El crepúsculo pintaba el cielo con tonalidades rojizas y anaranjadas mientras Isabella se perdía en la contemplación del paisaje desde la ventana de su alcoba. El sol descendía con la solemnidad de un rey que se retira, tiñendo las colinas con su último aliento de luz. La brisa vespertina acariciaba su rostro con la frescura de secretos susurrados por las flores y los árboles. Allá, en la lejanía, se erguía el castillo real de Valyria, una fortaleza imponente rodeada de murallas y torres que proclamaba el poder y la majestuosidad del reino.
Isabella dejó escapar un suspiro cargado de anhelos, donde se mezclaban la admiración y la envidia. La visión de ese castillo representaba el epicentro de sus sueños más profundos: vivir entre sus muros, ataviada con ropajes lujosos, participar en suntuosas festividades y banquetes, y disfrutar del respeto y la admiración de todos. Ser la reina de Valyria, la mujer más poderosa y hermosa del mundo, había sido su sueño desde la infancia, y estaba dispuesta a todo por convertirlo en realidad.
Sin embargo, la realidad tejía su propia narrativa, una que contrastaba cruelmente con sus anhelos. La mansión en la que residía, antigua y desgastada, yacía en las afueras de la capital como un testamento de la decadencia que había caído sobre su familia. En tiempos pasados, los Montalvo eran conocidos por su nobleza y riqueza, pero ahora, tras desastres y traiciones, se encontraban en las sombras de lo que habían sido. Su padre había caído en batalla, su madre había sucumbido a la aflicción y sus hermanos, exiliados o encarcelados. Solo ella y su abuelo, el conde de Montalvo, quedaban como vestigios de un esplendor ya perdido.
Esa vida, Isabella la odiaba con intensidad, sintiéndose prisionera de una jaula dorada. Carecía de amigos y aliados, rodeada solo por sirvientes y enemigos. Su existencia se componía de obligaciones y problemas, sin libertad ni diversión, sin amor ni pasión, solo soledad y frustración. En ese mundo desgastado, su única fuente de vitalidad era su ambición desmedida, el deseo ardiente de forjar su propio destino y alcanzar el trono.
—Isabella, ¿estás lista? —La voz de su abuelo resonó, rompiendo el hilo de sus pensamientos.
—Sí, abuelo. Ya voy —respondió ella, sin apartar la mirada de la ventana.
—Es hora de irnos. No podemos llegar tarde a la audiencia con el rey —anunció el conde, entrando en la estancia.
Isabella se volvió hacia él, observando al hombre alto y delgado, de cabello blanco y ojos azules. Vestía una túnica negra con el escudo de la familia bordado en el pecho: un león rampante sobre un campo de oro. Sostenía un bastón de madera que le servía de apoyo al caminar. Su semblante, aunque severo y orgulloso, denotaba también rastros de fatiga y tristeza.
Isabella, tanto física como mentalmente, se asemejaba al conde. Alta y esbelta, con cabello rubio y ojos azules, su belleza innegable estaba acompañada de un aire de arrogancia y frialdad. Su expresión seria y calculadora rara vez se desdibujaba en una sonrisa. Poseedora de una voluntad férrea, era la única heredera de su abuelo y la última esperanza de su familia.
—¿Qué deseas que haga, abuelo? —inquirió ella, siguiéndolo por el pasillo.
—Solo sígueme la corriente y deja que yo hable —indicó él, descendiendo las escaleras.
—¿De qué trata esta audiencia? —insistió ella, ansiosa.
—Te lo revelaré cuando lleguemos. Es algo de gran importancia, algo que podría cambiar nuestras vidas —afirmó él, envuelto en misterio.
Isabella sintió una punzada de emoción y nerviosismo. ¿Qué planeaba su abuelo? ¿Qué estrategia había concebido para restaurar la posición y prestigio de su familia? ¿Cuál sería su papel en todo esto?
No lo sabía con certeza, pero estaba a punto de descubrirlo. Lo único que entendía era que aquella audiencia representaba una oportunidad única, una semilla de ambición que podría germinar y florecer en una gloriosa realidad.
O tal vez, en una espina de dolor.
Isabella y su abuelo avanzaron por las imponentes murallas del castillo real, rodeados por una comitiva de guardias y sirvientes que anunciaban su llegada. El conde de Montalvo había recibido una invitación del rey para participar en una audiencia privada, donde se discutiría un asunto de suma importancia. Isabella, desconociendo la naturaleza del asunto, confiaba en que su abuelo tejiera un plan que mejorara su situación y la acercara al ansiado trono.
