Amor violento y odio ameno. Conceptos inseparables, inherentes de aquello que sufre de consciencia. Son indelebles el uno del otro, porque tal cual la luz y la oscuridad, es necesaria la primera para entender la siguiente. Del amor al odio hay un paso; el amor es preciado porque es el equilibrio perfecto en la fina cuerda de la confianza firmada en la débil palabra vana, mientras que el odio es despreciado solo por aquel que no lo siente escocer dentro de sí.
El campo de batalla es tensado en las puntas por dos fuerzas: una altanera y otra insolente. Ambas actitudes avivadas por lisonjeros que a falta de méritos propios buscan con afán ganarse un alto puesto a punta de halagos hacia las matriarcas.
No seguir a la mayor es en seguida razón suficiente para afirmar que se sigue a la menor.
Hermanas de sangre enfrentadas por intereses propios, por el poder, por el dinero, por dejar una huella en los libros de historia: cosas que comprenden superficialmente las razones de esta guerra.
Amaba la mayor a la menor en gran manera, más de esto no podía decirse que había reciprocidad. Cuando niñas, hablaban sin cesar, peleaban como es normal, jugaban como lo haría cualquier dúo de hermanas; más después de la muerte de su madre, las niñas que ahora habían crecido reclamaban el trono como suyo. La mayor, por derecho, y la menor, por mérito. O eso es según lo que piensa cada una.
Consecuencia de esto, y porque el imperio de Osury no se ponía de acuerdo en elegir a una de las hermanas como reina y condenar a la otra al exilio o la muerte, la nación se dividió en dos partes casi iguales, muestra de que la indecisión de las familias de alta alcurnia y los altos mandos militares era genuina.
Por un tema de fuerza e influencia, la mayor sacó de la capital a la menor, y ese punto de inflexión mostró como el «mérito» puede llegar a ser más influyente que la propia tradición. Un oleaje de gentes impulsadas por el estandarte de la hermana menor se desplazó en caravanas al Oeste, donde la segunda princesa, o llamada desde entonces la reina escarlata, se asentó en una mansión provisional que luego fue remodelada, embellecida, y ascendida a castillo real.
Viendo esto, y un sin número de «méritos» acumulados por su hermana menor, en la otra mano, la hermana mayor apodada desde entonces como reina de hielo o reina de escarcha, lanzó una campaña de guerra defensiva en la que atacar no era su prioridad, sin embargo, sus acciones detenían el acelerado crecimiento del reino del Oeste. Suprimió suministros, saboteó encuentros importantes de su hermana con otros líderes de la región, y amenazaba abiertamente a todo aquél que se atreviese a ayudar al reino del Oeste.
Varios vieron potencial en la reina escarlata, la observaban y tachaban de «la líder de mano dura que la región necesitaba», más a estos el reino del Este aplastó sin piedad y anexó para sí todos los recursos y fuerzas de esos «traidores». Demostraba esto la supremacía absoluta de Osury sobre la región, que, con tan solo la mitad de su fuerza a su disposición, podía en cuestión de meses doblegar las rodillas de toda aquella nación que trataba de meter las narices en sus asuntos internos.
«Hermana, en justa perspectiva, tu reinado no es más que una insurgencia que se ha salido de control. No tienes oportunidad alguna», pensaba la reina escarchada ataviada de lustre armadura que arrancaba destellos del sol naciente. La dicha coraza de ferbasto albo y orost ha sido testigo de la sangre derramada por reyes que se le opusieron, y estuvo sobre sus hombros reales cuando llegó a consensos con otras varias naciones para que la ayudasen en su lucha contra la Reina Escarlata, o que al menos no se entrometieran de ninguna manera en el conflicto.
A pesar de que la Reina Escarchada tuvo éxitos al mover la lucha lo más lejos que podía de los campos de batalla, en ocasiones era llanamente ineludible el combate. La gran mayoría de esos enfrentamientos los llevaba a cabo sus adalides, caballeros y maestres, mientras ella se encarga de otros asuntos del reino; más a veces era imprescindible su actuación en batalla, sea por convención política o intereses de propaganda. Pero en general, verla dentro de la armadura ciñendo su cuasi sacra espada es todo un evento rarísimo que nadie se atrevería a decir que no querría verlo. De forma equivalente, la situación actual era igual de increíble, con la posibilidad de que en dos años de guerra solo se había presenciado tres veces: ambas matriarcas en un mismo combate.
El campo abierto era banal, decorado de silvestres florecillas amarillas y blancas que quedaban aplastadas por las pisadas de grandes bestias y hombres en armaduras, y las tiernas mariposillas que por ahí pasaban huían en desbandada de los dos ejércitos prontos a enfrentarse. El cielo verdoso de la tarde se llena de nubes blancas, además de centenares de criaturas aéreas a la espera del cese del combate para ir a festejar un manjar de cadáveres frescos con los que saciar su gula. La Veloz en el cielo, con la que muchos enamorados se han de prometer el uno al otro, será testigo también de la masacre que empezaba ya.
Vociferando ordenes de empezar la batalla, ambas máximas líderes daban por comenzada la contienda. La tierra se modificaba a conveniencia de los que cantaban y tenían derecho sobre ella, el fuego achicharraba a mal parados y ahuyentaba comitivas enteras y las hacía retroceder y romper filas, el agua ahogaba y ejecutaba de maneras aterradoras y dolorosas, los vientos inmovilizaban y confundían, la energía eléctrica era tanto un soporte como un verdugo; y todo eso solo era complemento de la espada, el arco, el hacha, el machete, el estoque, el escudo, la alabarda, la lanza, y miles de implementos útiles para matar pero con funciones diferentes dentro de las estrategias y las maneras de combate de cada individuo.
