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La Brigada Del Páramo

capitulo 1. Frank, un joven que sonreía

CAPITULO 1.

EL PASADO DE UN JOVEN

 

Personaje desconocido: —¿Está ocupada, doctora? Vengo por los resultados de los análisis.

La doctora Valy alzó la mirada de golpe, sus párpados temblaron apenas un instante antes de asentir en silencio. Su mano, rígida pero rápida, hizo un gesto hacia la silla frente a su escritorio. El hombre obedeció sin apuro, dejándose caer con una calma que parecía ajena a la densidad del aire en la habitación. Cruzó las piernas y apoyó una mano en el reposabrazos, sus dedos tamborileando apenas, un ritmo pausado, calculador.

Doctora Valy: —Ah, sí, ya le muestro... —murmuró, y sus dedos revolvieron los papeles con más urgencia de la necesaria. Un borde de hoja se arrugó bajo su tacto. Tragó saliva y, con un tirón torpe, extrajo un sobre, aferrándolo con más fuerza de la debida. Sus tacones resonaron brevemente en el suelo cuando avanzó, los pasos cortos, apurados, como si el aire a su alrededor la empujara hacia adelante.

—Aquí están los resultados de los últimos meses. Mire, tome.

El hombre tomó el documento con movimientos firmes, sin desviar la vista de su rostro. Valy, en cambio, bajó la mirada, ocupándose en alisar una arruga inexistente en su bata.

Personaje desconocido: —Hmm, muy interesante... —murmuró, deslizando las hojas con parsimonia. Sus ojos recorrían cada línea con la meticulosidad de quien busca un error, una grieta entre los datos.

—Es impresionante cómo han corregido los errores del experimento anterior.

La respiración de Valy se hizo más corta.

Doctora Valy: —S-sí... —la palabra apenas escapó de su boca. Se inclinó un poco hacia él, su mano temblorosa señalando una sección del informe.

—Los quince niños parecen mostrar una mayor tolerancia hacia los entrenamientos. Incluso algunos han avanzado más rápido que los demás. P-pe... pero el impacto psicológico es distinto en cada uno. Muy diferente al experimento anterior. Mire... lea aquí.

El hombre no respondió. Sus dedos pasaban las hojas con una parsimonia exasperante, como si cada palabra solo confirmara algo que ya tenía claro. El crujir del papel se mezcló con el zumbido lejano de la lámpara fluorescente. Valy contuvo el aliento sin darse cuenta. El silencio no duró mucho, pero cayó sobre la habitación como una losa.

Doctora Valy: —Podríamos intentar darles un respiro, ¿sabe? —dijo de repente. Su voz, más firme de lo habitual, cargaba un matiz de determinación que no estaba allí antes.

—Dejar que abran sus mentes, que se conozcan entre ellos y exploren más el mundo. —Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa, un destello de esperanza en medio del aire opresivo.

—Digo, podría motivarlos a continuar... y considerando que...

Personaje desconocido: —¡NO! —la palabra explotó en la sala, un golpe seco que se estrelló contra las paredes.

La respiración de Valy tropezó en su garganta. Su sonrisa se apagó de inmediato, borrada como si nunca hubiera existido.

—Hay que apretar más —sentenció él, su voz desprovista de toda emoción—. Intensificar el experimento.

Doctora Valy: —¿Pero su salud mental...? —balbuceó, un hilo de angustia tiñendo su tono.

El hombre cerró el documento con un chasquido y se lo tendió con un movimiento brusco antes de ponerse de pie.

—No podemos darnos el lujo de detenernos solo para darles un respiro.

Las palabras fueron tajantes, inapelables. Valy bajó la mirada, mordiendo el interior de su mejilla hasta que el sabor metálico le rozó la lengua. Sus nudillos palidecieron sobre el informe que ahora apretaba contra su regazo. Podía sentir la presión de sus pensamientos golpeando contra su cráneo, la impotencia enredándose en su estómago como un nudo cada vez más apretado. Pero no dijo nada. No podía.

El hombre se dirigió a la puerta sin voltear. El sonido de sus pasos se desvaneció en el pasillo, seguido de un suave clic cuando la puerta se cerró tras él. Valy se quedó inmóvil, el eco de la conversación aún reverberando en su mente.

Al día siguiente, en medio de la selva, la humedad pesaba en el aire, pegajosa sobre la piel. El canto lejano de las aves resonaba entre los árboles, el único sonido que rompía el manto de quietud. El sol apenas despuntaba en el horizonte, sus rayos filtrándose con timidez a través del follaje denso, proyectando sombras fragmentadas sobre la tierra húmeda.

