Lehía no se percibía como alguien malo, pero tampoco se veía como bueno; para ella, residía en una especie de limbo. Desde su infancia, exhibía un comportamiento singular, una faceta que sus padres notaron pero no atendieron debidamente. Era concebible que, incluso, llegara a desafiar a la autoridad suprema y a todo lo establecido.
— No es mentira, hija. Lo siento, pero no es mentira. Estoy tan, tan, tan triste por no haberla protegido, no haberla defendido. Perdóname... yo también estoy herido. Pero todo esto no ha pasado a la ligera, Lehia. Dicen que la justicia puede tardar, pero que siempre llega... y la justicia de tu madre llegará también. — Dijo con la voz rota—. Te prometo que la memoria de tu madre no quedara perdida en el aire.
— ¿Cómo fue que ese rey secuestró a mi madre si ella estaba siendo cuidada por los guardias?¿Cómo fue posible eso? No logro entenderlo, padre. ¿Por qué?
— Fue un guardia, uno de los más leales que tenía. Nunca imaginé que él podría ser un traidor. Entregó a tu madre como si fuera un pedazo de carne, como si no valiera nada. Todo pasó tan rápido que... cuando me enteré, ya era demasiado tarde para hacer algo. Tu madre ya estaba muerta.
— ¿Lo mataste a él? — Su voz sonó con una gran carga de resentimiento. — Dime que acabaste con ese hombre, padre.
— Está encerrado... en el calabozo.
— ¡¿Encerrado?! — exclamó enojada —. Debiste haberlo matado por traición. ¿¡Por qué lo dejaste encerrado!?
El rey mantuvo su seriedad y respondió con calma:
— Dante está actualmente encerrado en el calabozo. Entiendo tu enojo, pero no creí que su ejecución fuera la mejor solución. Quería que sufriera por sus acciones. Ordené que su familia fuera aniquilada frente a él como parte de su castigo.
— Quiero verlo. — La voz de Lehia resonó con determinación, sin rastro de duda. — Quiero tener una plática con él, padre...
— De acuerdo. — susurró el rey con un toque de tristeza en su voz. — ¿Puedes, querida Lehia, reunir la fuerza para levantarte de la cama?
Lehia dio un paso hacia adelante, sintiendo el frío piso de la habitación. Su vestido blanco se deslizaba por el suelo, capturando la atención de la servidumbre que se inclinaba en su paso, con profundo respeto. Sus pasos la llevaron hasta los tenebrosos calabozos del castillo, donde el guardia real abrió una puerta de metal. Tras de esta se reveló la figura de un hombre moribundo, arrodillado en el suelo de piedra gastada y húmeda.
El prisionero, con su cuerpo demacrado y su mirada perdida, reflejaba el sufrimiento y el remordimiento que lo habían consumido. Lehia se acercó con pasos cautelosos, sintiendo una mezcla de ira y satisfacción.
— ¿Traicionaste a tu propio pueblo? — preguntó, su voz temblorosa con emociones encontradas. — ¿Por qué, por qué cometer semejante acto de crueldad? — Las palabras resonaron en el calabozo.
El hombre, cuyo semblante estaba profundamente marcado por la adversidad, levantó lentamente la cabeza, sus ojos claros se encontraron con los de Lehia. No había rastro de emoción en su mirada, solo un abismo de vacío que parecía haber devorado cualquier vestigio de humanidad en él.
— Creía que lo hacía por el bien del pueblo... él me prometió que... — murmuró el prisionero con voz temblorosa.
— ¿Entonces intentas justificarte? — inquirió Lehia con una voz llena de odio—. ¿Crees que tus acciones tienen justificación alguna?
— No me justifico en absoluto. No albergo ni un ápice de culpa por mis acciones — declaró el prisionero con una firmeza desafiante que resonó en la lúgubre atmósfera del calabozo.
Lehia sintió una creciente llama de furia en su interior. Avanzo con rapidez hasta llegar al hombre. Se agacho junto al prisionero, acercando sus rostros, y sus miradas se encontraron durante un fugaz instante antes de que ella esbozara una sonrisa llena de desprecio. Con una mezcla de superioridad y desdén, colocó su mano en el hombro del prisionero y lo apretó suavemente, estableciendo su dominio y poder sobre él.
— ¿No sientes ni un atisbo de pesar por las vidas que tu traición ha arrebatado? — inquirió mientras buscaba desesperadamente una respuesta que pudiera explicar la falta de remordimiento del prisionero y descubrir algún vestigio de humanidad en el corazón endurecido de aquel hombre—. ¿Ni por vuestra familia fue asesinada?
— Mi familia no murió por mi culpa. Fue la decisión de esta corona decisión poner fin a sus vidas... — declaró el prisionero.
— ¿Eso es todo lo que tienes que decir? — El eco de la risa de Lehia, fría como el hielo, resonó con fuerza. Todos los presentes en el calabozo parecían tener la mirada fija en la joven, expectantes ante sus próximos movimientos.
— Sí, eso es todo lo que tengo que decir.
—Eres tan divertido.
—Me alegra que mi situación le divierta—dijo, con resentimiento.
