Facundo estuvo media hora debatiendo en la escuela con un chico de un curso más alto que decía que la Tierra era plana. A Facu no le entraba en la cabeza como podía existir gente que creyera semejante cosa, si desde los griegos que ya había hasta mediciones de la circunferencia de la Tierra. Eso pasaba porque la gente no leía. ¡Nadie leía! Por eso estaba lleno de fake news y fans del horóscopo. El horóscopo no tiene que ver con cartas astrales, sino con las historias de las constelaciones pero a nadie le interesaba preguntarse un poco más. Cuando estuvo harto de discutir con aquel muchacho, le dijo que quizá tenía razón, que lo mejor sería que se tomase un barco y navegase hasta el borde. Quizá descubriera un portal a una dimensión desconocida o un agujero de gusano. El otro no notó su sarcasmo, solo quedó confundido. Facundo suspiró, se levantó y se fue. El otro chico le seguía gritando cosas pero Facundo ya no estaba interesado. Al menos no en la charla. El resto de aquel chico morocho, alto y de una interesante contextura física sería para reflexionar en otro momento y de otra manera, pero habría que evitar hablar. Lo había visto en alguna red social alguna vuelta y le había parecido interesante, solo que lamentablemente se había decepcionado al conocerlo. Debía haber dejado que fuera solo ese ideal de belleza virtual o simplemente mirarlo sin escuchar lo que saliera de su boca. Igualmente, nunca había estado con nadie y sería un buen partido para comenzar. Un comienzo rústico pero fuerte. Evitar hablar.
Su casa quedaba a 25 minutos de la escuela así que siempre se quedaba algún rato charlando con alguien a la salida del colegio, después de todo, mientras no llegara al anochecer no habría problemas en su casa. Sus amigos del colegio eran los que se solían quedar con él, no compartía mucho más con ellos que aquellos momentos o alguna eventual salida conjunta con todo el curso. Le gustaba pasar tiempo afuera. Estaba comenzando a salir más seguido, a la plaza o a caminar, también había comenzado a ir a fiestas de quince años. No es que su casa estuviera mal pero el mundo era muy grande para vivir encerrados, y aunque hay excepciones, hay mucha gente interesante afuera, por lo que se le estaba haciendo costumbre buscar pasatiempos que ameritaran moverse. Luego de un rato con amigos y conocidos charlando al lado del alambrado del colegio, Facundo se puso sus auriculares y puso una opción en la aplicación para que le pusiera una canción nueva pensada para su gusto con el algoritmo. Una suerte de DJ personal. Cuando la música comenzó a sonar, levantó la mirada y el sol se estaba poniendo. Ahora sí habría problemas si no llegaba así que comenzó a acelerar su paso pero sentía que de repente no avanzaba.
Sus pies se movían, pero la distancia hacia el punto que avanzaba no parecía reducirse. La canción en sus oídos se llamaba "Los viejos tiempos" y la banda que la interpretaba era "El encomio de Elena". A medida que la música avanzaba parecía como si la calle se transformara en una cinta de correr que no llevará a ningún lado, cada vez más y más cansina. El sol se tornaba, a su vez, cada vez más brillante, tanto que tuvo que bajar la mirada porque la luz lo cegaba y cuando la levantó nuevamente, Lomas de Imbaud, el lugar donde vivía, había desaparecido y se encontraba en un lugar completamente diferente. La canción había terminado y su celular no tenía señal pero tenía un mensaje de un remitente anónimo que rezaba, "Trepe la montaña cuando llegue, en la primera bifurcación habrá una cabaña y allí lo estaré esperando".