El claro se extendía ante ellos, bañado por una luz grisácea que se filtraba entre las copas de los árboles. Quince niños estaban alineados en una fila impecable, inmóviles como estatuas. Eran adolescentes entre los 12 y 16 años, de ambos sexos, con la piel perlada de sudor y las miradas hundidas en una mezcla de seriedad y agotamiento. Sus espaldas se mantenían rectas, pero sus respiraciones delataban el esfuerzo contenido.

Frente a ellos, el entrenador recorría la línea con pasos medidos, su mirada recorriendo cada rostro como si evaluara la resistencia en sus pupilas. A su lado, dos analistas garabateaban notas con precisión quirúrgica, ajenos a los temblores sutiles en los músculos juveniles. Más atrás, la doctora Valy observaba en silencio, los brazos cruzados sobre su bata blanca como si ese simple gesto pudiera contener la sensación de incomodidad que se arrastraba en su pecho.

El día comenzó con la rutina habitual: un calentamiento extenuante que pronto se transformaría en un castigo para el cuerpo.

"Ellos son el futuro de la Brigada del Páramo..." pensó Valy, sus dedos apretando los codos con más fuerza. "Pero hay algo en este experimento que me estremece, algo que no me agrada en absoluto."

El crujido de la tierra bajo las pisadas, las respiraciones entrecortadas, el chasquido del látigo de la voz del entrenador instando a más, más rápido, más fuerte… todo se mezclaba en una sinfonía sofocante. Los niños no solo se esforzaban; se quebraban en silencio.

Los analistas apenas alzaban la vista de sus cuadernos, indiferentes a las piernas que flaqueaban, a los dedos que se crispaban en un intento desesperado de mantenerse en pie. El entrenador, sin piedad, empujaba a cada uno más allá del límite, como si buscara destilar la debilidad de sus cuerpos a fuerza de agotamiento.

El sol trepaba lento sobre el cielo, testigo indiferente de la escena. Entre sudor, gritos ahogados y miradas vacías, el día avanzaba, pesado como una piedra sobre el pecho de Valy.

Tiempo después...

En el interior de una oficina improvisada, la tenue luz de una lámpara parpadeaba sobre el escritorio abarrotado de informes. La doctora Valy revisaba cada hoja con atención, el ceño fruncido en una mezcla de concentración y cansancio. El papel crujía entre sus dedos cuando una voz grave y ligeramente ronca rompió el silencio.

Jasper: —Doctora, ¿cómo va el experimento? Han pasado dos meses y no he sabido nada al respecto.

La mano de Valy se crispó sobre los documentos. Su mirada saltó hacia la silueta que se erguía en la entrada, con el corazón martilleándole el pecho.

Doctora Valy: —S-señor, deme un momento, por favor.

Sus dedos revolvieron el escritorio con una prisa torpe, apartando papeles como si entre ellos pudiera encontrar una respuesta más favorable. Finalmente, sacó un informe y se acercó a Jasper, su brazo extendido con un leve temblor.

Doctora Valy: —Aquí están los informes.

Jasper no hizo ademán de tomarlos. En su lugar, caminó lentamente hasta la silla junto al escritorio y se dejó caer con una calma inquietante. Cruzó una pierna sobre la otra y la miró sin pestañear.

Jasper: —No me los entregues, dame un resumen. Háblame.

La doctora tragó saliva y asintió, presionando los informes contra su pecho como si fueran un escudo.

Doctora Valy: —En los primeros meses, los niños superaron varios de los errores del proyecto anterior. Durante la segunda etapa, alcanzaron muchas de nuestras metas establecidas. —Se detuvo un segundo, su respiración entrecortada.

—Pero en la tercera etapa... algo cambió.

Jasper arqueó una ceja.

Doctora Valy: —Algunos no lograron avanzar. Su resistencia mental comenzó a fracturarse. Varios colapsaron. Se desplomaban de repente, como si sus cuerpos se rindieran antes que sus mentes.

El hombre inclinó la cabeza, sus dedos tamborileando lentamente sobre el reposabrazos.

Jasper: —Hmm... muy bien. Eso es normal en el proceso de selección. Solo los mejores continúan.

El labio inferior de Valy tembló antes de apretarlo entre sus dientes.

Doctora Valy: —Pero, señor... —Su voz se quebró un instante antes de recuperar firmeza—. No soportarán mucho más. Si seguimos exigiéndoles en las próximas etapas, algunos no solo abandonarán… morirán.

Un silencio denso llenó la habitación. Afuera, el viento golpeó la lona de la estructura con un murmullo apagado, como si el mismo entorno contuviera la respiración.