— Padre, ¿podrías dejarme a solas con él? Deseo tener una conversación privada. — Su padre frunció el ceño, consciente de los verdaderos deseos de su hija y de la ira que bullía en su interior—. Por favor, prometo no hacer nada…malo.
— Está bien. Pero no hagas nada de lo que puedas arrepentirte después.
— El arrepentimiento no forma parte de mí.
— Lehia...
— Hasta luego, padre. Nos encontraremos nuevamente en breve.
Lehia avanzó hacia el prisionero y tomó una silla que se encontraba cerca. Coloca esta frente al hombre al tiempo que la puerta era cerrada.
— Deseo ser una princesa justa. Te daré la opción de elegir cómo quieres morir. Dime, ¿prefieres una muerte dolorosa y rápida o una más… lenta?.
— No.
— Parece que me tocará tomar la decisión entonces. — dijo con un tono amenazante—. Nunca me ha gustado tomar decisiones. Es tedioso.
Cuando el rey regresó a la celda, quedó impactado y perturbado al presenciar una escena desgarradora. Su hija estaba cubierta de la sangre del prisionero, sosteniendo su cabeza entre sus manos.
— Hija, ¿qué has hecho...?
— Él se lo merecía, padre. Lo que hizo con nuestro reino no merecía perdón. — Sus ojos brillaban con mucha intensidad—. Te puedo asegurar que sufrió como nunca. No podía permitir que siguiera con vida. Nadie que haya atentado contra la paz de Zafiro merece seguir viviendo.
— Estás equivocada, Lehia.
— No, padre, no estoy equivocada. Jamás lo estaré… Quiero ver a mi hermano.
Asimismo, mientras la luz tenue de las antorchas iluminaba la entrada de la caverna, Leandro se aventuraba en su interior, sumergiéndose en un mundo donde las melodías y las risas resonaban al compás de las costumbres de zafiro. A su lado, Raees destacaba con un vestido corto escotado, desafiando las convenciones del reino con su estilo único. Aunque amaba la ropa tradicional, también disfrutaba explorar nuevos horizontes en su vestimenta.
Con una sonrisa juguetona, Raees tomó la mano del príncipe, cubierto de pies a cabeza para no ser reconocido. Sin preámbulos, lo guio hacia el escenario, donde la música vibraba en el aire. Extendió un micrófono hacia Leandro.
— Canta conmigo.
— No sé cantar.
— No importa. Yo tampoco sé cantar.
— Pero tienes una linda voz. Lo he escuchado.
— Mi voz no es lo suficientemente hermosa para melodías como esta.
Raees comenzó a cantar, alentando a Leandro a unirse a ella y seguir el ritmo. Después de unos minutos, el príncipe se dejó llevar por la música, sus voces entrelazándose como notas musicales que danzan en el aire. "En este rincón del corazón, encontré tu melodía, un susurro suave que me guía..." entonaron, sumidos en la magia de su creación conjunta, mientras el mundo exterior se desvanecía al compás de su romance improvisado.
Mientras descendían del escenario, un murmullo inesperado llegó a los oídos de Leandro, algo que consideraba casi imposible. Intrigado, se dirigió hacia la fuente, preguntando con curiosidad. La respuesta positiva que recibió lo dejó boquiabierto.
— Sí, la princesa Lehia ya está despierta. Fue uno de los consejeros del rey quien hizo el anuncio.
La sorpresa se apoderó de Leandro. Su hermana despierta, ¿cómo era posible después de todo este tiempo? Su mente se llenó de preguntas, su corazón latía rápidamente. Aunque inundado por la incredulidad, sabía que debía ver a su hermana de inmediato. Tomó la mano de Raees sin vacilar, y juntos abandonaron el lugar.
— Leandro, ¿qué pasó?
— Mi hermana ha despertado. Debo ir al castillo. ¿Conoces un camino más rápido?
— Claro que sí. Hay una ruta de caballos que te llevará directamente al castillo en la mitad del tiempo. Te llevaré allí.
Una hora después, Leandro llegó al castillo. Se despidió con un abrazo grande de Raees junto con un beso en la comisura de sus labios, aunque ambos deseaban besarse como la primera vez.
Cuando los guardias lo dejaron entrar, él se apresuró, casi corriendo hacia la habitación de su hermana. Llegar a la puerta de la habitación de Lehia lo llenó de emoción. Dio dos golpes en la puerta, y esta se abrió al cabo de unos segundos, revelando a su hermana, cuya mirada reflejaba tristeza y dolor. Sin esperar un instante, Leandro la abrazó con fuerza, permitiendo que Lehia se desahogara en sus brazos.
— ¿Nuestro padre ya te lo dijo? — Ella asintió en sus brazos.
— ¿Por qué papá permitió que mamá muriera? ¿Por qué no pudo protegerla?
— Lehia, nuestro padre no es perfecto, ni mucho menos un Dios, y aunque lo hubiera intentado, no creo que hubiera podido hacer mucho. La vida nos presenta situaciones difíciles y dolorosas que a veces escapan a nuestro control. Tal vez él hizo lo que pudo en su poder para proteger a mamá, pero algunas cosas simplemente están más allá de nuestras manos.
