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El Abrazo De Las Sombras

CAPÍTULO 1: LA CUEVA OSCURA

La brisa matutina agitaba las hojas de los árboles mientras el sol apenas se asomaba por el horizonte, bañando todo con una luz tenue y dorada. Frente a la imponente entrada de la cueva, Alejandro y Helena se detenían, observando el oscuro interior que parecía engullir la luz. Alejandro, alto y robusto, con el cabello oscuro cayendo sobre su frente de manera despreocupada, se mantenía firme, casi desafiando el peligro que intuía ante él. Sus ojos, siempre agudos y decididos, escrutaban la penumbra con una mezcla de curiosidad y determinación.

Helena, por su parte, permanecía a su lado, con el cabello recogido en una coleta, reflejando un aire práctico que contrastaba con la ominosa atmósfera del lugar. Sus ojos, tan expresivos como los de su hermano, mostraban una chispa de inquietud, aunque trataba de mantener la calma.

—Desde este ángulo, no parece tan aterradora —comentó Alejandro, su voz grave resonando en el silencio del bosque.

Helena no compartía su confianza. Su mirada se desvió hacia la cueva, y el ligero estremecimiento que recorrió su cuerpo fue suficiente para dejar en claro lo que sentía.

—A pesar de ello, me da un mal presentimiento —admitió, su tono lleno de duda.

Alejandro la miró de reojo, su expresión seria pero comprensiva.

—¿Cuál es el siguiente paso una vez que estemos dentro? —preguntó, como si ya hubiera decidido enfrentar lo que fuera que aguardaba en el interior.

Helena tomó una pequeña bocanada de aire, como si buscara fuerza en su respuesta. —Madre Lucía decía que nadie ha regresado jamás después de adentrarse en esta cueva, pero según las leyendas, dentro encontrarás una poción que posee el poder más grande de todo el reino.

Alejandro arqueó una ceja, curioso, pero algo incrédulo. —¿Encontraré? ¿No me acompañarás?

Helena sonrió, aunque era una sonrisa cauta, y negó suavemente con la cabeza. —Tú eres el que busca ese poder. En realidad, tengo serias dudas de que exista. Pero si decides buscarlo, lo haré desde aquí, apoyándote en todo momento.

Alejandro esbozó una sonrisa torcida. —Gracias, supongo.

Con una última mirada hacia su hermana, Alejandro dio un paso hacia la entrada de la cueva. El oscuro umbral parecía aguardarlo, inmenso y misterioso. Las leyendas, las advertencias de Madre Lucía, y el instinto protector de Helena no lograban detenerlo. Este era su viaje, su búsqueda, y algo dentro de él le decía que la respuesta que buscaba se encontraba en la profunda oscuridad de aquella cueva.

La última mirada que Alejandro le dedicó a su hermana Helena fue breve pero significativa, como si quisiera transmitirle una confianza silenciosa antes de desaparecer en la oscuridad. Dio unos pasos hacia adelante, el eco de sus botas resonando contra las frías paredes de la cueva. Con cada paso, el aire se volvía más gélido, y la luz del exterior, que al principio bañaba tenuemente la entrada, fue menguando hasta que lo envolvió por completo la negrura.

Alejandro avanzaba con precaución, siguiendo los consejos de Madre Lucía. "Sin luz", había dicho la anciana, "la cueva te probará y te guiará". Y aunque cada fibra de su ser le pedía encender una antorcha, eligió confiar en sus instintos. El frío se intensificaba a medida que se adentraba más en las profundidades, alejándose tanto de la luz del día como de la presencia protectora de Helena.

Mientras sus pasos lo llevaban hacia lo desconocido, podía sentir la piedra áspera bajo sus dedos al rozar las paredes de la cueva para guiarse. Estaba completamente solo. El silencio, que al principio había sido acogedor, ahora le resultaba inquietante. Su respiración, antes calmada, comenzaba a agitarse con cada paso. Pero aún no se detenía.

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Afuera de la cueva, Helena observaba cómo su hermano desaparecía por completo en la oscuridad. Un nudo se formaba en su estómago mientras lo veía alejarse. La inquietud que sentía desde el momento en que llegaron a la entrada de la cueva ahora se había convertido en un terror palpable.

—¡Alejandro! —gritó con temor, esperando que su voz rompiera la densidad del silencio. Pero lo único que obtuvo como respuesta fue el eco que rebotaba en las paredes de piedra.

Helena dio unos pasos hacia la entrada, el corazón latiéndole con fuerza. Miró hacia el interior, pero la oscuridad era absoluta. No había rastro de su hermano. Sintiendo que no podía quedarse esperando pasivamente, corrió hacia su caballo y, con manos temblorosas, tomó una antorcha de las provisiones.

Al encenderla, la llama se alzó con un brillo débil, pero suficiente para iluminar su entorno inmediato. Helena avanzó decidida hacia la entrada de la cueva, con la luz revelando poco a poco lo que parecía ser un espacio sorprendentemente pequeño. Sin embargo, algo no cuadraba. Aunque la antorcha arrojaba su luz hasta lo que debía ser el fondo de la cueva, Alejandro no estaba en ninguna parte.

—Alejandro, ¿dónde estás? —gritó con desesperación, recorriendo cada rincón visible con la antorcha en alto—. ¡Esto no es un juego, por favor, respóndeme!

El eco de su voz reverberó en todas direcciones, pero la única respuesta que recibió fue el silencio, un silencio tan abrumador que su piel se erizó. Su mente, siempre lógica y racional, se negaba a aceptar lo que sus ojos veían, o más bien, lo que no veían. Alejandro había entrado, de eso no había duda, pero la cueva no ofrecía ninguna señal de su presencia.

Con el miedo creciendo en su pecho, Helena volvió a la entrada, desesperada. Se detuvo en el umbral de la cueva, la antorcha en una mano, el corazón desbocado. Llamó una vez más, su voz ahora cargada de terror puro.

—¡ALEJANDROOOO!

El grito resonó en la cueva, repitiéndose una y otra vez hasta que el eco se disipó por completo. La oscuridad la rodeaba, implacable. Y, una vez más, no hubo respuesta.

Helena sintió cómo una angustia creciente se apoderaba de ella. Lo había perdido, en algún lugar en medio de aquella oscuridad inexplicable.

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Interior de la cueva:

Alejandro avanzaba lentamente, la sensación de frío profundizándose a cada paso que daba. De repente, escuchó un eco lejano, casi imperceptible, resonando en las profundidades: su nombre, débil pero inconfundible. Helena lo llamaba, y su voz reverberaba en la cueva, dándole un extraño consuelo y, al mismo tiempo, una creciente inquietud.

Se detuvo y miró hacia atrás, en la dirección de donde creía que había venido. Sin embargo, la oscuridad lo envolvía por completo, impenetrable, como si el camino que había recorrido hubiese desaparecido.

—Helena... —murmuró, más para sí mismo que para obtener respuesta. La cueva, que en un principio había parecido un simple espacio cerrado, ahora parecía interminable, un laberinto sin salida. Su corazón comenzó a latir más rápido, una mezcla de preocupación por su hermana y una creciente sensación de pérdida.

Alejandro giró sobre sus talones y empezó a desandar el camino, o al menos intentarlo. Llamó a su hermana en voz alta, con una mezcla de urgencia y duda.

—¡Helena! ¿Has entrado? —gritó, esperando verla aparecer desde la entrada o escuchar el eco de sus pasos acercándose.

Pero no hubo respuesta.

A medida que avanzaba, una creciente confusión se apoderó de él. Sus recuerdos eran claros: había caminado solo unos pocos metros antes de adentrarse en la oscuridad. ¿Cómo era posible que ahora la entrada pareciera estar tan lejos? La distancia que había recorrido no era tanta, y sin embargo, no encontraba el menor rastro de la luz del exterior.

—¿Qué diablos...? —murmuró para sí mismo, su voz apenas un susurro en la vasta oscuridad.

La inquietud inicial se convirtió en miedo. Su respiración se volvió errática, y comenzó a moverse más rápido, sus pasos resonando con fuerza en las paredes de piedra. Primero caminó con determinación, luego aceleró hasta un trote, y finalmente, presa del pánico, comenzó a correr.

Pero no importaba cuánto corriese, la oscuridad seguía allí, inmutable, impenetrable.

—¡Esto no tiene sentido! —gritó en su mente, tratando de controlar el pánico que amenazaba con apoderarse de él.