Jasper frunció el ceño y se inclinó hacia adelante, sus dedos entrelazándose sobre la rodilla. Su voz adquirió un filo cortante.

Jasper: —Eso no importa. Quiero que se intensifiquen las pruebas. La disciplina debe ser cada vez más estricta hasta que queden solo seis.

El estómago de la doctora Valy se encogió.

Doctora Valy: —Pero, señor... ¡Eso podría causar trastornos y daños irreversibles en los niños!

Jasper soltó un suspiro breve, como si la interrupción le resultara tediosa.

Jasper: —Doctora, escúcheme bien. No desarrolle emociones por los niños del experimento. Ellos no son más que herramientas.

Valy sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su piel, ya pálida, pareció perder aún más color.

Jasper: —El propósito del experimento es crear armas humanas. —Se reclinó en la silla, sus ojos clavados en ella con una determinación gélida—. Estos niños deben llevar sus capacidades al límite, más allá de lo que cualquier ser humano ordinario podría imaginar. Quiero soldados letales, esenciales para la transformación regional. Con ellos, cumpliremos nuestros objetivos.

El silencio que siguió fue tan denso como la humedad de la selva. Afuera, el murmullo lejano de insectos se filtraba entre las paredes de lona, indiferente a la conversación que pesaba en el aire.

Valy bajó la mirada. Sus manos, apretadas sobre los documentos, temblaban apenas.

Doctora Valy: —E... esos niños son i... incapaces de sentir hambre, sed, sueño o cualquier tipo de deseo. —Su voz se quebró un poco, pero se forzó a continuar—. Muchos de sus rasgos humanos han desaparecido... ya son un arma mortal. ¿Por qué quiere más, se... señor?

Una leve curva se dibujó en los labios de Jasper, pero su sonrisa carecía de calidez.

Jasper: —No vine a escuchar por qué no perfeccionarlos, doctora. Vine por los resultados de los últimos dos años.

Las manos de Valy se movieron con torpeza entre los papeles, sus dedos enganchándose en los bordes.

Doctora Valy: —C-claro, señor. —Tragó saliva, obligándose a hablar con claridad—. En la cuarta y última etapa, los niños comenzaron a desarrollar fortalezas físicas y mentales. Son buenos resultados porque, por fin, podrán pasar a la etapa final. Umm... Bastian mencionó que la etapa final sería... sería la práctica real.

Jasper asintió lentamente, como si ya hubiera anticipado esa respuesta.

Jasper: —Perfecto. Le ordenaré que intensifique una última prueba al máximo.

El peso de esa orden cayó sobre Valy como una losa. Ella asintió, pero su mente seguía atrapada en una única certeza: no importaba cuánto resistieran aquellos niños. Nunca sería suficiente.

Los nudillos de la doctora Valy se tornaron blancos sobre la mesa. Sus labios se entreabrieron, pero por un instante, ninguna palabra salió.

Doctora Valy: —Señor… eso… eso no es entrenamiento. —Su voz apenas se sostenía, como si cada sílaba amenazara con quebrarse—. Es tortura.

Jasper esbozó una sonrisa ladeada, como si su angustia le divirtiera.

Jasper: —Relájate, doct. —Se inclinó hacia atrás, cruzando una pierna sobre la otra con una calma insultante—. Los que caigan serán los afortunados. Los que queden en pie… ya no serán ellos mismos.

Sus ojos brillaron con una emoción difícil de descifrar, un destello entre la satisfacción y algo más oscuro.

Valy sintió un vacío abrirse en su estómago. Se aferró a los bordes de su escritorio, como si la madera pudiera sostenerla cuando su propia voz temblaba.

Doctora Valy: —Los que queden… —tragó saliva, pero la sensación amarga seguía en su garganta—. No podrán ser salvados. No podrán sentir nada. Serán solo… cascarones vacíos.

Jasper la observó por un instante, y luego sonrió, sin prisa.

No hubo necesidad de palabras. Su silencio lo decía todo.

El día prometido llegó.......

 

Bastian avanzó con paso firme hasta quedar frente a los dieciséis jóvenes. Sus botas removieron el polvo seco del suelo. Nadie se movió. Nadie siquiera parpadeó.

Bastian: —La prueba final del entrenamiento de comandos especiales está por comenzar. Solo seis de ustedes serán seleccionados.

El viento agitó las hojas de los árboles. Silencio. Miradas fijas. Espaldas rectas.

