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De Espinas Y Maldiciones

01

Lenore

Mahdoor es un dragón de doce metros de largo y caemos en picado desde el cielo a una velocidad que nos hará pedazos cuando toquemos el suelo. Al menos, a mí me hará pedazos.

Llevamos días volando lo más lejos posible del lugar del que huimos y, por alguna razón, sus enormes alas han dejado de batir, como si hubiera olvidado lo que es elevarse por encima de las nubes y volar.

Su ruido es estridente y me duelen los oídos por el repentino cambio de presión. El viento sacude mi cuerpo y mis sentidos se pierden cada metro que me acerco a las copas de los altos árboles y al suelo verdoso. El daño sería menor si cayéramos al agua, pero creo que será aún mayor si Mahdoor no se recupera a tiempo para agarrarme con sus afiladas garras negras o se sumerge debajo de mí para llevarme a cuestas.

Darme cuenta de que probablemente no lo hará despierta una descarga de adrenalina y la sangre corre caliente por mi cuerpo, palpitando tan fuerte que puedo oírla. El grito que se me escapa se pierde en la cantidad de aire que me ahoga al entrar en la boca.

Estoy cayendo. Estoy cayendo y mi dragón es incapaz de ayudarme, porque lo veo caer en picado más rápido que yo, a mayor velocidad y en menos tiempo, como una figura azul oscuro y negra que penetra en los árboles, rompiendo sus ramas y derribando algunas de ellas.

Evito pensar en las decenas de formas en las que podría morir en esta única situación y pido a la Diosa que si la mejor de ellas es morir porque mis pulmones han estallado por la presión, pues que estallen pronto.

Las ramitas me arañan la piel e intento agarrarme a ciegas a algunas de ellas, con la esperanza de que alguna sea lo bastante fuerte como para al menos atenuar el impacto. Varias se rompen cuando las aprieto con los dedos y, con cada una que lo hace, crece el miedo en mi estómago. Siento que mis costillas van a romperse si mi corazón sigue latiendo así y, por una fracción de segundo, la tela de mi capa se engancha en los ásperos troncos y la cremallera se rompe, arrancándola, lo único que me permite seguir vivo en el accidentado aterrizaje.

Ruedo por la hierba seca y siento que me palpita el costado del cuerpo. Me paro boca arriba y mantengo los ojos cerrados, respirando y digiriendo lo que acaba de ocurrir. Casi muero y si no fuera por la maldita capa sólo habría sangre y trozos de mí por todo este lugar. Respirar es una tarea sencilla para la mayoría de la gente, pero ahora mismo es doloroso e insoportable. Inhalar es peor que exhalar y siento el sabor de la sangre en la lengua, amargo y ferroso.

Entreabro las pestañas y veo un cielo azul con nubes blancas y esponjosas. Sería hermoso si mi costilla no intentara perforarme los órganos ahora mismo. Intento sentir las otras zonas de mi cuerpo, eludir el dolor mayor, pero nada es más fuerte que él, aparte de que me arden los codos y las rodillas, porque debo de habérmelos raspado en las innumerables vueltas que he dado antes de dejar de rodar.

La decisión de sentarme es la más equivocada que he tomado nunca, después de la de dejar atrás Solastia. Si nos hubiéramos quedado, yo estaría intacta y Mahdoor estaría bien. ¡Mahdoor! Mi conciencia grita cuando recuerdo que no caí sola.

Obligo a mis rodillas a doblarse y veo que el cuero azul oscuro de los ajustados pantalones se ha rasgado en las articulaciones. Compruebo mis codos y las mangas largas de mi camisa blanca también están rasgadas y hay sangre manchando ligeramente las fibras de algodón. Los rasguños son el menor de mis problemas ahora, teniendo en cuenta la posibilidad de una costilla rota, o la gravedad de las heridas de mi dragón.

Mahdoor tuvo un aterrizaje más brutal que yo, pesar cinco toneladas en caída libre es catastrófico. Me acerco cojeando a su gigantesco cuerpo y veo que aún respira, lo cual es bueno. Toco el lugar donde me duelen las costillas derechas y la desagradable sensación se irradia por todo mi centro. Maldigo y parpadeo ante los puntitos blancos que brillan frente a mí como estrellas. Si alguna de ellas se hubiera roto de verdad, apenas podría respirar, así que intento convencerme de que solo ha sido una fisura o una dislocación lo bastante terrible como para dejarme un feo corte durante el próximo mes. Doy gracias por el corsé plateado que llevo sobre la camisa, una armadura que me sujeta los pechos y me protege el torso hasta el principio de la cintura. Es corto pero resistente, lo que no altera la verdad de que debería haber elegido uno mejor si iba a pasar los próximos días sobrevolando lugares desconocidos.

Miro por encima del hombro y veo una piedra afilada en el camino de hierba aplastada donde aterricé. La piel me palpita bajo la armadura y estoy segura de que la golpeé con toda mi fuerza incluso antes de caer al suelo. Escapar de una fractura grave fue pura suerte. Si la caída no me mató, un pulmón perforado lo hará.

Todavía respirando con dificultad, avancé hacia la montaña de escamas y músculos que es Mahdoor. Los dragones son seres mágicos y más fuertes de lo que creemos y sus pieles están llenas de escamas duras e impenetrables. Eso es lo que me reconforta ahora.

Sus ojos redondos con pupilas finas y verticales se abren hacia mí y parpadean junto con un ruido que no suena bien, pero que tampoco suena mal. Estoy segura de que le habrá dolido y vuelvo a rezar a la Diosa para que sus alas estén enteras. Veo mi reflejo en sus iris, grises y claros como los míos, y me doy cuenta de un corte en su sien izquierda que se me había pasado en mi breve y rápido análisis corporal. Mi cerebro parece darse cuenta y la herida empieza a dolerme también. De ahí el sabor de la sangre en mi lengua, las gotitas que han corrido por un lado de mi mejilla y han teñido mis labios de escarlata.

— Estoy bien. - Tranquilizo a Mahdoor, porque sé que no me hará partícipe de nada de lo que siente si le muestro lo mal que estoy. Le acaricio la nariz azul y negra agrietada, está húmeda. Busco más señales de heridas en su cuerpo, pero es demasiado grande para verlo desde donde estoy. El dragón parpadea y me llama la atención. — ¿Qué pasa, Mahdoor? - pregunto y él levanta la barbilla de una cabeza más grande que yo, agitando las alas. — ¿Están rotas?

