¡ADVERTENCIA...!
los personajes e historia son totalmente ficticios y no representan sucesos ni personas reales
EL PASADO DE UN JOVEN
El sol, perezoso en el cielo de la tarde, arrojaba una luz dorada sobre la pequeña tienda que Frank atendía con la dedicación de quien sabe que el tiempo se mide en horas largas y silenciosas. Apenas había terminado de preparar su café cuando, al levantar la mirada, vio a tres hombres que se acercaban por el camino. Sus pasos levantaban el polvo en una vereda donde rara vez se veía gente nueva, lo que despertó de inmediato su curiosidad.
Frank no los reconoció. No eran de la vereda, eso estaba claro, y aunque su andar no mostraba prisa, había algo en sus rostros que no cuadraba con la serenidad del entorno. Él, sentado detrás del mostrador, los observó en silencio, tratando de descifrar sus intenciones antes de que pronunciaran palabra.
Uno de ellos, de semblante adusto y mirada penetrante, fue el primero en romper el silencio. "¿Están tus padres en casa?", preguntó sin rodeos.
Frank, sin dejar de mirarlo a los ojos, respondió con calma. "No, salieron por un rato, pero si necesitan comprar algo, aquí estoy."
El hombre asintió, como si esa respuesta fuera suficiente, pero su mirada parecía escudriñar algo más allá de las palabras de Frank. "Volveremos más tarde," dijo al fin, con un tono que no admitía réplica. Luego, antes de girar sobre sus talones, le dedicó una sonrisa enigmática que dejó a Frank aún más confundido.
Mientras los tres hombres se alejaban por el mismo camino por el que habían llegado, Frank se quedó sentado, inmóvil, con una sensación de inquietud que no lograba sacudirse. En la calma aparente de aquella tarde rural, la visita inesperada de esos extraños parecía una grieta en la cotidianidad, una señal de que algo más se movía bajo la superficie tranquila de su vida.
Se levantó de su asiento, sin dejar de pensar en ellos. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? En ese rincón del mundo, donde todos se conocían y las visitas no anunciadas eran una rareza, esos hombres representaban un misterio que Frank no podía dejar de masticar en su mente mientras volvía a sus labores, aún envuelto en una intriga silenciosa.
La noche había caído con una espesura que apagaba hasta los susurros del viento. Frank, de apenas catorce años, suspiró desde su cama, perdido en los pensamientos que a menudo le asaltaban en la soledad. “Nada podría cambiar en mi vida”, se dijo a sí mismo, con esa certeza que sólo los jóvenes pueden tener cuando el mundo parece detenido y monótono. Cerró los ojos, confiado en que el amanecer lo encontraría en el mismo lugar, con las mismas rutinas, en la tienda que atendía casi las veinticuatro horas del día.
Pero el destino, que siempre acecha desde las sombras, tenía otros planes.
En mitad de la noche, un estruendo lo arrancó de su sueño. Sobresaltado, creyó que sus padres habían regresado del trabajo. Sin embargo, aquel ruido no se parecía en nada al sonido familiar de la puerta abriéndose. Era algo más profundo, más cercano a un rugido en la oscuridad, y pronto, el eco de disparos se coló entre las paredes de la casa, sacudiendo el silencio. Frank, paralizado, se acurrucó bajo las mantas, su mente inundada de pensamientos, de miedos que no se atrevía a nombrar. Pero el cansancio y el miedo lo vencieron, y antes de darse cuenta, el sueño lo sumió en un abismo de inquietud.
Al amanecer, un golpe seco en la puerta lo despertó. Medio aturdido, Frank se levantó y abrió la puerta con la confusión aún empañando sus ojos. Frente a él, varios hombres armados lo observaban con expresiones que no correspondían con la calma del paisaje matutino.
"Tranquilo, hijo, estarás seguro con nosotros", dijo uno de ellos, con una sonrisa tan cálida como inquietante. El hombre tenía un aire afable que contrastaba con las armas que colgaban de su hombro. “Ahora acompáñanos”, añadió con voz firme.
Sin dejar que Frank procesara lo que estaba ocurriendo, lo llevaron a un campamento improvisado entre los árboles. Lo sentaron en un tronco cortado a la mitad, y pronto comenzó el interrogatorio. “¿Qué fue lo que realmente pasó anoche?”, preguntó uno de los hombres, con el tono de quien busca respuestas que ya conoce. Frank, aún aturdido, no lograba encajar las piezas. El miedo lo tenía atrapado en una especie de neblina que le nublaba el juicio. El hombre frente a él se inclinó, con la paciencia de un cazador, y continuó: “Hubo una masacre. Mataron a todos tus vecinos. Encontramos cuerpos en los caminos, pero nadie sabe quién lo hizo. ¿Dónde estabas tú cuando todo pasó? ¿Dónde están tus padres?”
La mención de sus padres lo golpeó como un mazazo. Una lágrima traicionera resbaló por su mejilla antes de que pudiera contenerla. La incertidumbre sobre el destino de su madre y su padre se clavaba en su mente como espinas. Sus manos comenzaron a temblar, y su corazón latía con tal fuerza que sentía que todo su cuerpo se estremecía.
De repente, una voz grave y autoritaria rompió el ambiente tenso. “¡Ya déjenlo! No lo molesten más. Lo ha perdido todo, no sigan hurgando en su dolor”. El que habló era un hombre de presencia imponente, cuyo tono no admitía discusión. Claramente, era alguien de autoridad entre ellos. Con un gesto cortante, el interrogatorio cesó. Frank miró al hombre con una mezcla de temor y alivio, aunque la sombra de lo desconocido seguía persiguiéndolo.
Pasaron algunos minutos antes de que Frank reuniera el valor para hablar. “¿Qué está pasando?” preguntó, su voz quebrada. “¿Es verdad lo que dicen?”
El hombre, que había permanecido en silencio, lo miró con una mezcla de disgusto y resignación. “Acompáñame. Te llevaré de vuelta a casa.”
El camino de regreso fue una travesía silenciosa, sólo el sonido de sus pasos sobre la tierra seca los acompañaba. Cuando se acercaban al poblado, el grupo se detuvo bruscamente. Frente a ellos, el cadáver de un hombre yacía en el camino, destrozado por la violencia de la noche anterior. Frank no pudo contener el horror que se arremolinaba en su estómago y se arrodilló, vomitando mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. El hombre, aquel que lideraba el grupo, lo observaba con una mezcla de lástima y dureza. Se llamaba Bastian, y su rostro, endurecido por años de guerra, no mostraba ni un rastro de compasión.
“Ya sabes lo que le pasó a tus padres”, dijo Bastian, su voz cargada de una seriedad incuestionable. “Ahora elige: puedes volver a tu casa vacía, donde no hay más que peligro, o puedes unirte a nosotros. Lucha contra quienes hicieron esto. Hazte fuerte. Sobrevive.”
Frank, entre sollozos, alzó la mirada hacia Bastian. El dolor y la desesperanza se mezclaban en sus ojos juveniles. Bastian, con un tono más suave, pero igualmente firme, le ofreció una mano para que se levantara. “Levántate. Yo te haré fuerte, o al menos lo suficiente para que seas útil.”
La elección, aunque marcada por el dolor, parecía inevitable. De la mano de Bastian, Frank se levantó, con el peso de la tragedia sobre sus hombros. Regresaron al campamento, donde comenzaría una historia de supervivencia y transformación, en un mundo que ya no tenía espacio para la inocencia.
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Personaje desconocido: —¿Está ocupada, doctora? Vengo por los resultados de los análisis.
La doctora Valy alzó la mirada de golpe, sus párpados temblaron apenas un instante antes de asentir en silencio. Su mano, rígida pero rápida, hizo un gesto hacia la silla frente a su escritorio. El hombre obedeció sin apuro, dejándose caer con una calma que parecía ajena a la densidad del aire en la habitación. Cruzó las piernas y apoyó una mano en el reposabrazos, sus dedos tamborileando apenas, un ritmo pausado, calculador.
Doctora Valy: —Ah, sí, ya le muestro... —murmuró, y sus dedos revolvieron los papeles con más urgencia de la necesaria. Un borde de hoja se arrugó bajo su tacto. Tragó saliva y, con un tirón torpe, extrajo un sobre, aferrándolo con más fuerza de la debida. Sus tacones resonaron brevemente en el suelo cuando avanzó, los pasos cortos, apurados, como si el aire a su alrededor la empujara hacia adelante.
—Aquí están los resultados de los últimos meses. Mire, tome.
El hombre tomó el documento con movimientos firmes, sin desviar la vista de su rostro. Valy, en cambio, bajó la mirada, ocupándose en alisar una arruga inexistente en su bata.
Personaje desconocido: —Hmm, muy interesante... —murmuró, deslizando las hojas con parsimonia. Sus ojos recorrían cada línea con la meticulosidad de quien busca un error, una grieta entre los datos.
—Es impresionante cómo han corregido los errores del experimento anterior.
La respiración de Valy se hizo más corta.
Doctora Valy: —S-sí... —la palabra apenas escapó de su boca. Se inclinó un poco hacia él, su mano temblorosa señalando una sección del informe.
—Los quince niños parecen mostrar una mayor tolerancia hacia los entrenamientos. Incluso algunos han avanzado más rápido que los demás. P-pe... pero el impacto psicológico es distinto en cada uno. Muy diferente al experimento anterior. Mire... lea aquí.
El hombre no respondió. Sus dedos pasaban las hojas con una parsimonia exasperante, como si cada palabra solo confirmara algo que ya tenía claro. El crujir del papel se mezcló con el zumbido lejano de la lámpara fluorescente. Valy contuvo el aliento sin darse cuenta. El silencio no duró mucho, pero cayó sobre la habitación como una losa.
Doctora Valy: —Podríamos intentar darles un respiro, ¿sabe? —dijo de repente. Su voz, más firme de lo habitual, cargaba un matiz de determinación que no estaba allí antes.
—Dejar que abran sus mentes, que se conozcan entre ellos y exploren más el mundo. —Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa, un destello de esperanza en medio del aire opresivo.
—Digo, podría motivarlos a continuar... y considerando que...
Personaje desconocido: —¡NO! —la palabra explotó en la sala, un golpe seco que se estrelló contra las paredes.
La respiración de Valy tropezó en su garganta. Su sonrisa se apagó de inmediato, borrada como si nunca hubiera existido.
—Hay que apretar más —sentenció él, su voz desprovista de toda emoción—. Intensificar el experimento.
Doctora Valy: —¿Pero su salud mental...? —balbuceó, un hilo de angustia tiñendo su tono.
El hombre cerró el documento con un chasquido y se lo tendió con un movimiento brusco antes de ponerse de pie.
—No podemos darnos el lujo de detenernos solo para darles un respiro.
Las palabras fueron tajantes, inapelables. Valy bajó la mirada, mordiendo el interior de su mejilla hasta que el sabor metálico le rozó la lengua. Sus nudillos palidecieron sobre el informe que ahora apretaba contra su regazo. Podía sentir la presión de sus pensamientos golpeando contra su cráneo, la impotencia enredándose en su estómago como un nudo cada vez más apretado. Pero no dijo nada. No podía.