Desde la penumbra, Jasper emergió, sus pasos apenas audibles sobre la tierra húmeda. Se detuvo junto a la doctora Valy, inclinando ligeramente la cabeza hacia ella sin apartar los ojos de los niños.

Jasper: —¿Vas a registrar la prueba final, doctora? No recuerdo haberte dado esa orden.

Valy dio un respingo, sus dedos se crisparon sobre el maletín que llevaba.

Doctora Valy: —S-señor, yo… solo estoy aquí por si ocurre una emergencia. Para ofrecer asistencia médica, nada más.

Jasper giró apenas el rostro para mirarla. No dijo nada al instante. No hizo falta. Su expresión bastó para que Valy bajara la mirada.

Jasper: —Durará varios días.

La doctora humedeció los labios, tragó saliva. Un hormigueo le recorrió los brazos, pero antes de que el miedo le atara la lengua, sus palabras se precipitaron.

Doctora Valy: —Por favor, señor. Déjeme quedarme. Prometo no interferir.

Jasper la observó un segundo más de lo necesario. Su boca se torció en una leve mueca, un gesto entre la burla y la indiferencia.

Jasper: —Está bien. Pero no molestes a Bastian. Y no hables con los niños.

Se giró de nuevo hacia el claro. La conversación había terminado.

La doctora sintió el aire escapar de sus pulmones en un susurro.

Doctora Valy: —Gracias, señor…

Su voz se perdió entre el susurro de la selva.

Miró a los niños. Eran cuerpos en pie, pero no estaba segura de que fueran personas. Ojos vacíos, piel tensa sobre rostros sin expresión.

Una sonrisa se dibujó en su rostro. No porque estuviera tranquila.

Era la única manera de evitar que sus labios temblaran.

Los días se alargaban como sombras estirándose al caer la noche, mientras los niños se caían, uno a uno, desmoronándose bajo el peso de la tortura. En cada caída, un suspiro silencioso se desvanecía en el aire caliente del campamento. La doctora Valy mantenía su postura rígida, pero su corazón golpeaba como un tambor cada vez que un cuerpo caía. Por las noches, su rostro, antes sereno, se transformaba. Los sollozos ahogados sacudían su pecho, pero su voz nunca osaba alzarla.

El cuarto día llegó con el séptimo niño desplomándose al suelo, su cuerpo tembloroso y empapado en sudor. Valy corrió a su lado, los dedos de sus manos temblando al buscar un pulso.

Doctora Valy: —Sigue vivo, pero apenas respira... ¡Necesito atenderlo urgente!

En su voz temblorosa, la urgencia era clara. Bastian observó desde la distancia, su rostro impasible como el frío acero, mientras sus ojos brillaban con una ligera satisfacción.

Bastian: —Muy bien, ayúdenlo a salir de aquí.

La orden salió con la misma frialdad, pero esta vez, fue acompañada de una sonrisa fugaz, como una sombra de placer ante el sufrimiento ajeno.

Bastian: —¡Muy bien! Los seis que quedan en pie ahora son comandos especiales. Laven esos cuerpos sucios. Quiero verlos limpios a las tres.

El aire se espesó con la tensión mientras los niños, ya apenas humanos, se movieron como autómatas. Nadie dijo palabra alguna. Solo los cuerpos, sin expresión, continuaban la rutina que los mantenía en pie.

Bastian se acercó a Frank, su mirada fija en el chico que, en su silencio, parecía más una máquina que un ser humano.

Bastian: —Felicidades, hijo. Has resistido. No solo me siento orgulloso de ti, sino que estaré aquí para guiarte en la práctica.

Frank no respondió de inmediato. Sus ojos permanecieron fríos y lejanos, como si ya no hubiera nada más que desear. Su voz fue baja, pero firme.

Frank: —Aún hay mucho más que aprender. No olvide lo que prometió: volverme fuerte.

Bastian asintió lentamente, como quien escucha una frase olvidada.

Bastian: —Excelente. Ahora, descansa. El camino apenas comienza.

Frank caminó hacia la quebrada sin un solo gesto que indicara cansancio, sin una sombra de emoción en su rostro. En el agua helada, se sumergió sin titubear, mientras la corriente parecía arrastrar su humanidad junto con la suciedad del día.

Cuando sus ojos se abrieron de nuevo, la escena había cambiado.

Frank estaba cubierto de pintura de camuflaje, sosteniendo un cuchillo empapado en sangre, el filo reflejando la luz de la luna. A sus pies, un cuerpo yacía en el barro, la vida drenada, mientras los demás niños, en silencio, rodeaban el escenario de su victoria. La victoria que no era celebrada, sino simplemente aceptada. Los murmullos de la victoria eran solo ecos lejanos en la quietud de la noche, una victoria sin alegría, sin emoción, solo el sonido de la sangre derramada sobre la tierra.