Mahdoor lo niega y sus ojos se oscurecen con un sentimiento que no puedo descifrar. Si no están rotas, ¿qué nos hizo caer? Esta pregunta me hace mirar a mi alrededor para descubrir por fin dónde estamos.

Hemos caído en un bosque parcialmente abierto. Hay menos árboles rodeándonos de los que imaginé que habría mientras caía en picado a través de ellos y las ramas retorcidas y secas me indican por qué fracasó mi desesperado intento de agarrarlas. Son delgadas y quebradizas, resecas como si no hubieran recibido agua en meses. El silencio es extraño cuando los insectos deberían estar zumbando, pero ni siquiera sus ruidos son audibles. Hay demasiado silencio. Pienso. Si hay gente viviendo cerca, no tardarán en llegar, después de todo, un dragón que cae del cielo es fácil de ver.

— Voy a echar un vistazo. - Acaricio a Mahdoor, que suspira al verme. Sé que prefiere que me quede donde pueda defenderme si pasa algo, pero necesito saber si estamos bajo alguna amenaza. — Quédate.

Los tobillos me están matando dentro de las botas, pero empiezo a alejarme de Mahdoor. Soy consciente de sus ojos en mi espalda y también de que se mueve para ponerse en una posición más cómoda. Respiro hondo por el alivio de saber que la caída me ha afectado más a mí que a mi dragón. Moriría por Mahdoor y apuesto a que él lo haría antes que yo por él.

Algo ha hecho que sus alas dejen de funcionar como deberían. Este lugar -sea donde sea- no me huele bien y los poros de mi cuerpo se dilatan mientras camino menos de dos minutos y me encuentro al final del verde bosque.

Frente a mí sólo hay espinas. Un bosque de ellas, como un muro alto e impenetrable. Espinas grandes, afiladas y amenazadoras bloquean el resto del pasaje y mi sentido de la autoconservación me hace retroceder. Eso y el rugido de un dragón.

— ¡Mahdoor! - grito, corriendo tan rápido como puedo hacia el pequeño claro que ha abierto al talar los árboles.

Mi corazón se acelera, necesita más aire del que puedo respirar sin que las costillas me maten. El dolor pulsa y palpita bajo mi piel y mis rodillas se quejan ante el incómodo movimiento de los arañazos.

Ignoro mi propio cuerpo y llego a tiempo de ver a los soldados armados con lanzas rodeando a Mahdoor con intenciones que le obligan a ponerse a cuatro patas y doblar la espalda para amenazarles. Sus alas extendidas se agitan, apartándolos.

— ¡Mahdoor! - grito de nuevo, advirtiéndole que estoy aquí y que moriré si es necesario para protegerle.

Los guardias se giran el tiempo suficiente para que el dragón los atrape con sus garras, los arroje lejos y repita el mismo gesto con su otra pata gigante hacia el grupo de guardias del otro lado. Más armaduras brillantes lo flanquean y esquivo a uno de los hombres que intenta agarrarme. Un codazo en la nariz le hace soltar la lanza y la cojo para mí.

Ensarto a los tres siguientes hombres que intentan impedir que llegue hasta Mahdoor y la sangre brota a borbotones de los agujeros que les he abierto en el abdomen. Hierro y tierra y... fuego. Conozco a mi dragón desde que tenía cinco años y estoy acostumbrada a percibir cuándo quiere incinerar milisegundos antes de que abra la boca. El olor a hollín y llamas llena el aire y Mahdoor echa hacia atrás su largo cuello para abrir su boca llena de dientes afilados.

El fuego brota a borbotones y el olor a piel y huesos quemados impregna todo. Ha convertido en cenizas a un grupo de cinco soldados, lo que ha aterrorizado a la mayoría de los que quedaban atrapándonos.

Aprovecho para apuñalar a otro por el punto débil de su armadura, le doy en un costado del cuerpo y el líquido escarlata me salpica la cara, viscoso y caliente. Evito las ganas de vomitar que surgen en mi garganta y me agacho para esquivar una lanza que pasa volando junto a mi cabeza. Giro sobre mis talones a tiempo para ver cómo Mahdoor arroja al hombre contra los árboles. Cae sobre la hierba con el cuello en un ángulo antinatural.

— ¡Deteneganla! - Una orden resuena en el pequeño y accidental claro y miro en la dirección de la que procede, pero no puedo ver nada porque el cuerpo del dragón bloquea casi todo el campo de visión que hay más allá. — ¡Ya!

Más soldados me rodean y siguen flanqueando a Mahdoor. Vuelve a atacar con fuego, pero no soy lo bastante rápida para enfrentarme a tres a la vez. Mientras dos me distraen, el otro del trío me da una patada en la espalda y caigo de rodillas sobre la hierba seca.

Hierba seca. Miro el fuego del dragón que quema el follaje donde antes estaba el grupo incinerado y las llamas se extienden por el suelo. Su calor no me molesta, pero la gente como los que nos atacan quizá no sepan lo caliente que puede ser y lo rápido que puede extenderse.

Mahdoor tiene un fuego distinto al de la mayoría de los dragones, un fuego azul claro electrizante que extingue cualquier posibilidad de que su objetivo sobreviva. Más caliente que los demás, más letal que los demás. Aunque ya no puedo verlo, dando la falsa impresión de que se ha apagado, sigue ardiendo y pronto otros dos de los soldados caen forcejeando y gritando desesperados.

Me arden las rodillas y me palpitan las costillas dentro de la armadura plateada. Apenas puedo contener un gemido de dolor cuando se me escapa un grito. Algo me ha golpeado en un lado del muslo. Mi sangre se filtra en la tierra y tiñe de rojo la hierba. Una flecha se clava en mi piel y la agonía se apodera de mí. Dejo caer la lanza ensangrentada a mis pies.

Estoy herido y para Mahdoor esto es imperdonable. Siento punzadas de dolor en la cabeza cuando me agarran del pelo y tiran de él hacia arriba. Alguien me obliga a levantarme y sus manos son demasiado firmes para que las mías puedan soltarme.

— Haz que pare y vive. - La misma voz que me ordenó parar me susurra ahora al oído. Hundo las uñas en sus dedos, aún intentando liberarme de su agarre.