Envueltas en el fragor de la batalla, ambas matriarcas chocaron metales con el fin de acabar con la otra, más una pequeña obra las hizo apartar la vista del enfrentamiento por unos instantes: tres siluetas en un cerro limpio de árboles al margen de la pelea, que espectaban sin intervenir, mientras, detrás de ellos el sol abandona su verdor y se vuelve naranja al entrar en el ocaso. No habría motivo para preocuparse de estos impertinentes, si no fuese porque lo peleado aquí es tan delicado que cualquier treta puede significar un desbalance que, puede termine por decantar los resultados hacia uno de los dos bandos, así que ambas reinas mandan averiguar que carajos pasaba en aquel cerro.
La batalla continuó hasta el anochecer, y en el firmamento, La Dama y La Veloz proporcionaban un poco de claridad al mundo. Bajo la luz de Las Gemelas, una bestia alada se hizo con la victoria en los cielos y bajó en ayuda de su ama para acabar con esta batalla de desgaste, arrasando con aliento gélido a todo el ejercito carmesí.
La actuación de la criatura dispuso la victoria a la reina escarchada, quien, cansada, herida y ensangrentada, se sentó a recuperar el aliento. Más poco le duró la dicha, ya que se tensó al ser enfrentada por dos hombres de extrañas vestiduras y aún más raro equipamiento; llevaban alargados artefactos oscuros, de colores mate que no reflejaban la luz casi en lo absoluto, contrario a una espada o a la punta de una flecha. Era difícil verlos en la oscuridad incluso al tenerlos de frente, porque sus ropas extrañas de colores apagados los hacía mimetizarse con el panorama de una manera amazónica. Los dos hombres, en frente de un ejército entero, y delante de la gran ganadora de esta batalla junto a su gran bestia alada de envergadura descomunal, no vacilaron ni demostraron temor alguno. Al contrario, parecían demasiado tranquilos, y con esa indiferencia presentaron reverencia ante la majestad de hielo. Luego, se fueron, a encontrarse con los otros que estaban en el cerro.
La Reina de Escarcha quedó petrificada ante tales hombres extraños, y no supo cómo enfrentar la situación esa noche. Sus heraldos y enviados a averiguar quiénes eran aquellos hombres en el cerro, regresaron con ella para comunicarle que estos no parecían querer tomar partido por ningún bando; es decir, no descubrieron nada. Sin embargo, luego de que La Dama diese varias vueltas, la Reina de Escarcha se interesó mucho en esos no intervencionistas y los buscó con vehemencia, hasta que los halló.
«El tren es tan ruidoso que no me deja concentrarme en lo único que se me da bien: odiar a mis malditos padres. Me abandonaron en una iglesia, obligándome a ser una puritana de nacimiento, una «niña de Dios», una imbécil buena únicamente para hacer la mierda que me ordenan sin rechistar. De lo contrario, se cernirá sobre mí un castigo divino, que es más una oportunidad perfecta para que los pastores y hermanas de la iglesia protestante caguen sobre mí todas sus malditas frustraciones. En cuanto a lo que sí puedo estar totalmente centrada, es al agarre que no mengua nunca sobre mi brazo derecho, de la chica que siempre me ha sido fiel, mi querida Sara».
Sara, recostando su cabello negro sobre el hombro de la pequeña niña a su lado mientras que no suelta la mano de la misma, practica a bocaquiusa una canción de pop que escuchó no hace mucho.
Unos días atrás, la iglesia de la cual estas niñas provenían, junto a un grupo inmenso de infantes, fue desolada por la guerra que cayó como un rayo donde se encontraban: de improvisto, destruyendo todo de un solo golpe.
Están en este momento en un tren bastante viejo y falto de fuelle, pero cumplidor; en camino a su siguiente refugio, el cual prometía no ser tan estricto y poco condescendiente contrario a la anterior infernal iglesia.
De alguna manera era de alegrías para los niños que sus anteriores cuidadores hayan muerto en el ataque, debido al rencor acumulado de años de maltratos tanto psicológicos como físicos al cual fueron sometidos días eternos. Asimismo, había quien sentía un poco de pena por cierta persona, la hermana Milai, quien era la encargada de sanar las heridas de los niños. La mujer de unos cincuenta años cuyas arrugas aún estaban lejos de manifestarse, no era ni siquiera una enfermera, solo hacía aquello que le parecía lo correcto, y aunque su único método de curación eran hielos, sal, y hojas amargas, para los niños era calor maternal y el dulce cuidado que siempre anhelaron. Aunque ser castigado era horroroso, muchos se refugiaban en la imagen de que la hermana Milai, quien era su ángel de la guarda, los arrullara luego del castigo inmerecido. No era «Dios» su protector, ni los ángeles, ni ninguna de esas entidades ficticias a los cuales le temían únicamente porque de no hacerlo así se llevarían una paliza; su única figura de consuelo era una mujer, ordinaria, con la especialidad de que sabía repartir cariño a todo aquel que se lo pedía. Esta pequeña santa para los niños, murió, penosamente, junto a los otros integrantes de la iglesia, cuando intentaba sacar a todos los niños posibles de la estructura en llamas que se derretía a pedazos.
«Esa fue la única vez que perdí algo que me importaba». Con pensamientos impropios de una niña de diez años, la pequeña de ojos amatistas y de tez tan blanca que rosaba el albinismo, contemplaba el cielo despejado con algunas nubes salteadas a través de la ventana del vagón. Observó a su derecha la cabeza de Sara en su hombro, una niña ordinaria poco agraciada y tímida a niveles ingentes, y pensó en ese momento en la posibilidad de perderla al igual que pasó con la hermana Milai. No, eso no puede suceder, no lo permitiría ni en otra vida.
—¿Sara?
—¿Um? —Sara respondió sin separar los labios y miró hacia aquella niña tan blanca como la leche.
—No he visto que hayas comido en todo el viaje, ¿no te gusta lo que hay?
—Puedo comerlo, pero… —La pausa que daba a entender que el mensaje no había sido terminado, era interpretado correctamente por la chica de ojos morados como una negativa—. ¿Luz, a ti te gusta?