Días después.......

El despacho de Jasper estaba sumido en una quietud pesada, solo interrumpida por el leve sonido del papel al ser entregado. La doctora Valy, nerviosa, colocó el informe sobre la mesa. Las palabras flotaban en el aire entre ellos, tensas, como si pudieran romperse con un solo movimiento.

Jasper: —¿Qué opinas del joven Frank, doctora?

Valy levantó la vista hacia él. Sus ojos se encontraron, y en su pecho, el ritmo de su respiración aumentó un poco.

Doctora Valy: —Los análisis... los seis jóvenes expuestos al experimento han... perdido todo vestigio de humanidad. Cuerpos vacíos, solo shells... pero Frank...

Su voz titubeó, como si las palabras pudieran traicionar su propia incredulidad.

Doctora Valy: —Frank es diferente. Ha superado... algo más. Como si algo ajeno a él se hubiera apoderado, creando una nueva personalidad...

Jasper permaneció en silencio, sus ojos fijos en ella, la ligera inclinación de su cabeza mostrando interés. La luz tenue de la oficina no dejaba que su rostro expresara mucho más.

Jasper: —¿Alguien interfirió en su desarrollo más allá de lo que se había permitido?

La pregunta cortó el aire. Valy tragó saliva, sintiendo el peso de la mirada de Jasper. Intentó encontrar algo en su mente para calmarse, pero el nerviosismo era evidente en el temblor de su voz.

Doctora Valy: —¿Podría ser que... su capacidad bélica sea... mayor a la registrada? ¿Eso... eso sería un problema o una ventaja?

Intentó suavizar la tensión con la pregunta, pero la sensación de peligro seguía presente en cada palabra.

Jasper dejó que el silencio se alargara antes de responder, sus ojos ahora fríos, evaluando cada palabra.

Jasper: —Mientras esté de nuestro lado, no hay nada de qué preocuparnos. Ha cumplido misiones que pensábamos... imposibles. Es sutil. Y sí, podría ser... valioso.

La doctora, al escuchar su respuesta, sintió el peso de sus propias palabras como una carga que no quería cargar. Intentó seguir en su observación, pero el miedo la invadió de nuevo. Su pregunta salió antes de que pudiera detenerla.

Doctora Valy: —¿Y no teme arriesgarlo demasiado? Si sigue como los demás, en cualquier momento... podría morir, ¿no?

Su voz se rompió al final, y un temblor recorrió sus manos mientras las observaba, sin atreverse a levantar la mirada.

Jasper no respondió de inmediato. La mirada fija y calculadora nunca abandonó su rostro. El silencio se volvió denso entre ellos hasta que finalmente habló, pero las palabras parecían tener un peso extraño, un conflicto que apenas comenzaba a entender.

Jasper: —Por mi posición, no debería preocuparme por la muerte de un camarada... Pero esta vez... lo intentaré. Intentaré conservarlo.

Su tono era casi un susurro, cargado de algo que ni él mismo podría explicar. La respuesta parecía vacía, pero había algo en la forma en que lo dijo que hizo que Valy se detuviera a pensar, aunque no pudiera ponerle un nombre exacto.

parte 2. ¿esta es mi realidad?

En la Banda del sur, el campamento de Antonio se trasladó, y el aire se cargó de una tensión silenciosa. La noticia de que la brigada del páramo no había dado señales de movimiento se extendió rápidamente. Nadie mencionaba el miedo, pero todos lo sentían, como un peso invisible que se acumulaba en sus hombros. El silencio de los enemigos alimentaba las sospechas, como un fuego que crecía en la oscuridad.

En medio de esa incertidumbre, Antonio tomó la decisión de reforzar las fronteras, enviando refuerzos a las posiciones más vulnerables. Mientras los nuevos rostros se integraban al campamento, Máximo notó la presencia de dos hombres que no encajaban con los demás. Uno de ellos, el mayor, destacaba por su porte. No necesitaba palabras para imponer respeto. Su presencia era inquebrantable, y los veteranos lo miraban de una manera que no podía ser confundida: era una mezcla de temor y admiración. Su nombre era Bastian, y su postura hablaba de un entrenamiento que solo unos pocos sobrevivían.