El paisaje le era completamente ajeno. Un enorme monte al frente suyo y cuando volteó a ver, a lo lejos se veían los acantilados y el mar y de camino, una ciudad que parecía de otra época. La curiosidad lo llamaba a recorrer aquel extraño mundo pero más intriga le daba aquel mensaje anónimo. Definitivamente no llegaría a tomar el té de la merienda, así que decidió revisar con qué contaba para el viaje. Abrió la mochila y tenía sus útiles del colegio, una chaqueta, porque había llovido en la mañana, y una barra de chocolate que había olvidado comer. Frente a él había un manzano cuyas frutas estaban maduras así que decidió tomar un par. Cuando se acercó a las ramas escuchó un ruido en la cercanía y en el instante se apoyó contra el árbol aferrado a su mochila. Miró detenidamente a su alrededor. Nunca había sufrido un asalto y su primera vez sería en un mundo alternativo, qué suerte la suya. Su mirada se detuvo en otra mirada que al momento de interceptar la suya se escondió tras un árbol. La luz de la luna había reemplazado al sol y su rayo había iluminado los ojos color verde agua que lo acechaban. El velo luminoso del astro le había dejado ver solo aquello y le había permitido notar que aquel observador llevaba capucha, lo que alarmó a Facundo aún más. Sin embargo, algo había en aquellos ojos que superaban la curiosidad por la ciudad, el mar, el monte o el mensaje. La belleza de aquella mirada en aquel momento fugaz había sido cautivadora pero debía recordar que no era momento de hacerle caso a sus hormonas. Su vida corría peligro. Le costaba pensar, algo completamente inusual en él. Revisó su mochila otra vez y abrió su cartuchera con la esperanza de que su trincheta estuviera ahí. Parecían eternos los segundos que le tomó darse cuenta de que estaba en el fondo. La tomó en una mano y guardó el resto de las cosas nuevamente en su mochila poniéndosela en el frente. Cerró los ojos, tomó aliento y se levantó para enfrentar aquella sombra de ojos verdes con mucha cautela pero, al salir tras el árbol, no llegó a avanzar dos pasos que tenía una figura tras él y un filo al borde de su cuello.
Bajo la sombra de los imponentes picos de aquel monte, Facundo, con la mochila ajustada y la trincheta en mano, se sentía completamente indefenso ante la terrible posibilidad de perder la vida. Sentía que era aún muy jóven para morir. No era la primera vez que lo asaltaban pero se sentía terriblemente desconcertado y perdido al verse tan ajeno al lugar dónde se encontraba. La atmósfera estaba cargada de expectación mientras el joven argentino contemplaba el camino que se extendía ante él, flanqueado por altos pinos y el susurro de la brisa que llevaba ecos de un mundo que solo conocía, quizá, a través de los mitos y leyendas. Y en aquel absurdo que quizá fuera una jugarreta de su propia mente, una inusual hoja en su cuello, ahora lo notaba. No era un cuchillo común, si no algo más ornamentado.
Sus ojos intentaban reconocer el terreno para evaluar la posibilidad de huida. El sendero, estrecho y bordeado por matorrales, se adentraba en la densidad del bosque, donde la luz del sol luchaba por filtrarse entre las hojas. Cada crujido de ramas y piñas bajo los pies de Facundo resonaba en la quietud del entorno, creando un silencio desolador. A lo lejos, la cima de la montaña se erigía majestuosamente y sus picos tocaban el cielo. A su alrededor, bosque. Quizá si se libraba de su agresor podría esconderse entre la maleza y el verde.
El silencio es absoluto y la hoja sobre su cuello parece no presionar. Una voz tras él que seguramente sería la de los ojos que lo observaban pregunta con un timbre suave pero un tono severo quién era él y qué hacía ahí. La voz no era la de un adulto pero tampoco la de un niño pequeño, lo que no le inspiraba la confianza para moverse, además sonaba fatalmente segura. No seria la primera vez que la sombra de ojos verdes y voz severa manejara un arma. Facundo, petrificado responde su nombre completo y explica que realmente no sabe por qué está dónde está. Intuye que tener un arma lo muestra como un amenaza y aunque pareciera contra intuitivo piensa que tener un arma en su mano sabiendo que tiene las de perder solo lo acerca un paso más hacia la muerte. Suelta la trincheta para mostrar que no tiene intención alguna de forcejear y pide por favor que no lo mate pero cierra los ojos esperando lo peor. Al pasar unos segundos los abre nuevamente y contempla al joven que portaba la navaja, los ojos verdes y la voz que lo amenazaba con sus manos ocupadas, fuera de su cuello y revisando su mochila con extrañeza. Nota sus contornos delineados por la luz de la luna que acaricia los pliegues de su capucha. Su presencia, como la sombra danzante de los antiguos olivos, es elocuente en su misterio, y sus ojos, de un verde profundo como las aguas de los ríos en los tiempos olvidados, resplandecen con una chispa que la luz de la luna parece buscar como el foco seguidor en un escenario.