—Necesitamos comer, así no nos guste —Tanto a Luz como a Sara se les enseñó eso de mala gana en el refugio eclesiástico. No pueden negar que los feligreses tenían razón en eso. Dudan, eso sí, si se trata de una bendición divina; más la suerte de comer, aunque sea algo insípido, es algo que deben agradecer.
En tanto estas dos hablaban, un grupo de chicos a su alrededor mantenían una conversación basada en… ¿En qué se basan las conversaciones de un niño? Ni aunque les preguntes te darán una única respuesta, así que ni lo intentes. Un momento hablan de muñecos y al siguiente de política, aunque no la entiendan en lo mínimo. Actualmente, los niños se hallan hablando sobre lo lindas o feas que son las montañas; es más una discusión. Y los niños reían al ver las montañas tratando de encontrarles alguna figura graciosa, cuando en eso sus semblantes cambiaron al unánime.
Sara levantó la cabeza inmediatamente al sentir como un silencio funerario se diseminaba por todo el vagón, alertando también a Luz. Ambas se dieron cuenta de la escena y miraron en la dirección que dictaminaban los ojos perturbados de sus compañeros. Advirtieron entonces la llegada por las montañas de aviones. Eran a penas puntitos en el cielo, pero sabían todos que en segundos se convertirían en lo más grande que pueden imaginar sus pesadillas. Luz abrazó a Sara y esta respondió el abrazo. Cerraron los ojos.
Segundos más tarde todo había estallado: fuego y vahos de humo por todas partes, las sacudidas del tren descarrilándose y los vagones empujándose unos a otros, los gritos de grandes y peques que se entretejen en una sola armonía desesperada alzada al firmamento con la esperanza de que un salvador los escuche.
Después de dar tumbos y estrellarse con los demás niños dentro del vagón, Sara y Luz se levantan del suelo que ahora era una de las paredes del vagón. Comenzaron a quejarse de los golpes y a llorar, cosa inevitable que todos hicieran. Sara estaba sangrando por el hombro cortado por vidrio y Luz no podía controlar el dolor de su pierna derecha; todo el cuerpo les duele, pero esas eran las peores cosas que les había pasado. Estaban llorando por ello cuando miraron alrededor: el volcado vagón era un lienzo vivo de sangre, huesos rotos y sobresalidos, hematomas que segundo a segundo han de ponerse peor, y un desmembramiento. Los alaridos de verdadero sufrimiento acallaron los sollozos por los leves golpes sufridos por las dos pequeñas; así que, en perspectiva, a ellas no les había ocurrido nada.
Después de estar un momento analizando la escena, Luz decide una ruta de escape. Con dificultad escala por las sillas del vagón hasta la ventana que ahora se encuentra apuntando al cielo, y sale a través de esta con cuidado de no cortarse con los vidrios rotos, cosa que no logra porque igual terminó rasguñada en las manos y pantorrillas.
Sara la sigue de cerca, pero le es casi imposible seguirle el paso a Luz, por lo que cae en su primer intento. Luz desde arriba le dice que lo vuelva a intentar, que siga su ejemplo, pero la niña fracasa una segunda vez.
En ese momento, otro chico que vio cómo Luz había subido, imitó sus movimientos, alcanzando la cima en cuestión de segundos; cosa fácil para un chico de quince años. Él era el más grande del grupo, el que se supone es el líder de esa manada, más al ver que no podía ayudar a los demás, simplemente se rinde al instante y se va buscar una manera de como bajarse del tren.
Sara lo intenta una tercera y cuarta vez, pero vuelve a caerse.
Para este punto, Luz ya no le decía como debía subir: estaba desesperada porque a pesar de que Sara seguía sus instrucciones, su cuerpo dos años menor que el de ella no tenía las fuerzas suficientes para la tarea, mucho menos al estar tan golpeada.
Luz estaba perdiendo la fe en que Sara pudiera sola, y al ella no poder ayudarla, estaba ya a punto de desistir y largarse. Sin embargo, otra vez vio a Sara intentarlo, y no pudo apartar la vista; realmente quiere que Sara lo logre, puesto es lo último con valor que le queda. Sara mete sus manos entre los asientos y los piecitos entre las hendiduras de los espaldares, y entonces se le ocurrió quitarse los zapatos para que sus pies tengan un mejor agarre, lo cual fue acertado, y esta vez subió más alto que la última vez, llegando a estar tan solo a unos centímetros de agarrar la mano de Luz.
—¡Salta! —Gritó Luz.
—Pero me puedo caer…
—¡Salta, salta, salta! ¡¡SALTAAA!!
La súplica vehemente de Luz le hizo entender a Sara que, fuese lo que fuese que estuviese ocurriendo allí afuera, su última oportunidad era esa: saltar y tener un cincuenta por ciento de probabilidad de sobrevivir, o no hacerlo y estar segura de su destino.
Su corazón se aceleró al ver la expresión de terror de Luz, lo cual inyectó adrenalina en sus escuálidos músculos y se abalanzó al brazo débil que era su única esperanza de vida. Milagrosamente el agarre fue firme y un solo jalonazo fue suficiente para que Luz pusiese a Sara sobre sus brazos. Solo después de salir, notó Sara el estruendo de los bombarderos aproximándose mientras atacan, y comprendió la urgencia de Luz. Esta última se encargó del resto. Luz saltó del vagón directamente al suelo a una altura de cinco metros o más con Sara entre los brazos, aterrizando sobre los pies con cero daños y echando a correr a más no poder.
El ataque llegó a su anterior posición milésimas después, destruyendo los restos de los vagones en su plenitud, dejando solo llamas y la reiterada destrucción. Afortunadamente, los ataques solo se limitaron al tren, y no pasaron nuevamente a por los que huían.
La destrucción fue dejada atrás por las rápidas piernas de Luz que no mermaron esfuerzos en ningún momento, alejándose lo más que podían.