Mientras tanto, Antonio, al mando de un grupo reducido de quince hombres, incluido Máximo, se asentó en la región de Vermeja. Era un lugar estratégico, un punto clave en la vía que conducía a Celeste. Allí, alejado de la mirada de los mandos superiores, comenzó a soltar las riendas. En un impulso, ordenó que se trajera alcohol y bebidas al campamento. No pasó mucho tiempo antes de que la orden se convirtiera en una fiesta desbordada, el bullicio y el caos se apoderaron del lugar, desbordando lo que quedaba de disciplina. El campamento dejó de ser un lugar de trabajo y se transformó en una masa de risas y gritos, el desorden tomando las riendas del día a día.

El ambiente de la fiesta continuó su curso como una marea imparable. Las risas y los gritos de los hombres se mezclaban con la música, creando una sinfonía caótica que retumbaba en el aire. Máximo observaba desde el borde, como si estuviera en un escenario lejano, ajeno a la diversión y el desorden que lo rodeaban. Su mente, atrapada entre la angustia y la rabia, no podía encontrar consuelo en la ebriedad que embriagaba a los demás. Cada vaso que se vaciaba, cada carcajada rota, solo aumentaba el vacío que sentía.

Un compañero, visiblemente mareado, se le acercó con una sonrisa relajada, como si la fiesta fuera una simple distracción de la vida. "Tranquilo, amigo, esto pasa todo el tiempo. Relájate y disfruta", le dijo, las palabras flotando en el aire como un eco lejano.

Pero Máximo no podía. El bullicio, la música, el consumo desenfrenado de alcohol... todo lo que estaba pasando a su alrededor le resultaba ajeno. Como si fuera un espectador de su propia vida, inmóvil, atrapado entre la confusión de su mente y el descontrol que lo rodeaba.

Fue entonces cuando, al caer la tarde, un sonido extraño cortó la normalidad de la fiesta, arrastrando a Máximo hacia la incertidumbre. Dejó atrás el estruendo y se desvió hacia el origen del ruido, como si algo en su interior le dijera que debía investigar. Cuando finalmente llegó a la escena, la visión lo golpeó con fuerza: Sarah, la luz que había representado su única esperanza en ese lugar, yacía desnuda sobre otro hombre. El impacto fue inmediato. La traición perforó su corazón como un puño frío. El dolor lo atravesó, pero no hubo tiempo para lamentarse. En un impulso, fue asignado a la guardia, pero ni la obligación ni la acción lograron callar el ruido de su mente.

La noche se extendió, y cuando al fin terminó su turno, el campamento lo recibió con la misma imagen distorsionada que había dejado: hombres borrachos, ignorantes de lo que pasaba a su alrededor. Como una burla cruel, la fiesta seguía su curso, sin importar la guerra interna de aquellos atrapados en ella. Máximo, sintiendo el peso de la traición en su pecho, se sentó a la orilla de sus pensamientos, buscando un escape que no podía encontrar.

Sarah, como un faro apagado, se acercó a él. "Ven, vamos a disfrutar un poco. No te quedes ahí solo", le dijo, su voz suave, casi como una súplica.

"No soy de los que toman", respondió él, sin levantar la vista. "¿Sucede algo? ¡Dime! Sabes que siempre puedes contar conmigo", insistió ella, pero sus palabras eran tan vacías como la fiesta que los rodeaba.

Máximo, buscando respuestas, finalmente le preguntó: "¿Nunca has pensado en huir? En irte de todo esto." Su voz sonó rota, como si hablara más para él mismo que para ella.

"¡Estoy bien aquí! Si te animas, yo estaré allí", le contestó, antes de volverse a la fiesta. Pero cuando la vio acercarse a Antonio, sus palabras resonaron en su mente, claras y dolorosas. La figura de Sarah susurrándole al oído de Antonio, mencionando sus pensamientos de huir, quedó grabada en su mente. La advertencia flotó en el aire, un peso invisible. Y, sin embargo, Antonio, intoxicado y desinteresado, ignoró cualquier preocupación que pudiera surgir.

La fiesta seguía su curso, pero Maximo no lograba conectarse. Las risas ahogaban el sonido de su mente, pero no podían acallar el nudo en su estómago. Fue entonces cuando vio a Antonio levantarse, tambaleante, el brillo del alcohol resbalando de sus ojos, su rostro distorsionado por la borrachera. Con una mano temblorosa, agarró el arma y se acercó a Maximo, el metal frío reflejando la luz de las llamas.

"¿Es cierto que quieres matar a uno de nosotros?" Su voz, arrastrada por la embriaguez, parecía una amenaza y una broma al mismo tiempo. Maximo no respondió. Solo observó. Un clic sordo rompió el aire, y Antonio apretó el gatillo.