—Yo quiero a mamá.
— A pesar de todas las adversidades y las penas que hemos vivido, estás a salvo, y nunca estarás sola. Nos tenemos el uno al otro, y esta unión nos hará más fuertes y nos mantendrá unidos. Te amo con todo mi corazón, hermana, y estaré a tu lado siempre, sin importar las circunstancias. — Con ternura, Leandro limpió las lágrimas de su hermana. — Nuestra madre está orgullosa de ti y lo sabes muy bien. Aunque ella ahora está... muerta, siempre estará orgullosa de ti... Se que es de noche, pero ¿quieres dar un paseo conmigo? Como en los viejos tiempos, ¿te parece?
— Sí, claro. ¿Hubo algún cambio en el castillo?
— Sí, muchos, pero el que más me impactó fue que la fuente en el jardín ya no existe. Fue destruida en la guerra.
La fuente había sido uno de los lugares favoritos de Lehia. La primera vez que la vio, el agua burbujeante le había encantado. Durante todos aquellos años, ese lugar había albergado muchos recuerdos queridos, y la idea de que había desaparecido le generaba una inmensa tristeza.
— Las guerras siempre destruyen las cosas más preciosas.
— Quizás tome algún tiempo sanar. Sabes que estoy aquí para ayudarte en esto, ¿no?
— Sí, espero que... todo pase.
Leandro asintió.
—Leandro, tengo algo que decirte...
— ¿Qué sucedió?
— He... he matado a alguien.
Esas palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Leandro, la última cosa que esperaba escuchar de su hermana.
— Dime lo que pasó...¿Qué te llevó a matar?
— Mate al prisionero que hizo posible el secuestro de mi madre. Gheul me llevó con él. No podía permitir que siguiera con vida. — sus ojos se conectaron con los azules de su hermano—. Él tenía que pagar con su vida lo que le hizo nuestra madre.
— Lehia, comprendo tu dolor y tu ira, pero matar a esa persona no era la solución. No vale la pena manchar tu alma con la sangre de otro.
— Pero, Leandro, él... mató a mi madre. No lo puedo perdonar — sus manos empezaría a temblar—. Él merecía la muerte y tú lo sabes muy bien.
Leandro se tomó un momento para reflexionar sobre las palabras de su hermana. Aunque entendía su frustración y dolor, no podía aceptar su punto de vista.
— Entiendo que estés pasando por un momento muy difícil, Lehia. Comparto tu dolor y frustración, pero también creo que hay otras formas de buscar justicia y sanar. Estoy aquí para apoyarte en lo que necesites y juntos encontraremos una manera de superar esto — dijo Leandro con sinceridad.
— No hay muchas maneras de hacer justicia. Todo se paga con la muerte. Ese es el lema de nuestro amado reino, ¿lo recuerdas, hermano?
—Lehia…
—¿Lo recuerdas sí o no?
—Lo hago.
(…)
El parlamento de Diamante se encontraba en una importante reunión con el de Zafiro. A lo largo de los años, se había intentado llegar a un acuerdo mutuo entre los reinos, pero la terquedad de Diamante parecía trascender los límites. Los consejeros de Diamante eran exigentes y sabían que la guerra no estaba llevando a nada bueno para su reino. Las pérdidas eran intensas y, a pesar de los esfuerzos, parecían incapaces de llegar a un acuerdo mientras Celestin estuviera en el poder.
En la cabeza del consejo de Diamante se encontraba un anciano varón, fornido, que se reclinaba en su asiento como una serpiente lista para atacar. Al frente del consejo de Zafiro se encontraba Anya, quien estaba cansada de buscar una solución y sabía que la ira de su contrincante no llevaría a ninguna parte.
— Sin intención de ofender, pero vuestro reino no parece mostrar opciones para poner fin a esta tiranía. Esta guerra cada vez empeora más, con pequeños ataques que podrían desencadenar una guerra aún peor que la ocurrida hace cuatro años. Zafiro no está en condiciones de soportar otra guerra — dijo Anya. — Es su deber controlar a su reino. Esta guerra debe detenerse de una vez por todas.
El anciano parpadeó, incrédulo ante la audacia de su contraparte.
— Es fácil decirlo. Hemos hecho todo lo posible para poner fin a esto, pero nuestra majestad es terca. No quiere dar su brazo a torcer. Sin embargo, entiendo tu preocupación y sé que Zafiro también ha sufrido las consecuencias de esta guerra. Debemos encontrar una solución pacífica que beneficie a ambos reinos. Lo mejor sería realizar una reunión de nuestro ahora rey, con Saldur. Podríamos tratar de hacer una tregua por el bien de los reinos.
— Eso sería una solución maravillosa, una tregua sería una posibilidad — dijo el Anya. La idea de la paz entre los dos reinos le parecía imposible, pero comenzaba a ilusionarse con la posibilidad de que todo esto terminara— . En ese caso, le daré el comunicado a mi rey. Realmente, gracias, esto significa mucho para Zafiro.