Corrió Luz con Sara en brazos hasta que no pudo más, hallándose las dos solas a orillas de un rio y una miríada de árboles. Sara se bajó de los brazos de Luz y la abrazó, importándole un carajo que esta se encontrase sudorosa e hiperventilando.
—Gracias… —Sollozó.
—Tu salvadora personal está presente —La vanagloria era fundamentada, dado que en ocasiones múltiples Luz ha sacado de apuros a su pequeña amiga, a quien podría considerar más como una hermana menor.
¿Por qué no huyó antes y esperó hasta los últimos instantes para salvar a su amiga? ¿Acaso importa más lo que es importante para uno que la vida misma? ¿Qué sentido tendría morir por lo que te importa, si puedes vivir y perderlo y encontrar otra cosa que pueda ser tu norte? Aunque esas preguntas no se las hacía de manera puntual, sí que había en su mente ciertos pensamientos similares. Es una lucha interna entre lo que más le importa y la autopreservación, con ambas cosas queriendo el primer lugar en la prioridad de Luz.
Reflexionaba abrazada a Sara cuando escuchó chapoteo rio abajo, y divisó un grupo de personas que atravesaban el rio a través de un vado. Echó mano pues Luz de Sara y la obligó a ir a su ritmo para alcanzar aquel grupo; estaba cansada, pero seguía teniendo más vitalidad que su amiga. Al alcanzarles los escuchó diciendo:
—¡Los hijos de puta pasaron tres veces! No querían ni dejar a los niños vivos, cabrón, ¡Ni a los niños!
Estas y más exclamaciones del mismo tema se alzaban, como una queja en contra del mundo en sí. Las niñas no tardaron en encontrar su lugar en aquel grupo, junto a otros niños que eran guiados por algunos pocos adultos que se preocupaban por ellos. Aunque dicha ayuda fuese dada solo por compromiso socio moral, es una ayuda que los niños agradecerán más adelante…, si es que llegan a la madurez.
El mundo sumido en la guerra, una que fue posible porque la naturaleza ya no da abasto para sostener a tantas personas viviendo simultáneamente, y nadie quiere ceder lo poco que se produce sintéticamente o lo casi nulo que aún el planeta da. El agua, la madera, los metales básicos… todo escasea. No hay persona viva que no haya experimentado el hambre, como tampoco existe quien no conozca a alguien que haya muerto de sed. Hasta los más ricos no están exentos de esto. Tal vez los elitistas sean los únicos que hayan tenido la suerte de contar con tres platos al día los últimos once años, pero dicho juicio es solo eso, un tal vez.
Las personas empiezan a experimentar la deshumanización por las aberrantes circunstancias, y son pocos, realmente pocos, los que se preocupan por los ancianos, los niños, y por los enfermos. Aún existen algunas ayudas internacionales, pero a cada hora que pasa las probabilidades de ser atendidos por una de estas entidades humanitarias se reducen.
Lo más probable es que aquel lugar al cual se dirigían Luz y Sara ya no exista, y lo que les depare el destino es totalmente desconocido.
Los zapatos nuevos chirrían al contacto con las baldosas recién limpiadas, las chaquetas huelen a nuevo, algunas camisas incluso tienen todavía las etiquetas de compra. Todo esto es barato, y un gran grupo de infantes los viste a modo de uniforme, pero mejor eso a aquellas vestiduras maltrechas, malolientes y vueltas jirones con las que habían llegado.
Esta oleada de niños que huele a nuevo y a jabón, se dirige a un avión comercial gigantesco, al que le queda solo el suficiente combustible para hacer el viaje de ida. Una vez los niños hayan aterrizado en Australia, el avión quedará inoperativo, y quedará a juicio de lo que a la naturaleza bien le parezca hacer con él; a merced de la corrosión, el polvo, el moho, el óxido. Este no es el único avión en estas condiciones, también otras dos aeronaves están condenadas al mismo destino. Son los últimos vuelos que saldrán de este aeropuerto antes de que quede desolado, abandonado por sus propietarios por ser insostenible, porque la economía se vino abajo, los costes se elevaron a niveles estratosféricos, y ni hablar de la nula demanda por culpa de los precios tan altos que adquirieron los vuelos. Este acto de colaboración por la causa de los niños desamparados, que buscan una segunda oportunidad en las tierras australianas, solo fue posible por la resignación de los propietarios de la aerolínea, quienes ya no podía hacer nada con esos aparatos aparcados nada más que decorando la pista.
Una vez dentro, el avión era un auténtico caos: los niños se peleaban, se gritaban los unos a otros, corrían tropezando con todo por los pasillos. Los adultos trataron de apaciguarlos, pero fue llanamente imposible. Tuvieron que esperar a que las turbulencias los asustara para hacerles entender que debían permanecer sentados con los cinturones puestos. La algarabía siguió de todas formas.
De entre los bien portados, estaban Luz y Sara, que se llevaban las felicitaciones de varios por su actuar ejemplar. Algunos niños les cogieron fastidio por ser las que se llevaban las aclamaciones de los adultos, «¿pero y qué? Si quieren que los feliciten hagan lo que les mandan», pensaba Luz. Su extraño síndrome, que la hacía tener una tez fantasmal, piel lampiña, ojos amatistas y un pelo tan lacio que por mucho que lo intentase enredar este se soltaba y fluía como el agua (cosa que no le gustaba en ocasiones porque le impedía usar moños), sumado a su buen portar, la hacía el foco de las sacadas de lengua, los ojos viscos y volteados. Luz estaba acostumbrada a ello; debía, o se volvería loca molestándose con el noventa por ciento de niños que conoce. Aunque ciertamente uno de sus pilares es Sara, que no la mira por su apariencia, sino por su forma de ser, lo que la hace ser un poco más firme a la hora de soportar a los otros cretinos.