Facundo ve a la figura encapuchada, apenas más alta que él pero con el porte de un dios errante entre las colinas. Cómo si sus movimientos fueran coreografiados por el jefe de tropilla de un ejército. Aquel joven mueve sus manos con una gracia sutil, sin entender claramente lo que ve dentro de aquella mochila. En cada movimiento, Facundo aprovecha la luz de luna para mirar. Sus rasgos, esculpidos con la precisión de un escultor divino, capturan la esencia de la juventud eterna. Aunque sus labios llevan la quietud de un antiguo papiro, sus ojos narran historias más antiguas que el tiempo mismo. Viste túnicas que ondean al ritmo de los vientos mitológicos, con detalles sutiles que revelan su conexión con las maravillas de la naturaleza, muy alejadas de la ropa actual, ajena completamente al entorno. La capucha, cual velo entre el mundo tangible y el reino de los sueños, le confiere un aura de misterio. Cada pliegue en su vestimenta parece atesorar secretos del pasado, como textos encriptados que solo los dioses podrían descifrar. Sus cabellos oscuros como la noche sin estrellas, caen en cascada sobre sus hombros con una elegancia que emula las corrientes de los ríos que cruzan las tierras de la antigua Grecia. No tan largos como para sobrepasarlos, pero lo suficiente para tocarlos.
Entonces, ante la intriga que le representa tales cosas extrañas dentro de aquella faltriquera tan inusual, como una paleta de colores que se despliega en el lienzo del encuentro, Leandro se presenta. Su costumbre lo obliga a hacerlo antes de preguntar que son todas esas cosas. No percibe peligro en Facundo pero lo mira de reojo cada tanto. El brillo en sus ojos ahora revela no solo cautela, sino también un matiz de curiosidad. El cuchillo, que antes era amenaza, se convierte en un testigo silente de la danza entre dos mundos divergentes, donde la desconfianza se disuelve ante la intriga y la sorpresa. Leandro asume que Facundo podría no estar mintiendo y decide cambiar de actitud. Sostiene la mochila que cuelga de Facundo con una mano para seguir analizándola y extiende la otra para saludarlo. Facundo mira un poco desorientado el gesto, pero al ver qué ya no sostenía un cuchillo y que no parecía enojado, le corresponde.
Leandro explica que pertenece a la última tribu de Perrebia luego de que fueron prácticamente exterminados por los tesalios, por lo que debía ser extremadamente cauteloso ya que un extraño acababa de aparecer prácticamente detrás de su casa y, al ver qué el extraño se había desarmado tan rápidamente, quizá, pensó, fuera un mensajero de los dioses y matarlo significaría su ira así que le dijo que si lo era, había llegado el momento de que diera su mensaje. Facundo no entendía del todo lo que Leandro decía, y aunque su conocimiento sobre griego antiguo era terriblemente básico, parecía que la barrera idiomática no fuera el problema ya que podía comprender como por arte de magia, el significado de sus palabras. Lo que no podía entender es por qué hablaba en ese idioma. Cuándo intentó preguntar, se dio cuenta de que él hablaba en el mismo idioma y se enmudeció por un segundo y repensó lo que quería saber. Una milésima de segundo después preguntó dónde estaban y aseguró que todas esas cosas que tenía en su mochila eran cosas inofensivas. Leandro desconfiado le explicó que estaban prácticamente a los pies del Monte Olimpo y ahí le cerró un poco más la historia de los tesalios así que su siguiente pregunta fue "hace cuánto que tu pueblo fue arrasado?".
Los labios de Leandro pronunciaron "...hace poco menos de cien años..." y al ver con mayor detenimiento la vestimenta del jóven frente a él entendió que no solo no estaba en su lugar si no que sospechaba que tampoco era su tiempo por lo que había dicho acerca de las tribus. No sabía absolutamente nada y estaba completamente solo. Comenzó a agitarse rápidamente y se colocó una mano en el pecho, Leandro notó inmediatamente el malestar de Facundo. La vista de Leandro era la de un cazador y sus instintos permanecían alerta sobre todo luego del crepúsculo como un depredador que habita la montaña y acecha desde las sombras todo cuánto se mueve, pero que es, aún así humano y lo que le recrimina su padre es que siempre es demasiado compasivo, al punto de caer en la inocencia. Así lo es también con Facundo quitándole definitivamente la mochila para que pueda respirar mejor y poniéndola a su lado para que no lo crea un ladrón. Su voz se transforma y parece la de un hermano aconsejando a otro al decirle gentilmente que se calme, que los designios de los dioses son desconocidos para los hombres pero que debían de aceptarlos con humildad y nobleza. Luego de esas palabras, Leandro se arrodilló sobre una pierna frente a Facundo y le entregó una pequeña figura de madera con forma humanoide que parecía un hombre de barro. "Debemos aceptar los regalos de los dioses" dijo Leandro, y le acercó su mano para darle el presente.