El hombre se dirigió a la puerta sin voltear. El sonido de sus pasos se desvaneció en el pasillo, seguido de un suave clic cuando la puerta se cerró tras él. Valy se quedó inmóvil, el eco de la conversación aún reverberando en su mente.
Al día siguiente, en medio de la selva, la humedad pesaba en el aire, pegajosa sobre la piel. El canto lejano de las aves resonaba entre los árboles, el único sonido que rompía el manto de quietud. El sol apenas despuntaba en el horizonte, sus rayos filtrándose con timidez a través del follaje denso, proyectando sombras fragmentadas sobre la tierra húmeda.
El claro se extendía ante ellos, bañado por una luz grisácea que se filtraba entre las copas de los árboles. Quince niños estaban alineados en una fila impecable, inmóviles como estatuas. Eran adolescentes entre los 12 y 16 años, de ambos sexos, con la piel perlada de sudor y las miradas hundidas en una mezcla de seriedad y agotamiento. Sus espaldas se mantenían rectas, pero sus respiraciones delataban el esfuerzo contenido.
Frente a ellos, el entrenador recorría la línea con pasos medidos, su mirada recorriendo cada rostro como si evaluara la resistencia en sus pupilas. A su lado, dos analistas garabateaban notas con precisión quirúrgica, ajenos a los temblores sutiles en los músculos juveniles. Más atrás, la doctora Valy observaba en silencio, los brazos cruzados sobre su bata blanca como si ese simple gesto pudiera contener la sensación de incomodidad que se arrastraba en su pecho.
El día comenzó con la rutina habitual: un calentamiento extenuante que pronto se transformaría en un castigo para el cuerpo.
"Ellos son el futuro de la Brigada del Páramo..." pensó Valy, sus dedos apretando los codos con más fuerza. "Pero hay algo en este experimento que me estremece, algo que no me agrada en absoluto."
El crujido de la tierra bajo las pisadas, las respiraciones entrecortadas, el chasquido del látigo de la voz del entrenador instando a más, más rápido, más fuerte… todo se mezclaba en una sinfonía sofocante. Los niños no solo se esforzaban; se quebraban en silencio.
Los analistas apenas alzaban la vista de sus cuadernos, indiferentes a las piernas que flaqueaban, a los dedos que se crispaban en un intento desesperado de mantenerse en pie. El entrenador, sin piedad, empujaba a cada uno más allá del límite, como si buscara destilar la debilidad de sus cuerpos a fuerza de agotamiento.
El sol trepaba lento sobre el cielo, testigo indiferente de la escena. Entre sudor, gritos ahogados y miradas vacías, el día avanzaba, pesado como una piedra sobre el pecho de Valy.
Tiempo después...
En el interior de una oficina improvisada, la tenue luz de una lámpara parpadeaba sobre el escritorio abarrotado de informes. La doctora Valy revisaba cada hoja con atención, el ceño fruncido en una mezcla de concentración y cansancio. El papel crujía entre sus dedos cuando una voz grave y ligeramente ronca rompió el silencio.
Jasper: —Doctora, ¿cómo va el experimento? Han pasado dos meses y no he sabido nada al respecto.
La mano de Valy se crispó sobre los documentos. Su mirada saltó hacia la silueta que se erguía en la entrada, con el corazón martilleándole el pecho.
Doctora Valy: —S-señor, deme un momento, por favor.
Sus dedos revolvieron el escritorio con una prisa torpe, apartando papeles como si entre ellos pudiera encontrar una respuesta más favorable. Finalmente, sacó un informe y se acercó a Jasper, su brazo extendido con un leve temblor.
Doctora Valy: —Aquí están los informes.
Jasper no hizo ademán de tomarlos. En su lugar, caminó lentamente hasta la silla junto al escritorio y se dejó caer con una calma inquietante. Cruzó una pierna sobre la otra y la miró sin pestañear.
Jasper: —No me los entregues, dame un resumen. Háblame.
La doctora tragó saliva y asintió, presionando los informes contra su pecho como si fueran un escudo.
Doctora Valy: —En los primeros meses, los niños superaron varios de los errores del proyecto anterior. Durante la segunda etapa, alcanzaron muchas de nuestras metas establecidas. —Se detuvo un segundo, su respiración entrecortada.
—Pero en la tercera etapa... algo cambió.
Jasper arqueó una ceja.
Doctora Valy: —Algunos no lograron avanzar. Su resistencia mental comenzó a fracturarse. Varios colapsaron. Se desplomaban de repente, como si sus cuerpos se rindieran antes que sus mentes.
El hombre inclinó la cabeza, sus dedos tamborileando lentamente sobre el reposabrazos.
Jasper: —Hmm... muy bien. Eso es normal en el proceso de selección. Solo los mejores continúan.
El labio inferior de Valy tembló antes de apretarlo entre sus dientes.
Doctora Valy: —Pero, señor... —Su voz se quebró un instante antes de recuperar firmeza—. No soportarán mucho más. Si seguimos exigiéndoles en las próximas etapas, algunos no solo abandonarán… morirán.
Un silencio denso llenó la habitación. Afuera, el viento golpeó la lona de la estructura con un murmullo apagado, como si el mismo entorno contuviera la respiración.
Jasper frunció el ceño y se inclinó hacia adelante, sus dedos entrelazándose sobre la rodilla. Su voz adquirió un filo cortante.
Jasper: —Eso no importa. Quiero que se intensifiquen las pruebas. La disciplina debe ser cada vez más estricta hasta que queden solo seis.
El estómago de la doctora Valy se encogió.
Doctora Valy: —Pero, señor... ¡Eso podría causar trastornos y daños irreversibles en los niños!
Jasper soltó un suspiro breve, como si la interrupción le resultara tediosa.
Jasper: —Doctora, escúcheme bien. No desarrolle emociones por los niños del experimento. Ellos no son más que herramientas.
Valy sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su piel, ya pálida, pareció perder aún más color.
Jasper: —El propósito del experimento es crear armas humanas. —Se reclinó en la silla, sus ojos clavados en ella con una determinación gélida—. Estos niños deben llevar sus capacidades al límite, más allá de lo que cualquier ser humano ordinario podría imaginar. Quiero soldados letales, esenciales para la transformación regional. Con ellos, cumpliremos nuestros objetivos.
El silencio que siguió fue tan denso como la humedad de la selva. Afuera, el murmullo lejano de insectos se filtraba entre las paredes de lona, indiferente a la conversación que pesaba en el aire.
Valy bajó la mirada. Sus manos, apretadas sobre los documentos, temblaban apenas.
Doctora Valy: —E... esos niños son i... incapaces de sentir hambre, sed, sueño o cualquier tipo de deseo. —Su voz se quebró un poco, pero se forzó a continuar—. Muchos de sus rasgos humanos han desaparecido... ya son un arma mortal. ¿Por qué quiere más, se... señor?
Una leve curva se dibujó en los labios de Jasper, pero su sonrisa carecía de calidez.
Jasper: —No vine a escuchar por qué no perfeccionarlos, doctora. Vine por los resultados de los últimos dos años.
Las manos de Valy se movieron con torpeza entre los papeles, sus dedos enganchándose en los bordes.
Doctora Valy: —C-claro, señor. —Tragó saliva, obligándose a hablar con claridad—. En la cuarta y última etapa, los niños comenzaron a desarrollar fortalezas físicas y mentales. Son buenos resultados porque, por fin, podrán pasar a la etapa final. Umm... Bastian mencionó que la etapa final sería... sería la práctica real.
Jasper asintió lentamente, como si ya hubiera anticipado esa respuesta.
Jasper: —Perfecto. Le ordenaré que intensifique una última prueba al máximo.
El peso de esa orden cayó sobre Valy como una losa. Ella asintió, pero su mente seguía atrapada en una única certeza: no importaba cuánto resistieran aquellos niños. Nunca sería suficiente.
Los nudillos de la doctora Valy se tornaron blancos sobre la mesa. Sus labios se entreabrieron, pero por un instante, ninguna palabra salió.
Doctora Valy: —Señor… eso… eso no es entrenamiento. —Su voz apenas se sostenía, como si cada sílaba amenazara con quebrarse—. Es tortura.
Jasper esbozó una sonrisa ladeada, como si su angustia le divirtiera.
Jasper: —Relájate, doct. —Se inclinó hacia atrás, cruzando una pierna sobre la otra con una calma insultante—. Los que caigan serán los afortunados. Los que queden en pie… ya no serán ellos mismos.
Sus ojos brillaron con una emoción difícil de descifrar, un destello entre la satisfacción y algo más oscuro.
Valy sintió un vacío abrirse en su estómago. Se aferró a los bordes de su escritorio, como si la madera pudiera sostenerla cuando su propia voz temblaba.
Doctora Valy: —Los que queden… —tragó saliva, pero la sensación amarga seguía en su garganta—. No podrán ser salvados. No podrán sentir nada. Serán solo… cascarones vacíos.
Jasper la observó por un instante, y luego sonrió, sin prisa.
No hubo necesidad de palabras. Su silencio lo decía todo.
El día prometido llegó.......
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Bastian avanzó con paso firme hasta quedar frente a los dieciséis jóvenes. Sus botas removieron el polvo seco del suelo. Nadie se movió. Nadie siquiera parpadeó.
Bastian: —La prueba final del entrenamiento de comandos especiales está por comenzar. Solo seis de ustedes serán seleccionados.
El viento agitó las hojas de los árboles. Silencio. Miradas fijas. Espaldas rectas.
Desde la penumbra, Jasper emergió, sus pasos apenas audibles sobre la tierra húmeda. Se detuvo junto a la doctora Valy, inclinando ligeramente la cabeza hacia ella sin apartar los ojos de los niños.
Jasper: —¿Vas a registrar la prueba final, doctora? No recuerdo haberte dado esa orden.
Valy dio un respingo, sus dedos se crisparon sobre el maletín que llevaba.
Doctora Valy: —S-señor, yo… solo estoy aquí por si ocurre una emergencia. Para ofrecer asistencia médica, nada más.
Jasper giró apenas el rostro para mirarla. No dijo nada al instante. No hizo falta. Su expresión bastó para que Valy bajara la mirada.
Jasper: —Durará varios días.
La doctora humedeció los labios, tragó saliva. Un hormigueo le recorrió los brazos, pero antes de que el miedo le atara la lengua, sus palabras se precipitaron.
Doctora Valy: —Por favor, señor. Déjeme quedarme. Prometo no interferir.
Jasper la observó un segundo más de lo necesario. Su boca se torció en una leve mueca, un gesto entre la burla y la indiferencia.
Jasper: —Está bien. Pero no molestes a Bastian. Y no hables con los niños.
Se giró de nuevo hacia el claro. La conversación había terminado.
La doctora sintió el aire escapar de sus pulmones en un susurro.
Doctora Valy: —Gracias, señor…
Su voz se perdió entre el susurro de la selva.
Miró a los niños. Eran cuerpos en pie, pero no estaba segura de que fueran personas. Ojos vacíos, piel tensa sobre rostros sin expresión.