En el trayecto, varios se durmieron. Sara se durmió, babeando su polo rosado. Luz no pegó el ojo en todo el viaje, puesto temía lo que pudiese ocurrir. Sí, le habían dicho que volar en avión era una de las formas más seguras de moverse, empero, nunca se sabe qué artimañas tiene preparada la vida en tu contra.
Su aura vigilante, y su belleza innegable, fue como imán para las miradas de algunos hombres que, si bien no iban a hacer nada en su contra, si les suscitaba pensamientos asquerosos del tipo «ojalá fuese mayor» o «dale unos años más...». Luz era consciente de aquellos ojos repugnantes, puesto no era la primera vez que los veía. Debía estar despierta. Nunca se sabe cuándo alguna tuerca pueda soltarse de la cordura de esos imbéciles.
En algún momento el viaje terminó. ¡Gracias a lo alto o lo que sea! Tantas horas de vuelo cansan hasta al niño más hiperactivo. El trasero de Luz ardía como si le hubieran dado una azotaina, sus piernas estaban entumecidas, y a cada paso que daba algo le traqueaba en alguna parte. Sara no estaba en mejores condiciones, y, de hecho, el sueño le había caído pesado, andaba a trompicones con el ceño fruncido.
Los encargados organizaron a los cientos de niños (superaban el millar) en varios grupos. En fila, fueron puestos a esperar un rato, luego, pasaron algunos de esos adultos con planillas en mano entre las filas interminables de niños, entregando unos papelitos a unos pocos. De entre los elegidos para sostener el papelito, Luz fue elegida.
—¿Tú eres Luz?
—Sin apellido reconocido —recitó—, sí.
—Búscalo cuando bajes del bus.
El hombre de boina azul le entregó un papelito. De hecho no era un papel, era una foto, el retrato de un hombre de cara risueña, cachetes esbeltos, ojos grises, y el pelo casi a ras del cuero cabelludo.
—Por el pelo parece soldado —opinó Sara.
Luz examinó la foto y no le pareció nada importante, tal vez se trataba de su nuevo cuidador o algo parecido; no sería el primero de muchos que ha tenido, sin embargo, su pensar cambió al ver el reverso de la foto, donde unas letras de rotulador rojo puntualizaban "Connor Kataoka. Parentesco de hermano con 'Luz' (1065...)".
Hermano.
La palabra «hermano» era una muy fuerte para ella. ¿Cómo ese desconocido iba a ser su hermano? No tenía ni los ojos morados, ni la tez blanca, ni tenía el cabello... bueno, estaba rapado, no puede saberlo.
—La mirada es la misma —Volvió a opinar Sara. Luz la miró desconcertada—. Esos ojos que hacen que estés tranquilo, como si no hubiese nada que temer mientras esté cerca: ese tipo de mirada —Solo es Sara soltando sus estupideces que a veces ni ella misma entiende.
En tanto detallaban aquel rostro impreso en papel fotográfico, las filas comenzaron a moverse, y por grupos fueron llevados hasta los autobuses que les esperaba fuera del aeropuerto.
Las busetas tenían un olor acre, a viejo. El motor les rugía como los relinchidos de un caballo que ya no puede continuar galopando por causa del cansancio, pero que aun así le obligaban a continuar. La estructura temblaba y parecía que en cualquier momento algo se iba a zafar y el autobús terminaría desbaratándose, las ventanas parecían que se iban reventar debido a la reverberación; hacía un calor sofocante que apretujaba los pechos y no permitía respirar con facilidad, las gotas de sudor empapaban las frentes y las ropas de todos ahí dentro. Por la ventana Luz lograba ver el glorioso paisaje: chabolas por todos lados, personas famélicas. La situación no distinguía entre rubios de ojos azules y negros de ojos marrones. La maleza hacía de las suyas en las estructuras que alguna vez fueron casas prósperas, y de las calles, lo único que se podía decir es que estaban vueltas mierda: sin señalizaciones, con plantas creciendo entre los espacios del concreto quebrado, baches, basura, piedras y ramas. Y esto en Australia, uno de los países con mejor calidad de vida en la actualidad.
La caravana de buses se paró junto a otras busetas, aparcadas cerca de un puerto. Una cantidad ingente de carpas estaban desplegadas a la sombra de una gran malla negra. Los niños comenzaron a bajar al comando de las voces de los cuidadores. Al tocar el suelo, Luz y Sara, tomadas de la mano, escucharon la vociferante voz de una mujer de boina azul:
—¡Los que tienen fotos esperen en el muelle bajo las sombrillas, los demás a las carpas!
Los niños se fueron separando, cada uno a dónde se les indicaba. Algunos hacían caso sin saber que esa era la última vez que iban a ver a sus compañeros, mientras que los más grandecitos comprendían que era el momento de decir adiós.
—Sara... —balbuceó Luz, con tintes de tristeza en la voz.
—Vamos. Al menos quiero conocer a tu hermano.
Las niñas no habían desenlazado las manos, se miraron la una a la otra, con las expresiones trémulas, conscientes de que estos eran sus últimos instantes juntas. Aprovecharon que los encargados no estaban del todo pendientes de lo que hacía cada niño por separado, y Luz se llevó a Sara consigo, en un último acto de rebeldía junto a ella.
Se dirigieron al muelle y esperaron bajo las sombrillas instaladas provisionalmente. Los niños por un momento empezaron a desesperarse porque los tenían allí parados sin nada con lo qué distraerse, sin embargo, pronto comenzaron a llegar personas al muelle, e iban pasando por las sombrillas con fotos en las manos buscando al infante que les correspondía. Obviamente, los encargados de boinas azules ayudaban en el emparejamiento. Los niños fueron llevados de la mano por aquellos que ahora se iban a encargar de ellos; hubo algunos encuentros de padres e hijos, muchas adopciones, y muy pocos encuentros entre hermanos, primos, y tíos. La cantidad de personas fue mermando, los niños fueron desapareciendo de manera proporcional, ya cada uno tenía sus propias vidas aparte del resto a partir de ahora.