Facundo dejó por un momento de pensar en la vorágine que se arremolinaba en su cabeza para concentrarse en el regalo y salir del pánico que le había dado el momento. Luego se quedó en silencio por un momento viendo la figura de Leandro, que se había sacado la capucha, frente a él.
Bajo la suave luz lunar, Facundo mira la estatuilla y reconoce al titán antiguo y portador del fuego. Sin decir nada, guarda con delicadeza la estatuilla de Prometeo en su mochila, un regalo que considera un tanto misterioso de parte de Leandro.
Leandro le extiende la mano a Facundo para ayudarlo a levantarse. Luego de ello, Leandro señala un lugar hacia la montaña.
—¿Deberíamos ir hacia allí? —pregunta Facundo ante el gesto mudo del jóven griego, intentando no parecer tan agitado luego de recobrar el aliento frente al ataque de pánico. Leandro asiente con la cabeza y Facundo le pregunta por qué deberían ir a ese lugar, por lo que Leandro le explica que si los dioses lo mandaron con él, lo mínimo que debía hacer era darle comida y agua por lo que se dirigirían a su casa. A Facundo le hacía ilusión esta idea, su pánico se había transformado en curiosidad y un fuerte instinto aventurero, además, Leandro le transmitía confianza así que decidió mencionarle lo del mensaje de su remitente anónimo. Al hacerlo, Leandro se cruzó de brazos y pensó por un momento. Luego de un rato explicó que podría ser un llamado divino, sin embargo, le explicó que no todos los dioses eran amables. Facundo había leído mucho de mitología y esto lo tenía muy claro. Leandro continuó hablando y explicó que las consecuencias de ignorar el llamado serían aún peores así que lo correcto era asistir, así que se ofreció a acompañarlo pero, luego de que pasaran por su casa. Debían estar preparados para el encuentro con un Dios. Facundo asintió y emprendieron una caminata por el bosque.
Mientras avanzan entre la maraña de árboles, donde la brisa nocturna susurra antiguos secretos y la montaña se yergue como un monumento de enigmas, Facundo tararea fragmentos de la canción de la Luna Tucumana, una melodía que resuena en su mente como un eco lejano de su lugar de origen. Buscaba sentir algo de familiaridad en la lejanía. También, comenzaba a preguntarse si volvería. Estaba aceptando ciegamente seguir adelante. ¿Qué más podía hacer.
Una voz interrumpió sus pensamientos: —¿De dónde proviene esa música? —pregunta Leandro, cuyos oídos detectan la presencia de una canción que parece no pertenecer a su mundo antiguo o al menos, no se parece a nada que conozca. Quizá la música cambiara con el tiempo en su tierra y ahora sonara así.
Facundo sonríe y detiene su tarareo. —Es una canción de mi tierra, Argentina. Particularmente un pueblo chico pero con muchísima gente. Muy lejos de acá. No solo en tiempo, si no en distancia. Habla sobre la luna y la magia de las noches en los cerros. Al menos eso no es tan distinto. El monte Olimpo es como un cerro supongo, y casualmente la luna se puede ver muy bonita desde este bosque—. Leandro, intrigado, escucha atentamente mientras continúan su caminata. Ahora, Facundo le parece todavía más extraño, por qué los dioses traerían un extranjero de otro tiempo. ¿Habría alguna pista en su música? Sintió que averiguar era una necesidad.
—¿Tienen muchas canciones en tu tierra? —pregunta Leandro, ajeno a la riqueza musical del futuro que Facundo porta consigo luego del internet y la globalización.
Facundo asiente y, con entusiasmo, comienza a explicarle sobre la diversidad de géneros musicales que hay en su propia geografía, desde el tango apasionado de Buenos Aires hasta el folklore que celebra la esencia misma de su tierra, Tucumán, y del resto de su país. La música se convierte en un puente entre dos mundos, uniendo los ecos del pasado griego con las melodías contemporáneas de Argentina. Aunque Leandro no entiende que tiene que ver lo que dice Facundo con su presencia en su tierra, cada palabra que sale de su boca parece narrarle un cuento y su deseo lo impulsa a saber más.