Al mismo tiempo, mientras Devvan caminaba por el largo pasillo del castillo, sosteniendo con cuidado algunos libros que llevaría a la biblioteca, sus oídos captaron unos suaves y misteriosos murmullos. Su corazón se aceleró al reconocer de inmediato la dulce voz de su hermana, Devvanni. Sin poder resistirse a la curiosidad, se acercó sigilosamente hacia el origen de los sonidos. Y allí, frente a sus ojos, presenció una escena que dejó su corazón en un estado de confusión y conflicto. Devvani se encontraba abrazando a un hombre desconocido. La sorpresa y el rechazo se mezclaron en su interior, pero decidió guardar silencio en ese momento, dejando que sus pensamientos se acomodaran y encontrar el momento adecuado para hablar con su hermana.
Continuó su camino hacia la biblioteca, pero su mente estaba llena de interrogantes y emociones encontradas. ¿Quién era ese hombre para su hermana? ¿Qué significaba ese abrazo?
— Vuestro real majestad, ¿por qué se halla con esa expresión? — interrogó Ysera, emergiendo súbitamente y provocándole un considerable sobresalto—. Lamento si os he causado susto.
— No importa, no es nada; simplemente el estrés inherente a la carga monárquica. Los problemas persisten, solo se acumulan. ¿Y qué os trae por aquí?
— Deseaba entablar una conversación con vos.
— En este momento, me encuentro sumamente ocupado.
— Pero observo que solo tenéis unos pocos libros.
— Libros que leeré — mendazmente afirmó —. Podremos hablar después. Necesito llevar esto a la biblioteca. — Indicó los libros.
— Acabáis de decir que los leeríais.
— La verdad es que eso fue una excusa para eludir hablar contigo. — Colocó su mano libre en el hombro de Ysera.
— ¿Por qué me tratáis así? — indagó ella, con tono molesto —. Dejad de tratarme como si fuera solo vuestra prostituta. Soy mucho más que eso. Soy hermosa, inteligente y hábil. ¿Por qué no apreciáis esas cualidades en lugar de verme únicamente como un cuerpo deseable?
— Ysera, aprecio todas vuestras cualidades, pero lo que me interesa de vos es vuestro cuerpo, simplemente eso. No me importa si sois inteligente o hábil, solo quiero vuestro cuerpo. Entendedlo de una vez por todas.
Antes de que ella pudiera objetar, él decidió retirarse.
Tiempo después, Celestin se encontraba en una alcoba, debatiendo con su esposa Karena sobre el futuro de su hija, quien escuchaba la conversación tras la puerta.
— Celestin, nuestra hija se opondrá. Aunque Devvani sea amable e inocente, también tiene un lado fuerte. No aceptará ser entregada como si fuera un objeto. — Karena no estaba contenta con lo que su esposo le decía; le parecía una idea absurda.
— No es ninguna idiotez, mujer. Ya tengo todo preparado. El rey Érick de Esmeralda desea contraer matrimonio con nuestra hija. Además, el convenio con ese reino podría traernos muchos beneficios, tanto económicos como militares. —Su voz sonaba segura—. No es importante si Devvanni quiere casarse o no.
— Pero Celestin, estás hablando de la vida de nuestra hija. No me gusta la idea de utilizarla como un simple objeto en un acuerdo, y mucho menos forzarla a algo tan crucial como el matrimonio. Ella es una joven, no una moneda de cambio. ¿No os importa lo que ella quiera?
— Aunque parezca lo contrario, eso es lo mejor para ella. Es una oportunidad de que el rey de Esmeralda, le ayude y le enseñe a ser una monarca ejemplar. Es lo mejor para nuestra hija. Piénsalo bien. Es una gran oportunidad para todos nosotros.
Devvanni frunció el ceño con incredulidad al escuchar lo que resonaba detrás de la puerta, una revelación que la hizo cuestionar la genuinidad de su propia familia, percibiendo que la estaban utilizando sin tener en cuenta sus verdaderos deseos. A pesar de las promesas de que la vida en Esmeralda sería maravillosa, no se sentía preparada para abandonar su hogar y su pueblo.
Caminó alejándose de la puerta hacia su habitación, un espacio íntimo que albergaba un balcón con una vista espectacular. Desde allí, podía contemplar las majestuosas montañas en la distancia, mientras el cielo nocturno se desplegaba ante ella con un tapiz estrellado. Desde su infancia, este balcón había sido su refugio favorito, proporcionándole una sensación de libertad incomparable.
Al llegar al borde del balcón, se apoyó en las barandas, dejando que el viento le azotara el cabello y el aire acariciara su piel.
— Devvani, necesito tener una conversación contigo — resonó la firme voz de su hermano detrás de ella, instándola a girarse hacia él. — Escúchame bien, no toleraré mentiras. Quiero que me digas la verdad, ¿entendido?
— ¿Qué ha sucedido? — preguntó ella con una mirada ansiosa.
— ¿Quién era aquel hombre con el que estabas abrazada hace unas horas? — la tez de Devvanni se volvió pálida ante la pregunta directa de su hermano—. No intentes engañarme. ¿Quién era ese soldado y por qué permitías ese abrazo?
— Yo... no sé de qué hablas. No estaba abrazando a nadie.