Una sonrisa se dibujó en su rostro. No porque estuviera tranquila.
Era la única manera de evitar que sus labios temblaran.
Los días se alargaban como sombras estirándose al caer la noche, mientras los niños se caían, uno a uno, desmoronándose bajo el peso de la tortura. En cada caída, un suspiro silencioso se desvanecía en el aire caliente del campamento. La doctora Valy mantenía su postura rígida, pero su corazón golpeaba como un tambor cada vez que un cuerpo caía. Por las noches, su rostro, antes sereno, se transformaba. Los sollozos ahogados sacudían su pecho, pero su voz nunca osaba alzarla.
El cuarto día llegó con el séptimo niño desplomándose al suelo, su cuerpo tembloroso y empapado en sudor. Valy corrió a su lado, los dedos de sus manos temblando al buscar un pulso.
Doctora Valy: —Sigue vivo, pero apenas respira... ¡Necesito atenderlo urgente!
En su voz temblorosa, la urgencia era clara. Bastian observó desde la distancia, su rostro impasible como el frío acero, mientras sus ojos brillaban con una ligera satisfacción.
Bastian: —Muy bien, ayúdenlo a salir de aquí.
La orden salió con la misma frialdad, pero esta vez, fue acompañada de una sonrisa fugaz, como una sombra de placer ante el sufrimiento ajeno.
Bastian: —¡Muy bien! Los seis que quedan en pie ahora son comandos especiales. Laven esos cuerpos sucios. Quiero verlos limpios a las tres.
El aire se espesó con la tensión mientras los niños, ya apenas humanos, se movieron como autómatas. Nadie dijo palabra alguna. Solo los cuerpos, sin expresión, continuaban la rutina que los mantenía en pie.
Bastian se acercó a Frank, su mirada fija en el chico que, en su silencio, parecía más una máquina que un ser humano.
Bastian: —Felicidades, hijo. Has resistido. No solo me siento orgulloso de ti, sino que estaré aquí para guiarte en la práctica.
Frank no respondió de inmediato. Sus ojos permanecieron fríos y lejanos, como si ya no hubiera nada más que desear. Su voz fue baja, pero firme.
Frank: —Aún hay mucho más que aprender. No olvide lo que prometió: volverme fuerte.
Bastian asintió lentamente, como quien escucha una frase olvidada.
Bastian: —Excelente. Ahora, descansa. El camino apenas comienza.
Frank caminó hacia la quebrada sin un solo gesto que indicara cansancio, sin una sombra de emoción en su rostro. En el agua helada, se sumergió sin titubear, mientras la corriente parecía arrastrar su humanidad junto con la suciedad del día.
Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, la escena había cambiado.
Frank estaba cubierto de pintura de camuflaje, sosteniendo un cuchillo empapado en sangre, el filo reflejando la luz de la luna. A sus pies, un cuerpo yacía en el barro, la vida drenada, mientras los demás niños, en silencio, rodeaban el escenario de su victoria. La victoria que no era celebrada, sino simplemente aceptada. Los murmullos de la victoria eran solo ecos lejanos en la quietud de la noche, una victoria sin alegría, sin emoción, solo el sonido de la sangre derramada sobre la tierra.
Días después.......
El despacho de Jasper estaba sumido en una quietud pesada, solo interrumpida por el leve sonido del papel al ser entregado. La doctora Valy, nerviosa, colocó el informe sobre la mesa. Las palabras flotaban en el aire entre ellos, tensas, como si pudieran romperse con un solo movimiento.
Jasper: —¿Qué opinas del joven Frank, doctora?
Valy levantó la vista hacia él. Sus ojos se encontraron, y en su pecho, el ritmo de su respiración aumentó un poco.
Doctora Valy: —Los análisis... los seis jóvenes expuestos al experimento han... perdido todo vestigio de humanidad. Cuerpos vacíos, solo shells... pero Frank...
Su voz titubeó, como si las palabras pudieran traicionar su propia incredulidad.
Doctora Valy: —Frank es diferente. Ha superado... algo más. Como si algo ajeno a él se hubiera apoderado, creando una nueva personalidad...
Jasper permaneció en silencio, sus ojos fijos en ella, la ligera inclinación de su cabeza mostrando interés. La luz tenue de la oficina no dejaba que su rostro expresara mucho más.
Jasper: —¿Alguien interfirió en su desarrollo más allá de lo que se había permitido?
La pregunta cortó el aire. Valy tragó saliva, sintiendo el peso de la mirada de Jasper. Intentó encontrar algo en su mente para calmarse, pero el nerviosismo era evidente en el temblor de su voz.
Doctora Valy: —¿Podría ser que... su capacidad bélica sea... mayor a la registrada? ¿Eso... eso sería un problema o una ventaja?
Intentó suavizar la tensión con la pregunta, pero la sensación de peligro seguía presente en cada palabra.
Jasper dejó que el silencio se alargara antes de responder, sus ojos ahora fríos, evaluando cada palabra.
Jasper: —Mientras esté de nuestro lado, no hay nada de qué preocuparnos. Ha cumplido misiones que pensábamos... imposibles. Es sutil. Y sí, podría ser... valioso.
La doctora, al escuchar su respuesta, sintió el peso de sus propias palabras como una carga que no quería cargar. Intentó seguir en su observación, pero el miedo la invadió de nuevo. Su pregunta salió antes de que pudiera detenerla.
Doctora Valy: —¿Y no teme arriesgarlo demasiado? Si sigue como los demás, en cualquier momento... podría morir, ¿no?
Su voz se rompió al final, y un temblor recorrió sus manos mientras las observaba, sin atreverse a levantar la mirada.
Jasper no respondió de inmediato. La mirada fija y calculadora nunca abandonó su rostro. El silencio se volvió denso entre ellos hasta que finalmente habló, pero las palabras parecían tener un peso extraño, un conflicto que apenas comenzaba a entender.
Jasper: —Por mi posición, no debería preocuparme por la muerte de un camarada... Pero esta vez... lo intentaré. Intentaré conservarlo.
Su tono era casi un susurro, cargado de algo que ni él mismo podría explicar. La respuesta parecía vacía, pero había algo en la forma en que lo dijo que hizo que Valy se detuviera a pensar, aunque no pudiera ponerle un nombre exacto.
CAPITULO 1
La región estaba dividida en siete pueblos principales. Al sur, donde la vida era más fácil pero también más peligrosa, estaban Vermeja, Celeste, Vetania, Planada y Lucitania, todos bajo el yugo de La Banda del Sur. Al norte, más cerca de los páramos, se encontraban Brisas y Colonia. De estos, sólo Colonia se mantenía libre, protegida por la Brigada del Páramo. Las disputas se concentraban en los territorios fronterizos, especialmente en Vermeja, Celeste y Brisas, donde la lucha entre las dos organizaciones era feroz y constante.
LA ENTRADA
Años después…
Soy Máximo, tengo 16 años y nací en la región de Vetania. Desde que tengo memoria, los enfrentamientos entre dos organizaciones, la Banda del Sur y la Brigada del Páramo, han hecho de mi vida un infierno. Vivimos atrapados entre balas y sangre, heredando un conflicto que no pedimos y del que no sabemos cómo escapar. Esta región, rica en minerales y montañas hermosas, se convirtió en el campo de batalla de su codicia.
Me encanta recorrer Vetania, pero la guerra no nos deja vivir tranquilos. "Maldita sea… cómo odio esto", me repito cada día mientras veo los cadáveres apilados al azar, víctimas de una lucha que no tiene sentido. Este lugar es increíblemente hermoso, pero su belleza queda enterrada bajo el miedo constante. Quisiera recorrer sus montañas en paz, escuchar el viento y olvidar todo lo que sucede.
Mis padres… trabajan muy lejos, en la región de Celeste. Hace años que no los veo. A veces pienso que ya se olvidaron de mí. Me duele reconocerlo, pero tal vez sea cierto. Aquí todo se está desmoronando, y no sé cuánto más podré aguantar. Estoy harto… quiero huir… escapar de esta pesadilla.
Tomás estaba con ellos en la pradera, con su habitual energía que lo hacía parecer un volcán a punto de estallar. Estuvo en silencio durante unos minutos, pero de repente se puso de pie de un salto, con una mano descansando en su cintura y los ojos recorriendo a cada uno de los presentes.
—Muchachos, ya no puedo soportar esto. Ustedes tampoco, así que no finjan que no pasa nada.
Su tono era firme, dejando claro que no era una sugerencia. Las miradas del grupo se cruzaron en silencio, pero Asael, quien estaba sentado con las piernas estiradas y jugando con un tallo de hierba entre los dedos, fue el primero en hablar.
—¿Qué crees, Tomás?
Otro, apoyado contra una roca, levantó la cabeza con lentitud antes de hablar.
—Cada vez se oye más que los del Páramo quieren conquistar estas tierras. —Su tono despreocupado no lograba disimular el peso de lo que decía.
A pocos metros, uno de los chicos mantenía la vista fija en el suelo. Su cuerpo estaba quieto, pero la rigidez de sus hombros delataba sus pensamientos.
—Eso es lo que he oído, pero… ¿qué creen que podamos hacer para cambiar esto? —dijo finalmente, su voz apenas un murmullo que se perdió entre el viento.
Tomás, siempre el primero en reaccionar, no dejó que la duda flotara mucho tiempo. Se giró hacia el grupo, su rostro iluminado por la convicción.
—¿Qué les parece si nos unimos a la Banda del Sur? Al final, ellos son los que tienen el poder aquí.
Las palabras parecieron caer como piedras sobre la pradera. Algunos evitaron su mirada, mientras otros fruncieron el ceño en silencio. El más joven del grupo, que hasta entonces había permanecido al margen, se levantó de golpe.
—¿Cómo? ¡Ellos también son opresores! Cobran impuestos injustos, son malos con la gente.
Tomás lo encaró, dando un paso hacia él. Su postura era tan desafiante como su voz.
—¿Y no has oído lo que se dice de la Brigada del Páramo? Donde pasan, arrasan con todo. Asesinan sin piedad a inocentes. Por su culpa vivimos con este miedo constante.
El chico abrió la boca para responder, pero no encontró palabras. La fuerza de los argumentos de Tomás era innegable, y el grupo lo sabía.
—Es cierto, ellos son peores —dijo una chica con entusiasmo, rompiendo el silencio. Había permanecido en las sombras, pero ahora sus ojos brillaban con emoción—. Yo digo que sería emocionante. Quiero portar un arma y pelear por nuestro pueblo.
Su entusiasmo parecía chocar con la incertidumbre del resto, pero también encendía una chispa en el grupo. Uno de los muchachos levantó la mirada hacia Tomás, aunque su voz sonó insegura.
—¿Pero cómo entraríamos a la Banda del Sur?
Tomás respondió con una sonrisa confiada, como si la respuesta fuera obvia.
—No se preocupen. Tengo un amigo allá que puede facilitarnos el ingreso a la organización.
Las miradas del grupo se cruzaron. Había sorpresa, miedo y algo de esperanza en sus rostros. Sin embargo, no todos estaban convencidos.