Entonces, cuando la preocupación empezaba a embotarle los sentidos porque aquel que esperaba no llegaba, vio Luz a un hombre de expresión alicaída, ojos grises, la sombra de una barba afeitada, delgado, pero innegablemente fuerte, que la miraba fijamente a la distancia. Cuando sus ojos se encontraron, hubo un momento en el que el cielo y la tierra se detuvieron, todo sonido enmudeció, pero solo fue un momento. Aquel hombre empezó a acercarse a paso firme, evadiendo a los encargados de boina azul y a los niños que aún no han sido recogidos.
—Te dije que era militar —Cuando Connor estuvo a unos metros de distancia, Sara detalló que llevaba puesta una sudadera verde de camuflaje, y que del cuello le colgaba esas chapas metálicas que llevan los soldados.
Estuvieron de frente, mirándose unos instantes, escudriñándose el uno al otro.
Connor observó como las dos estaban vestidas idénticamente, e igual que el resto de niños: una camisa rosada o azul, dependiendo del sexo, aunque algunos tenían camisas blancas; una chaqueta delgada negra con capucha; pantaloncitos oscuros hasta las rodillas; tenis blancos; y una gorra negra. Nada de eso tenía el logotipo de ninguna marca. Se acuclilló para estar a la altura de sus ojos y las saludó.
—Tú debes ser Luz. ¿Y tú?
—Sara —Así respondió ella al presentarse con voz queda, tímidamente.
La expresión afable de Connor al esbozar una sonrisa pequeña le daba un toque un tanto extraño a su rostro serio. Observó por un instante a Luz, sin decir nada. Asimismo hizo Luz, encontrando unas pequeñas disparidades al comparar la foto con lo que ve: ha envejecido algunos años; sigue sonriendo, aunque no tan ampliamente como en la foto, además que sus ojos parecen haber perdido algo de brillo, más no todo, aún queda algo en ellos, una flama inmarcesible.
El calor de una pequeña candela es tal vez inofensivo si se tiene bajo control, pero si la alimentas, por pequeña que esta sea, terminará tornándose en un incendio. Esa es la primera impresión de Luz. ¿Será esa flama de las que queman todo a su paso sin importarles nada, o, es fuego consumidor selectivo que protege lo que debe proteger y destruye aquello que debe destruir? No lo sabe. Tendrá que averiguarlo.
—¿Cómo estuvo el viaje? Me dijeron que te portaste bien.
—Ellos agradecieron que me quedara sentada, pero mis nachas no.
Ante la broma de Luz, Connor sonríe, mostrando una hilera de dientes blancos perfectamente alineados, salvo por un rebelde que se giró unos cuantos grados de su eje. Y con esto, él, sin saberlo, había pasado la primera prueba.
—Eres... ¿En verdad eres mi hermano? —La atmosfera se trocó de repente en una más seria que hace unos segundos.
—Sí. Según las pruebas de ADN así es. Y puedo corroborarlo con mis recuerdos. Eras de apenas unos meses cuando nos separamos, nuestros padres... —Se detuvo Connor en ese instante. No era momento de empezar a soltar todo de un golpe—. Te hablaré de eso más tarde. Pero sin duda recuerdo esos ojos violetas, siguen siendo tan hermosos como la primera vez que los vi.
Esto le dio un vuelco al corazón de Luz dentro de su pecho. Este hombre sabe cosas de ella que ella misma no; él tiene respuestas a muchas de sus preguntas.
Luz calló.
Le gustaría dar un poco más de preámbulo a la cosa, pero Connor es malo en ello. Así que, como no tiene nada más que añadir de momento, se irgue y deja que su sombra se derrame sobre las dos pequeñas.
—Venga, hay que irnos. Sé que hay mucho de lo que quieres hablar, y yo tengo mucho que decirte. ¿Quieres un helado?
Connor había empezado a dar la vuelta, más se detuvo al notar que Luz se volteó para mirar a Sara, aquella niña con la que había aparecido. Advirtió las manos enlazadas, la expresión triste de ambas. Se volvió a la escena.
—Sara...
—¿También esperas a alguien? —interrumpió Connor a Luz, aunque no se dio cuenta que lo había hecho debido a que Luz empleó un tono muy bajo.
Ante la pregunta del corpulento hombre, Sara negó con la cabeza, y Connor comenzó a comprender.
—Sabes... —dudó, pero debía hacer la pregunta—. ¿Sabes lo que pasó con tus padres? —Vio como el rostro de Sara se comenzaba a congestionar con una expresión de dolor—. No tienes porqué explicarme nada —Se apresuró a decir—, solo sí o no. ¿Sabes qué pasó con ellos?
Sara asintió.
—¿Fue malo?
Sara asintió.
—¿Crees que algún conocido tuyo talvez te esté buscando?
Sara negó, moviendo la cabeza de lado a lado.
Connor tomó un largo sorbo de aire por la nariz y lanzó su vista al horizonte, echándola a pescar algún juicio en el turbulento mar de la consta australiana. Mientras pensaba, las gaviotas graznaban en el firmamento, el sol se enarbolaba pronto al mediodía, las brisas saladas batían las ropas de todo aquel presente en el muelle, y el oleaje del mar era el suspirar de un mundo en sus últimos momentos de vida.
—Vamos, les compraré un helado a las dos —Esta vez posó la mano suavemente sobre la espalda de Luz y la atrajo hacia sí.
Sara se quedó en su puesto, pero no soltaba la mano de Luz.
—Pero tengo que regresar a...
—No, ya no. Sara Kataoka vendrá a comer helado también.