— No intentes engañarme, hermana. No soy ciego ni estúpido.
— Lo siento, pero no puedo decirte nada. No quiero que nadie se entere de esto, Devvan. Prométeme que me dejarás en paz y que no volverás a mencionar el asunto.
— No me mientas, Devvani — advirtió él, tomando su brazo con fuerza. — Habla ahora mismo o me encargaré de contarle a nuestros padres. ¿Qué pensarán de ti? Una princesa abrazando a un simple soldado.
— No es solo un soldado, él arriesgó su vida por mí hace cuatro años. Me salvó de morir en ese calabozo.
— ¿En serio estás diciendo la verdad? — la ira en el rostro de Devvan comenzó a ceder ante una leve muestra de empatía—. Puedo comprender tu gratitud hacia él por salvarte, pero eso no justifica esto. No está bien que te abraces de esa manera con un soldado. La gente podría malinterpretarlo.
— Lamento profundamente lo sucedido... no permitiré que vuelva a ocurrir.
— Eso espero, Devvanni. Si llego a verte con él de nuevo — su hermano se aproximó a su oído, depositando un beso en su cabello antes de continuar hablando. —, me aseguraré de que desaparezca. Comprendes que hablo en serio. No toleraré juegos tontos.
— No es mentira, hija. Lo siento, pero no es mentira. Estoy tan, tan, tan triste por no haberla protegido, no haberla defendido. Perdóname... yo también estoy herido. Pero todo esto no ha pasado a la ligera, Lehia. Dicen que la justicia puede tardar, pero que siempre llega... y la justicia de tu madre llegará también. — Dijo con la voz rota. — Te prometo que la memoria de tu madre no quedara perdida en el aire.
— ¿Cómo fue que ese rey secuestró a mi madre si ella estaba siendo cuidada por los guardias? — Lehia preguntó, su voz cargada de resentimiento. — ¿Cómo fue posible eso? No logro entenderlo, padre. ¿Por qué?
— Fue un guardia, uno de los más leales que tenía. Nunca imaginé que él podría ser un traidor. Entregó a tu madre como si fuera un regalo, como si no valiera nada. — El rey habló con pesar en su voz, mientras recordaba el pasado. — Todo pasó tan rápido que... cuando me enteré, ya era demasiado tarde para hacer algo. Tu madre ya estaba muerta.
— ¿Lo mataste a él? — Su voz sonó con una gran carga de resentimiento. — Dime que acabaste con ese hombre, padre.
— Está encerrado... en el calabozo.
— ¡¿Encerrado?! — exclamó enojada —. Debiste haberlo matado por traición. ¿¡Por que lo dejaste encerrado!?
El rey mantuvo su seriedad y respondió con calma:
— Dante está actualmente encerrado en el calabozo. Entiendo tu enojo, pero no creí que su ejecución fuera la mejor solución. Quería que sufriera por sus acciones. Ordené que su familia fuera aniquilada frente a él como parte de su castigo.
— Quiero verlo. — La voz de Lehia resonó con determinación, sin rastro de duda. — Quiero tener una plática con él, padre...
— De acuerdo. — susurró el rey con un toque de tristeza en su voz. — ¿Puedes, querida Lehia, reunir la fuerza para levantarte de la cama?
Lehia, dio un paso hacia adelante, sintiendo el frío piso de la habitación. Su vestido blanco se deslizaba por el suelo, capturando la atención de la servidumbre que se inclinaba en su paso, con profundo respeto. Aunque no reconocía a ninguno de ellos, la joven no permitió que eso la detuviera, pues su mente estaba centrada en un único propósito.
Los pasos la llevaron hasta los tenebrosos calabozos del castillo, donde el guardia real, con solemnidad, abrió una puerta de metal. Tras la puerta se reveló la figura de un hombre moribundo, arrodillado en el suelo de piedra gastada y húmeda. El calabozo, un lugar sombrío y lúgubre, estaba saturado de un aire rancio, y el eco de las cadenas resonaba en el silencio, recordando las miserias que se habían desplegado en ese lúgubre rincón.
El prisionero, con su cuerpo demacrado y su mirada perdida, reflejaba el sufrimiento y el remordimiento que lo habían consumido. Lehia se acercó con pasos cautelosos, sintiendo una mezcla de ira y satisfacción al saber que debía enfrentar la verdad y buscar respuestas que habían permanecido ocultas por demasiado tiempo. Su voz, cargada de incredulidad y decepción, cortó el aire cargado del calabozo mientras Lehia se dirigía al hombre moribundo frente a ella.
— ¿Traicionaste a tu propio pueblo? — preguntó, su voz temblorosa con emociones encontradas. — ¿Por qué, por qué cometer semejante acto de crueldad? — Las palabras resonaron en el calabozo, pesadas como un juicio inminente, mientras Lehia buscaba respuestas que pudieran arrojar luz sobre los oscuros caminos que habían llevado a la traición.
El hombre, cuyo semblante estaba profundamente marcado por la adversidad, levantó lentamente la cabeza, sus ojos claros se encontraron con los de Lehia. No había rastro de emoción en su mirada, solo un abismo de vacío que parecía haber devorado cualquier vestigio de humanidad en él.