Con el tiempo, su carrera frenética fue disminuyendo. El sudor perlaba su frente, mezclándose con el aire frío que lo rodeaba. Su paso se redujo a un trote suave, y finalmente, deteniéndose, cayó sobre sus rodillas, jadeante.

Alejandro se sentó en el suelo, tratando de recuperar el aliento. Su mente iba a mil por hora, buscando desesperadamente una solución. "Necesito pensar con claridad", se dijo a sí mismo.

Recordó las palabras de Madre Lucía. Esa anciana siempre hablaba en acertijos, pero tal vez, en esta ocasión, alguna de sus advertencias podría darle una pista. Mientras trataba de calmar su respiración, escarbaba en su memoria, repasando la conversación que había tenido con ella antes de partir.

"Sin luz", le había dicho. "La cueva probará tu voluntad, no tus habilidades". Pero no había mencionado nada sobre perderse de esa manera. Algo más debía estar ocurriendo, algo que aún no comprendía.

Sin embargo, una cosa era clara: estaba atrapado en algún tipo de juego que la cueva misma parecía controlar.

El miedo y la desesperación comenzaban a apoderarse de Alejandro, pero debía encontrar una salida, y pronto. La única opción que se le ocurrió fue hurgar en sus recuerdos.

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Mente de Alejandro:

La habitación estaba impregnada de un aire solemne, con estantes abarrotados de libros polvorientos y reliquias que atestiguaban los años de sabiduría acumulada. Alejandro y Helena entraron en la oficina de Madre Lucía, quien les ofreció asiento con un gesto sereno, su mirada fija en ellos, pero con una calma que sugería que ya sabía lo que venían a preguntar.

—Díganme, ¿qué los trae aquí? —preguntó Madre Lucía, con la suavidad de alguien que conoce respuestas antes de que se formulen las preguntas.

Alejandro bajó la mirada un momento antes de hablar.

—Madre, lamento molestarla... —comenzó, con respeto pero sin rodeos.

Helena, siempre más directa, interrumpió a su hermano con voz decidida.

—Madre, necesitamos respuestas.

Madre Lucía ladeó la cabeza ligeramente, una señal de curiosidad.

—¿Qué ocurre?

Alejandro inhaló profundamente, tratando de ordenar sus pensamientos antes de hablar.

—Cuando el Padre Arlo me entrenaba, me contó una antigua historia sobre una magia poderosa...

Antes de que pudiera continuar, Madre Lucía lo interrumpió con un tono que denotaba su familiaridad con el relato.

—"La Oscuridad", así llamaban a esa magia, pero no es más que una antigua fábula que el Padre Arlo solía contar a sus alumnos.

Alejandro apretó los labios, claramente en desacuerdo, y la miró con fijeza.

—Yo creo que ese "cuento para niños" es real —respondió con firmeza—. La forma en que me lo relató me hizo pensar que no era una simple leyenda.

Helena asintió y añadió:

—Y tiene razón. He estado investigando en la biblioteca y encontré historias similares. En un pergamino antiguo se refería a esta magia como "El Umbral".

—Tiene muchos nombres —dijo Alejandro, retomando la conversación—, pero todos apuntan a lo mismo: una magia tan poderosa que otorga a quien la posea un poder casi ilimitado.

Los ojos de Madre Lucía se entrecerraron con preocupación mientras los escuchaba. El aire en la habitación se tornaba cada vez más denso con la seriedad de la conversación.

—Escuchen —comenzó Madre Lucía, su tono cargado de advertencia—. Están caminando por terrenos peligrosos. Arlo y yo siempre los hemos guiado por el camino de la Luz. Las historias que escuchan, esas leyendas... poseer la Oscuridad solo trae desgracia a su portador.

Pero Alejandro no parecía escucharla. Había un destello de fascinación en sus ojos, como si viera algo más allá de las advertencias.

—Yo lo veo como una oportunidad. Si este poder realmente existe, podría ser la clave para acabar con esta interminable guerra. Los cuatro reinos no hacen más que destruirse entre sí. Con ese poder, podría poner fin a todo esto.

Helena intervino, compartiendo el entusiasmo de su hermano.

—Las historias hablan de que quien controla la Oscuridad tiene la fuerza de un ejército de 50 mil hombres —dijo, sus ojos brillando con curiosidad.

Madre Lucía soltó una breve carcajada, aunque había un tinte de preocupación en su risa.

—Ustedes, jóvenes, tienen una imaginación desbordante. Son solo leyendas. La Oscuridad es una magia perdida en el tiempo, y si existiera, hace mucho que alguien la habría encontrado.

Pero Alejandro no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente.

—Madre —dijo con voz seria—, sé que sabe más de lo que nos dice. Por favor, cuéntenos la historia, la misma que el Padre Arlo solía contar.

Helena asintió, mirándola expectante.

—Nos encantaría oírla —añadió.

Madre Lucía los observó en silencio durante un largo momento, como si estuviera evaluando si debían escuchar lo que ella estaba a punto de decir. Finalmente, suspiró y cedió.

—Muy bien... —dijo en voz baja, y comenzó a relatar la historia del origen de la Oscuridad.

Su voz se tornó en un murmullo casi poético, mientras narraba la historia de un reino antiguo, de un rey y una reina cuyos destinos fueron marcados por la traición, el dolor y un oscuro pacto con Lucifer. A medida que hablaba, la atmósfera en la oficina se volvía más pesada, como si la oscuridad de la historia estuviera envolviendo el lugar.

La reina, en su desesperación, había aceptado un poder más allá de su comprensión, extendiendo su dominio y corrompiendo todo a su alrededor. Las palabras de Madre Lucía fluían como un río sombrío, narrando la caída de un reino a manos de esa reina y el oscuro precio que había pagado por el poder.

Cuando terminó, un silencio cargado llenó la habitación. Helena fue la primera en hablar.

—Fascinante —dijo, con una mezcla de asombro y curiosidad.

Alejandro asintió lentamente, pero sus pensamientos parecían ir más allá de la historia.

—Es una historia fantástica... ¿Quién escribió el poema? —preguntó.

Madre Lucía meneó la cabeza.

—Es muy antiguo. Nadie sabe quién lo escribió.

Alejandro frunció el ceño.

—Madre, estoy seguro de que ese poder existe. No puede ser coincidencia que haya tantas historias similares.

Helena lo apoyó de inmediato.

—No nos oculte más, madre. Cuéntenos lo que sabe sobre la Oscuridad.

Madre Lucía suspiró profundamente y se levantó de su asiento, caminando hacia la ventana. Mientras miraba al exterior, sus palabras parecían más para sí misma que para ellos.

—Arlo pensaba lo mismo que ustedes... Creía que podía usar ese poder para el bien... Pero fue demasiado para él.

Alejandro la miró, incrédulo. Su maestro, el hombre que le había enseñado tantas cosas, había estado más cerca de la Oscuridad de lo que él jamás habría imaginado. Helena también parecía asombrada. Alejandro intercambió una mirada significativa con su hermana antes de levantarse.

—Entonces, él fue un usuario de la Oscuridad —dijo, la sorpresa evidente en su voz.

Madre Lucía no respondió. Solo los observó mientras se levantaban y se dirigían hacia la puerta.

—Gracias, madre. No la molestaremos más —dijo Helena, con una leve inclinación de cabeza.

—Nos veremos más tarde —añadió Alejandro, antes de salir.

Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Madre Lucía se quedó sola, mirando el vacío con una expresión sombría.

"Ojalá no se acerquen demasiado", pensó, temiendo lo que podría venir.

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Alejandro, con un suspiro profundo, abrió los ojos y se levantó del suelo frío de la cueva. La oscuridad envolvía todo, pero su mente no estaba enfocada en el presente. Los recuerdos recientes de su conversación con Helena y Lucia seguían girando en su cabeza. Su hermana siempre había sido más aguda en sus observaciones, más propensa a encontrar respuestas en los detalles que él solía pasar por alto.

"La clave está en lo que me dijo Helena", pensó, llevándose las manos a la cabeza mientras recordaba aquellos días en los jardines exteriores de la Academia de Combate.

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Mente de Alejandro:

El sol matutino acariciaba suavemente el jardín, pero el ambiente entre Alejandro y Helena se mantenía tenso. Caminaban en silencio, el crujido de sus botas sobre la grava era lo único que rompía el silencio entre ellos. Alejandro, con la mirada clavada en el suelo, finalmente habló.

—¿Cómo dijiste que se llama? —su voz era grave, pero cargada de curiosidad.