El dragón se divierte con otro grupo de guardias que consiguen clavarle una de sus lanzas en la pata delantera. El grito se mezcla con un gruñido y su cabeza gira hacia el atacante, tragándoselo para partirlo por la mitad. La mitad restante cae como trozos de carne.

Vuela. suplico mentalmente, olvidando por qué estamos aquí. No volará, porque no puede y porque se negaría a dejarme sola para morir aquí. Algo frío toca la piel de mi garganta y reconozco el olor a metal. Una daga amenaza con cortarme la cabeza y siento el calor del rostro del hombre que me sujeta contra mi mejilla.

— No pierdas el tiempo pensando en utilizar tus pequeños trucos, bruja. - Su aliento huele a moras y alcohol. — No funcionan en este lugar.

Otro chorro de fuego azul incinera más cuerpos blindados y el agarre de mi pelo me impide pensar qué significan esas palabras. El hombre aprieta la daga contra mi cuello con más vehemencia.

— ¡Mahdoor! - Levanto la voz, temiendo que si grito mi piel sea desgarrada por el arma afilada. El dragón se vuelve hacia mí, clavándome sus furiosos ojos grises. — ¡Atrás!

Su cabeza se inclina hacia un lado, confundido por semejante orden dadas las circunstancias. Mantengo la mirada fija en él y observo cómo retrocede ante el ataque que estaba preparando con el culo sobre las espaldas de dos guardias. Mahdoor lo baja y gruñe a los hombres dispuestos a atacar. Lenta y cautelosamente, se retira.

— Ahora, bruja -susurra de nuevo la voz y me doy cuenta de que el hombre sonríe-. — Voy a llevarte al curandero antes de que el veneno de la flecha te mate.

¿Veneno? Al cesar el ataque, el sonido de la sangre que brota, los cuerpos incinerados y los gritos de horror también cesan y puedo sentir que el dolor de mis costillas no es rival para el que me sube por la pierna. Arde como debe arder el fuego de Mahdoor, recorre mis venas como líneas negras y me nubla la vista.

— Esa cosa alada se queda aquí y si se atreve a moverse o a matar a alguno más de mis guardias, le rajaré su bonita garganta, ¿entendido?

Mahdoor gruñe al hombre que me sujeta, ofendido por la forma en que le ha llamado. Como si fuera un simple animal prescindible. Los dragones son seres orgullosos y detestan la petulancia.

El ardor sube como llamas por el resto del muslo y se extiende hasta la cadera, haciéndose insoportable en la cintura, donde termina el corsé y empieza el dolor en las costillas. La unión de ambos me deja sin aliento y me roba la visión el tiempo suficiente para que mis rodillas cedan y unos fuertes brazos protegidos por una simple camisa beige me sujeten.

Sus manos me sueltan el pelo y guardan la daga en algún lugar de mi pierna, donde hay sujeciones y bolsillos para ella. No lleva armadura, lo que resulta cuanto menos curioso. O es muy arrogante, o se fue con tanta prisa que apenas tuvo tiempo de vestirse adecuadamente.

Mi cuerpo se echa hacia atrás y mi cabeza se apoya en el hombro del hombre, que ahora veo que tiene el pelo rubio pegado a la frente y los ojos verdes como dos esmeraldas redondas y brillantes. Intento agarrarle la mano, resistiéndome a que toquen más centímetros de mí y él las rechaza con un gesto sin esfuerzo. Me faltan las fuerzas.

El rubio me levanta del suelo y la sonrisa disimulada en la comisura de sus labios es lo último que veo antes de rendirme a la oscuridad.

02

Lonan

La bruja lleva dormida desde que se desplomó en el claro. Su cuerpo parece inerte en la cama de la cabaña del curandero, pero su pecho sube y baja. Desmond tuvo que quitarle el corsé de la armadura y la camisa que llevaba para comprobar si tenía otras heridas, aparte de la que yo le causé.

El veneno de mi flecha podría haberla matado si hubiéramos tardado un minuto más en traerla y a mi padre no le habría gustado saber que la única bruja que pisó Ambrose en casi dos décadas acabó muriendo por culpa de mi error.

No había otra forma de conseguir que la criatura dejara de freír a mis hombres que amenazar de muerte a su dueña. Soy un hipócrita si digo que no disfruté disparando la flecha y viendo cómo acertaba exactamente donde yo quería. Soy un buen soldado con la espada y luchando, pero la puntería ha sido mi punto débil desde que empecé a aprender sobre batallas y guerras a los ocho años. Mi padre nunca se olvida de recalcarlo cuando me ve entrenar con el resto de sus hombres. Entonces, ¿por qué me nombraría su líder de guerra si me desprecia tanto?

Sé por qué, y no nos agrada a ninguno de los dos.

Veo la parte expuesta de su muslo derecho. Desmond envolvió la herida con una mezcla de hierbas medicinales y un vendaje improvisado, no había tiempo para los materiales adecuados. La sangre seca manchó la tela y dejó de gotear en algún momento de las últimas cuatro horas que llevamos aquí.

La vieja silla de madera en la que estoy sentado es incómoda comparada con las del palacio, pero no puedo permitirme abandonar esta cabaña. Si la bruja se despierta y huye -no es que haya ninguna posibilidad de que llegue muy lejos-, será más tiempo perdido intentando encontrarla. Aunque estoy bastante seguro de que irá a lo suyo con alas gigantes y un fuego abrasador.

No hay noticias de más muertes después de que los detuviéramos, así que supongo que el dragón se dio cuenta de lo que le pasaría si decidía incinerar a uno más de los soldados. Les he ordenado que se defiendan si eso ocurre, pero que eviten provocar a la criatura.

Seguro que el rey ya sabe lo que ha pasado y, al ser mi padre, espera que le informe de todos los detalles y también que me lleve a la bruja conmigo. Cosa que no podré hacer si se queda dormida.

Parece una de las chicas comunes de Ambrose. Es pequeña y con pocos músculos, lo que me hace dudar de sus habilidades, habiendo acabado con la vida de tantos de mis soldados con sólo una lanza. Puede que sea débil, pero es ágil y sin duda sabe cómo utilizar un arma afilada en su beneficio. Su piel es clara y un poco pálida -quizá porque el veneno aún está abandonando su cuerpo- y no tiene marcas del sol ni de enfermedades. Debe de ser la magia que convierte a todas las brujas en seres encantadores y hermosos, una trampa obvia, pero demasiado fuerte para que nadie se dé cuenta antes de caer en ella. Los mechones rubios oscuros se extienden por la vieja sábana del curandero, como una cortina de olas que caen sobre sus hombros y se posan en su cintura. Un poco más arriba, ocultando sus pechos y abrazando su tórax, hay otro trozo de tela con más ungüento medicinal para curar el gran hematoma morado de sus costillas derechas, atado con fuerza para evitar que se expandan demasiado y empeoren su estado.