— Creía que lo hacía por el bien del pueblo... él me prometió que... — murmuró el prisionero con voz temblorosa, su tono lleno de pesar y confusión. La confesión se deslizó de sus labios con la carga de un arrepentimiento que le carcomía por dentro.
Lehia, observando al prisionero con enojo. ¿Cómo podía alguien justificar una traición tan devastadora? ¿Qué clase de promesas y razones habían tejido la maraña que lo había llevado por un camino tan oscuro?
— ¿Entonces intentas justificarte? — inquirió Lehia, su voz llena de desafío, mientras buscaba una explicación que pudiera arrojar luz sobre las acciones del prisionero y, tal vez, hallar un resquicio de redención en medio de la oscuridad que los envolvía.
El prisionero, tras un breve silencio, bajó la cabeza como si estuviera reconsiderando sus palabras y la profundidad de su propio remordimiento. Finalmente, levantó la mirada y clavó sus ojos en los de Lehia con determinación.
— No me justifico en absoluto. No albergo ni un ápice de culpa por mis acciones — declaró el prisionero con una firmeza desafiante que resonó en la lúgubre atmósfera del calabozo.
Lehia, sintiendo que una intensa furia ardía en su interior, avanzó decidida hacia el prisionero. Su rostro se mantenía sereno mientras su padre observaba la escena con atención. Lehia se inclinó hacia el prisionero, acercando sus rostros, y sus miradas se encontraron durante un fugaz instante antes de que ella esbozara una sonrisa llena de desprecio. Con una mezcla de superioridad y desdén, colocó su mano en el hombro del prisionero y lo apretó suavemente, estableciendo su dominio y poder sobre él de manera inquebrantable.
— ¿No sientes ni un atisbo de pesar por las vidas que tu traición ha arrebatado? — inquirió Lehia, su voz cargada de dolor y resentimiento, mientras buscaba desesperadamente una respuesta que pudiera explicar la falta de remordimiento del prisionero y descubrir algún vestigio de humanidad en el corazón endurecido de aquel hombre. Sus palabras resonaron en el calabozo, penetrando en el prisionero como un punzón afilado, mientras la tensión entre ambos se hacía más palpable con cada segundo que pasaba. — ¿Ni por vuestra familia fue asesinada?
— Mi familia no murió por mi culpa. Fue su decisión poner fin a sus vidas... — declaró el prisionero, su voz cargada de resentimiento y tristeza, mientras rememoraba el doloroso pasado que lo había arrastrado hasta ese punto. Cada palabra que pronunciaba era como un eco de sus propias heridas, un eco que resonaba en el aire opresivo del calabozo.
Dante se sumió en un silencio abrumador, incapaz de articular palabra alguna sobre la dolorosa verdad que guardaba en su interior. Aunque luchaba por admitirlo, una extraña sensación de culpa lo invadió en ese instante. Sabía por qué había tomado la decisión que había marcado su destino y era consciente de que, de no haberlo hecho, las consecuencias habrían sido aún más catastróficas. Pero, ¿realmente estaba justificado?
— ¿Eso es todo lo que tienes que decir? — El eco de la risa de Lehia, fría como el acero, resonó en el ambiente, creando una tensión que se podía sentir en el aire. Todos los presentes en el calabozo parecían tener la mirada fija en la joven, expectantes ante sus próximos movimientos. Lehia se aferró a su risa, como si se deleitara en ese momento de poder y dominio.
El prisionero, sin pestañear, mantuvo su mirada fija en la de Lehia y respondió con una voz serena y sin titubear.
— Sí, eso es todo lo que tengo que decir.
Con una elegancia y gracia envidiables, Lehia tomó con delicadeza los pliegues de su vestido y se alzó con una suave rotación, dando la espalda al prisionero y dirigiendo su mirada hacia su padre. Una sonrisa se dibujó en sus labios, anhelando el reconocimiento y la aprobación de su padre en ese momento.
— Padre, ¿podrías dejarme a solas con él? Deseo tener una conversación privada. — Su padre frunció el ceño, consciente de los verdaderos deseos de su hija y de la ira que bullía en su interior. Su labio inferior tembló mientras se debatía en una lucha interna. Finalmente, tomó una decisión.
— Está bien. Pero no hagas nada de lo que puedas arrepentirte después. — Las palabras del rey resonaron con la autoridad de un padre preocupado por su hija, dispuesto a concederle una oportunidad para encontrar respuestas en medio de la oscuridad.
— El arrepentimiento no forma parte de mí. — afirmó con voz firme, como si esas palabras fueran un escudo que la protegía de cualquier sentimiento de culpa o duda.
El rey suspiró, pronunciando el nombre de su hija con una mezcla de preocupación y advertencia, tratando de hacerla reconsiderar sus acciones.
— Lehia...
— Hasta luego, padre. Nos encontraremos nuevamente en breve.