Helena, con su habitual aire sereno, respondió sin rodeos.

—Tiene muchos nombres, pero el que más se repite es Yumeko.

Alejandro se detuvo en seco, girando para mirar a su hermana. Su expresión mostraba un interés renovado.

—Así que la reina de la oscuridad se llama Yumeko...

Helena asintió mientras lo observaba detenidamente, como si esperara su reacción.

—Sí, así la mencionan en los textos antiguos. —Sus palabras eran tan calmadas como siempre, pero había un brillo en sus ojos que denotaba la importancia de esa información.

Alejandro frunció el ceño, queriendo más detalles.

—¿Qué más descubriste? —preguntó con intensidad.

Helena respiró hondo antes de continuar.

—Uno de los poseedores más famosos fue Gavric. Era un mago excéntrico, utilizó la oscuridad para conquistar mujeres... Al final desapareció y nadie supo de su paradero.

Alejandro bufó con desdén.

—Todo el poder del mundo, y lo desperdicia en deseos carnales... Qué estúpido. Me alegra que haya desaparecido. —Su tono era amargo, como si detestara a quienes desperdiciaban su potencial.

Helena se encogió de hombros.

—La verdad es que sí, fue un desperdicio. —Luego lo miró con interés—. ¿Tú encontraste algo?

Alejandro no respondió de inmediato, sino que, con un gesto solemne, sacó un antiguo diario de su armadura. Levantó el objeto con cuidado y se lo mostró a Helena. Ella lo observó detenidamente, reconociendo su importancia al instante.

—Este es el diario del Padre Arlo —dijo con un tono de reverencia, como si cada palabra tuviera un peso monumental.

Helena lo miró con una mezcla de sorpresa y escepticismo.

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó, cruzando los brazos, claramente dudando de la procedencia.

Alejandro sonrió, un poco engreído.

—Fui a su guarida y lo saqué. —Su tono tenía un matiz de orgullo, como si la hazaña fuera algo digno de alabanza.

Helena frunció el ceño, mirándolo con una pizca de desaprobación, pero Alejandro siguió jactándose.

—Podríamos encontrar información valiosa en este diario —añadió, pasando su dedo por la cubierta del libro.

Helena arqueó una ceja.

—Por supuesto, si realmente era un poseedor, quizás haya escrito algo al respecto —dijo, aunque había una clara advertencia en su tono.

Alejandro asintió, y luego, con un toque de frustración, comentó:

—Seguramente... si descubro cómo abrirlo.

Helena lo miró confundida.

—¿Es una broma? Solo ábrelo y ya.

Alejandro mostró su típica expresión de paciencia agotada. Tomó el diario nuevamente en sus manos y trató de abrirlo, pero las páginas permanecieron selladas, como si estuvieran protegidas por alguna fuerza invisible.

—Observa —dijo—, no funciona.

Helena tomó el diario de las manos de su hermano, claramente intrigada. Intentó abrirlo por sí misma, pero tampoco tuvo suerte. Frunció el ceño, sorprendida por la resistencia del objeto.

—Te lo dije —comentó Alejandro con un toque de satisfacción—. Es extraño; he intentado abrirlo desde que lo robé.

Helena no respondió de inmediato, sus ojos fijos en el diario, intentando desentrañar el misterio.

—Esto debe ser obra de algún conjuro o sello mágico. No permite que se abra —concluyó, devolviéndoselo.

Alejandro asintió.

—He llegado a la misma conclusión. Entrégame el diario, ya averiguaremos cómo abrirlo…

La oscuridad en la cueva parecía más densa que nunca cuando Alejandro abrió los ojos. Todo a su alrededor parecía conspirar para incrementar la opresión del ambiente. Reflexionó un momento, y entonces lo comprendió: ahora conocía el nombre de la entidad. Yumeko. El nombre resonaba en su mente, acompañado de una avalancha de pensamientos.

Alejandro sintió por un instante el impulso de huir, escapar de esa penumbra sofocante, pero rápidamente desechó esa idea. "No, no debo pensar en huir", se dijo con firmeza, mientras un nuevo propósito cobraba vida dentro de él. Sabía que esta cueva, esta oscuridad, eran su única oportunidad.

—Esta es mi oportunidad —se dijo a sí mismo, su mente clara y resuelta—. Necesito este poder. Podré ayudar a muchas personas.

Con un profundo suspiro, Alejandro dejó que su cuerpo se relajara, aceptando tanto la naturaleza oscura del lugar como la oscuridad en su propio corazón. Sabía que ya no había vuelta atrás. Todo lo que había vivido hasta ahora, todo lo que Helena le había dicho, lo había llevado hasta esta decisión.

—¡YUMEKO, DAME TU FUERZA! —gritó, con voz firme.

El eco de sus palabras reverberó en las paredes de la cueva, viajando por la oscuridad, como si el propio lugar estuviera escuchando su súplica. El silencio que siguió era ensordecedor, pero Alejandro no se detuvo.

—¡Yumeko, dame tu fuerza! Ayúdame a derrotar a mis enemigos.

El vacío tragó sus palabras, y Alejandro miró a su alrededor con la mirada aguda de un guerrero, buscando cualquier señal, cualquier respuesta. Pero solo escuchaba el acelerado latido de su propio corazón.

—¡YUME...! —intentó gritar de nuevo, pero fue interrumpido.

Antes de que pudiera terminar, una voz susurrante y gélida rompió el silencio detrás de él. Estaba tan cerca que Alejandro sintió el frío aliento rozándole la nuca. Se quedó inmóvil, paralizado por la presencia espectral.

—¿Deseas mi fuerza? —susurró la voz.

Alejandro tragó saliva, sintiendo cómo la ansiedad y el miedo luchaban por abrirse paso en su interior. Giró apenas la cabeza, sintiendo esa presencia invisible envolviéndolo, mientras el aire se volvía cada vez más denso.

—Sí... —murmuró, aunque dudó por un momento. Reflexionó por unos segundos, pero al final su voz, aunque débil, emergió con decisión.

—¿Aunque eso signifique sacrificar tu mente y tu alma? —preguntó la voz, implacable.

Alejandro cerró los ojos por un instante. Las imágenes de Helena inundaron su mente. Pensó en todo lo que habían perdido, en las guerras, en las vidas arrancadas sin sentido.

—Quiero darle un futuro mejor a mi hermana. Sin guerras. Hemos perdido mucho.

La respuesta fue clara y llena de determinación. Sabía que no había marcha atrás. No importaba el precio que tuviera que pagar, si eso significaba garantizarle a Helena un futuro.

—En unos momentos, comenzará tu verdadero destino, Alejandro.

El guerrero abrió los ojos de golpe, sorprendido. Un escalofrío recorrió su espalda cuando escuchó su nombre salir de los labios de esa presencia desconocida. Se giró bruscamente, buscando el origen de la voz.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Sabía que vendrías a mí. Tu destino ya está sellado... —respondió el espíritu con una calma perturbadora, su voz resonando desde las sombras.

Antes de que Alejandro pudiera procesar lo que acababa de escuchar, la oscuridad lo envolvió completamente, apoderándose de su cuerpo.

La cueva, que hasta entonces había sido un abismo impenetrable, comenzó a iluminarse con un resplandor sobrenatural. Alejandro, inconsciente, yacía boca arriba en el suelo, con una mano extendida hacia el cielo. Su respiración era lenta y profunda, y una calma extraña lo dominaba.

El silencio en la cueva era absoluto. Pero en algún lugar, en lo más profundo de la oscuridad, algo había despertado.

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Justo a las afueras de la cueva, Helena y Madre Lucía llegan a caballo.

El viento soplaba con fuerza, agitando los cabellos de Helena mientras observaba la entrada oscura de la cueva. No sabía qué hacer. La incertidumbre la consumía.

—Él entró solo, pero cuando fui a buscarlo, la cueva estaba vacía. Y es muy pequeña —dijo Helena, su voz temblando de preocupación.

Madre Lucía la miró con serenidad, pero con una firmeza que demostraba su sabiduría acumulada.

—Es debido a la poderosa magia que la cueva posee —dijo Madre Lucía—. Solo los elegidos por la Oscuridad son bienvenidos. Aunque les advertí que debían entrar sin nada luminoso.

Helena bajó la mirada, sintiendo una mezcla de arrepentimiento y angustia.

—Lo sé, pero estaba desesperada. Mi hermano no respondía. Por favor, ¿puede entrar a buscarlo? —rogó Helena, su voz quebrada por el miedo a lo que pudiera haberle ocurrido a Alejandro.