No, Lonan. No es como las chicas de Ambrose, que parecen demasiado acabadas para su edad e incluso un poco sucias. Hace semanas que no llueve en el reino y la reutilización del agua tiene un límite. Nosotros, en el castillo, nos damos el lujo de tener agua limpia, pero el resto de la gente se queda con lo que les queda. Tiene largas pestañas que sombrean sus mejillas y un cabello sedoso que ni siquiera las cortesanas son capaces de mantener, porque están demasiado ocupadas satisfaciendo a los hombres.

Ni siquiera la cicatriz en la comisura del labio inferior y otra en la sien le hacen perder el encanto de una bruja maldita. Una bruja que mató a mis hombres.

Su pecho inhala con más fuerza y sus ojos se entornan en párpados cerrados. Sus pestañas se separan lentamente mientras se acostumbra a la tenue luz amarilla de las velas repartidas por la cabaña del curandero. Le pedí a Desmond que fuera a informar a mi padre del estado de la nueva huésped del reino, para que no perdiera el tiempo esperándonos.

La bruja rodea con los dedos la sábana que tiene debajo y sus fuerzas son demasiado escasas para emitir siquiera un gemido de dolor. De repente, la daga con la que he estado jugando durante horas pierde interés y dejo de hacerla girar entre mis dedos.

— Mah... - El susurro es casi inaudible, así que me inclino, apoyando los codos en las rodillas cubiertas por los pantalones de cuero negro. — Mahdoor.

Mahdoor. El dragón. Está llamando a la criatura y por un segundo temo que la esté escuchando de algún modo ilógico. No sé mucho sobre la magia y sus bestias, pero espero que no sean capaces de telepatía, o la cosa alada no tardará en llegar para destruirlo todo a su paso.

Esa voz. La maldita voz que hechiza a la gente y la maldice para siempre, como la voz de la bruja que condenó a Ambrose y a mi hermano a aislamiento para el resto de nuestras vidas. Me trago mi resentimiento y clavo la daga en la mesilla de noche llena de restos de vendas ensangrentadas, hierbas y cera de vela derretida. El sonido del metal al chocar con la madera la hace girar lentamente la cabeza hacia mí.

Su respiración se detiene un instante y sus ojos grises, claros como el cristal, se abren un poco más, centrándose en el arma afilada que refleja la luz.

— Te sugiero que evites moverte. - digo, rompiendo el silencio de cuatro horas interminables. — Tus costillas casi se han roto y tu cuerpo aún está deshaciéndose del veneno. - Explico antes de que la bruja intente hacer algún movimiento imprudente.

— Mahdoor. - Murmura sin separar sus labios parcialmente llenos y perfectamente delineados en un suave tono rosa teñido de coral.

— Tu criatura está viva y bien. - Respondo y luego sonrío ante el siguiente pensamiento que cruza mi mente. — Por ahora.

La bruja aparta sus profundos ojos de mí para mirarse a sí misma. Volver a sentir su propio cuerpo después de tanta adrenalina, dolor y sangre puede ser, como mínimo, incómodo. Sus manos sueltan la sábana y tocan el vendaje improvisado sobre sus senos, deslizándose hacia el lugar donde más debe dolerle, el lado derecho, un poco por debajo de ellos. Se le tuerce la cara y me doy cuenta de que maldice para sus adentros mientras apoya los codos en la cama y hace un ridículo intento de sentarse por su cuenta.

— Te he dicho que no te muevas. - señalo con aire divertido, lo que al instante siguiente me parece un error. Pongo los ojos en blanco y esta vez me maldigo a mí mismo mientras me levanto de la silla para deslizar las manos por debajo de los hombros de la bruja y subirla al respaldo de madera de la cama. Huele a hierbas, a hierro y a jazmín, lo que me hace preguntarme si volar a lomos de un dragón no te deja oliendo a dragón.

La cara de la bruja se tuerce de nuevo por el dolor que le causa el movimiento y se estremece cuando vuelvo a tocarla para ajustarle la almohada a la espalda. La otra sábana que le cubre el bajo vientre se desliza hacia abajo y puedo ver la constelación de manchas marrón claro alrededor de su ombligo, a la izquierda. Debe de ser una marca de nacimiento o algo así, porque son diferentes de las manchas normales.

Su pelo me hace cosquillas en los antebrazos y me encuentro con sus ojos cuando levanto la cabeza para darme la vuelta. Tan cristalinos y profundos y misteriosos y... Encantadora en el mal sentido. Maldita bruja.

Soy consciente de que me siguen mientras cruzo la pequeña cabaña hasta un aparador con una jarra y vasos de agua. Un escalofrío me recorre la espalda mientras lleno uno de ellos hasta la mitad y vuelvo a la cama.

— Bebe. - ordeno y suspiro ante su duda a la hora de obedecer. Vuelvo a sentarme en la silla, odiando tener que volver a pedírselo. — Si quisiera envenenarla, dejaría que lo hiciera el veneno de la flecha. Sólo es agua.

La bruja estira el brazo opuesto a sus costillas lastimadas y envuelve el vaso alrededor de sus dedos delgados y uñas sutilmente redondeadas en un tamaño que yo esperaba más grande. Al menos, todas las brujas de los cuentos tienen uñas gigantescas capaces de cortar gargantas. Las suyas son normales e incluso estarían limpias, si no estuvieran sucias de sangre seca y tierra. Desmond no la limpió por falta de tiempo o por miedo a que se despertara mientras lo hacía.

— Puede que haya cambiado de opinión. - Su voz suena ahora un poco más alta que un susurro y sus cejas se arquean hacia el vaso, que se lleva a la boca y bebe un pequeño sorbo. Se pasa la lengua por el labio inferior húmedo y me tiende el vaso, esperando a que lo tome. — Primero me disparas con una flecha y luego quieres degollarme con una daga. Me pareces una persona indecisa.