Uno de ellos, con el ceño fruncido, dio un paso atrás.
—Yo no voy a hacer eso. Ellos también son malos con la gente.
—No importa. Cobardes… —gruñó Tomás, barriendo con la mirada a los que seguíamos allí. Sus ojos se detuvieron en Máximo, perforándolo con su intensidad—. Cuento contigo, ¿verdad?
El chico parecía atrapado en un torbellino. Su expresión, normalmente tranquila, ahora estaba llena de incertidumbre.
—Eh… deberíamos pensarlo. Al menos un poco —balbuceó finalmente, sin levantar la mirada del suelo.
Tomás apretó los labios, pero no insistió. Máximo, en cambio, parecía cargado por un peso invisible mientras el silencio caía entre ellos.
La tarde avanzaba, y el cielo se teñía de un rojo abrasador, como si reflejara el conflicto interno que atormentaba a los habitantes de Vetania. Las calles se llenaron de murmullos, como el murmullo de un río creciente.
—Dicen que la Brigada del Páramo ya está cerca.
—Es muy probable que se enfrenten…
—¡Dios, qué peligro!
Máximo caminó con paso lento entre las casas. Su mirada se perdió en las montañas distantes, cuyas siluetas se recortaban contra el atardecer. Inspiró profundamente, pero el aire no parecía aliviar su ansiedad.
—Nada de esto tiene solución… —murmuró, deteniéndose frente a una roca en el camino. Se dejó caer sobre ella, con los codos apoyados en las rodillas, mirando la nada. Una idea fugaz cruzó por su mente: ¿qué se sentiría estar ahí arriba, con un arma en las manos?
La noche descendió como un manto pesado, y el mundo alrededor pareció difuminarse. Pero la espera continuaba.
Tres días despues Máximo pateaba las piedras del suelo sin detenerse, cada movimiento cargado de impaciencia. Asael, a unos metros de distancia, estaba apoyado contra un árbol, los brazos cruzados y la mirada clavada en el camino.
—¿Estás seguro de que vendrán? —preguntó Máximo, sin ocultar su ansiedad. Su voz resonó en el aire inmóvil.
Tomás, con los brazos detrás de la espalda, trataba de mantenerse firme, aunque había algo en su postura que sugería que también estaba empezando a dudar.
—Claro que sí. —Su voz era más baja que antes, pero aún intentaba sonar seguro—. Dijeron que esperáramos aquí. No pensé que tardarían tanto, pero estoy seguro de que no nos dejarán plantados.
El ambiente pesaba como una piedra. El aire inmóvil, cargado de tensión, parecía oprimirlos con cada minuto que pasaba. Asael, apoyado contra un árbol, tamborileaba los dedos sobre su brazo cruzado, rompiendo el silencio con un suspiro irritado.
—Uhmm, espero que no nos hagan perder el tiempo aquí. Como odio esperar… Si no llegan, Tomás, te las verás conmigo, ¿eh? —Su tono pretendía ser ligero, pero la advertencia se filtraba entre las palabras.
Tomás apenas levantó la vista, rascándose la nuca como si intentara ahuyentar la incomodidad. De pronto, un sonido rompió la monotonía: el ronroneo de un motor a lo lejos. Una camioneta blanca emergió en el horizonte, avanzando lentamente hasta detenerse frente a ellos.
—¡Mira! Por fin llegaron —dijo Máximo, dejando escapar un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.
Pero la camioneta no se movió más. Las puertas permanecían cerradas, y los minutos empezaban a alargarse. Asael dio un paso adelante, con los labios apretados.
—¿Y ahora qué, Tomás? ¿Se quedarán ahí para siempre o piensan salir? —Su voz tenía un filo frustrado que no intentó disimular.
Máximo giró la cabeza hacia él, con una ceja levantada.
—¿Por qué no vas tú y preguntas si son ellos? —sugirió, aunque la ironía en su tono no pasó desapercibida.
Tomás alzó las manos, nervioso, como si el gesto pudiera detener las miradas que lo presionaban.
—Eh… no, mejor esperemos un poco más —murmuró, desviando la vista hacia la camioneta.
Entonces, la puerta del conductor se abrió con un chirrido seco. Un hombre bajó, su rostro endurecido por la impaciencia.
—¿Y ustedes qué esperan? ¡Vamos, entren rápido! —espetó, con una voz cortante que no daba lugar a dudas.
Los tres intercambiaron miradas antes de moverse. Subieron al vehículo sin decir palabra, las dudas colgando en el aire como un nudo en sus gargantas. Dentro, el ambiente no mejoró. Un hombre de rostro frío y afilado los observó desde el asiento trasero, sus ojos evaluándolos como si estuviera midiendo su utilidad.
El silencio duró apenas un instante.
—Tú, Tomás, te irás a otro lugar —dijo el hombre con una voz seca, rompiendo cualquier ilusión de seguridad.
Antes de que pudieran reaccionar, la puerta trasera se abrió de golpe. Una mano firme los empujó fuera del vehículo sin miramientos. Asael y Máximo cayeron al suelo polvoriento mientras la camioneta arrancaba con un rugido, dejando tras de sí una nube de tierra que se disipó lentamente.
—¿Qué rayos fue eso? —preguntó Asael, su voz llena de incredulidad mientras se sacudía el polvo de la ropa.
Máximo miró hacia la espesura, todavía tratando de procesar lo que acababa de suceder, cuando una voz grave emergió desde las sombras.
—¡Hey, muchachos, por aquí!
Ambos se giraron instintivamente, sus cuerpos tensos como resortes. Entre los árboles apareció un hombre delgado, vestido completamente de negro. Su rostro estaba oculto parcialmente por la oscuridad, pero su tono no dejaba espacio para dudas.
—¿Ustedes son los nuevos? Vengan conmigo.
Se miraron entre sí, una chispa de incertidumbre cruzando sus expresiones. No había palabras, solo un entendimiento silencioso: no tenían elección.
El hombre se giró y comenzó a caminar sin esperar respuesta. Asael y Máximo lo siguieron en silencio, atravesando un sendero estrecho que serpenteaba entre los árboles. La vegetación era densa, y el aire olía a tierra húmeda y hojas aplastadas. Finalmente, tras unos minutos que se sintieron eternos, el bosque se abrió para revelar un campamento oculto entre las sombras. Tiendas de lona, luces parpadeantes y figuras que se movían como espectros en la oscuridad los recibieron sin una sola palabra.
El campamento era un hormiguero de actividad. Hombres y mujeres se movían con urgencia, cargando cajas repletas de provisiones, revisando mapas extendidos sobre mesas improvisadas, y ensamblando armas con una destreza que parecía casi mecánica. Sus manos trabajaban con una precisión que contrastaba con la tensión en sus rostros. Al cruzar la entrada, Máximo sintió un peso invisible sobre sus hombros. Todas las miradas se volcaron hacia ellos, escaneándolos de pies a cabeza con una frialdad que lo hizo tragar saliva. Asael, en cambio, bajó la vista, como si quisiera hacerse invisible.
Los condujeron hacia el centro del campamento, donde un banco hecho de troncos los esperaba. El hombre que los había guiado se detuvo frente a ellos, inclinando ligeramente la cabeza.
—Esperen aquí. Siéntanse cómodos —dijo, aunque su tono no tenía nada de amable.
Máximo y Asael se sentaron, sus cuerpos tensos como cuerdas a punto de romperse. A su alrededor, los murmullos del campamento continuaban, entrecortados por el crujido de botas sobre el terreno seco y polvoriento. Un grupo a la derecha discutía en voz baja mientras señalaba un mapa; a la izquierda, una mujer limpiaba su rifle con movimientos metódicos, sin apartar la mirada de su tarea. Todo parecía funcionar con una sincronía casi militar, pero el aire estaba cargado, como si el lugar pudiera estallar en cualquier momento.
El sonido de pasos pesados los sacó de su ensimismamiento. Un hombre alto y de hombros anchos se acercaba. Cada pisada parecía afirmar su autoridad antes de que siquiera hablara. Vestía un chaleco de camuflaje que llevaba las marcas del uso constante, y una pistola descansaba en su cadera como una amenaza silenciosa. Su mirada, dura como el acero, se clavó en ellos.
—Bien, ustedes están aquí porque quieren ser parte de nuestras filas —dijo, su voz grave cortando el aire como una navaja.
Máximo asintió automáticamente, sintiendo un nudo apretarse en su garganta. Asael, en cambio, evitaba el contacto visual, su atención saltando nerviosamente entre los soldados cercanos y los árboles que bordeaban el campamento.
—Mi nombre es Artur —continuó el hombre, cruzando los brazos frente a ellos—. Voy a explicarles cómo funcionan las cosas aquí.
Con un gesto rápido, les indicó que se levantaran. Máximo lo hizo casi de inmediato, aunque sus piernas sentían el peso del cansancio y la incertidumbre. Asael tardó un poco más, sus movimientos reflejando un conflicto interno que trataba de disimular.
—En este campamento hay reglas —dijo Artur, recorriendo con la mirada cada uno de sus gestos—, y no son negociables. Aquí no estamos para salvar a nadie. Estamos para ganar. La guerra no perdona a los débiles, y nosotros tampoco.
Su tono no dejó espacio para preguntas. Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y comenzó a caminar, obligándolos a seguirlo. A medida que avanzaban por el campamento, Artur señalaba con movimientos bruscos los distintos puntos de actividad.
—Guardia, logística, entrenamiento físico y militar… —enumeró mientras pasaban junto a un grupo de soldados que corrían cargados con mochilas—. Cada uno aquí tiene un rol. Y si no lo cumplen, no tienen lugar entre nosotros.
Máximo observaba cada detalle: las carpas organizadas en filas, los soldados practicando maniobras con seriedad, las pilas de municiones cuidadosamente apiladas junto a los equipos de radio. Todo tenía un propósito. Asael, por su parte, mantenía las manos apretadas en los bolsillos, su mirada pasando de un lado a otro como si intentara asimilarlo todo de golpe.
Artur se detuvo frente a una mesa donde un grupo de hombres trazaba líneas sobre un mapa. Sin girarse, lanzó una última advertencia:
—Demuéstrenme que tienen lo que se necesita. Aquí no hay segundas oportunidades.
Mas tarde Artur regreso y los guió hasta una zona apartada del campamento, lejos del bullicio principal. Era un claro rodeado de árboles altos, donde unas lonas desgastadas colgaban como techo improvisado. Bajo ellas, había un puñado de mesas y sillas hechas con madera sin pulir. Sobre una de las mesas descansaba un fusil desarmado junto a un mapa manchado de tierra.
—Este será su punto de partida —anunció Artur, deteniéndose frente a ellos con las manos cruzadas a la espalda—. Aquí aprenderán lo que significa ser parte de la Banda del Sur. No piensen que será fácil. Aprenderán a usar armas, a sobrevivir en el terreno y a moverse como sombras. Su cuerpo y su mente serán llevados al límite. Si fallan, no habrá lugar para ustedes aquí... ni en ningún otro lugar.