Madre Lucía suspiró, y por un momento, sus ojos brillaron con una chispa de reproche.

—También recuerdo haberles dicho que era peligroso. No debieron leer el diario de Arlo —respondió la mujer mayor, cruzando los brazos sobre su pecho.

Helena sintió la mirada regañona de Madre Lucía clavada en ella, como un peso insoportable. Bajó aún más la cabeza.

—Perdón —murmuró Helena, avergonzada.

Madre Lucía descendió lentamente de su caballo, apoyándose en su bastón. Helena la siguió, y juntas caminaron hacia la entrada de la cueva, avanzando con cautela.

Al entrar, una luz sobrenatural iluminaba la cueva, proyectando sombras danzantes en las paredes de piedra. El corazón de Helena dio un vuelco cuando lo vio. Alejandro yacía en el suelo, inmóvil.

—¡Alejandro! —gritó Helena desesperada, corriendo hacia su hermano.

Se arrodilló a su lado y sacudió sus hombros con fuerza, sin poder contener las lágrimas que brotaban de sus ojos.

—¡Alejandro, por favor, dime algo! —gritó con desesperación.

Helena acercó su oído al pecho de Alejandro, buscando algún indicio de vida, alguna señal de que seguía con ella.

—Está respirando… —dijo, dejando escapar un suspiro de alivio.

Madre Lucía se acercó, caminando despacio, con el rostro inmutable.

—Déjame ver —dijo, con voz serena.

Se agachó junto a él y, con movimientos cuidadosos, sacó una pequeña hierba de su bolsa de cuero. Se la entregó a Helena.

—Ponle esto en la nariz —ordenó Madre Lucía.

Helena tomó la hierba con manos temblorosas y, con delicadeza, la colocó sobre la nariz de Alejandro. Al instante, el guerrero arrugó la cara y comenzó a toser. Helena sonrió, las lágrimas brotando de sus ojos mientras lo abrazaba con fuerza.

—¿Dónde… dónde estoy? —preguntó Alejandro, confundido y adolorido, mirando a su hermana y luego a Madre Lucía, que lo observaba con una mirada severa.

—Hola, Madre… —murmuró Alejandro, bajando la cabeza.

—Descansa un momento. Espero que hayas disfrutado de tu pequeña escapada —dijo Madre Lucía, con un tono sarcástico, pero sin perder su seriedad.

Alejandro, sintiendo el peso de la culpa, desvió la mirada hacia Helena, quien lo miraba con una mezcla de alivio y preocupación.

—¿Y bien? ¿Qué te pasó? —preguntó Madre Lucía, sin rodeos.

Alejandro cerró los ojos, tratando de recordar. Pero todo parecía un borrón en su mente.

—No lo sé… —respondió lentamente—. Entré a la cueva, luego escuché que Helena me llamaba, traté de salir, pero no encontraba el camino. Y luego... estaba esa voz…

Helena y Madre Lucía intercambiaron miradas.

—¿Voz? —preguntaron al unísono, sus ojos llenos de preguntas.

Alejandro asintió, pero parecía perdido en sus pensamientos, como si intentara recordar algo que se le escapaba.

—Sí, una voz… —murmuró, su rostro reflejando confusión.

Luchando por recordar, extendió su mano hacia Helena, quien lo tomó de inmediato, ayudándolo a levantarse. Lo sostuvo firmemente del brazo mientras comenzaban a caminar hacia la salida, junto a Madre Lucía.

—Vamos a la academia. Trata de recordar lo que sucedió —dijo Madre Lucía, con un tono de mando.

—Está bien… —asintió Alejandro, con una mezcla de cansancio y aceptación.

Mientras se dirigían a la salida, Alejandro se detuvo un instante y miró hacia atrás. Allí, en el suelo, donde él había estado tendido, vio una figura femenina observándolo fijamente. Era una mujer alta, de rasgos perfectos, con un kimono oscuro que contrastaba con su piel pálida. Sus ojos rojos lo miraban intensamente, como dos pozos sin fondo.

El corazón de Alejandro latió con fuerza. Sin embargo, sacudió la cabeza, apartando la mirada rápidamente, como si quisiera ignorar esa presencia inquietante.

Alejandro, Madre Lucía y Helena montaron en sus caballos y se alejaron al galope, dejando atrás la cueva y sus secretos.

FIN CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2: EL PASADO

El pueblo de Aldenar se extendía a lo lejos, un lugar pintoresco y acogedor, situado en un valle por donde corría un río cristalino. Los frondosos bosques y majestuosas montañas lo rodeaban, protegiendo a los aldeanos que vivían allí. Las casas de piedra y madera se alineaban a lo largo de un camino de tierra que serpenteaba por todo el pueblo, conectando las actividades diarias de los aldeanos.

Por el camino, un joven y una chica caminaban con una pequeña carretilla cargada con jarros de agua. Sus risas resonaban en el aire fresco, mientras compartían sonrisas cómplices. Alejandro, un muchacho de 14 años, valiente y curioso, empujaba la carretilla con firmeza. A su lado, Helena, su hermana menor de 13 años, dulce e inteligente, caminaba a su ritmo, feliz de estar junto a él.

—¡Buenos días, señora Ilda! —saludaba Alejandro a una anciana que pasaba por el camino.

—¡Buenos días, Alejandro! ¡Hola, Helena! —respondía la señora con una sonrisa.

Así, saludaban a cada persona que se cruzaba con ellos, mostrando respeto y entusiasmo, hasta que llegaron a una pequeña casa al final del camino. A diferencia de las demás casas del pueblo, la suya era más modesta, con paredes de piedra desgastadas y un techo de madera que había visto mejores días.

Alejandro detuvo la carretilla y dejó a Helena cuidándola. Se adelantó hasta la puerta de la casa y golpeó tres veces.

—¡Papá! Soy yo. Hemos vuelto con el agua —anunció Alejandro, elevando la voz con fuerza.

La puerta se abrió lentamente y apareció Bran Darek, su padre. Bran era un hombre que aparentaba tener más edad de la que realmente tenía. Sus 50 años parecían haberse multiplicado por el cansancio que reflejaba en sus ojos, su barba descuidada y la ropa pobre y desgastada que llevaba.

—Hola, hijo. Entra —dijo Bran, con voz grave, casi apagada.

Alejandro asintió y regresó hasta donde estaba Helena para ayudarla a cargar los jarros de agua. Juntos, llevaron las vasijas dentro de la casa, una a una.

El interior de la casa era simple y humilde. Los pocos muebles que había eran viejos y desgastados. En las estanterías se alineaban algunos jarros y provisiones escasas. El suelo de madera crujía bajo sus pies mientras acomodaban los jarros en su lugar.

—¿Cómo les fue? —preguntó Bran, sin apartar la vista del suelo, mientras sus hijos terminaban de organizar el agua.

Alejandro y Helena se miraron brevemente y respondieron al mismo tiempo:

—¡Bien! —dijeron al unísono, aunque Alejandro añadió rápidamente:

—Aunque el pozo está algo vacío…

Helena intervino con voz tranquila.

—Es porque no ha llovido. El agua está algo escasa.

Bran suspiró, terminando de colocar el último jarro en su sitio. Su cuerpo se veía agotado mientras se dirigía hacia una silla para sentarse.

—Lo sé, hijos. Lo sé… Las cosas están difíciles para todos. Pero tenemos que ser fuertes y esperar que mejoren —dijo, apoyando los codos en las rodillas, inclinándose un poco hacia adelante.

El cansancio era palpable en su voz. Alejandro observaba a su padre con una mezcla de preocupación y admiración. Helena, por su parte, se acercó a él, deseando poder aliviar su angustia de alguna manera.

Bran levantó la mirada y observó a su hija con una sonrisa débil.

—Hija, ¿podrías leerme un poco? Tu voz me relaja… —pidió, con un tono suave y casi paternal.

Helena sonrió ampliamente, feliz de poder hacer algo por él. Saltó de un brinco y corrió hacia su cama, que estaba en un rincón de la estancia. La casa tenía una única habitación que hacía de cocina, sala de estar y dormitorio. Helena se agachó y sacó un viejo libro de debajo de su cama. El título, "La Travesía", estaba ligeramente desgastado por el tiempo.

Con emoción, regresó rápidamente junto a su padre y su hermano, cargando el libro en sus manos. Alejandro, sin decir una palabra, le acercó una silla para que pudiera sentarse cerca de Bran.