En la penumbra del bosque, Facundo y Leandro comparten más que palabras; intercambian fragmentos de sus respectivas culturas. Leandro, a su vez, intenta entonar melodías tradicionales de las tribus griegas antiguas, creando una armonía única que solo la convergencia de dos épocas podría dar vida para tratar de poner en contexto a Facundo. Facundo por su parte, se siente halagado por el interés que Leandro muestra por su cultura, además no pareciera que le preguntara solo banalmente para buscar que conversar sino que parece genuinamente interesado y ese tipo de charla, con ese tipo de personas le provocaban siempre entusiasmo. Leandro parecía dispuesto a escuchar cuando le explicaran que el mundo no es tal como se lo imagina. Recordó su charla con el chico terraplanista y se sintió afortunado de haber cambiado el sujeto de conversación.
Entre risas y notas musicales, Facundo deja entrever para un Leandro incisivamente observador, sutiles detalles de su identidad argentina. Un gesto peculiar al hablar, la pasión en sus ojos al describir el mate o la mención de su amor por el fútbol, explicando que hace poco habían ganado un mundial, aclarando que él no era tan bueno jugando, generando pequeños destellos de un mundo que no hacía más que generar mayor interés en Leandro, no solo en sus palabras si no en este extraño sujeto en su totalidad. Facundo le prometió que si alguna vez lo llevaba a Argentina lo iba a invitar a un asado. Leandro aceptó la invitación sin saber de qué se trataba pero pensó que quizá preguntar fuera una ofensa, ya descubriría que era el asado cuando fuera, si fuese alguna vez, pero mientras tanto temía ser irrespetuoso.
La montaña, ahora más cercana, parecía susurrar promesas y desafíos ante los ojos de Facundo que al menos encontraban en ella un camino a seguir según aquel extraño mensaje. La luna, testigo silente, iluminaba la senda que se desplegaba ante ellos, marcando el camino mientras los dos jóvenes caminaban.
—¿Cómo llegaste aquí, Facundo? —pregunta Leandro, rompiendo el silencio que se había producido por unos minutos de la charla sobre la música y sus respectivos lugares. No había entendido del todo la explicación fuera del encargo que le habían dado. La caminata se volvía un poco más empinada y caminar y charlar ya no era tan sencillo.
—Fue como si la música me llevara a otro mundo. —Facundo compartió su extraña travesía intentando ser lo más claro posible con los detalles acerca de los artefactos que poseen en el futuro para que su interlocutor pueda entenderlo, y Leandro lo escuchaba con atención. Cuando Facundo termina su historia, recuerda su regalo y le surge la necesidad de preguntar:
—¿Por qué la estatuilla? —indaga Facundo, buscando respuestas en los ojos de Leandro.
Leandro explica que, aunque muchos griegos olvidaron a los titanes en favor de los dioses olímpicos, su tribu, los restos de los perrebas, continúan rindiendo culto a Prometeo. La llama del titán, portador del fuego y protector de los humanos, aún arde en sus corazones.
—La llama de Prometeo nunca se extinguió entre nosotros. Su sacrificio es recordado en la oscuridad de la montaña. —Leandro comparte la razón detrás de la devoción de su tribu, mientras los dos jóvenes continúan avanzando.
En un momento determinado, el pie de la montaña se revela ante ellos. Su silueta majestuosa proyectada contra el cielo estrellado. El sendero serpenteante los guía hacia lo desconocido, entre árboles que para Facundo parecen testigos de antiguos secretos. Cada paso de Facundo y Leandro resuena en la calma nocturna, marcando el compás de una danza entre dos mundos.
Se detienen en un claro, donde la luz lunar acaricia el suelo cubierto de hojas. Facundo, sintiendo la necesidad de entender más, pregunta:
—¿Por qué mantienen el culto a Prometeo? ¿No olvidaron los griegos a los titanes?
—Prometeo representa la chispa de la libertad, el regalo de la inteligencia. Nuestra tribu no olvida el primer vínculo entre los dioses y los humanos. —Leandro, con mirada fija en la luna, comparte un pedacito de la esencia del culto. Luego sugiere descansar un rato para retomar el aliento, explicando que no estaban muy lejos de su casa.
Se sientan en la penumbra del claro, entre susurros de hojas y el misterio que envuelve la montaña, iluminados por la luz de la luna. Leandro está mirando hacia arriba admirando la noche. Para Facundo, el rostro iluminado de Leandro en medio del paisaje es una pintura viva.
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