Su mirada dura los atravesó como una daga. Máximo sintió un nudo en el estómago, pero mantuvo el rostro inexpresivo. A su lado, Asael tensó la mandíbula, su postura rígida como si ya se estuviera preparando para recibir órdenes.
—¿Entendido? —preguntó Artur, su voz como un trueno.
Ambos asintieron al unísono, aunque la verdad era que no sabían en qué se estaban metiendo.
Durante los días siguientes, el entrenamiento comenzó con una intensidad que no dejaba espacio para el descanso. Cada mañana, antes del amanecer, los hacían correr cuesta arriba por senderos cubiertos de piedras sueltas. El frío de las montañas cortaba la piel, y el aire escaso hacía que cada paso se sintiera como un martillazo en los pulmones.
—¡Más rápido! ¿Eso es todo lo que tienen? —gritaba uno de los instructores, mientras corría detrás de ellos con una rama en la mano, golpeando el suelo a cada paso.
Máximo jadeaba, sus piernas ardiendo como si estuvieran hechas de fuego, pero seguía avanzando. Asael, a su lado, apretaba los dientes, su respiración un gruñido constante.
Cuando no corrían, practicaban con armas. Artur les enseñó a desmontar y montar un fusil con los ojos vendados.
—En el campo, no tendrán luz ni tiempo para cometer errores. Un arma que no funciona es una sentencia de muerte.
Las manos de Máximo temblaban mientras intentaba seguir las instrucciones. Cada vez que fallaba, Artur golpeaba la mesa con fuerza, el sonido retumbando en sus oídos.
—¡Concéntrate! Tu vida depende de esto.
Los días eran agotadores. Sus cuerpos se llenaban de raspones, moretones y cortes. Por la noche, cuando finalmente se tumbaban sobre los improvisados catres, el cansancio era tan aplastante que las palabras quedaban atrapadas en sus gargantas. Pero incluso en ese agotamiento, Máximo no podía evitar pensar.
Cerraba los ojos y veía las colinas de Vetania, los campos donde jugaba de niño, la mirada preocupada de su madre. Una parte de él deseaba estar en casa, lejos de este mundo de órdenes y balas. Pero otra parte, una que apenas comenzaba a reconocer, se sentía viva. Había algo en esta lucha, en este desafío, que lo hacía querer seguir adelante.
Las semanas se convirtieron en un torbellino de rutina: resistencia, combate, estrategia. Máximo notaba pequeños cambios en su cuerpo y mente. Su respiración era más controlada, sus movimientos más precisos, pero las dudas seguían acechando en el fondo de su mente.
En una de esas noches silenciosas, mientras se sentaba junto a Asael frente a una fogata apagada, sus pensamientos lo alcanzaron de nuevo.
—¿Crees que esto valga la pena? —preguntó, casi en un susurro, sin apartar la mirada de las brasas agonizantes.
Asael, que afilaba un cuchillo con una piedra, detuvo sus movimientos. Miró a Máximo, sus ojos oscuros reflejando la misma incertidumbre.
—No lo sé —respondió después de un largo silencio—. Pero aquí estamos, ¿no?
Máximo asintió lentamente, sin saber si esa respuesta era suficiente.
Las estrellas brillaban sobre ellos, ajenas a sus conflictos internos. Y mientras el mundo dormía, Máximo se preguntó si alguna vez encontraría las respuestas que buscaba... o si solo se perdería aún más en esta guerra interminable.
El sol comenzaba a asomar, tiñendo de dorado las montañas que se extendían al horizonte. Máximo y Asael, parados en fila, sentían el peso del momento. El silencio era absoluto, roto solo por el canto lejano de las aves, que parecían dar la bienvenida al nuevo día con una melodía clara y distante. Cada trino, como si anunciara un futuro incierto, resonaba en la cabeza de Máximo, que sentía el nudo en el estómago. Dos meses de entrenamiento, dos meses de lucha interna, de desgaste físico y mental. Sus manos sudaban mientras sus ojos se mantenían fijos en Artur, quien, con su rostro impasible, evaluaba a los hombres que ahora formaban parte de su escudra.
Artur levantó la voz, un tono firme, casi imponente, que hizo que cada palabra pareciera clavarse en el aire.
—¡Compañeros! Hoy damos un paso más allá —dijo, y sus palabras retumbaron en el pecho de Máximo, como si estuviera escuchando un eco lejano que no podía escapar.
—En estos dos meses, les enseñé todo lo que pude. Y me enorgullece darles la noticia de que ustedes formarán una escudra propia.
Un leve suspiro escapó de los labios de Máximo, mezcla de incredulidad y alivio. El sueño de tener una escudra propia, de ser parte de algo más grande, parecía tan cercano como lejano. ¿Realmente quería esto? ¿Ser una pieza más en la maquinaria de guerra del Sur, ser parte de una cadena de violencia y muerte?
El tiempo pasó rápido, y pronto llegaron nuevas órdenes. Tras dos meses de arduo aprendizaje, Máximo y Asael fueron asignados a una unidad distinta, bajo el mando de Sabaleta. El corazón de Máximo latió más rápido al escuchar su nombre. Sabaleta era una figura temida, un hombre cuyo simple nombre hacía que los demás callaran y lo miraran con respeto.
—¡Compañeros! Bienvenidos sean a mi unidad —dijo Sabaleta, con una voz profunda que cortaba el aire como una cuchilla. Sus ojos, fríos y evaluadores, pasaron de uno a otro con una rapidez inquietante, como si intentara medirlos con solo mirarlos.
A pesar de la imponencia de Sabaleta, Asael parecía adaptarse rápidamente, como si la dureza de la nueva unidad fuera algo natural para él. Pero para Máximo, el aire se volvió aún más espeso. Cada palabra, cada mirada de los demás, reforzaba la sensación de que no encajaba, de que nunca lo haría. Esta nueva unidad era más dura, más despiadada, y su líder aún más imponente. Los hombres aquí eran como máquinas, entrenados para eliminar cualquier rastro de duda, para no ser nada más que soldados. Y Máximo... Máximo sentía que se ahogaba en esa indiferencia. ¿Era eso lo que quería? ¿Convertirse en una máquina más en la guerra?
Las horas de guardia se alargaban como un castigo. La espera se volvía insoportable. Se encontraba solo, rodeado de la quietud de la noche, sumido en sus pensamientos oscuros, cuando una presencia lo sacó de su mente. La chica apareció, con el rostro endurecido por las mismas experiencias que todos los demás. Pero había algo en sus ojos que, de alguna manera, transmitía paz, una calma que él no entendía. Ella no dijo palabra alguna, solo ocupó su puesto junto a él, y en un gesto silencioso, él le cedió la guardia. Fue un acto extraño, pero reconfortante al mismo tiempo, como si, por un momento, el peso de la guerra se aligerara.
De regreso al campamento, las miradas de los demás lo perseguían como sombras. Las risas en sus espaldas, los murmullos a sus espaldas. Cada palabra, cada gesto, lo hacían sentirse más fuera de lugar. Cada día, el aislamiento se volvía más palpable, la sensación de ser un extraño en un mundo que no perdonaba a los débiles, a los que no encajaban. No solo se enfrentaba a los desafíos físicos del entrenamiento, sino a los emocionales, a esa constante lucha interna que lo consumía poco a poco.
El sol ya calentaba el aire, y la quietud del campamento era interrumpida solo por el sonido de los arbustos moviéndose con el viento. Sabaleta no necesitaba gritar, pero lo hizo. Su voz rompió el silencio como un trueno.
—¡Encargado! ¿Qué está haciendo, compañero? —la furia en sus palabras hizo eco en cada rincón del campamento. Los ojos de todos se voltearon, algunos con miedo, otros con incomodidad.
El encargado, aún adormilado, se incorporó rápidamente de entre los arbustos, sacudiéndose la pereza de encima. Con una expresión endurecida, se arrastró hacia la posición de Sabaleta, rascándose la cabeza y soltando un gruñido incomprensible.
—¡Ya voy! —masculló, apenas despertando por completo, mientras sus botas crujían sobre el suelo seco.
Sabaleta no esperó más, su mirada firme y penetrante apuntando directamente al encargado.
—¡Rápido! ¡Vaya a dar las órdenes del día!
El encargado, claramente irritado, dio media vuelta y, a regañadientes, comenzó a reunirse con el resto de los hombres. Entre bostezos y murmullos, los soldados se agruparon, algunos aún frotándose los ojos, otros mirando al suelo, como si la fatiga de la madrugada hubiera calado más profundo de lo que esperaban.
—¡A ver, compañeros! ¡Reúnanse! —gritó el encargado, la frustración evidente en su voz, como si fuera el único que entendiera la gravedad de la situación—. ¡Vamos rápido! ¡Necesito darles las órdenes del día! ¡No me hagan repetirlo!
Mientras los hombres se agrupaban torpemente, el encargado miraba hacia Sabaleta, buscando aprobación, pero Sabaleta ya no estaba allí, su mirada fija en otro punto, ajeno a las preocupaciones de los demás. La tensión seguía flotando en el aire, palpable.
—Voy a asignar los grupos para la guardia, la exploración, y los relevos de la avanzada. Presten atención a sus nombres. —El encargado levantó la voz, su tono ya más autoritario, pero los ojos de los soldados se perdían en el horizonte, como si la fatiga fuera más fuerte que la disciplina.
El encargado soltó una larga exhalación, casi exasperado.
—Ustedes dos, a hacer la exploración. Ustedes seis, a la guardia. Ustedes dos, los rancheros, ¡pónganse a hacer el almuerzo, que ya se están demorando! —Su voz retumbó sobre los soldados, pero pocos parecían escuchar realmente. El campamento seguía en su rutina, indiferente al orden y al caos.
El encargado se cruzó de brazos, mirando a sus hombres, esperando una reacción que nunca llegó. Solo el murmullo de los preparativos, el crujir de la maleza y el silbido lejano del viento rompían la aparente calma.
La falta de respuestas era palpable. Nadie parecía dispuesto a moverse rápido, ni siquiera con la amenaza de un grito más fuerte de Sabaleta. El día había comenzado, pero para ellos, parecía que el tiempo aún estaba detenido.
El sol pegaba fuerte, y la tierra seca bajo los pies de Máximo parecía quemar más con cada paso que daba. Sudaba a mares, cada gota de sudor deslizándose por su rostro, mientras su mente repetía una y otra vez la misma queja. ¿Por qué me tocó hacer la exploración hoy? pensaba, buscando alguna sombra en el horizonte que le diera un respiro. Con este calor, no entiendo cómo alguien puede estar tan tranquilo.
Sus ojos se fijaron en Sarah, que caminaba un poco más adelante. Su cabello liso y el uniforme impecable destacaban en medio de la tierra árida del campamento. Parecía que nada de lo que sucedía a su alrededor le afectaba. Un impulso de curiosidad hizo que se acercara a ella.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Máximo, tratando de romper el hielo, aunque las palabras parecían evaporarse antes de llegar a su destino.
Sarah no parecía molestarse. Se giró hacia él con una expresión serena, como si lo que le decía fuera lo más natural del mundo.