Lehia avanzó hacia el prisionero y tomó una silla que se encontraba cerca. Con meticulosidad, colocó la silla frente al hombre y se sentó con elegancia, manteniendo una mirada penetrante que parecía traspasar la piel del prisionero. Un escalofrío recorrió su espalda mientras sentía la intensidad de la mirada de Lehia. Entre la ira y la burla, ella agarró con firmeza el cabello del prisionero y lo tiró con enojo. En su mente, se tejían pensamientos oscuros sobre las múltiples maneras de hacerlo sufrir, deseando infligirle el máximo dolor posible.
— Deseo ser una princesa justa. Te daré la opción de elegir cómo quieres morir. Dime, ¿prefieres una muerte dolorosa y rápida o una más pausada pero lenta? — preguntó Lehia, con una mirada que reflejaba su sadismo, desafiando al prisionero a enfrentar una elección imposible.
El prisionero, resistiendo el miedo y el dolor, se negó a responder de manera sumisa.
— No.
— Parece que me tocará tomar la decisión entonces. — dijo con un tono amenazante, dejando claro que no iba a mostrar piedad alguna.
Cuando el rey regresó a la celda, quedó impactado y perturbado al presenciar una escena desgarradora. Su hija, cubierta de la sangre del prisionero, sostenía la cabeza del hombre entre sus manos. El rey experimentó una mezcla de angustia y perplejidad al ver esto con sus propios ojos, sin entender completamente lo que había sucedido en su ausencia.
— Hija, ¿qué has hecho...? — preguntó el rey con voz temblorosa, incapaz de comprender la violencia que se había desatado.
Lehia, sin mostrar remordimiento alguno, respondió con una voz suave pero llena de enojo.
— Él se lo merecía, padre. Lo que hizo con nuestro reino no merecía perdón. — Sus ojos brillaban con una intensidad que dejaba claro que no lamentaba sus acciones. — Te puedo asegurar que sufrió como nunca. No podía permitir que siguiera con vida. — agregó, justificando sus acciones con una determinación férrea. — Nadie que haya atentado contra la paz de Zafiro merece seguir viviendo.
El rey, consternado por la violencia de su hija, intentó hacerle entender que estaba equivocada.
— Estás equivocada, Lehia. — dijo con tristeza en su voz, tratando de abrirle los ojos a la realidad. Pero Lehia se mantuvo firme en sus creencias.
— No, padre, no estoy equivocada. Jamás lo estaré...
— Quiero ver a mi hermano.
Asimismo, mientras la luz tenue de las antorchas iluminaba la entrada de la caverna, Leandro se aventuraba en su interior, sumergiéndose en un mundo donde las melodías y las risas resonaban al compás de las costumbres de zafiro. A su lado, Raees destacaba con un vestido corto escotado, desafiando las convenciones del reino con su estilo único. Aunque amaba la ropa tradicional, también disfrutaba explorar nuevos horizontes en su vestimenta.
Con una sonrisa juguetona, Raees tomó la mano del príncipe, cubierto de pies a cabeza para no ser reconocido. Sin preámbulos, lo guio hacia el escenario, donde la música vibraba en el aire. Extendió un micrófono hacia Leandro.
— Canta conmigo.
— No sé cantar.
— No importa. Yo tampoco sé cantar.
— Pero tienes una linda voz. Lo he escuchado.
— Mi voz no es lo suficientemente hermosa para melodías como esta.
A pesar de las dudas, Raees comenzó a cantar, alentando a Leandro a unirse a ella y seguir el ritmo. Después de unos minutos, el príncipe se dejó llevar por la música, sus voces entrelazándose como notas musicales que danzan en el aire. "En este rincón del corazón, encontré tu melodía, un susurro suave que me guía..." entonaron, sumidos en la magia de su creación conjunta, mientras el mundo exterior se desvanecía al compás de su romance improvisado.
Mientras descendían del escenario, un murmullo inesperado llegó a los oídos de Leandro, algo que consideraba casi imposible. Intrigado, se dirigió hacia la fuente, preguntando con curiosidad. La respuesta positiva que recibió lo dejó boquiabierto.
— Sí, la princesa Lehia ya está despierta. Fue uno de los consejeros del rey quien hizo el anuncio.
La sorpresa se apoderó de Leandro. Su hermana despierta, ¿cómo era posible después de todo este tiempo? Su mente se llenó de preguntas, su corazón latía rápidamente. Aunque inundado por la incredulidad, sabía que debía ver a su hermana de inmediato. Tomó la mano de Raees sin vacilar, y juntos abandonaron el lugar.
— Leandro, ¿qué pasó?
— Mi hermana ha despertado. Debo ir al castillo. ¿Conoces un camino más rápido?
— Claro que sí. Hay una ruta de caballos que te llevará directamente al castillo en la mitad del tiempo. Te llevaré allí. — Raees sonrió, contento de poder ayudar a Leandro en su necesidad. En medio de la incertidumbre y la emoción, se embarcaron en el camino que los llevaría hacia el reencuentro con la princesa.