Me trago una carcajada de buen humor y la transformo en una sonrisa ladeada mientras cruzo los brazos y me reclino en la dura silla. Recorro su rostro con la mirada y no hay rastro de broma. Al darse cuenta de que no voy a aceptar el vaso, su mano se posa en el borde de la mesilla de noche.

— ¿Cómo sabes que yo disparé la flecha? - pregunto con cierta curiosidad.

— Los otros tenían lanzas. - La bruja se acomoda en la cama y sube un poco la pierna herida, tratando de analizar la situación, incluso por encima del vendaje. — Eras el único con armas diferentes.

Lonan, idiota. Me maldigo una vez más por dejarme vencer por su buen razonamiento. Unos ojos demasiado observadores pueden ser muy peligrosos en Ambrose. En cualquier lugar que necesite ocultar ciertos secretos a otras personas para mantener la paz. Aprieto la mandíbula al verla desatarse la venda de la pierna y mostrar el estrecho agujero hecho por la punta de la flecha. Ha dejado de sangrar hace un rato, pero está roja con los bordes rosados, demasiado reciente para concluir que la cicatrización es lo bastante buena como para prescindir de la venda.

— Eres peligrosamente inteligente para una bruja. - Admito que desearía haber cerrado la boca antes de abrirla para confesar eso.

— Y tú eres peligrosamente arrogante por no llevar armadura cuando luchas. - Ella replica volviendo a hacerse el nudo en el muslo y sacando las piernas de la cama.

— Deberías pensar antes de ofenderme. - Aconsejo, aunque no me siento ofendido en lo más mínimo por sus palabras. — O ofender a alguien en este lugar.

No soy arrogante, sólo me conozco lo suficiente como para saber que mis habilidades son suficientes para protegerme en una pequeña e inesperada batalla como la que ocurrió en el claro y que perdería un tiempo precioso si me molestara en ponerme la pesada armadura que tengo. Por eso aprecio lo que dice, pero sé que cualquier otra persona de Ambrose se lo tomará como una ofensa. Especialmente mi padre. Si no consigo que controle su lengua afilada, tendrá más problemas de los que ya tiene.

La bruja se encoge de hombros y recorre la habitación hasta encontrar lo que busca con ojos perspicaces. Lo que quedaba de su ropa reposa sobre una pila de libros dispersos por el suelo. Se desliza fuera de la cama cargando con la sábana que le impide estar desnuda de cintura para abajo y se acerca cojeando a la pila de libros. Confieso que me gustaría que se cayera, pero eso no es una opción para mí.

— Mejor no vestirse así. - Recojo la daga que he clavado en la mesilla de noche y la hago girar entre mis dedos. La bruja me ignora y se pone la camisa manchada de sangre seca, los pantalones rotos por las rodillas y las botas negras. Finalmente, intenta ponerse ella misma el corsé, pero se vuelve hacia mí como si la petición fuera obvia y una cortesía por mi parte.

— Sé un caballero y evita que mis costillas me maten, ¿vale?

Suspiro y me pongo en pie, guardando la daga en una de las ataduras de mis pantalones. Las suyas también están, pero vacías. ¿Cómo es posible que alguien que maneja tan bien las armas no lleve ninguna?

Me acerco a la bruja, que me da la espalda, completamente vulnerable mientras se echa el pelo por encima del hombro con una mano, mientras con la otra sujeta la parte delantera de la pequeña armadura. Con ese gesto, sí, me ofendo. ¿De verdad cree que no puedo matarla si quisiera sólo porque la libré antes? O es demasiada arrogante para admitir que tiene miedo a morir e intenta demostrarlo fingiendo que se siente cómoda cuando le ato el corsé, consciente de que podría apretarlo un poco más de la cuenta a propósito y provocar entonces la rotura de sus frágiles costillas.

— Es una mala idea. - comento, cogiendo los cordones de cuero, lo bastante fuertes como para mantener la armadura en su sitio y bien sujeta a su cuerpo. Las cintas de satín como las de otros corsés se desprenderían con facilidad. El jazmín vuelve a invadirme la nariz y aprieto los cordones.

— Es uma mala idea andar por ahí semidesnuda con gente deseando mi cabeza. - Ella responde y jadea cuando vuelvo a tirar, con más fuerza para que la armadura se ajuste a su pequeño cuerpo. Su cabeza apenas me llega a la clavícula y sería muy fácil matarla si quisiera.

Si pudiera. Es difícil creer que alguien tan liviana y minúscula sea capaz de montar un dragón como Mahdoor, y aún más difícil me resulta contener el impulso de acercarme e inhalar el aroma que confunde mis sentidos. En general, odio el olor de la sangre de hierro y las hierbas de Desmond.

— No quieren tu cabeza. - replico y siento que contiene una risa irónica, sólo para jadear ante el dolor que el gesto debe de haberle provocado en el torso. — Todavía no. - añado y termino de atarle el corsé, dejándole un poco de espacio para que respire.

— Quiero ver a mi dragón. - La bruja se vuelve hacia mí con la cabeza alta. Es buena disimulando el dolor y ocultando lo que siente.

— Una cosa a la vez. - No sé por qué hago lo que hago, pero le levanto el lado de la camisa que ha caído sobre su hombro izquierdo y se la vuelvo a poner, consciente de que me sigue con la mirada y frunce el ceño. — Primero, vamos a presentarte al rey. Él decidirá si puedes ver a su preciosa criatura.

— Se llama Mahdoor. - Su tono se cierra y noto que la furia empieza a oscurecer el gris de sus ojos. — Si vuelves a llamarle así con esa petulancia, te convertirás en ceniza como tus soldaditos.

— Si el rey lo permite, lo verás. - Repito, ignorando su advertencia. — Si te sirve de algo, mis soldaditos no le harán daño si te portas bien. - Enfatizo la palabra que usó para referirse a mis guardias con la misma ironía. — Así que compórtate, bruja.

— Lenore. - Me corrige la bruja, visiblemente irritada por mi forma de llamarla, y por fin sé su nombre, pero mantengo el mío en secreto.

— Bien, Lenore - le sonrío y me dirijo hacia la puerta de la cabaña para abrirla y dejarla pasar. Ella capta el mensaje y pasa a mi lado cojeando, deteniéndose en la entrada de la casa del curandero, algo impresionada al ver fuera un pueblo agitado lleno de otras cabañas. La miro, pero lo único que veo es su cabeza rubia, porque sus ojos no se levantan de lo que la rodea. — Bienvenida al reino de Ambrose.