—¿Quieres escuchar la historia? —preguntó Helena, dirigiéndose a su hermano con una sonrisa, esperando que él también se uniera.

Alejandro no respondió. Simplemente desvió la mirada, ignorando la pregunta, y salió de la casa sin decir nada más. Helena lo observó irse en silencio, con una pequeña sombra de tristeza en sus ojos, pero no insistió.

Volvió su atención a su padre, quien la miraba con una expresión serena. Helena abrió el libro con delicadeza y comenzó a leer, dejando que su voz llenara la pequeña casa. Las palabras fluían suavemente, creando un espacio de paz en medio de las dificultades que vivían.

Bran cerró los ojos, dejándose llevar por la historia, mientras su hija leía con dedicación y amor. Los sonidos del pueblo, el viento y el crujir de las ramas se mezclaban con la lectura, creando un momento de calma.

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Alejandro salió de la casa y se encontró en el pequeño jardín familiar. El aire era fresco, pero su mente estaba inmersa en sus pensamientos. Caminó lentamente hacia el cerco que separaba su hogar de la senda principal del pueblo, deteniéndose un momento a contemplar los cerros que se alzaban en el horizonte. Su mirada perdida denotaba una profunda inquietud, pero no era fácil discernir qué la provocaba. Abandonó el jardín y comenzó a recorrer el camino, esta vez con los hombros caídos y la mirada baja. La gente del pueblo le saludaba, pero él apenas lo notaba. Era como si estuviera ausente, sumergido en su propio mundo. Siguió caminando, sin rumbo claro, hasta que, sin darse cuenta, llegó a los límites del pueblo.

Un bulto oscuro en la distancia capturó su atención. A solo unos metros de donde se encontraba, Alejandro se acercó con cautela. A primera vista, parecía un simple montón de tela cubierto de tierra, pero al aproximarse más, distinguió una capa negra. Su curiosidad se despertó. Levantando una rama del suelo, comenzó a tocar con suavidad el bulto.

—Señor, ¿está bien? —preguntó Alejandro en voz baja, repitiendo la pregunta varias veces mientras empujaba suavemente la capa con la rama.

Finalmente, logró descubrir el rostro del hombre bajo la capa. Era un anciano, con cabello blanco como la nieve, desordenado y cubierto de polvo. Alejandro se inclinó un poco más, inspeccionándolo de cerca, cuando de repente...

—¿Qué haces, hermano? —La voz de Helena rompió el silencio.

Alejandro dio un brinco, asustado por la inesperada presencia de su hermana. El susto fue tal que, en su torpeza, cayó sobre el anciano, golpeando su trasero contra la cabeza del hombre.

—¡AHHHHH! —el anciano gritó con una potencia inesperada, haciendo eco por el bosque y asustando a todas las criaturas cercanas.

Presos del pánico, Alejandro corrió hacia Helena, y ambos cayeron al suelo por el impacto. Quedaron paralizados, observando cómo el anciano se incorporaba lentamente, con una mueca de dolor, pero consciente de su entorno.

—Hola, niños. Mi nombre es Arlo —dijo el anciano, su voz áspera pero gentil.

Los hermanos permanecieron en silencio, incapaces de articular palabra. El anciano se llevó una mano a la cabeza, masajeando la zona donde Alejandro había caído, y esbozó una sonrisa cansada.

—¿Han visto mi montura? Parece que se ha escapado. ¿Quiénes son ustedes y dónde estoy? —preguntó Arlo, su mirada recorriendo el lugar como si intentara recordar algo.

Alejandro, aún temeroso, recogió la rama que había utilizado antes y la sostuvo como si fuera un bastón de defensa.

—Muchacho, necesitarás algo más que una rama para lastimarme —dijo el anciano, soltando una leve risa—. No tengan miedo, no les haré daño.

—¿Qué haces en este lugar? No deberías estar aquí. ¿Eres un ladrón o un espía? No tenemos nada para ofrecer, así que te pido amablemente que te vayas —respondió Alejandro, con voz firme pero temblorosa.

El anciano no pudo evitar sonreír ante la valentía inocente del muchacho. Con calma, levantó la mano, mostrando sus dedos de manera pacífica.

—No soy un espía ni un bandido. Solo soy un viajero que tuvo un desafortunado encuentro con el suelo tras perder a su montura —dijo Arlo, con una sonrisa—. Tal vez bebí demasiado vino.

Alejandro y Helena se miraron, esbozando una leve sonrisa, aunque la desconfianza seguía latente.

—¿Cómo sabremos si dices la verdad y no planeas hacernos daño? —preguntó Alejandro, frunciendo el ceño.

—Yo confío en él —respondió Helena sin dudar, mirando a su hermano.

Alejandro la observó con incredulidad, pero ella continuó.

—Si fuera una mala persona, ya nos habría hecho algo. Además, no tenemos nada que pueda interesarle.

Las palabras de Helena sorprendieron al anciano, quien no pudo evitar sentirse admirado por la sagacidad de la niña.

—Muy astuta, jovencita. ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Arlo, con una mirada afable.

Alejandro hizo un gesto a su hermana para que no revelara sus nombres, pero Helena lo ignoró.

—Mi nombre es Helena —respondió ella con firmeza.

—Es un placer conocerte, Helena. ¿Y tú, joven? —Arlo miró a Alejandro, esperando su respuesta.

Después de un momento de duda, Alejandro, influenciado por la tranquilidad del hombre y la seguridad de su hermana, finalmente respondió.

—Me llamo Alejandro.

—Un placer conocerlos a ambos. Como les dije, perdí mi montura. No debería estar muy lejos. Si me ayudan a encontrarla, les daré una moneda de oro a cada uno —dijo Arlo con una sonrisa.

Los hermanos intercambiaron miradas cómplices y, tras una breve pausa, aceptaron la propuesta.

—Está bien —dijo Alejandro—. Te ayudaremos, conocemos bien el bosque.

Juntos, los tres se adentraron en el bosque, buscando pistas que les ayudaran a encontrar la montura perdida. Helena, con su aguda inteligencia, no tardó en encontrar un bolso roto cerca de un árbol.

—¡Oh, jovencita, ese es mío! —exclamó Arlo al verlo.

Helena recogió el bolso y corrió a entregárselo, mientras Alejandro continuaba buscando huellas por el suelo.

—Muchísimas gracias, pequeña. Me moriría si perdiera lo que contiene —dijo Arlo, abriendo el bolso con cuidado.

Mientras el anciano revisaba el contenido de su bolso, Alejandro se acercó a Helena y la apartó un poco.

—¿Cómo está papá? —preguntó en voz baja.

—Se quedó dormido en cuanto terminé de leer el primer capítulo —respondió Helena.

—Estaba pensando que podríamos comprarle una sopa con el dinero —dijo Alejandro.

—Yo pensaba en ropa nueva, jajajaja —respondió Helena, sonriendo.

Ambos se rieron suavemente, mientras continuaban buscando por el bosque.

—¡Ah! No podría perder esta delicia —dijo Arlo, sacando una botella de vino del bolso y dándole un largo trago.

—Un sorbo digno de los dioses. ¿Han encontrado algo? —preguntó Arlo, sonriente.

—Seguimos buscando —respondieron los hermanos al unísono, mientras Arlo guardaba la botella y retomaban la búsqueda.

---

Dentro de la casa, Bran Darek se despertó de una larga siesta. Sus ojos se ajustaron lentamente a la penumbra, reconociendo el familiar entorno de su hogar. Se incorporó con pesadez, mirando a su alrededor en busca de señales de sus hijos, pero todo estaba en silencio. Una sensación de inquietud comenzó a formarse en su pecho. Se levantó de la cama, sus movimientos torpes por el letargo, y empezó a recorrer la casa.

—Helena, Alejandro, ¿dónde están? —llamó Bran, su voz resonando en las paredes vacías.

Repitió sus nombres varias veces mientras revisaba toda la casa, pero no obtuvo respuesta alguna. El silencio era absoluto, y la ausencia de sus hijos le pesaba más con cada segundo. Salió al pequeño jardín, entrecerrando los ojos debido a la luz del atardecer que bañaba el paisaje. No había ni rastro de ellos.

"Qué extraño, ¿dónde se habrán metido estos chicos?" pensó Bran, sintiendo una creciente preocupación.