La fortaleza era un coloso de piedra y metal, adornado con estatuas y banderas que contaban la historia y las hazañas de los reyes y reinas de Valyria. Un centro de poder y cultura que albergaba a nobles, cortesanos, soldados, sacerdotes, comerciantes, artistas y plebeyos. Un lugar vibrante, pero también repleto de intrigas y peligros.
Guiados por pasillos amplios y decorados con retratos y tapices que narraban la historia de Valyria, llegaron a una gran sala donde el rey y su séquito los esperaban. El monarca, de mediana edad, cabello castaño y barba recortada, vestía una túnica púrpura con el escudo real bordado: un dragón alado sobre un campo de plata. Una corona de oro destacaba en su cabeza, mostrando su autoridad. Su rostro, serio y severo, revelaba indicios de bondad y sabiduría.
El rey se levantó de su trono con una sonrisa al recibir a los recién llegados.
—Conde de Montalvo, es un placer recibirlo en mi palacio. Le agradezco que haya aceptado mi invitación —expresó el rey con cordialidad y firmeza.
—Majestad, es un honor para mí estar aquí. Le agradezco su generosidad y su confianza —respondió el conde, adoptando un tono humilde y respetuoso.
—Y esta debe ser su nieta, la señorita Isabella. He oído hablar mucho de ella. Es una joven muy hermosa y talentosa —comentó el rey, dirigiendo su mirada hacia Isabella.
Esta se inclinó ante el rey con reverencia.
—Gracias, majestad. Es un privilegio conocerlo. He admirado siempre su reinado y su persona —dijo Isabella con una voz formal y educada.
El rey, complacido, invitó a Isabella a acercarse.
—Ven, Isabella. Quiero presentarte a alguien. Es mi hijo, el príncipe heredero, Alexander —anunció el rey, señalando a un joven a su lado.
Isabella se aproximó al príncipe, lo observó con indiferencia. Un joven de unos veinte años, de cabello negro y ojos verdes, vestido con túnica azul y el escudo real bordado en el pecho. Su rostro, atractivo y simpático, revelaba indicios de timidez y aburrimiento.
El príncipe se inclinó ante Isabella con una mirada vacía.
—Un placer conocerte, Isabella. Eres tan bella como dicen. Espero que no te aburras demasiado aquí —dijo el príncipe con apatía y monotonía.
Isabella se sintió ofendida por la actitud del príncipe y le devolvió la mirada con desdén.
—Muchas gracias, príncipe. Es un placer conocerlo. Espero que no le moleste demasiado mi presencia —replicó Isabella con ironía y tono cortante.
El príncipe, indiferente, le hizo un gesto con la mano.
—No, no me molesta. Me da igual. Haz lo que quieras —dijo el príncipe con desgano y desinterés.
Isabella se mordió el labio y le dio la espalda.
—Como usted diga, príncipe. Haré lo que quiera —afirmó Isabella con voz fría y desafiante.
El rey, observando la escena con decepción y preocupación, había planeado el encuentro con la esperanza de que su hijo y la nieta del conde se enamoraran y se casaran. Sin embargo, sabía que ambos eran orgullosos, caprichosos, impulsivos y ambiciosos. Temía que su relación fuera una fuente de conflictos y problemas, poniendo en peligro la paz y la estabilidad del reino.
Decidió intervenir para poner fin al enfrentamiento entre los dos jóvenes.
—Bueno, ya basta de discusiones. Tenemos que hablar de cosas serias. Conde, Isabella, por favor, tomen asiento. Les voy a explicar el motivo de esta audiencia —dijo el rey con voz seria y autoritaria.
Isabella y el príncipe ocuparon unos sillones frente al trono del rey. El conde se sentó junto a su nieta, tomándole la mano. El rey, sentado en su trono, les dirigió una mirada grave y solemne.
—Estamos aquí para hablar de un desafío inesperado, que puede cambiar el destino de nuestro reino y de nuestras vidas —declaró el rey con voz grave y solemne. El monarca tomó un pergamino y lo desplegó sobre una mesa, revelando un mapa del reino de Valyria y los reinos vecinos. Señaló con el dedo una zona al norte, marcada con una línea roja.
—Esta es la región de Zalazar, una tierra rica en recursos y en belleza. Es una de las provincias más importantes de nuestro reino, y una de las más leales a nuestra corona —explicó el rey con voz profunda.
Isabella y el príncipe asintieron, mostrando más interés al conocer la importancia de Zalazar. Sin embargo, el rey tenía una revelación que los dejaría atónitos.
—Hace unos meses, un grupo de rebeldes liderados por un hombre llamado Ragnor se alzó en armas contra nuestro gobierno. Ragnor se autoproclamó rey de Zalazar y declaró su independencia de Valyria. Desde entonces, ha atacado a nuestras tropas y a nuestros aliados, causando estragos y sufrimiento —relató el rey con indignación.