El disparo cortó la noche. El ruido reverberó en sus oídos, pero no hubo impacto. Maximo apenas tuvo tiempo de reaccionar. Otro disparo. Luego otro. Los proyectiles pasaron a su lado, tan cerca que pudo sentir el aire que los acompañaba. Antonio descargó el arma, cada bala vacía, como su cabeza, incapaz de apuntar correctamente.

Maximo no pensó. Solo se dio la vuelta y corrió. La sombra de la traición se cernió sobre él como un peso que no podía cargar. En su mente, la imagen de Sarah se distorsionaba, se desvanecía, y solo quedaba el deseo de huir, de perderse.

El campamento quedó atrás, el sonido de la fiesta disipándose con cada paso. El aire frío cortaba su piel, y sus piernas, pesadas por la desesperación, lo empujaban hacia adelante. Cada respiración le costaba más, pero sus pies seguían golpeando el suelo con una furia primitiva. La oscuridad lo envolvía, dándole la sensación de que nunca alcanzaría el final, de que su huida era una carrera interminable.

La niebla se alzó ante él, como un velo que cubría el mundo. En su mente, solo había una cosa: escapar. Lo hizo sin pensar, corriendo, corriendo hasta que su cuerpo le dio señales de rendirse. Pero no se detuvo. Las sombras lo envolvían, y el sonido de su propia respiración se convirtió en el único eco que le quedaba.

La noche se fundió con él.

El aire frío cortó su aliento cuando llegó a la cima de la montaña. Se detuvo, observando el campamento de Antonio, una mancha oscura que permanecía inmóvil en la distancia. Las risas y gritos de los borrachos llegaron hasta él, distorsionados por el viento, como ecos errantes de una locura lejana. La luna iluminaba su camino, fría y distante, mientras el paisaje vacío se extendía ante él.

Cerró los ojos un momento, buscando algo de consuelo en la quietud de la noche. Pero el silencio fue roto por un murmullo. Bajo, casi imperceptible. Maximo se tensó. En la oscuridad, algo se movía. Siguió el sonido, deslizándose entre los árboles. En la distancia, sombras se agruparon, formándose lentamente como una amenaza. No necesitó más que un vistazo. Sabía lo que venía. En el aire, algo había cambiado. La seguridad de la noche se desvaneció en un suspiro.

Se agachó, su cuerpo ya acostumbrado a la presión del miedo. Cada músculo en su cuerpo parecía estar al borde de la explosión, pero se mantuvo inmóvil. Los pasos se acercaban. Silenciosos, calculados, como una marea que crecía sin aviso. Maximo observó, su mirada fija, los movimientos de los hombres armados, sin dejar de respirar.

Se quedaron allí, entre la niebla, invisibles para cualquiera que no supiera ver. Pero Maximo sabía que, si no se movía ahora, estaría perdido.

A medianoche, el primer disparo rompió la calma con un rugido que parecía partir la noche. Los ecos llegaron, seguidos de más estallidos, como un tamborileo en la distancia. Gritos ahogados flotaban en el aire, acompañados del sonido de la violencia desbordándose. Maximo sintió un calafrío recorrer su columna. No hacía falta ver más; el campamento estaba perdido, atrapado en el caos. La brigada del páramo había llegado.

La luna iluminaba el campo como un espectador mudo, mientras la lucha abajo se transformaba en un campo de sombras y sangre. Los gritos de los caídos flotaban sobre el retumbar de los disparos. La brigada avanzaba sin piedad, arrasando con todo a su paso. Maximo, con el cuerpo ya agotado, siguió ascendiendo, buscando la distancia entre él y el horror que se desataba. Cada paso era una lucha contra el cansancio, pero la urgencia lo mantenía en movimiento.

Cuando llegó al valle, el amanecer lo alcanzó con su luz fría y mordaz. El sendero estrecho que atravesaba era custodiado por un retén de la brigada, y Maximo se acercó sigiloso, fusionándose con las sombras. Vio a los lugareños arrastrando cuerpos. Unos y otros, en silencio, se ocupaban de su tarea con una tranquilidad ajena a lo que realmente estaba ocurriendo.

"Por fin llegó la liberación", murmuraban entre ellos, sin levantar la vista. Sus ojos brillaban con una esperanza vacía. Maximo observó en silencio, los dedos apretando la roca bajo su mano. La brigada, esos que consideraban salvadores, no eran más que verdugos, y él, un espectador más de esa cruel ironía. No había libertad. Solo una larga fila de caídos, sin posibilidad de defensa.

El viento se levantó, y por un momento, Maximo sintió como si la montaña le hablara. Pero no había palabras. Solo vacío.