Sin perder más tiempo, salió de su propiedad y comenzó a caminar por el pueblo. Su cojeo dificultaba el paso, pero no se detuvo, guiado por su instinto paternal. A medida que avanzaba, su mirada escrutaba cada rincón, buscando alguna pista de sus hijos. En su camino, se cruzó con un vecino, Las.

—Hola, Las, ¿has visto a mis hijos? —preguntó Bran con apremio.

—Hola, Bran. No, no los he visto. Deben de estar tramando alguna de sus travesuras —respondió Las con una sonrisa despreocupada, antes de continuar su camino.

Bran lo observó marcharse, pero la respuesta no le tranquilizó. Decidido, aceleró lo más que pudo, convencido de que sus hijos podían estar en el bosque. Su preocupación crecía a medida que se adentraba en el bosque, donde el denso follaje y los árboles antiguos creaban un ambiente sombrío y cargado de misterio.

Su experiencia como cazador le permitió notar las pequeñas huellas en la tierra, posiblemente de Helena y Alejandro. Siguiendo las marcas, su mirada se alzó y, tras un enorme árbol, vislumbró algo imposible. Una criatura gigantesca, mitad alce, mitad oso, de pelaje blanco y cuernos que se extendían hacia el cielo. La bestia tenía una postura imponente, y sus ojos lo miraban con una inteligencia que lo dejó sin aliento.

Bran quedó paralizado, el miedo recorriendo su cuerpo. Sabía que no debía mirarla directamente a los ojos, temía provocar alguna reacción. Bajó la vista a las enormes patas de la criatura, tan inusuales como el resto de su apariencia. Nunca en su vida había visto algo tan extraño y majestuoso. Lentamente, comenzó a retroceder, consciente de su cojera y del peligro que corría.

Sin embargo, de pronto, perdió de vista a la bestia. Desconcertado y asustado, miró a su alrededor, buscando frenéticamente. No sabía si la criatura se había desvanecido o simplemente había desaparecido en las sombras. El pánico comenzó a apoderarse de él. Dio un paso atrás con torpeza, decidido a abandonar el lugar, pero entonces sintió un impacto brusco contra algo invisible.

Bran cayó al suelo, completamente desconcertado. Alzó la vista y no vio nada, pero el golpe había sido real. Extendió una mano temblorosa y sintió una extraña resistencia en el aire. Parecía estar tocando algo sólido, pero invisible a sus ojos. A medida que sus manos tanteaban el aire, fue delineando la forma de un hocico gigantesco. Escuchó la respiración pesada de algo enorme justo frente a él.

Retrocedió, aterrorizado, y en ese momento, la entidad invisible comenzó a revelarse ante él. La misma bestia que había visto antes, solo que esta vez emergía de su camuflaje invisible, mostrando su verdadera forma.

El miedo lo embargó, y sin poder contenerse, Bran soltó un grito que resonó por todo el bosque, su voz llenando el aire con una mezcla de terror y desesperación.

MINUTOS ANTES…

Helena, Alejandro y Arlo descansaban juntos bajo la sombra de un imponente árbol. Los rayos del sol se filtraban a través del follaje, iluminando parcialmente el claro donde se encontraban. Padre Arlo hablaba con calma, y los niños lo escuchaban atentos mientras miraban al misterioso visitante que los acompañaba.

—Me agrada la aventura, y este bosque me pareció un lugar perfecto para explorar. Es un paraje realmente hermoso —comentó Arlo con una sonrisa, admirando el entorno.

Helena lo observaba con cierta desconfianza. Era extraño encontrar a alguien como él en un lugar tan remoto, y su instinto le decía que había algo más detrás de su presencia.

—No es un lugar al que alguien llegue por casualidad. Debes conocerlo bien para estar aquí —dijo Helena con tono sagaz, levantando una ceja.

Alejandro, impresionado por la agudeza de su hermana, desvió la mirada hacia Arlo, esperando una respuesta. El visitante, sorprendido y divertido por la observación de la joven, no pudo evitar sonreír.

—Me has descubierto, joven dama. Estoy aquí cumpliendo una misión —respondió Arlo, con un aire de misterio en su voz.

Antes de que pudiera revelar más detalles sobre su misión, un grito desgarrador rompió la calma del bosque. Helena y Alejandro se sobresaltaron al instante, y sus rostros se llenaron de pánico al reconocer la voz. No había duda alguna de quién era.

—¡Es papá! —gritaron ambos al unísono, con los ojos abiertos de terror.

Sin pensarlo dos veces, los tres se lanzaron a correr hacia el origen del sonido. Alejandro y Helena, conocedores del terreno, iban al frente, moviéndose con rapidez entre los árboles y arbustos. Arlo los seguía de cerca, esforzándose por mantener el ritmo.

Otro grito resonó, haciéndolos detenerse de golpe. Se quedaron en completo silencio, con los corazones acelerados, tratando de escuchar la dirección exacta de la voz.

—El sonido viene de aquí —dijo Alejandro, apuntando hacia un sendero más frondoso.

Sin perder tiempo, Helena y Arlo siguieron sus indicaciones, avanzando con dificultad por el suelo húmedo y resbaladizo, esquivando ramas bajas, charcos y el lodo que dificultaba su avance.

—No escuchamos nada más... No sé por dónde seguir —dijo Alejandro con la voz cargada de ansiedad.

—Tranquilos, escuchemos con atención —intervino Arlo, tratando de calmarlos.

—Tengo miedo, es papá… Él es muy débil —dijo Helena, con una nota de desesperación en su voz.

—No podemos esperar más —insistió Alejandro, decidido.

—Solo un momento, cálmense, estén alerta —pidió Arlo, manteniendo la serenidad.

Esperaron en silencio, conteniendo la respiración, hasta que un tercer grito, más cercano y desesperado, rompió la quietud del bosque.

—Ahí está, sigamos —dijo Arlo con firmeza.

—¡VAMOS! —gritó Alejandro, tomando la delantera.

Los tres corrieron con todas sus fuerzas en dirección al sonido, sus pisadas resonando sobre la tierra blanda. Finalmente, llegaron al lugar de donde provenían los gritos. Ante sus ojos, vieron a su padre tendido en el suelo, paralizado, con una criatura gigantesca encima de él, mucho más grande de lo que podrían haber imaginado.

—¡PAPÁ! —gritaron Alejandro y Helena al unísono, sus voces llenas de angustia.

Arlo se detuvo unos pasos atrás, permitiendo que los niños avanzaran. Observaba la escena con cuidado, sin perder detalle, mientras Alejandro y Helena, impulsados por la adrenalina, tomaban piedras del suelo, listos para defender a su padre.

Bran, aún en el suelo, volteó la cabeza y vio a sus hijos con las piedras en las manos, dispuestos a atacar.

—¡Hijos, aléjense, por favor, no se acerquen! —exclamó Bran con la poca fuerza que le quedaba.

Pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Helena y Alejandro no hicieron caso a la advertencia y se prepararon para lanzar las piedras. La criatura, al notar el movimiento, giró la cabeza hacia ellos y, en un movimiento inesperado, levantó sus enormes patas y se impulsó en un salto increíble, más alto que cualquier rana. Los niños quedaron paralizados, convencidos de que su fin había llegado.

Sin embargo, la criatura aterrizó justo al lado de Padre Arlo, derribándolo al suelo sin causarle daño. Los niños, con el corazón en la garganta, se giraron lentamente, esperando lo peor.

En ese instante, Bran, reuniendo las últimas reservas de su energía, se levantó y corrió hacia sus hijos, abrazándolos con fuerza, dispuesto a protegerlos de la amenaza que creía inminente. Pero, para su sorpresa, la criatura no atacó. En lugar de eso, lamió a Arlo con su gigantesca lengua, mientras este reía y acariciaba al animal con familiaridad.

Bran, aún jadeando por el esfuerzo y el miedo, no pudo comprender lo que veía. Sus hijos, que momentos antes estaban aterrados, se miraron entre sí con incredulidad, pasando del miedo al alivio.

Arlo, aún en el suelo, se giró hacia ellos con una sonrisa apacible.

—Chicos, este ser es mi mejor amigo… Se llama Nerón —dijo Arlo con una risa tranquila, acariciando la cabeza de la gigantesca criatura.

FIN CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3: El Mensaje Urgente

Alejandro y Helena descansaban cómodamente sobre el lomo de Nerón mientras Bran y Arlo caminaban a su lado, dirigiéndose de vuelta al pueblo. La brisa era suave, y el paisaje, con el sol descendiendo en el horizonte, ofrecía un respiro de tranquilidad tras la tensa situación que acababan de vivir.