La sorpresa se reflejó en los rostros de Isabella y el príncipe, quienes desconocían el conflicto que el rey había mantenido en secreto para evitar pánico y desconfianza.
—¿Quién es ese Ragnor? ¿Qué quiere? ¿Qué poder tiene? —preguntó Isabella con curiosidad e inquietud.
—Ragnor es un antiguo general de nuestro ejército, que se volvió loco y traicionero. Quiere el trono de Valyria y no le importa el bienestar de su pueblo. Tiene un poderoso ejército formado por mercenarios, bandidos y desertores. Y lo que es peor, tiene un arma secreta que puede cambiar el curso de la guerra —explicó el rey con voz temerosa y misteriosa.
—¿Qué arma secreta? —preguntó el príncipe con escepticismo y burla.
—Un dragón —reveló el rey con voz grave y solemne.
La incredulidad se apoderó de Isabella y el príncipe. Un dragón, criatura mítica solo existente en leyendas y cuentos, capaz de volar y escupir llamas. Se decía que los dragones habían gobernado Valyria con sabiduría y justicia antes de desaparecer siglos atrás.
—¿Un dragón? ¿Está seguro, majestad? ¿Cómo es posible? —cuestionó Isabella, fascinada pero incrédula.
—No estoy seguro, Isabella, pero tengo pruebas. He recibido informes de mis espías, que han visto al dragón con sus propios ojos. Es una bestia enorme, de color rojo y negro, con escamas, alas y garras. Es el terror de los cielos y el azote de la tierra. Ragnor lo usa para atacar a nuestros castillos, aldeas, quemar a nuestros soldados y súbditos —describió el rey con angustia y furia.
—¿Y cómo ha conseguido Ragnor un dragón? ¿De dónde lo ha sacado? ¿Qué lo controla? —inquirió el príncipe con incredulidad y curiosidad.
—No lo sé, Alexander. Pero tengo una sospecha. Creo que Ragnor ha encontrado la antigua ciudad de Drakon, la cuna de los dragones. Creo que ha entrado en sus ruinas, ha despertado a uno de los dragones dormidos y ha hecho un pacto con él, sometiéndolo a su voluntad —especuló el rey con voz especulativa y temerosa.
—La antigua ciudad de Drakon, ¿la cuna de los dragones? ¿Qué es eso? —preguntó Isabella, incrédula y fascinada.
—Es una leyenda, Isabella. Una leyenda que puede ser verdad. Se dice que hace milenios, antes de que existieran los reinos y las naciones, había una ciudad en el norte, donde dragones y humanos vivían en armonía. Esa ciudad se llamaba Drakon y era la más bella y poderosa del mundo. Se dice que allí nacieron los primeros reyes de Valyria y que aprendieron el arte de la magia y el dominio de los dragones. Se dice que fue destruida por una gran catástrofe y quedó sepultada bajo la nieve y el hielo. Se dice que nadie ha podido encontrarla, entrar en ella o salir de ella —relató el rey con voz narrativa y misteriosa.
—¿Y usted cree que Ragnor ha encontrado esa ciudad, ha entrado en ella y ha salido con un dragón? —inquirió el príncipe con escepticismo y burla.
—Sí, eso creo. Y eso es un grave problema para nosotros y para todo el reino. Ragnor y su dragón son una amenaza que no podemos ignorar ni subestimar. Debemos enfrentarnos a ellos y derrotarlos antes de que sea demasiado tarde —declaró el rey con decisión y firmeza.
—¿Y cómo vamos a hacer eso, majestad? ¿Cómo vamos a luchar contra un dragón? ¿Qué armas tenemos? ¿Qué estrategia tenemos? —preguntó Isabella, preocupada y ansiosa.
—Tenemos una sola arma, Isabella. Una sola estrategia. Una sola esperanza —afirmó el rey, dejando en suspenso la respuesta, mientras el destino del reino pendía de un hilo.
En la sala iluminada por antorchas, el rey se puso de pie y avanzó hacia una mesa adornada con terciopelo negro. Sobre ella reposaba un objeto cubierto por un paño de seda roja. Isabella y el conde observaban con expectación, mientras el rey retiraba lentamente el paño, revelando un huevo de dragón resplandeciente. Su superficie era de un negro intenso, con destellos iridiscentes que sugerían la presencia de una magia ancestral.
—Este, queridos invitados, es nuestro tesoro más preciado y, al mismo tiempo, nuestra mayor incógnita —anunció el rey, sosteniendo el huevo con reverencia. —Este es el huevo de dragón que ha pasado de generación en generación desde la época de la primera reina, la soberana de Valyria y la reina de los dragones.