03

Lenore 

Ambrose es un reino bullicioso, a pesar de su tamaño. Hombres, mujeres y niños pasan a toda prisa a mi lado y recibo algunas miradas curiosas. Otros muestran aprensión y gotas de lo que deduzco que es asco. Sé que estoy sucia de tierra y sangre, pero puedo apostar mi vida a que la razón es por quién soy y no por mis ropas rotas y manchadas o las ondas desordenadas de mi pelo.

El mismo pelo que el arrogante soldadito rubio que tengo al lado me tiró hace unas horas para detenerme. El mismo soldadito arrogante que me golpeó con una flecha envenenada, luego me dio agua y me ayudó a vestirme. Todavía no sé qué pensar de él, pero dudo mucho que, sea cual sea su intención, sea algo bueno.

No pierdas el tiempo pensando en usar tus truquitos, bruja. No funcionan en este lugar. Eso fue lo que dijo mientras sostenía una daga contra mi garganta en el claro. Si eso es cierto, entonces es por eso que las alas de Mahdoor dejaron de funcionar como deberían. Por eso caímos y creo que también es la razón de todo el alboroto y la violencia.

Si esta gente no conoce la magia, obviamente estaban aterrorizados ante la visión de un gigantesco dragón cayendo en picado hacia ellos. Sea cual sea la razón de todo esto, creo que estoy a punto de descubrirla.

El rubio me guía por las calles de tierra y guijarros de Ambrose. Más cabañas como la del curandero salpican los alrededores, algunas de madera y otras de piedra, sencillas como la gente que no se molesta en dejar su trabajo para seguir mis pasos. Es incómodo seguir el ritmo del arrogante rubio cuando cada paso que da él son dos míos, además de que cojeo de la pierna herida. Mis pulmones exigen más aire del que puedo inhalar sin que insoportables punzadas de dolor irradien a través de los nervios bajo la piel de mis costillas. Llevar el corsé para mi propia protección habría sido inteligente si la rigidez de la armadura y la fuerza con que se atan las cuerdas a mi espalda no me hubieran aplastado el pecho. Aún puedo sentir el ligero cosquilleo que me produjo su tacto cuando las ato.

Nunca admitiré que tenía razón en que era una mala idea, ya que cada respiración es una tortura. Me siento aplastada y mis senos apretados suben y bajan bajo la sucia camisa. No es que tenga elección de ropa en este momento.

Me doy cuenta de que el rubio se ríe. Lleva las manos a la espalda y su andar parece perezoso y nada ansioso por llegar al castillo que se cierne sobre las colinas.

— ¿Qué te hace tanta gracia, soldadito? - pregunto, maldiciendo la punzada que me sube por el muslo en cuanto el terreno empieza a empinarse un poco. Hay una última cabaña antes de los árboles que serpentean por el estrecho camino de piedras planas, como rectángulos uno al lado del otro. Apoyo la mano en la áspera pared de madera de la cabaña, rogando a la Diosa que no me exploten ahora los pulmones. Él reduce la distancia que nos separa y me mira con superioridad y una sonrisa disimulada en los labios.

— Puedo llevarte el resto del camino. Pero sólo si me lo pides amablemente.

— ¡Que Nereus te incinere! - respondo, ignorando su ofrecimiento mientras camino de vuelta.

— ¿Quién? - Su voz dilata los poros de mi cuerpo con una carga de irritación que no me hace ningún bien en este momento, ni tampoco el tono sarcástico que baña sus ojos verdes cuando su tamaño me impide el paso. Apenas llego a su clavícula y tengo que inclinar la cabeza hacia atrás para ver su rostro de odiosa belleza.

— El dios de la muerte y de los dragones. - Pongo los ojos en blanco y me alejo de su cuerpo para seguir adelante.

— Su dios. No el mío. Así que supongo que su plaga no me afectará.

Por si no fuera suficiente pensar que me ha visto desnuda mientras el curandero curaba mis heridas intentando mantenerme con vida, me veo obligada a tragarme su arrogancia el resto del camino. Como si todo pudiera ser más vergonzoso, mi rodilla derecha cede al dolor punzante que proviene del agujero de la flecha y espero el impacto contra el duro suelo que me provocará más moratones, además de las costillas y la sien.

Pero no ocurre nada y me tomo un momento para asimilar el tacto de sus manos en mi brazo y cintura, sosteniéndome. Sus dedos presionan mi piel con dudosa delicadeza. Encuentro las esmeraldas ligeramente oscurecidas por la falta de luz solar. El sol se ha ocultado casi por completo y traerá la noche en unos minutos, quizá media hora.

— Pídelo. - Me ordena el rubio, pero parece suplicar. — Pide, Lenore.

Odia la forma de pronunciar mi nombre con tantos significados inapropiados, con la boca contraída en una sonrisa insolente. Es lo último que quiero, ser llevada por él como una criatura herida que por poco se mantiene en pie y da la impresión a cualquiera que pueda vernos de que soy frágil y vulnerable. Sus ojos se abren un poco hacia los míos en una presión psicológica que no consigue convencerme y los pone en blanco.

— Suéltame. - le ordeno al darme cuenta de que sus manos aún me sostienen, calentando el lugar donde se tocan. Por un segundo temo que me suelte y mi cuerpo caiga como un montón de huesos y carne magullada, pero él demuestra que ni siquiera importa lo que yo quiera y desliza uno de sus brazos bajo mis piernas y el otro me sostiene la espalda.

— ¿Son todas las brujas extremadamente obstinadas? - pregunta el rubio, prestando atención a los desniveles del suelo para evitar llevarnos a los dos a una caída ridícula.

Me acomodo mejor de lo que quisiera entre sus brazos vestidos con la misma camisa beige de antes, ahora manchada de sangre... ¿Mi sangre? ¿La sangre de los guardias? - y la forma en que me veo obligada a agarrarle el cuello me revuelve el estómago. Sus músculos bajo la tela apenas se contraen y me pregunto si me carga con la misma facilidad que si pesara menos que un niño. Siento el calor de su piel sobre la mía, separada por su ropa y mis vendas, pero aún así es lo bastante cálida.