—Nunca había visto un animal como este —dijo Bran, mirando a Nerón con una mezcla de asombro y curiosidad.

—A todos les sorprende cuando lo ven por primera vez —respondió Arlo con una sonrisa—. Impone respeto, pero es una dulzura. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Alejandro y Helena, que escuchaban la conversación desde su posición sobre Nerón, rieron mientras acariciaban el suave y cálido pelaje del gigante. El animal, lejos de ser intimidante, les transmitía una calma que nunca antes habían sentido.

—A los niños les agrada. Pensé que tendrían miedo... —comentó Bran, observando cómo sus hijos interactuaban con Nerón.

—Tus hijos son los niños más valientes que conozco —dijo Arlo, con un tono de admiración sincera en su voz.

Bran sonrió, aunque su expresión cambió rápidamente a una de preocupación. Una tos seca interrumpió el momento de paz.

—Gracias... Un poco de felicidad en sus vidas les hace bien —murmuró Bran, antes de que la tos lo interrumpiera nuevamente.

—¿Estás bien? —preguntó Arlo, frunciendo el ceño, preocupado por la salud de Bran.

Alejandro y Helena se giraron de inmediato, alarmados por el estado de su padre. La tos se intensificaba y, a cada segundo, Bran parecía más débil.

—Sí, solo es el susto... y el cansancio... —intentó tranquilizarlos Bran, pero sus palabras se vieron ahogadas por los violentos estornudos que le siguieron.

La situación se agravó rápidamente. Bran comenzó a toser de manera incontrolable, cada vez más fuerte, hasta que sus piernas no pudieron sostenerlo más. Con un último esfuerzo por mantenerse de pie, cayó al suelo desmayado. El sonido de su cuerpo golpeando el suelo resonó con fuerza, rompiendo el aire sereno que los rodeaba.

—¡Papá! —gritaron Alejandro y Helena al unísono, descendiendo rápidamente de Nerón para correr hacia él.

Arlo también se agachó de inmediato para prestar ayuda. Bran yacía inconsciente, su respiración errática, mientras sus hijos intentaban con desesperación reanimarlo.

---

La noche había caído, y Bran finalmente recuperaba la conciencia. Aún algo aturdido, sus ojos se ajustaron lentamente a la penumbra de la habitación. Al mover la cabeza, notó la pequeña figura de Helena dormida profundamente a sus pies. Con ternura, se acomodó y alargó el brazo para tomar su mano, sintiendo su calidez y respiración tranquila. A lo lejos, distinguió a Arlo y Alejandro acercándose. Alejandro llevaba un vaso de agua en las manos, caminando con cautela para no despertar a su hermana.

—¿Papá, estás bien? —preguntó Alejandro en un susurro, su rostro reflejando preocupación.

—Sí, hijo —respondió Bran en el mismo tono bajo, intentando no romper la calma que envolvía el ambiente—. Debe haber sido agotamiento. Corrí demasiado.

Alejandro asintió en silencio y le entregó el vaso de agua. Bran lo tomó con manos temblorosas, pero logró beberlo de un solo sorbo, sintiendo cómo el frescor del agua aliviaba su garganta seca. Arlo, con suavidad, se inclinó y levantó a Helena en brazos. Con delicadeza, la colocó junto a Bran, quien la recibió con una sonrisa agradecida.

—No quiere alejarse de ti —dijo Arlo en voz baja, su mirada cálida reflejaba preocupación.

—Gracias —murmuró Bran, apenas audible, sintiendo una profunda gratitud hacia Arlo por todo lo que estaba haciendo.

Helena, aún sumida en sus sueños, se acurrucó instintivamente junto a su padre, buscando su protección. Bran la envolvió con su brazo, abrazándola con cariño mientras apoyaba la cabeza en la almohada. A pesar de su debilidad, la cercanía de sus hijos le devolvía una sensación de paz.

—Continúa descansando —le sugirió Arlo, en un tono suave pero firme.

Alejandro se acercó a Bran y, con un gesto lleno de amor, lo abrazó. Luego, con ternura, se inclinó para dar un beso en la frente a su hermana, quien apenas se movió en respuesta, sumida en su profundo sueño. Tras asegurarse de que su padre estaba cómodo, Alejandro siguió a Arlo hacia la salida de la casa, dejando que el silencio de la noche reinara nuevamente en el hogar.

Afuera de la casa, Arlo sale en busca de Nerón, quien ha activado su camuflaje para no alarmar a los habitantes del pueblo. Alejandro lo sigue, sin saber de esta peculiar habilidad de la bestia.

—¿Dónde está Nerón? —preguntó Alejandro, mirando alrededor, confundido.

—Tiene la capacidad de volverse invisible como medida de protección —explicó Arlo con una sonrisa—. Es un poco tímido, y la gente no siempre reacciona bien cuando lo ve.

—¡Vaya, tu bestia es realmente asombrosa! —dijo Alejandro, asombrado.

—Gracias —respondió Arlo, con modestia.

—¿Está justo aquí? —preguntó Alejandro, con los ojos muy abiertos, intentando ver lo que era invisible.

Arlo, divertido, tomó la mano de Alejandro y lo guió hacia donde Nerón descansaba en silencio.

—Aquí está. ¿Puedes sentirlo? —dijo Arlo mientras Alejandro extendía la mano, sorprendido al sentir la calidez de la criatura bajo sus dedos, aunque a simple vista no había nada allí.

—No puedo creerlo. Es muy extraño... —dijo Alejandro, fascinado.

—Yo diría que es maravilloso —corrigió Arlo con una sonrisa—. Este mundo está lleno de cosas asombrosas. Es por eso que amo viajar, conocer criaturas como Nerón y vivir aventuras. Aprendes cosas que nunca imaginarías.

Alejandro se quedó maravillado, palpando la silueta invisible de Nerón. Arlo lo observaba, perdido en sus propios recuerdos de cuando conoció al animal por primera vez. Pero la curiosidad de Alejandro lo devolvió al presente.

—Antes, en el bosque, ibas a contarnos a mi hermana y a mí por qué viniste aquí —dijo Alejandro, con los ojos fijos en Arlo.

—Sí, justo antes de que ocurriera lo de tu padre —recordó Arlo, suspirando.

—¿Puedes contármelo ahora? —preguntó Alejandro, lleno de intriga.

—Vine a entregar una carta al burgomaestre de este pueblo —respondió Arlo, mirando a lo lejos.

—¿Al señor Brim? —dijo Alejandro, con reconocimiento.

—No sé su nombre. Solo sé que debo hablar con él y entregarle la carta —dijo Arlo.

Alejandro se ofreció a guiarlo, dándole indicaciones sobre cómo encontrar la casa del Sr. Brim.

—Debes ir a la casa más lujosa, justo allí vive el Sr. Brim —le indicó Alejandro.

—Está bien, lo haré —respondió Arlo, asintiendo.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Alejandro, con la esperanza de seguir siendo parte de la aventura.

Arlo negó suavemente con la cabeza.

—No, debes quedarte aquí, cuidar a tu padre y a tu hermana. Además, tengo una tarea muy importante para ti —dijo Arlo, con una mirada seria.

Los ojos de Alejandro se iluminaron, esperando recibir una misión emocionante.

—Debes cuidar de Nerón mientras hablo con el Sr. Brim. ¿Puedes hacerlo por mí? —pidió Arlo, con una sonrisa.

Alejandro se sintió un poco decepcionado, esperando algo más emocionante. Sin embargo, aceptó con un asentimiento.

—Está bien, estaré atento —respondió, aunque su voz no ocultaba su decepción.

Antes de partir, Arlo se detuvo y realizó un gesto extraño, colocando sus manos sobre su frente mientras recitaba un hechizo en voz baja.

—¡Illusiu Perceptum! —dijo Arlo, y en ese momento, sus manos brillaron con una luz celeste, iluminando la oscuridad.

Alejandro, sorprendido y asustado, intentó retroceder, pero Arlo lo sostuvo firmemente.

—Quédate quieto, solo será un segundo —dijo Arlo con calma.

Alejandro, sintiendo un leve dolor en la frente, se agitó.

—¿Qué estás haciendo? ¡Me duele! —dijo Alejandro, luchando por liberarse.

Finalmente, logró soltarse y cayó al suelo, mirando desconcertado mientras Arlo se alejaba. Pero entonces, al levantar la vista, vio algo que lo dejó boquiabierto: frente a él, Nerón se volvía visible lentamente, su imponente figura ya no oculta por el camuflaje.