—Mis padres siempre fueron unos pésimos con mi... nunca me llevé bien con ellos. —Su voz, aunque tranquila, cargaba una sinceridad que hizo que Máximo frunciera el ceño, sorprendido. —Aquí, al menos, tengo la oportunidad de hacer algo por mí misma y no depender de nadie más.
La respuesta de Sarah lo dejó pensativo, pero Máximo no pudo evitar preguntar lo que realmente le inquietaba.
—¿Y crees que esta vida es difícil? Porque la verdad, yo la veo un caos.
Sarah soltó una risa, su rostro mostrando una mezcla de sorpresa y diversión.
—¡Jaja! Qué tonto eres. Esto, como estamos ahora, no es nada. Lo realmente difícil es entrar al ‘área’.
—¿El ‘área’? —preguntó Máximo, intrigado. La palabra resonaba en su cabeza, como si hubiera una capa de misterio que aún no lograba entender.
—¡Sí! Es donde se lucha de verdad. No todo es patrullaje, ‘tontito’. —Sarah lo miró con una sonrisa burlona pero que, de alguna manera, no era desagradable. —Lo que pasa es que eres nuevo, ¿cómo te llamas?
—Máximo. —dijo él, mirando el fusil que cargaba, el peso del arma casi equivalente al peso de su propia inexperiencia. —¿Y tú? ¿Ya has estado en combate?
Sarah se detuvo por un momento, su mirada se perdió en algún punto lejano, como si pensara en algo más allá de las palabras que acababa de decir.
—No... pero pronto me llevarán, seguro. —Soltó un suspiro y sonrió. —Ah, y me llamo Sarah, por si te interesa.
Con una última sonrisa ligera, giró sobre sus talones y comenzó a caminar de regreso al campamento, dejando atrás una sensación de amabilidad en el aire, como un susurro que se disolvía con el viento.
Máximo la observó irse, su mente atrapada en el eco de sus palabras. Sarah es agradable... pero, ¿qué pensará ella de mí? Pensaba, observando su fusil con la misma incertidumbre que sentía en su interior. Con este pedazo de fusil viejo que me dieron, seguro que no dejo una buena impresión.
Mientras avanzaba de vuelta al campamento, la sensación de ser un extraño en ese lugar se hacía más palpable. Los murmullos, las miradas, todo parecía recordarle que aún no encajaba. Pero, al menos, algo en Sarah lo había hecho sentir un poco menos solo en medio de todo ese caos.
Al caer la tarde, el calor del campamento parecía menos sofocante, pero una nueva sensación flotaba en el aire: la tensión. El sonido de los pasos apresurados, los murmullos nerviosos entre los hombres, todo indicaba que algo no estaba bien. Antonio, el líder de la unidad, se alzó ante todos con una seriedad que congeló el ambiente. Su rostro mostraba la gravedad de la situación, y cuando abrió la boca, el tono grave de su voz resonó en cada rincón del campamento.
—¡Esta madrugada atacaron a una unidad en Brisas! —dijo con firmeza. La noticia cayó sobre los hombres como una losa. Máximo, que aún no se acostumbraba a los giros bruscos de la guerra, apretó los dientes, sintiendo cómo el miedo comenzaba a apoderarse de él. Pero Antonio no dio espacio para dudas.
—Creemos que la Brigada del Páramo está planeando algo. ¡Tenemos que estar listos para lo que sea! —El mensaje era claro y directo, y las palabras de Antonio vibraron en el aire, cargadas de una urgencia que parecía aumentar el peso del momento.
El campamento comenzó a tomar vida propia bajo la dirección de Antonio. Los hombres se movían rápido, organizándose en pequeños grupos, preparando equipos y reforzando la seguridad. Máximo observó a su alrededor, sintiendo el peso de la responsabilidad que se comenzaba a cargar sobre él. Sabía que las cosas se estaban poniendo serias. Antonio continuó hablando, sus palabras marcando cada paso a seguir.
—Vamos a reforzar la seguridad, asignar nuevas guardias y preparar nuestras avanzadas. Hay que estar alertas. ¡Lo que sea que vengan a hacer, estamos listos!
La urgencia en su voz se transmitió como un fuego entre todos. Los hombres se dispersaron rápidamente, con una intensidad renovada, como si la amenaza que pendía sobre ellos les hubiera infundido una energía imparable. El campamento, que en la mañana había sido un lugar de silencio, ahora se había transformado en un hervidero de actividad. Máximo, por un instante, se quedó inmóvil, observando a su alrededor, con el corazón acelerado. Algo en su interior le decía que el destino de todos estaba a punto de cambiar. Y él no sabía si estaba listo para lo que se venía.
La noche se instalaba lentamente, y la tensión seguía palpable. Antonio, al frente, observó a cada uno de los hombres antes de dar la orden. "El lugar que mencionó Artur está a pocos kilómetros de nuestra posición. Vamos a prepararnos para lo que venga. La Brigada no se va a quedar quieta". Las palabras de Antonio se perdían entre el ruido del campamento, pero algo en su tono hacía que la tensión aumentara. No había espacio para dudas, sólo para acción.
Máximo observaba a sus compañeros, sus rostros imperturbables pero llenos de esa sensación a la que ya se estaba acostumbrando. Mientras ellos se dispersaban, él sentía que cada paso que daba lo llevaba más lejos de sí mismo, más lejos de lo que había conocido.
"Vamos, Máximo", le dijo Asael, interrumpiendo sus pensamientos. "¿Estás listo para esta?" Su voz, sin mucha emoción, parecía tratar de arrancarle algo de ánimo.
Máximo asintió, aunque su mente estaba distante. Todo lo que había pasado desde que entró a la Banda del Sur le pesaba más con cada día que pasaba. Pero no podía retroceder, no ahora.
Entre las sombras del campamento, Sarah apareció de nuevo, con su mirada firme pero algo diferente esta vez. Mientras sus compañeros se alistaban, ella lo observó por un instante, como si ya supiera algo que él aún no entendía.
Tienes razón, no seguí el consejo de mostrar en lugar de decir. Permíteme reescribirlo con un enfoque más visual e implícito, sin explicaciones directas de los sentimientos y acciones. Aquí va la nueva versión:
La noche estaba quieta, pero el aire vibraba con una tensión palpable. A lo lejos, el grito cortó el silencio. "¡Movimiento!" Los disparos empezaron, descontrolados, una ráfaga que sacudió la calma como una tormenta que se desata sin previo aviso. Máximo se tendió al suelo, el sonido de las balas perforando el aire, su cuerpo rígido, solo su respiración rompía la quietud. Nadie se movió. El retumbar de los disparos llenaba la noche, sin dirección, sin propósito. Las sombras parecían danzar en el borde de su visión, y las armas se alzaban sin un objetivo claro.
Luego, un rugido atravesó el caos. "¡Ya basta! ¡No disparen!" Antonio surgió de entre las sombras, su figura sólida, su voz desgarrando el aire como un latigazo. Unos hombres pararon de inmediato, las armas temblando entre sus manos. Otros, sin embargo, dudaron, mirando al comandante con incomodidad.
"¡No quemen por quemar!" La furia de Antonio estaba escrita en cada palabra, su rostro enrojecido por la ira, su mirada afilada como una cuchilla. "¿Acaso no ven que no hay nada ahí? ¡Están vaciando munición por nada!"
Un hombre se adelantó, los ojos todavía buscando entre la oscuridad. "Creímos ver algo moverse... entre los árboles..."
"¡No!" Antonio le cortó antes de que terminara. "¡Sin ver, no disparen! ¿¡Qué parte de la orden no entienden!?"
La tensión se deshizo en un suspiro colectivo. Unas miradas se cruzaron, algunas avergonzadas, otras confundidas. El sonido de los disparos había cesado, y con él, la frenética carrera por la supervivencia. Antonio volvió a sus propios pensamientos, y los hombres regresaron a sus posiciones, desmoronados por el peso de la corrección. Máximo observó la escena, el retumbar de su propio corazón todavía resonando en sus oídos, mientras la oscuridad se cerraba sobre el campamento una vez más.
La tarde caía en Vetania, un silencio inquietante se apoderaba del campamento. La montaña parecía escuchar los susurros de aquellos que vivían bajo la sombra de una verdad distorsionada. La banda del sur era vista como salvadora, protectores de un pueblo que vivía ciego a las atrocidades que sus propios guardianes cometían. La tierra de Vetania, marcada por el miedo y la desinformación, se mantenía intacta en su ignorancia, hasta que una explosión de caos sacudió el campamento.
Gritos, un alboroto inusitado, alteraron el aire. Máximo, inclinado sobre un banco improvisado mientras limpiaba su cuchillo, se detuvo. Su ceño se frunció, y su mirada se dirigió hacia el tumulto que crecía cerca del centro del campamento. Se puso de pie de inmediato, dejando la hoja sobre la madera. Su mandíbula se tensó.
"Es Antonio", se oyó la voz grave de un hombre detrás de él. Máximo giró apenas la cabeza para escuchar mejor. "Viene arrastrando a uno de los habitantes de Vetania."
El cuchillo quedó olvidado. Máximo ajustó la correa de su chaleco y avanzó con pasos firmes, el eco del nombre vibrando en su mente. En la distancia, Antonio cruzaba la explanada, sus botas hundiéndose con fuerza en la tierra húmeda. En su puño, el brazo del civil se tensaba, forzado a seguir el ritmo apresurado.
Asael apareció a su lado. Apenas había llegado, su pecho subía y bajaba con rapidez. "¿Lo viste? Ese Antonio siempre tiene que armar un espectáculo." No esperó respuesta; sus ojos seguían fijos en el centro del alboroto. "Ven, no te quedes ahí parado", añadió, tirando ligeramente del brazo de Máximo.
Máximo no respondió, pero apretó los labios y aceleró el paso.
Cerca del círculo de curiosos que comenzaban a rodear la escena, Sabaleta se abrió paso entre los demás, su voz cortando el murmullo creciente. "¿Antonio, qué demonios es esto?" Sus palabras eran firmes, pero no disimulaban la chispa de inquietud que pasaba fugaz por su rostro.
Antonio soltó al hombre con un empujón, haciendo que cayera de rodillas al suelo. Sin girarse hacia Sabaleta, ajustó el rifle sobre su hombro y, con una sonrisa helada, respondió: "Pregúntale a él".
El campamento se había congelado en una pausa cargada de tensión. Asael, de pie junto a Máximo, tragó saliva y susurró: "Esto no pinta bien".
Antonio avanzó con pasos firmes, su rostro enrojecido y los ojos encendidos por la furia. Cuando habló, su voz resonó como un trueno en medio del campamento. "Este hijo de p*** se negó a pagar los impuestos. ¡Y encima tuvo la osadía de alentar una rebelión!" Escupió las palabras con desprecio, señalando al hombre arrodillado frente a él. "¿Qué creen que debemos hacer con él?"
El aire se volvió denso. Nadie respondió. Nadie se movió.