Por un segundo Sara no comprendió la situación. Debía despedirse de Luz, de su amiga, este era su adiós. Un adiós que ha sido postergado muchas veces, un adiós al cuál se había preparado durante toda su vida consciente. Debía despedirse de aquella amiga que la salvó de ahogarse, que le sirvió de sebo muchas veces, que era la única que la seguía queriendo a pesar de su débil cuerpo, que aceptó muchos castigos por ella. Debía separarse de quien siempre dependió. Eso era lo que debía estar haciendo, despidiéndose, para luego volver al trajín de siempre, buscando un refugio de la guerra, con la diferencia de que debía enfrentarlo sola esta vez; es lo que debía. Sin embargo, comprendió las palabras de aquel hombre diez segundos más tarde: era la invitación de Connor Kataoka para que ella también llevase el mismo apellido que él y Luz. No pudo evitar que de los ojos le saliesen lágrimas. ¡Oh, cuan copiosas y dulces eran aquellas lágrimas! Tal vez, la primera alegría que ha recibido en años no proveniente de Luz.
—Gracias... —Fue lo único que pudo acuñar en medio del sollozo.
Para evitar mostrar una imagen débil de sí misma, Sara se tapó la boca en un esfuerzo por contener el llanto, pero aun así, pequeños sollozos se le escapaban de los deditos.
Luz estaba anonadada y alegre al mismo tiempo. Este desenlace no lo habría previsto ni aunque fuese adivina, pensaba. Está agradecida con este hombre...No. Está agradecida con Connor...No, eso tampoco es correcto. Está profundamente agradecida con su hermano, su hermano Connor Kataoka.
Connor se sintió satisfecho con lo que había hecho, y de verdad no le molestaba que un segundo regalo se le cruzase en los planes. Tiene lo suficiente para responder por ellas durante largo rato, hasta que él se estabilice. Él cree que la guerra está por terminar, puesto lo único que les quedan a las más grandes potencias son algunas migajas de su poder armamentístico. Habrá que estar pendiente a como se soluciona el conflicto. En cuanto a él, ya no tiene más nada que aportar al portar un arma de fuego, y su plan de retiro ya está hecho y firmado. Su actuación heroica lo ha mandado directo a la pensión, porque de haber fallado, habría muerto sí o sí junto a cientos de miles de persona. Y, como no fue así, sino que pudo salir de aquel apuro triunfal, salvando a tanta gente, cuando pidió el retiro, nadie pudo negárselo. Sí, tenía lo suficiente para responder por su hermana y su amiga.
Estaba Connor pensando en qué cosas podía hacer para acercarse a ellas sin ir demasiado deprisa, cuando una manito cálida se le escabulló entre sus callosos dedos. Luz, mientras abrazaba a Sara con la mano derecha, había tomado con la izquierda la mano de su hermano. Ella le sonrió abiertamente, como no lo había hecho nunca.
Meses más tarde, Mia Brown daba caladas a su cigarrillo mientras observaba a una niña fantasmal y otra que parece que en cualquier momento podría caer desmayada. Las dos no advertían su presencia, puesto estaban muy metidas en su mundo fantasioso de mazmorras y dragones ancestrales. Al lado de Mia, se encontraba Connor, quien en ese momento verificaba que las maletas estuviesen completas. Todo estaba listo, solo faltaba un vuelo hacia un lugar lejano de la guerra donde las dos niñas a su cargo pudieran hablar su mismo idioma. Latinoamérica es la única opción.
—¿Se puede saber qué haces aquí? —pregunta Connor luego de cerrar abruptamente la maleta. Su mano descansó en la misma, mientras que con la otra apartaba el humo del cigarrillo que intentaba colársele por las fosas nasales.
Mia, una mujer de oficina, cuya vida a dado las vueltas más vertiginosas que puedas imaginar, soltó un vaho de humo y apagó el cigarrillo antes de lanzarle a Connor una solicitud a la que él no puede negarse. Le conoce; Brown ha sido operadora del Pelotón veintiséis por más de tres años, y sabe que el sargento Connor atenderá a su petición... una vez pueda explicarse, claro.
—Te necesitamos de vuelta, Connor. El mundo está en riesgo.
—¡Y a mí me importa una mierda y media el mundo! Dije que me largaba y ya firmé todo lo que debía, ¿sabes por qué? ¡Oh, seguro sabes por qué! ¡Porque estoy cansado: por eso! No habré servido los honorosos treinta años para pensionarme, pero he visto la suficiente mierda como para querer retirarme me pagasen o no. Además, sabes que esos golpes de suerte que tuve aquella misión no son cosa que pueda controlar, tampoco puedo asegurar que vuelvan a ocurrir. Viví de milagro, ¡debería estar muerto! No estaría aquí hoy si me hubiese gastado dos balas más del cargador; no estaría aquí hoy si hubiese virado a la derecha en aquella intersección; no estaría aquí hoy si mi radio hubiese fallado en algún momento. Pura suerte, fue pura suerte. No puedo vivir de la suerte y punto, ¡se acabó! Tal vez, en mi próxima misión, termine cayendo bajo fuego amigo, y lo creo fielmente, ¿sabes por qué? Porque me gasté toda la suerte que acumulé durante toda mi vida en esa misión.
»No pienso volver —dijo luego de suspirar—. Tengo una responsabilidad ahora, dos, de hecho —señaló a su hermana Luz y su hermana adoptiva Sara mientras se acercaba a la baranda de madera del pequeño balcón—. Luz lo que tiene son catorce años y Sara doce; hasta hace una semana no conocían el helado de vainilla, imagínate. Las vi comer por primera vez una barra de chocolate negro; también la Coca-Cola y la Pepsi, no supieron decirme la diferencia de sabor entre una marca y la otra. Niñas así de nuevas en el mundo necesitan de alguien que las guíe, necesitan comprender que la vida no es solo refugios, bombas, disparos y muertos.
Mia Brown lo escuchó en silencio, con la mirada baja. Su idea era que, si dejaba que él se abriese, pronto encontraría la manera de llevarlo de vuelta al campo de batalla.
Mia, luego de un análisis de la situación, sacó de la tablilla que llevaba en la mano izquierda una carpeta y la lanzó a la cama, al lado de la maleta. «Clasified» era la inscripción impresa en rojo.