Isabella y el conde se quedaron sin aliento ante la visión del huevo legendario. Una conexión inexplicable surcó el aire cuando Isabella extendió su mano hacia él, como si una fuerza magnética la atrajera. Sus dedos rozaron la superficie del huevo, y en ese instante, una energía indescriptible se liberó de su ser.
Un aura misteriosa envolvió a Isabella, transformando la atmósfera de la sala. Los ojos del rey y del conde se abrieron con asombro al presenciar el fenómeno ante ellos. El huevo, antes inmóvil, comenzó a palpitar con vida, como si respondiera a la presencia de Isabella.
—¿Qué es esto? —murmuró el conde, asombrado.
El rey, con la mirada fija en Isabella, respondió con solemnidad: —Hay leyendas que cuentan que la primera reina de Valyria poseía el don de comunicarse con los dragones. Se decía que ella era la única capaz de domar a estas majestuosas criaturas. Y ahora, ante nosotros, presenciamos algo que parece sacado de esos cuentos.
Isabella, absorta en la conexión con el huevo, sentía una corriente de información fluyendo en su interior. Visiones de un pasado olvidado y de una relación profunda con los dragones se deslizaron por su mente. Una revelación impactante se asentó en su conciencia: ella era la reencarnación de la primera reina.
Los ojos de Isabella brillaron con una luz intensa mientras el huevo comenzaba a moverse. Pequeñas grietas aparecieron en su superficie, y la expectación llenó la sala. Era como si el huevo estuviera respondiendo a la presencia de la heredera de la primera reina.
—¡Es asombroso! ¡El huevo está eclosionando! —exclamó el rey con una mezcla de emoción y reverencia.
La sala quedó envuelta en un aura de magia y misterio mientras el proceso de eclosión continuaba. El conde miraba a Isabella con asombro y orgullo, reconociendo en ella la esperanza que su familia tanto anhelaba. El príncipe, anteriormente indiferente, se veía ahora intrigado por el giro inesperado de los acontecimientos.
Finalmente, las grietas se expandieron, revelando la cabeza de un pequeño dragón de escamas negras y brillantes. Sus ojos se encontraron con los de Isabella, y en ese instante, una conexión única se estableció entre la heredera y la criatura mágica que nacía ante sus ojos.
El pequeño dragón, con ojos curiosos y destellos de inteligencia, salió completamente del huevo. Isabella, aún en trance, extendió sus brazos hacia la criatura, y esta, con confianza, se posó en sus manos. Una conexión profunda y antigua resonaba entre ellos, como si compartieran recuerdos de épocas olvidadas.
El rey, el conde y el príncipe observaban en silencio, maravillados por el espectáculo sobrenatural que se desarrollaba ante sus ojos. El dragón, con cada batir de sus pequeñas alas, liberaba chispas mágicas que danzaban en el aire, creando un aura mística que llenaba la sala.
Isabella, ahora consciente de su papel como la reencarnación de la primera reina, habló con determinación:
—Este dragón y yo compartimos una conexión ancestral. Sé que mi destino está entrelazado con el de Valyria. Debemos enfrentarnos a Ragnor y su dragón con sabiduría y valentía para restaurar la paz en nuestras tierras.
El rey asintió con aprobación, reconociendo en Isabella la esperanza que tanto necesitaban.
—Eres la reencarnación de la primera reina, aquella que unió a dragones y humanos en tiempos antiguos. Ahora, Valyria te necesita más que nunca.
El conde, con una mezcla de alegría y melancolía, se acercó a Isabella y el pequeño dragón.
—Eres nuestra última esperanza, Isabella. Tu conexión con este dragón te guiará en la batalla que se avecina. El destino de Valyria está en tus manos.
Isabella, con el pequeño dragón a su lado, se comprometió a liderar la lucha contra Ragnor y su dragón. El príncipe, antes indiferente, mostró un atisbo de respeto ante la transformación de Isabella y la aparición de la criatura alada.
La sala, impregnada de magia y destino, resonaba con la certeza de que un nuevo capítulo se había escrito en la historia de Valyria. La reencarnación de la primera reina emprendería un viaje épico, donde la herencia de los dragones y la fuerza de su linaje se unirían para enfrentar las sombras que amenazaban el reino.
El rey, el conde, el príncipe y la nueva reina de Valyria se prepararon para el desafío que cambiaría el curso de sus vidas y marcaría el renacer de una era olvidada. En la sala resonaba la promesa de un futuro incierto, donde la magia y la valentía serían la clave para superar las adversidades que se avecinaban.
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