Debe de ser el calor de Ambrose, algo diferente de Solastia, que es fresca y la mayoría de los días fría y lluviosa. Solastia. Echo tanto de menos mi hogar. No respondo a su pregunta y permanezco en silencio durante el resto del tortuoso viaje.

Subir las cuestas hasta el palacio lleva unos veinte minutos de puro desconcierto. El paisaje, en cambio, está lleno de árboles altos y arbustos recortados, algunos de los cuales incluso tienen botones florales que pronto florecerán. Pasada la mitad del camino, empieza a aparecer un muro bajo de piedra que bordea la subida hasta un puente sobre un río sereno y oscuro.

El castillo se cierne ante nosotros con toda su grandeza, hecho de piedra y madera y cristal en las altas y puntiagudas ventanas. Numerosas torres lo coronan y una de ellas parece tocar las nubes con su tejado negro y puntiagudo. Pronto habrá tormenta y puedo oler cómo se acerca la lluvia.

— Cuando lleguemos, hazte un favor y controla tu lengua afilada. - El rubio habla mientras cruzamos el puente. Estamos cerca de las enormes puertas de hierro hueco, majestuosas e intimidantes. — El rey no aprecia la grosería.

Un escalofrío recorre mi espina dorsal como una premonición que desearía no haber sentido. Estoy a punto de entrar en un lugar del que no podré salir sin el permiso de quien lleve la maldita corona de Ambrose. Mahdoor está en el claro y le pido a Nereus que lo mantenga a salvo hasta que yo regrese. La distancia me está matando y lo único que quiero ahora es estar con él, no importa si en el futuro el cielo se desmorone en furiosas aguas sobre nuestras cabezas. Si estoy con Mahdoor y él está conmigo, nada más me preocupa.

— ¿Me recibe con flechas y lanzas y soy yo la que tiene que comportarse? - replico, intentando luchar contra la somnolencia que me ha invadido durante nuestro corto viaje. El suave balanceo en sus brazos hace que me cueste mantener los ojos abiertos mientras subimos unos escalones hasta la puerta que se abre para que entremos. ¿O han sido el veneno y las hierbas que me dio el curandero?

Oigo voces ajetreadas e intento obligar a mi cerebro a mantenerse despierto. No puedo dormir, todavía no. Quizá no en este reino. Mahdoor está en algún lugar más allá de estos muros y necesito volver con él tan pronto como pueda, porque tengo serias dudas de que su paciencia dure mucho más. Si sus alas volaran, quemaría a Ambrose en cuestión de minutos y nos sacaría de aquí. Si sus alas volaran, nunca habríamos caído.

— ¿Lo harías de otra manera? - pregunta el rubio y veo cómo se mueve su mandíbula demarcada, cómo el músculo que la une a su cuello se estira de un modo elegante y encantador. Vuelvo a centrarme en el castillo antes de perderme en sus rasgos cincelados. — Si un dragón cayera en tus tierras, donde no ha habido rastro de magia desde hace casi dos décadas, ¿lo recibirías con té y música?

¿Dos décadas? Así que hubo magia aquí en algún momento muy lejano.

— Me parece justo. - Odio admitirlo y espero cualquier gesto de ego por su parte, pero su mirada se mantiene al frente. — Le preguntaría antes de disparar. Me salvaría de su flecha y quizá libraría a sus hombres del fuego de Mahdoor. - Argumento, deseando hacerme invisible mientras pasamos junto a los sirvientes y guardias del castillo diseminados por el patio de entrada.

Todos parecen desinteresados y me pregunto si fue una orden del rey ignorarnos cuando llegamos, o si están acostumbrados a actuar con indiferencia entre ellos. Una señora de espalda encorvada que viste trapos viejos y sucios me mira por el rabillo de sus ojos caídos y arrugados, sus manos tiemblan mientras sostiene un balde de agua sucia y sus pasos se arrastran por el patio hacia un pasillo con un arco. Su pequeña silueta desaparece escaleras abajo. Mi corazón se retuerce por ella y me pregunto qué tipo de rey obliga incluso a los ancianos a trabajar como esclavos cuando es evidente que apenas pueden mantenerse en pie.

Este lugar huele a hierro, sudor y sangre. Contengo mi fértil imaginación, que empieza a ponderar cada mancha en el suelo de tierra y piedra, y fijo los ojos en las grandes puertas dobles que sé que conducen al interior del palacio.

— Suéltame. - Esta vez lo pido, en lugar de sonar como una orden que seguramente ignoraría. — Quiero entrar por mi cuenta.

El rubio accede a mi petición y me baja con cuidado, asegurándose de que puedo mantener el equilibrio y de que mis rodillas no me traicionarán como antes. Sus dedos dejan de tocarme y siento que la zona donde descansan se enfría, como si mi cuerpo quisiera que volvieran a estar ahí para mantenerme caliente. No necesito que me caliente con este calor sofocante, porque la armadura encorsetada, los pantalones y las botas ya cumplen esa función incómodamente bien. En cuanto pueda, me arrancaré esta ropa y me meteré en agua fresca. Si es que al final del día aún conservo la cabeza.

Me trago mi angustia y miro a los ojos del rubio. Tengo la sensación de que no me los ha quitado de encima desde que me soltó. Quizá teme que intente huir, lo cual no es una posibilidad con todo el dolor que me debilita. Cualquier otra opción también se viene abajo por la misma razón. No puedo huir, no puedo atacar a nadie. ¡Por la Diosa! ¡Voy a morir ahí dentro!

Me estremezco al abrir las puertas, que crujen con fuerza y resuenan en la amplia estancia que se revela ante mí. Un rústico salón del trono iluminado por velas en candelabros y candeleros, pesadas cortinas negras que cubren las ventanas del suelo al techo y una silla imperial con adornos de bronce y acolchado negro sobre tres escalones.

La piedra pulida y parafinada del suelo y las paredes difiere de la del exterior del castillo en toda su estructura y da un aire pesado, caro y frío al lugar calentado por una enorme chimenea en el centro de la sala. Talladas en el propio suelo, las llamas amarillas queman los troncos de madera. El cuero, el fuego y el bronce invaden la sala con sus aromas.

Esperaba una sala del trono llena de miembros de la corte, pero todo lo que veo son guardias con armaduras, lanzas en las manos y yelmos cerrados, de pie como estatuas en cada puerta y arco que conduce a otro rincón de este lugar. Junto al trono hay otro similar al mayor, y está vacío.