—Ahora puedes verlo. Por favor, estate atento para que no se aleje. Hay un saco de zanahorias cerca de ti. Si tiene hambre, dale una —dijo Arlo, con una sonrisa traviesa.

Alejandro aún estaba procesando lo que acababa de ocurrir.

—¿Pero qué has hecho? —preguntó Alejandro, desconcertado.

—Magia —respondió Arlo con un guiño.

Con esa última palabra, Arlo se dio la vuelta y se dirigió hacia la casa del Sr. Brim, dejando a Alejandro sentado junto a un visible Nerón, aún asimilando la extraña e increíble experiencia que acababa de vivir.

---

Frente a la majestuosa residencia del señor Brim, Arlo se detuvo, su mirada recorriendo cada detalle de la imponente casa. Aquel contraste entre la suntuosidad de la vivienda y las modestas cabañas circundantes no pasó desapercibido. El brillo de las ventanas y las fuentes de agua en los jardines parecía reflejar una vida de privilegios que pocos en Aldenar podrían siquiera imaginar.

Con una profunda respiración, Arlo avanzó hacia la puerta principal. Sus nudillos golpearon la madera con firmeza, y tras unos instantes, la puerta se abrió revelando a una anciana que, pese a sus años, mostraba un porte refinado.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó la anciana con voz firme pero amable.

—Buenas noches. Traigo una carta importante para el burgomaestre —respondió Arlo, mostrando la misiva que sostenía en su mano.

—¿Tu nombre, por favor? —dijo la anciana, en un tono que no dejaba lugar a imprecisiones.

—Mi nombre es Arlo.

La anciana, a quien Arlo identificó como Ana, le dirigió una mirada de evaluación antes de continuar:

—Señor Arlo, por favor, déjeme la carta y yo me aseguraré de que el señor Brim la reciba.

Arlo frunció el ceño, manteniendo su tono diplomático pero insistente.

—Es sumamente importante que yo sea quien la entregue en persona.

—Como podrá entender, es bastante tarde y el señor Brim ya se encuentra descansando. Le sugiero que me deje la carta y mañana temprano se la haré llegar —insistió Ana, con la misma amabilidad inflexible.

Arlo dio un paso hacia adelante, tratando de contener su impaciencia.

—No me está entendiendo, señora. Es de carácter urgente, y las vidas de este pueblo están en peligro.

Antes de que Ana pudiera responder, desde el interior de la casa se escuchó la áspera voz de Brim, resonando como una orden incuestionable:

—Ana, cierra la puerta y sube. ¡Te necesito aquí!

La anciana dio un paso hacia atrás, cerrando la puerta con un leve suspiro de disculpa.

—Lo siento, señor Arlo. Si no me deja la carta, le pido que regrese mañana. Buenas noches.

La puerta se cerró suavemente, dejando a Arlo solo bajo la luz tenue de las antorchas que adornaban el jardín. Se quedó inmóvil por un instante, procesando la situación.

—Parece que tendré que hacerlo por la fuerza —murmuró, mirando a su alrededor en busca de una entrada alternativa.

Con la agilidad de un cazador experimentado, Arlo se deslizó hacia la parte trasera de la casa, donde una pequeña ventanilla abierta le ofreció la oportunidad perfecta. Con un susurro, invocó su magia.

—Vaporis Transmutatio —murmuró, mientras su cuerpo comenzaba a desvanecerse en una bruma etérea, flotando hasta atravesar la ventanilla y materializándose de nuevo dentro de la casa.

Con pasos silenciosos, recorrió los pasillos en penumbra, deteniéndose brevemente en cada esquina para asegurarse de que no lo habían detectado. Al llegar a las escaleras, observó a la señora Ana subiendo lentamente, y aprovechó el momento para entrar en una habitación cercana, esperando que pasara de largo.

Cuando la anciana desapareció de su vista, Arlo continuó su avance hacia el salón principal. Allí, sentado en un imponente sillón de cuero, se encontraba el señor Brim, quien bebía con aire despreocupado, ajeno a la intrusión que se desarrollaba a su alrededor.

—Ana, ¿eres tú? —preguntó Brim, sin molestarse en girar la cabeza.

Arlo, oculto en las sombras, respiró profundamente antes de dar un paso adelante.

—Señor Brim, tengo algo para usted —dijo, con voz firme pero serena.

Brim giró violentamente hacia la voz, su rostro revelando sorpresa y temor al encontrarse con la figura de Arlo en su sala.

—¿Quién eres? ¿Cómo entraste aquí? —exclamó, su voz temblorosa.

—No fue Ana. Entré por mis propios medios —respondió Arlo, tratando de calmar la situación.

Brim, presa del pánico, comenzó a moverse hacia las escaleras, gritando:

—¡Ana, ven rápido! ¡Este hombre ha entrado a la casa!

Arlo suspiró, sabiendo que las palabras ya no calmarían a Brim.

—No me dejas elección —murmuró.

Levantó las manos, y una luz azulada comenzó a irradiar de ellas.

—Chronos Stasis —pronunció, mientras una ola de energía mágica se extendía por la habitación.

Brim quedó congelado en el acto, inmóvil pero consciente. Sus ojos se movían con pánico, pero el resto de su cuerpo estaba atrapado en una burbuja temporal.

—Te he congelado en el tiempo. Puedes verme y escucharme, pero no te puedes mover —dijo Arlo, acercándose lentamente a su ahora inmóvil interlocutor.

Sacó la carta de su bolsillo y la sostuvo frente a los ojos de Brim.

—Lee esta carta. Es crucial para el pueblo.

Los ojos de Brim, aunque llenos de miedo, comenzaron a seguir las palabras escritas, descifrando el mensaje mientras Arlo lo observaba con paciencia. La tensión en la habitación era palpable, pero el hechicero sabía que había hecho lo necesario para asegurar que el mensaje llegara a su destino.

“Querido señor Brim,

Espero que esta carta llegue a sus manos en un momento oportuno. Permítame presentarme, soy un informante en nombre del reino de Avarindor. He descubierto información crucial que necesita conocer de inmediato.

Existe una creciente sospecha en Avarindor de que hay un espía del reino de Marion infiltrado en sus tierras. La preocupación y el miedo han aumentado, y nuestras autoridades están buscando incansablemente al culpable. Hasta el momento, desconocemos la identidad de este espía.

Lamento informarle que, como resultado de esta situación, el reino de Avarindor ha llegado a la decisión de tomar medidas drásticas. Están considerando la destrucción de todo el pueblo de Aldenar debido a las sospechas de que podría ser un escondite o punto de operaciones para el espía en cuestión.

Quiero enfatizar que no estoy en favor de esta decisión, y he decidido actuar como intermediario para evitar esta tragedia. Mi objetivo es que se evite cualquier acción precipitada y que el pueblo de Aldenar no sufra por la posible culpa de un individuo.

Ruego encarecidamente que, como líder de Aldenar, use su influencia para dialogar con las autoridades de Avarindor y encontrar una solución pacífica a esta situación. No podemos permitir que un acto irreflexivo afecte a inocentes.

Por favor, señor Brim, tome esta carta en serio y actúe con rapidez. La vida de todos los habitantes de Aldenar está en peligro. La diplomacia y la cooperación son nuestras mejores armas en estos tiempos oscuros.

Espero que podamos evitar una catástrofe innecesaria y mantener la paz en esta tierra.

Atentamente,

Un informante preocupado”

Cuando Brim terminó de leer, sus ojos reflejaban la gravedad de la situación. Arlo guardó la carta y extendió sus manos hacia el burgomaestre.

—Te voy a descongelar. Espero que puedas perdonarme —dijo, con un tono de genuino pesar.

La magia se disipó, y Brim cayó al suelo con un leve gemido. El ruido fue suficiente para despertar a la señora Ana, quien, confundida, descendió rápidamente las escaleras.

—Señor Brim, ¿está usted bien? ¿Qué fue ese ruido? —preguntó con preocupación.

Al ver a Arlo de pie junto a su amo, el color abandonó su rostro.

—Eres tú. Te dije que no podías entrar. Señor Brim, lo siento mucho, intenté detenerlo —se disculpó, alarmada.

Brim, aún tembloroso, se levantó lentamente, recomponiéndose.

—Ana, ve a dormir. Este hombre y yo debemos discutir algunos asuntos —ordenó con voz grave, mientras lanzaba una mirada intensa a Arlo.

FIN DEL CAPÍTULO 3.

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