Una hora después, Leandro llegó al castillo. Se despidió con un abrazo grande de Raees junto con un beso en la comisura de sus labios, aunque ambos deseaban besarse como la primera vez. Cuando los guardias lo dejaron entrar, él se apresuró, casi corriendo hacia la habitación de su hermana. Llegar a la puerta de la habitación de Lehia lo llenó de emoción. Dio dos golpes en la puerta, y esta se abrió al cabo de unos segundos, revelando a su hermana, cuya mirada reflejaba tristeza y dolor. Sin esperar un instante, Leandro la abrazó con fuerza, permitiendo que Lehia se desahogara en sus brazos.
— ¿Nuestro padre ya te lo dijo? — ella asintió en sus brazos.
— ¿Por qué papá permitió que mamá muriera? ¿Por qué no pudo protegerla?
Leandro suspiró y continuó acariciando el cabello de su hermana, sabiendo que su respuesta era delicada y de gran importancia.
— Lehia, nuestro padre no es perfecto, ni mucho menos un Dios, y aunque lo hubiera intentado, no creo que hubiera podido hacer mucho. La vida nos presenta situaciones difíciles y dolorosas que a veces escapan a nuestro control. Tal vez él hizo lo que pudo en su poder para proteger a mamá, pero algunas cosas simplemente están más allá de nuestras manos. — Lehia asintió, reconociendo que su hermano hablaba con sinceridad, pero la duda persistía en su mente. — Pero hay algo más que debes saber, Lehia. A pesar de todas las adversidades y las penas que hemos vivido, estás a salvo, y nunca estarás sola. Nos tenemos el uno al otro, y esta unión nos hará más fuertes y nos mantendrá unidos. Te amo con todo mi corazón, hermana, y estaré a tu lado siempre, sin importar las circunstancias. — Con ternura, Leandro limpió las lágrimas de su hermana, como un gesto de consuelo. — Nuestra madre está orgullosa de ti y lo sabes muy bien. Aunque ella ahora está... muerta, siempre estará orgullosa de ti... Se que es de noche, pero ¿quieres dar un paseo conmigo? Como en los viejos tiempos, ¿te parece?
— Sí, claro. — Respondió Lehia con una voz suave, aceptando la oferta de Leandro para explorar el castillo. La idea de ver cómo había cambiado su hogar después de su largo sueño era un rayo de luz en medio de la oscuridad que había envuelto su mundo. — ¿Hubo algún cambio en el castillo?
— Sí, muchos, pero el que más me impactó fue que la fuente en el jardín ya no existe. Fue destruida en la guerra.
La fuente había sido uno de los lugares favoritos de Lehia. La primera vez que la vio, el agua burbujeante le había encantado. Durante todos aquellos años, ese lugar había albergado muchos recuerdos queridos, y la idea de que había desaparecido le generaba una inmensa tristeza.
— Las guerras siempre destruyen las cosas más preciosas. — suspiró Lehia mientras observaba el paisaje desolado frente a ella. El sol se ocultaba lentamente, teñiendo el horizonte de tonos dorados y rojizos.
— Quizás tome algún tiempo sanar. Sabes que estoy aquí para ayudarte en esto, ¿no? — Leandro extendió su mano, ofreciéndole una pequeña sonrisa de consuelo, esperando que Lehia la aceptara.
— Sí, espero que... todo pase — respondió Lehia con un nudo en la garganta. — ¿Vamos?
— Sí, vamos.
— Pero antes, Leandro, tengo algo que decirte...
— ¿Qué sucedió?
— He... he matado a alguien.
Esas palabras fueron como un puñetazo en el estómago para Leandro, la última cosa que esperaba escuchar de su hermana. No podía creerlo, pero la preocupación que sentía no podía ser menor. Era un tema serio, pero aun así, se trataba de Lehia.
— Dime lo que pasó... — Su voz era suave, aún aturdido por la revelación. Necesitaba que Lehia le dijera lo que pasó. — ¿Qué te llevó a matar?
— Mate al prisionero que hizo posible el secuestro de mi madre. Gheul me llevó con él. No podía permitir que siguiera con vida. — sus ojos se conectaron con los azules de su hermano. — Él tenía que pagar con su vida lo que le hizo nuestra madre.
— Lehia, comprendo tu dolor y tu ira, pero matar a esa persona no era la solución. No vale la pena manchar tu alma con la sangre de otro. Claro, entiendo que esto no fue algo fácil, pero quiero que sepas que así no es como deberías hacer las cosas. No debes responder el mal con más mal.
— Pero, Leandro, él... mató a mi madre. No lo puedo perdonar — sus manos empezaría a temblar. — Él merecía la muerte y tú lo sabes muy bien.
Leandro se tomó un momento para reflexionar sobre las palabras de su hermana. Aunque entendía su frustración y dolor, no podía aceptar su punto de vista. Sin embargo, decidió expresar su apoyo a Lehia, sabiendo que estaba atravesando un momento difícil tras la pérdida de su madre.
— Entiendo que estés pasando por un momento muy difícil, Lehia. Comparto tu dolor y frustración, pero también creo que hay otras formas de buscar justicia y sanar. Estoy aquí para apoyarte en lo que necesites y juntos encontraremos una manera de superar esto — dijo Leandro con sinceridad.
— No hay muchas maneras de hacer justicia. Todo se paga con la muerte. Ese es el lema de nuestro amado reino, ¿lo recuerdas, hermano?
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