De pronto, Antonio giró sobre sus talones y, con un movimiento brusco, sacó su pistola y la tendió hacia Asael. "Tú", gruñó, clavándole una mirada penetrante. "Hazlo. ¡Ahora!"
Asael dio un paso atrás, como si el arma en la mano de Antonio fuera una serpiente que lo amenazaba con morder. Tragó saliva, incapaz de apartar la vista del metal que le era ofrecido. Su mano tembló cuando la tomó, y la pistola parecía arderle en los dedos.
El hombre en el suelo alzó la mirada, con lágrimas desbordando de sus ojos. Su boca se abrió para suplicar, pero las palabras apenas eran un murmullo entrecortado. Asael apartó la vista de inmediato, sus piernas debilitándose como si el peso del arma hubiera llegado hasta sus pies.
"No... yo..." Su voz apenas se oyó. Las palabras eran más aire que sonido. Soltó un jadeo, sus ojos buscando desesperadamente en el rostro de Antonio una salida, una señal de clemencia que no llegó. "No puedo."
La tensión se quebró de golpe.
Antonio, con un movimiento feroz, le arrancó la pistola de las manos. "¡Inútil!" gruñó. En un instante, giró hacia el hombre arrodillado, levantó el arma y jaló el gatillo sin dudar.
El primer disparo retumbó, seguido por otros dos. El cuerpo del civil se desplomó hacia atrás, sus ojos abiertos mirando el cielo que ya no vería.
Máximo apretó los puños, un escalofrío recorriéndole la espalda. Dio un paso hacia Asael, quien se quedó inmóvil, los hombros encogidos, incapaz de levantar la cabeza.
"¡Asael!" La voz de Máximo rompió el silencio, un grito que mezclaba sorpresa y rabia. Pero antes de que pudiera acercarse más, Antonio se giró hacia él con una mirada que advertía peligro.
"Personas como tú", gruñó Antonio, sus palabras impregnadas de veneno, "que no son capaces de cumplir con algo tan simple, son los que terminan traicionándonos." Dio un paso hacia Asael, sus botas golpeando la tierra con un eco amenazante. "Mañana, cuando colabores con el enemigo, ¿crees que tendré la misma paciencia contigo?"
Asael bajó la cabeza, su cuerpo temblando mientras las lágrimas caían silenciosamente. Máximo dio otro paso hacia adelante, su pecho subiendo y bajando con respiraciones profundas, pero el sonido de otro disparo lo detuvo.
Un grito ahogado resonó en algún rincón del campamento, seguido por un silencio abrumador. Las miradas de todos se dirigieron hacia Antonio, quien bajó el arma lentamente.
Máximo cerró los ojos por un momento, dejando escapar el aire que no sabía que había estado reteniendo. El campamento entero pareció exhalar, pero la sensación que quedó no era alivio. Era el peso aplastante de una verdad que no podían negar: aquí, la humanidad era un lujo que ninguno podía permitirse.
Sabaleta permanecía inmóvil, su rostro tan impasible como la roca misma. El silencio de su boca era ensordecedor, pero sus ojos, vacíos de emoción, lo decían todo: no había lugar para la compasión. El cuerpo de Asael, tendido en el suelo, era una escena más en la larga lista de tragedias que Sabaleta había presenciado sin pestañear. Apenas apartó la mirada para seguir observando el horizonte, como si la muerte que acababa de ocurrir no fuera más que un eco distante.
Antonio, con movimientos calculados, deslizó el arma de vuelta a su funda. Su postura, erguida y sin titubeos, desprendía un aire de autoridad que nadie se atrevía a desafiar. Incluso los murmullos se apagaron al notar el brillo de su mirada, que parecía todavía cargada de pólvora. El espacio alrededor de él se sentía vacío, como si su presencia expulsara cualquier atisbo de resistencia.
Máximo avanzó con pasos pesados, el aire se sentía más denso con cada movimiento. Se arrodilló junto al cuerpo de Asael, y por un instante no pudo más que mirar el rostro del joven, aún deformado por el impacto del disparo. Su pecho subía y bajaba con fuerza, intentando contener el nudo que amenazaba con romperse en sollozos. Una lágrima se deslizó, involuntaria, trazando un rastro de impotencia en su mejilla. Estiró una mano temblorosa hacia Asael, pero se detuvo al ver cómo los últimos espasmos abandonaban el cuerpo.
"Máximo." La voz de Sabaleta cortó el momento, seca, sin rastro de humanidad. "Levanta el cuerpo. Era tu amigo, ¿no?"
La mandíbula de Máximo se tensó, pero no respondió. Sus dedos, ahora firmes, sujetaron el brazo inerte de Asael mientras otros hombres se acercaban con palas y miradas incómodas. Cuando comenzaron a cavar el agujero, el sonido de la tierra al ser removida retumbó en su pecho, más fuerte que cualquier explosión que hubiese oído antes.
Uno de los hombres soltó una risa breve, nerviosa. "¿Ya le sacaron el aire? No vaya a explotar bajo la tierra."
Máximo levantó la cabeza, sus ojos inyectados de rabia contenida, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. En cambio, volvió a su tarea, clavando la vista en el suelo. Sus manos temblaban mientras colocaba el cuerpo de Asael en el agujero.
La noche se instaló con su manto oscuro, acallando el bullicio del campamento y envolviendo el aire con un pesado silencio. Máximo se sentó al borde de su improvisada cama, perdido en pensamientos que parecían no tener final. Los ecos de lo ocurrido seguían vibrando en su mente, golpeando su pecho con una fuerza que no podía ignorar.
De repente, una figura se acercó, rompiendo el aislamiento en el que se había sumido. Sarah, con pasos suaves, se arrodilló junto a él. Su mano, cálida y ligera, se posó en su hombro. Máximo la miró con ojos enrojecidos, y antes de que pudiera detenerse, dejó caer su cabeza sobre su regazo. El roce de su ropa, áspera pero reconfortante, trajo un respiro a su caótico interior.
"Sarah... ¿esto está bien?", murmuró, su voz apenas audible, casi quebrada.
Sarah bajó la mirada, sus ojos cargados de una dureza moldeada por el tiempo. Sus dedos se detuvieron un instante sobre el cabello de Máximo antes de apartarlos con cuidado. "Esto pasa a menudo," respondió, su tono seco, como si las palabras fueran cuchillas que cargaban el peso de la realidad. "Acostúmbrate."
Máximo levantó la cabeza, buscando algo en sus ojos, quizás un destello de esperanza. Pero ella lo cortó antes de que pudiera encontrarlo. "No confíes en nadie aquí. Si lo haces, no durarás."
Su firmeza atravesó a Máximo como una descarga helada. Tragó saliva, el nudo en su garganta apretándose aún más. Sarah tomó una pausa, evaluando su reacción. Luego, añadió, con una voz más suave pero igual de resuelta: "Si necesitas confiar en alguien, cuenta conmigo."
El silencio entre ellos se rompió con la llegada apresurada de un compañero. "Máximo, Antonio te necesita. Ahora."
Sarah apartó la mano y se puso de pie con un movimiento ágil, su mirada siguiéndolo como una sombra protectora. Máximo se levantó torpemente, limpiándose las manos en los pantalones, y asintió antes de seguir al mensajero.
Antonio estaba de pie cerca de una hoguera que chisporroteaba, su silueta recortada contra las llamas. Cuando Máximo llegó, los ojos del comandante lo estudiaron con una intensidad que le hizo sentir desnudo. La sonrisa que curvaba sus labios era más un arma que un gesto de amabilidad.
"¿Tú no me traicionarás, verdad, hijo?" La voz de Antonio era baja, casi un susurro, pero cargada con un filo que cortaba el aire.
Máximo enderezó la postura, sus manos apretadas a los costados. "¡No tendría por qué hacerlo, señor!", dijo, su voz temblando apenas, pero lo suficiente como para delatar el nerviosismo que hervía en su interior.
Antonio inclinó la cabeza ligeramente, observándolo como si diseccionara cada palabra, cada respiración. Tras un silencio que se alargó demasiado, chasqueó la lengua. "Veo potencial en ti, hijo. Eres obediente, pero también ingenuo."
Máximo tragó saliva, pero no respondió.
"Pronto te enviaré a una unidad más avanzada." Antonio dio un paso hacia él, su sombra cubriendo el rostro de Máximo. "No me defraudes, muchacho."
Las palabras resonaron como un eco en su mente mientras Antonio se giraba y se alejaba, dejando atrás un vacío que pesaba tanto como sus amenazas implícitas. Máximo se quedó quieto, sintiendo cómo el suelo bajo sus pies parecía desmoronarse.
Días después, el campamento de Antonio se trasladó, y el aire se cargó de una tensión silenciosa. La noticia de que la brigada del páramo no había dado señales de movimiento se extendió rápidamente. Nadie mencionaba el miedo, pero todos lo sentían, como un peso invisible que se acumulaba en sus hombros. El silencio de los enemigos alimentaba las sospechas, como un fuego que crecía en la oscuridad.
En medio de esa incertidumbre, Antonio tomó la decisión de reforzar las fronteras, enviando refuerzos a las posiciones más vulnerables. Mientras los nuevos rostros se integraban al campamento, Máximo notó la presencia de dos hombres que no encajaban con los demás. Uno de ellos, el mayor, destacaba por su porte. No necesitaba palabras para imponer respeto. Su presencia era inquebrantable, y los veteranos lo miraban de una manera que no podía ser confundida: era una mezcla de temor y admiración. Su nombre era Bastian, y su postura hablaba de un entrenamiento que solo unos pocos sobrevivían.
Mientras tanto, Antonio, al mando de un grupo reducido de quince hombres, incluido Máximo, se asentó en la región de Vermeja. Era un lugar estratégico, un punto clave en la vía que conducía a Celeste. Allí, alejado de la mirada de los mandos superiores, comenzó a soltar las riendas. En un impulso, ordenó que se trajera alcohol y bebidas al campamento. No pasó mucho tiempo antes de que la orden se convirtiera en una fiesta desbordada, el bullicio y el caos se apoderaron del lugar, desbordando lo que quedaba de disciplina. El campamento dejó de ser un lugar de trabajo y se transformó en una masa de risas y gritos, el desorden tomando las riendas del día a día.
El ambiente de la fiesta continuó su curso como una marea imparable. Las risas y los gritos de los hombres se mezclaban con la música, creando una sinfonía caótica que retumbaba en el aire. Máximo observaba desde el borde, como si estuviera en un escenario lejano, ajeno a la diversión y el desorden que lo rodeaban. Su mente, atrapada entre la angustia y la rabia, no podía encontrar consuelo en la ebriedad que embriagaba a los demás. Cada vaso que se vaciaba, cada carcajada rota, solo aumentaba el vacío que sentía.
Un compañero, visiblemente mareado, se le acercó con una sonrisa relajada, como si la fiesta fuera una simple distracción de la vida. "Tranquilo, amigo, esto pasa todo el tiempo. Relájate y disfruta", le dijo, las palabras flotando en el aire como un eco lejano.
Pero Máximo no podía. El bullicio, la música, el consumo desenfrenado de alcohol... todo lo que estaba pasando a su alrededor le resultaba ajeno. Como si fuera un espectador de su propia vida, inmóvil, atrapado entre la confusión de su mente y el descontrol que lo rodeaba.
