde quisieran. Suspiré. El día había sido agotador. Mientras intentaba dormir, no podía evitar pensar en el Olimpo y en Aurora. Ojalá ella hubiera tenido un día mejor que el mío.
Cuando todos se quedaron dormidos, me levanté sigilosamente. Me acerqué al tanque de agua personal del productor de esperma y vertí el veneno para ratas que había conseguido. Ese tanque era exclusivo para él, ya que siempre compraba botellones de agua para nosotros, pero reservaba el tanque solo para su uso.
—Que disfrutes tu agua, padre —murmuré entre risas contenidas.
Luego, me dirigí a la habitación de mis hermanos. Les rocié un polvo en la ropa que, según la vendedora, provocaba una terrible comezón y fiebre por unos días. Después de terminar, regresé a mi habitación. Pronto, la tortura llegaría a su fin.
Dos días después, todos mis hermanos cayeron enfermos. El productor de esperma, irritado, me envió sola a buscar dinero, ya que con los demás enfermos no entraba suficiente. Antes de que me fuera, me advirtió que debía traer el triple de lo habitual. Lo miré y asentí sin decir una palabra.
Como de costumbre, fui al restaurante de siempre. El mesero, crédulo, pensaba que mi padre trabajaba cerca y me enviaba allí para comer mientras él trabajaba. Cuando volví a casa, vi policías y ambulancias por todos lados. Me acerqué, pero un oficial me detuvo.
—Vivo aquí —le dije con la voz más inocente que pude.
El policía me miró con lástima y me informó que mi padre había sufrido un colapso y había muerto. Mis hermanos estaban gravemente enfermos, y se los llevaban al hospital. Me mostré lo más triste posible, aunque por dentro sentía una felicidad que apenas podía contener. Mi plan había funcionado a la perfección.
Días después, se concluyó que la muerte del productor de esperma fue un accidente. Las autoridades dedujeron que, dadas las condiciones en las que vivíamos, el veneno había caído accidentalmente en el agua, contaminándola y llevándolo a la muerte. Mis hermanos, por otro lado, solo sufrían de fiebre, lo que atribuían a las pésimas condiciones de nuestra casa. No investigaron mucho, ya que a nadie le importaba una familia mendiga.
A mí me llevaron a un orfanato solo para niñas, mientras que a mis hermanos los trasladaron a otro sitio. En ese momento, supe que debía usar mis poderes a mi favor. Lo primero sería ganarme a la encargada, llenándola de amor, para que me dejara hacer lo que quisiera. No hay nada mejor que sentirse libre.
¿Que por qué lo hice? ¿Acaso ese hombre merecía seguir con vida? Era un miserable que se aprovechaba de sus hijos, un abusador. ¿Tenía que esperar a que me matara con sus castigos? No. No volveré a morir. Esta es mi segunda oportunidad, y pienso aprovecharla. Haré lo que sea necesario para estar bien.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play