—No, déjate de jueguitos mentales. No me vas a pescar con eso —espetó.
—¿Sabes lo que es?
—Me importa un carajo.
—Tal vez es Dios intentando reclutarte para...
—¿Dios? ¿En serio? —interrumpió—. Le diré una cosa, ¿vez a la niña de allá?, ¿la de pelo corto? Te la presento: Se llama Sara, y vivió el infierno cuando tenía seis años. A su padre lo mataron frente de sus ojos aplastándole la cabeza con «un martillo muy grande»: un mazo en nuestras palabras. A su madre, la violaron, también delante de ella, por todos los orificios que te puedas imaginar; y, además, la mataron, delante de sus ojos nuevamente. ¿Sabes qué hicieron con el cuerpo de su madre después? Diviertete adivinando. Ahora, ¿qué crees que hacían con ella mientras todo eso ocurrió frente a sus ojos? —Un silencio aberrante se cernió sobre Connor y Mia, hasta que Connor continuó—. Me lo contó como si le hubiera pasado ayer. Ella se quebró cuando me narró como profanaban el cadáver sin cabeza de su madre... Todo, todo me lo contó.
—Yo...
—Con lujo de detalle —No dejó que ella hablase—, como si en sus pesadillas lo recordase una y otra vez. Recordó que su madre estaba haciendo la cena, que olía a canela mientras revolvía en la olla lo que fuese que estuviese cocinando. Me cuenta que aquel día su padre iba a regresar tarde por alguna razón que desconocía, que no le habían dicho, y que por tanto aprovechaba para ver la televisión justo antes de que todo empezara.
»Dígame, señorita Brown, ¿estaba Dios presente cuando todo eso ocurrió? Es omnipresente ¿verdad?, así que estaba allí. Es omnipotente ¿no?, así que pudo haber hecho algo —Connor dejó que de los labios se le escapase un soplido, entre dolido por recordar lo que le narró Sara de su pasado, y exasperado por la situación presente—. Dios nos ha abandonado, si existe. Así que no me venga con cuentos baratos para intentar reintegrarme a las filas intervencionistas; no lo logrará de esa manera. ¡Y de ninguna otra! Ya dejé en claro por papel y por juramento a voz alta que me encargaré de esas niñas, y les daré una vida digna hasta donde la suerte me lo permita.
Mia Brown quedó estupefacta. No podía decir nada acerca del pasado de Sara. Es congruente pensar que escuchar una vivencia de tal índole puede hacerte profundamente creyente, o radicalmente escéptico. Lo único que puede decirle es que, esta vez, la suerte no es un factor, porque hay una certeza que impide que el azar sea quien direccione al mundo en esta ocasión.
—Darles una vida digna a dicho.
—No está usted sorda —afirmó a la vez que empacaba tres cepillos de dientes y un enjuague bucal.
—¿Y dónde planea darles esa vida digna, si puedo saberlo, Connor?
Connor se quedó dubitativo. Decirle dónde tenía planeado ir no era un inconveniente, ya que planeaba hacer todos los trámites de forma legal y, por tanto, pública. Sin embargo, sintió que algo estaba mal, su intuición se lo decía. Que lo quisieran de vuelta en el campo de batalla no le importaba, pero significaba algo; que Mia le trajese aquel documento clasificado no tenía mucha importancia, pero significaba algo; la voz queda de Mia Brown al formular aquella pregunta... Quiere insinuarle algo, peligroso probablemente.
—¿Qué hay con eso? —Su voz vibró con preocupación. Ante esta pregunta, Mia solo se limitó a alzar una ceja y señaló el documento que reposa en la cama con la mirada—. Voy a mirar, solo si aceptas antes que, aunque lo mire, tengo derecho a rechazar ir de nuevo al frente de batalla.
—Adelante.
Una vez se firmó el contrato verbal, Connor fue y tomó la carpeta de cartoncillo y la abrió. Ojeó, leyó, y analizó. Lo único que había era una carta a mano (que a leguas se nota es una copia de la original) y un fajo de fotos, las cuales no llegan a la docena, pero era la información más concisa y cruda que jamás conocería Connor en su vida.
Los vellos se le encresparon.
Connor dejó escapar un «¡Carajo!» a modo de suspiro mientras cerraba bruscamente la carpeta y la tiraba a la cama. Se acercó a la baranda del balcón, esta vez apoyando todo el peso de su cuerpo en ella.
—Si no eres creyente, está bien. Pero no puedes negar que una amenaza de ese estilo no te incumbe, Connor. Si las cosas escalan, que están a nada de hacerlo, no solo serán algunos cuantos millones de personas las que mueran por los bombardeos, sino que estaremos muertos todos, donde quiera que estemos.
»Yo cuidaré a las niñas Connor. Te necesitamos, a ti y todo el que puede levantar un fusil, allí, en el campo de batalla —Mia Brown persuadió con esto a Connor Kataoka de regresar de nuevo al frente.
Connor convocó a las niñas y les dijo que debía hacer un último trabajo antes de empezar sus vidas de nuevo. Ellas se mostraron confundidas y adversas a la idea de que Connor volviese a la guerra. Le rogaron vehementemente que rechazara la idea de volver a vestir camuflaje y ceñir el fusil. Sin embargo, Connor les explicó que no podía negarse. Así que, renuentes, soltaron un adusto «está bien» para retirarse, no obstante, no continuaron jugando. Se les notaba tristes, y Connor, dolido, solo pudo ignorar el estado cabizbajo de las niñas, en tanto que, si no iba, estaría siendo uno menos en la campaña que se alzaba en contra de un régimen totalitario que, como muestra de poder (locura), pondría en marcha una guerra nuclear suicida y a la vez genocida, que amenaza con destruir al planeta en su plenitud, lo que a su vez impediría una vida nueva para las niñas. Sería estúpido no combatir contra eso.
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