Fue entonces cuando, al caer la tarde, un sonido extraño cortó la normalidad de la fiesta, arrastrando a Máximo hacia la incertidumbre. Dejó atrás el estruendo y se desvió hacia el origen del ruido, como si algo en su interior le dijera que debía investigar. Cuando finalmente llegó a la escena, la visión lo golpeó con fuerza: Sarah, la luz que había representado su única esperanza en ese lugar, yacía desnuda sobre otro hombre. El impacto fue inmediato. La traición perforó su corazón como un puño frío. El dolor lo atravesó, pero no hubo tiempo para lamentarse. En un impulso, fue asignado a la guardia, pero ni la obligación ni la acción lograron callar el ruido de su mente.
La noche se extendió, y cuando al fin terminó su turno, el campamento lo recibió con la misma imagen distorsionada que había dejado: hombres borrachos, ignorantes de lo que pasaba a su alrededor. Como una burla cruel, la fiesta seguía su curso, sin importar la guerra interna de aquellos atrapados en ella. Máximo, sintiendo el peso de la traición en su pecho, se sentó a la orilla de sus pensamientos, buscando un escape que no podía encontrar.
Sarah, como un faro apagado, se acercó a él. "Ven, vamos a disfrutar un poco. No te quedes ahí solo", le dijo, su voz suave, casi como una súplica.
"No soy de los que toman", respondió él, sin levantar la vista. "¿Sucede algo? ¡Dime! Sabes que siempre puedes contar conmigo", insistió ella, pero sus palabras eran tan vacías como la fiesta que los rodeaba.
Máximo, buscando respuestas, finalmente le preguntó: "¿Nunca has pensado en huir? En irte de todo esto." Su voz sonó rota, como si hablara más para él mismo que para ella.
"¡Estoy bien aquí! Si te animas, yo estaré allí", le contestó, antes de volverse a la fiesta. Pero cuando la vio acercarse a Antonio, sus palabras resonaron en su mente, claras y dolorosas. La figura de Sarah susurrándole al oído de Antonio, mencionando sus pensamientos de huir, quedó grabada en su mente. La advertencia flotó en el aire, un peso invisible. Y, sin embargo, Antonio, intoxicado y desinteresado, ignoró cualquier preocupación que pudiera surgir.
La fiesta seguía su curso, pero Maximo no lograba conectarse. Las risas ahogaban el sonido de su mente, pero no podían acallar el nudo en su estómago. Fue entonces cuando vio a Antonio levantarse, tambaleante, el brillo del alcohol resbalando de sus ojos, su rostro distorsionado por la borrachera. Con una mano temblorosa, agarró el arma y se acercó a Maximo, el metal frío reflejando la luz de las llamas.
"¿Es cierto que quieres matar a uno de nosotros?" Su voz, arrastrada por la embriaguez, parecía una amenaza y una broma al mismo tiempo. Maximo no respondió. Solo observó. Un clic sordo rompió el aire, y Antonio apretó el gatillo.
El disparo cortó la noche. El ruido reverberó en sus oídos, pero no hubo impacto. Maximo apenas tuvo tiempo de reaccionar. Otro disparo. Luego otro. Los proyectiles pasaron a su lado, tan cerca que pudo sentir el aire que los acompañaba. Antonio descargó el arma, cada bala vacía, como su cabeza, incapaz de apuntar correctamente.
Maximo no pensó. Solo se dio la vuelta y corrió. La sombra de la traición se cernió sobre él como un peso que no podía cargar. En su mente, la imagen de Sarah se distorsionaba, se desvanecía, y solo quedaba el deseo de huir, de perderse.
El campamento quedó atrás, el sonido de la fiesta disipándose con cada paso. El aire frío cortaba su piel, y sus piernas, pesadas por la desesperación, lo empujaban hacia adelante. Cada respiración le costaba más, pero sus pies seguían golpeando el suelo con una furia primitiva. La oscuridad lo envolvía, dándole la sensación de que nunca alcanzaría el final, de que su huida era una carrera interminable.
La niebla se alzó ante él, como un velo que cubría el mundo. En su mente, solo había una cosa: escapar. Lo hizo sin pensar, corriendo, corriendo hasta que su cuerpo le dio señales de rendirse. Pero no se detuvo. Las sombras lo envolvían, y el sonido de su propia respiración se convirtió en el único eco que le quedaba.
La noche se fundió con él.
El aire frío cortó su aliento cuando llegó a la cima de la montaña. Se detuvo, observando el campamento de Antonio, una mancha oscura que permanecía inmóvil en la distancia. Las risas y gritos de los borrachos llegaron hasta él, distorsionados por el viento, como ecos errantes de una locura lejana. La luna iluminaba su camino, fría y distante, mientras el paisaje vacío se extendía ante él.
Cerró los ojos un momento, buscando algo de consuelo en la quietud de la noche. Pero el silencio fue roto por un murmullo. Bajo, casi imperceptible. Maximo se tensó. En la oscuridad, algo se movía. Siguió el sonido, deslizándose entre los árboles. En la distancia, sombras se agruparon, formándose lentamente como una amenaza. No necesitó más que un vistazo. Sabía lo que venía. En el aire, algo había cambiado. La seguridad de la noche se desvaneció en un suspiro.
Se agachó, su cuerpo ya acostumbrado a la presión del miedo. Cada músculo en su cuerpo parecía estar al borde de la explosión, pero se mantuvo inmóvil. Los pasos se acercaban. Silenciosos, calculados, como una marea que crecía sin aviso. Maximo observó, su mirada fija, los movimientos de los hombres armados, sin dejar de respirar.
Se quedaron allí, entre la niebla, invisibles para cualquiera que no supiera ver. Pero Maximo sabía que, si no se movía ahora, estaría perdido.
A medianoche, el primer disparo rompió la calma con un rugido que parecía partir la noche. Los ecos llegaron, seguidos de más estallidos, como un tamborileo en la distancia. Gritos ahogados flotaban en el aire, acompañados del sonido de la violencia desbordándose. Maximo sintió un calafrío recorrer su columna. No hacía falta ver más; el campamento estaba perdido, atrapado en el caos. La brigada del páramo había llegado.
La luna iluminaba el campo como un espectador mudo, mientras la lucha abajo se transformaba en un campo de sombras y sangre. Los gritos de los caídos flotaban sobre el retumbar de los disparos. La brigada avanzaba sin piedad, arrasando con todo a su paso. Maximo, con el cuerpo ya agotado, siguió ascendiendo, buscando la distancia entre él y el horror que se desataba. Cada paso era una lucha contra el cansancio, pero la urgencia lo mantenía en movimiento.
Cuando llegó al valle, el amanecer lo alcanzó con su luz fría y mordaz. El sendero estrecho que atravesaba era custodiado por un retén de la brigada, y Maximo se acercó sigiloso, fusionándose con las sombras. Vio a los lugareños arrastrando cuerpos. Unos y otros, en silencio, se ocupaban de su tarea con una tranquilidad ajena a lo que realmente estaba ocurriendo.
"Por fin llegó la liberación", murmuraban entre ellos, sin levantar la vista. Sus ojos brillaban con una esperanza vacía. Maximo observó en silencio, los dedos apretando la roca bajo su mano. La brigada, esos que consideraban salvadores, no eran más que verdugos, y él, un espectador más de esa cruel ironía. No había libertad. Solo una larga fila de caídos, sin posibilidad de defensa.
El viento se levantó, y por un momento, Maximo sintió como si la montaña le hablara. Pero no había palabras. Solo vacío.
El texto que has propuesto se ajusta bastante bien al enfoque de "mostrar en lugar de decir". Sin embargo, hay algunos ajustes sutiles que podríamos hacer para hacerlo aún más inmersivo, manteniendo la tensión en cada momento y mostrando los sentimientos de Maximo a través de sus acciones y reacciones.
El corazón de Maximo latía desbocado, cada pulso sintiéndose como un golpe en su pecho. La decisión lo arrastraba, tan violenta como un río en crecida. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era peligroso, pero la traición, la soledad, y el peso de su propia huida ya no le dejaban opción. Con la mano alzada, dejó caer la máscara de la huida. En su lugar, adoptó la postura de la entrega.
Pero no tuvo tiempo de hablar. Antes de que pudiera abrir la boca, un empujón lo tiró al suelo. La tierra fría lo recibió con una brutalidad inesperada, y de inmediato se sintió inmovilizado, las cuerdas de la desesperación apretándole el cuerpo. Lo amarraron sin piedad, y entre empujones y golpes, lo arrastraron hacia una base que había imaginado como refugio, pero que ahora parecía más bien un laberinto de incertidumbres.
La penumbra lo envolvía cuando lo llevaron a una sala. Varios hombres de la brigada lo rodearon, sus ojos llenos de desconfianza. Uno de ellos, con una cicatriz que atravesaba su rostro, se acercó y habló con voz cortante: “¿Quién eres y qué hacías con ellos?”
Maximo, todavía con el cuerpo temblando por el impacto de la caída y el eco del miedo resonando en sus venas, apretó los dientes y aspiró con fuerza, como si el aire pudiera darle algo de resistencia. “Soy Máximo,” murmuró, la voz temblorosa al principio, pero gradualmente tomando un tinte más seguro, aunque apenas se notara. “Era parte de la banda del sur.” Sus pulmones se expandieron, su pecho subiendo y bajando con rapidez, mientras su cuerpo aún intentaba sacudirse del horror.
Los hombres, uno a uno, alzaron la mirada hacia él, sus ojos fijándose desde arriba, como si observaran a una criatura extraña. “Ellos mataron a mi amigo sin razón, y luego intentaron matarme...” La ira empezó a romper la barrera de su voz, transformándola en un grito rasgado, pero que se mantuvo firme. Sus ojos se clavaron en el suelo, opacos como cristales mojados, como si pudieran cortarlo con el brillo de su rabia.
El hombre de la cicatriz no dijo nada, sólo se acercó y, con un movimiento violento, lo agarró del cuello, levantando su rostro hacia él, como si quisiera medir el valor en los ojos de Maximo. Un gesto de desdén cruzó su rostro antes de hablar, su tono cargado de desprecio. “Eres solo un niño... ¿qué demonios hacías con ellos?”
Desde atrás, una voz profunda, cargada de disgusto, se dejó escuchar. “Esos bastardos usan a los niños como escudos. Qué acto más deshumano.”
El hombre de la cicatriz apretó los dientes, sus ojos brillando con una furia que ni él parecía controlar. “Llévenlo a Theron. Él decidirá qué hacer con él.”
Otro hombre, de mirada fría, dio un paso adelante y, sin mirarlo siquiera, cubrió el rostro de Maximo con un trapo. La tela olía a sudor y tierra, dificultándole la respiración. Mientras Maximo se debatía, los brazos fuertes de uno de los hombres lo arrastraron, caminando de forma forzada y apresurada. El paso de su captor era pesado, casi indiferente al dolor que le causaba el movimiento forzado.
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