Y en el más intimidante, un hombre de mediana edad con el pelo negro como la noche y los ojos verdes como el soldadito que tengo al lado intenta atraparme con ellos. Como si fueran las propias lanzas de los guardias, sus pupilas me penetran en busca de algo que herir, que utilizar contra mí.

Las puertas se cierran con un golpe a mi espalda y vuelvo a estremecerme. Avanzo paso a paso, esforzándome por parecer lo menos débil y endeble posible. Sin embargo, las dolorosas punzadas me sabotean y me hacen cojear vergonzosamente, rodear la chimenea y detenerme después de ella, donde creo que hay una distancia segura entre el rey y yo.

Su corona brilla en su cabeza y él estira la columna, levantando la barbilla con interés al verme mejor. El rubio se detiene a mi lado y hace una reverencia a su rey. Siento que debería hacer lo mismo, pero me niego a darle el gusto. Jamás me postraré ante ninguna monarquía, y menos ante las que han intentado matarme.

— Inclínate. - murmura el rubio sin apartar los ojos de la imagen de autoridad que viste una capa marrón y unos pantalones negros con botas marrones. La camisa está casualmente abierta en los botones cercanos a la garganta y las mangas largas están ajustadas en los puños. Demasiado informal para un rey.

—Perdóneme, Majestad. - Levanto la voz para que me oiga el hombre que me está analizando por todas partes, con los dedos frotándose como si estuvieran quitándose un poco de polvo atrapado entre ellos. — Me inclinaría si pudiera. - Continúo aunque sé que estoy mintiendo y utilizando la herida del muslo como excusa.

— Los dos sabemos que no es verdad. - Su voz se eleva por encima de la mía y trago saliva como una bola de clavos. El rey levanta los dedos hacia su propia cara y los pasa por su mandíbula cuadrada con la barba recortada lo justo para marcarle la quijada. — Las brujas nunca se postran ante nadie.

La mirada del soldadito se dirige ahora hacia mí y decido mantener la mía en la mayor amenaza del momento, que lleva una pesada corona de bordes afilados. Inhalo el aire maldiciendo internamente por el dolor que me recorre la columna y otra punzada en el muslo me obliga a reajustar mi peso sobre la pierna contraria. ¿Cómo sabe que nosotros...?

— Conozco a gente como tú desde hace años. - aclara el rey sin dejarme terminar mi pensamiento-. — Sé lo orgullosos que pueden llegar a ser. Sin embargo, soy consciente de tus... -Hace una pausa, para apartar la mirada del rubio y volver a mirarme a mí-. — Debilidades.

Sus palabras en sí sirven para empeorar el torbellino de sentimientos que luchan entre sí dentro de mi cabeza. Muchos de ellos van acompañados de infinitas formas en las que podría desarrollarse esta situación a partir de ahora y todas ellas conducen a un único final, que es mi trágica muerte.

Encierro mis pensamientos en el fondo de mi mente y respiro antes de dar un paso adelante. Ninguno de los guardias de pie se mueve, pero sé que están atentos a cualquier movimiento mío, porque el rubio contiene la respiración ante el gesto atrevido y no solicitado del rey.

— Odio ser una aguafiestas, pero ¿podemos ir directamente al punto, Majestad? - La pregunta se pierde resonando en la sala del trono mientras espero a que el rey termine de escrutarme con sus ojos críticos. Me siento desnuda ante ellos, incluso bajo capas de vendas y ropa, y confieso que sus anchos hombros y musculosos brazos me intimidan.

— Perdonela. - El rubio imita mi paso colocándose frente a mí. Me doy cuenta de que esboza una sonrisa para aliviar la tensión que comienza en cuanto cierro la boca. Llevo la mano al lado derecho de mi cuerpo, sosteniendo el corsé sobre mis costillas, deseando poder quitármelo más de lo que deseo seguir viva. — Todavía tienes el veneno de la flecha en el cuerpo y podría estar afectándote...

— ¡A mí no me afecta nada! - Le interrumpo y atravieso sus esmeraldas verdes, que se vuelven hacia mí, chisporroteando. Es la primera vez que lo veo así, sin arrogancia ni disimulo. Me vuelvo hacia el trono y el rey se inclina hacia delante con más del mismo interés que mostraba al principio. Sus cejas están arqueadas y una sonrisa se dibuja en la comisura de sus labios carnosos.

— Había olvidado lo temperamentales que son.

¿Temperamentales? quiero replicar, pero me callo por mi propio bien. Aprecio mi cabeza y es evidente que la perderé si abro la boca.

— Pronto hablaremos. - El rey habla, apoyando los codos en los brazos del trono y cruzando una pierna sobre la otra, con el talón derecho apoyado en la rodilla opuesta. Observo que una espada descansa sobre su cadera y espero que el arma siga guardada en la funda que la envuelve. — Por ahora, elige una habitación. Serás mi huésped durante los próximos días...

Hago una pausa para decirle mi nombre.

— Lenore, Majestad. - Respondo con el comportamiento que el rubio me pidió antes.

— ¿Le gustaría cenar con nosotros esta noche, si lo desea?

No es ni de lejos una pregunta, y mucho menos una que se pueda negar. Es una orden clara que, si se rechaza, acarreará consecuencias que preferiría ver sólo en nuestra imaginación.

— Es una invitación que no puedo rechazar. - Me fuerzo a sonreír aunque todos los presentes saben que es una mera formalidad.

Obtengo un movimiento de labios tan falso como el mío y la mano del soldadito me toca la espalda, guiándome hacia el pasadizo arqueado de la izquierda. Me dirijo hacia el lado de la escalera del trono con la presión de la atención del rey sobre mis hombros. Ya casi estamos fuera de su vista y estoy a punto de relajarme de nuevo cuando suena su voz real.

— Es un placer conocerte, Lenore. Siéntete como en tu casa.

Miro por encima del hombro, con la mano aún en las costillas, como si pudieran detener las puntadas y las palpitaciones bajo el vendaje. Siéntete como en casa porque eso es lo que este lugar será para ti indefinidamente. Eso es lo que quería decir el rey disfrazando sus palabras con galanterías.

Le concedo otra breve sonrisa y me dejo conducir al pasillo de ventanas que hay más allá del arco. Aunque suene exagerado, nunca me había sentido tan cerca de la muerte como en los últimos tres minutos. Sí, los he contado todos.

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