El corazón de Maximo latía desbocado, cada pulso sintiéndose como un golpe en su pecho. La decisión lo arrastraba, tan violenta como un río en crecida. Sabía que lo que estaba a punto de hacer era peligroso, pero la traición, la soledad, y el peso de su propia huida ya no le dejaban opción. Con la mano alzada, dejó caer la máscara de la huida. En su lugar, adoptó la postura de la entrega.

Pero no tuvo tiempo de hablar. Antes de que pudiera abrir la boca, un empujón lo tiró al suelo. La tierra fría lo recibió con una brutalidad inesperada, y de inmediato se sintió inmovilizado, las cuerdas de la desesperación apretándole el cuerpo. Lo amarraron sin piedad, y entre empujones y golpes, lo arrastraron hacia una base que había imaginado como refugio, pero que ahora parecía más bien un laberinto de incertidumbres.

La penumbra lo envolvía cuando lo llevaron a una sala. Varios hombres de la brigada lo rodearon, sus ojos llenos de desconfianza. Uno de ellos, con una cicatriz que atravesaba su rostro, se acercó y habló con voz cortante: “¿Quién eres y qué hacías con ellos?”

Maximo, todavía con el cuerpo temblando por el impacto de la caída y el eco del miedo resonando en sus venas, apretó los dientes y aspiró con fuerza, como si el aire pudiera darle algo de resistencia. “Soy Máximo,” murmuró, la voz temblorosa al principio, pero gradualmente tomando un tinte más seguro, aunque apenas se notara. “Era parte de la banda del sur.” Sus pulmones se expandieron, su pecho subiendo y bajando con rapidez, mientras su cuerpo aún intentaba sacudirse del horror.

Los hombres, uno a uno, alzaron la mirada hacia él, sus ojos fijándose desde arriba, como si observaran a una criatura extraña. “Ellos mataron a mi amigo sin razón, y luego intentaron matarme...” La ira empezó a romper la barrera de su voz, transformándola en un grito rasgado, pero que se mantuvo firme. Sus ojos se clavaron en el suelo, opacos como cristales mojados, como si pudieran cortarlo con el brillo de su rabia.

El hombre de la cicatriz no dijo nada, sólo se acercó y, con un movimiento violento, lo agarró del cuello, levantando su rostro hacia él, como si quisiera medir el valor en los ojos de Maximo. Un gesto de desdén cruzó su rostro antes de hablar, su tono cargado de desprecio. “Eres solo un niño... ¿qué demonios hacías con ellos?”

Desde atrás, una voz profunda, cargada de disgusto, se dejó escuchar. “Esos bastardos usan a los niños como escudos. Qué acto más deshumano.”

El hombre de la cicatriz apretó los dientes, sus ojos brillando con una furia que ni él parecía controlar. “Llévenlo a Theron. Él decidirá qué hacer con él.”

Otro hombre, de mirada fría, dio un paso adelante y, sin mirarlo siquiera, cubrió el rostro de Maximo con un trapo. La tela olía a sudor y tierra, dificultándole la respiración. Mientras Maximo se debatía, los brazos fuertes de uno de los hombres lo arrastraron, caminando de forma forzada y apresurada. El paso de su captor era pesado, casi indiferente al dolor que le causaba el movimiento forzado.

parte 3. La mirada de alguien desesperado

ANTONIO EN LA FRONTERA DEL ABISMO

La noche había caído con una claridad engañosa, como si la luna llena se hubiera empeñado en alumbrar la última escena de una tragedia largamente escrita. Antonio yacía en el suelo, sus ojos abiertos al infinito, como si buscara respuestas en las estrellas, pero lo único que encontraba era el vacío de un cielo distante, indiferente a su sufrimiento. El frío de la tierra lo atravesaba con un dolor silencioso, un filo gélido que se incrustaba en sus huesos, mientras la hierba, que bebía su sangre, parecía multiplicarse en susurros de muerte que flotaban sobre él como una condena inminente. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy? Pensamientos que ya no tenían forma, que se disolvían en la oscuridad. Pero ni siquiera en su mente encontraba refugio; el miedo, ese ente invisible, lo había acorralado, arrancándole la voz, vaciando su ser. Cada intento de pensar, de entender, se desvanecía en la nada, como si el silencio de la noche lo tragara todo.

Cada intento de moverse era un latigazo de dolor. Algo en su carne, como el veneno de una abeja multiplicada por tres, le recordaba que estaba vivo, aunque esa certeza se hacía más insoportable con cada segundo que pasaba, como si la vida misma fuera una tortura que no cesaba. Antonio, reducido a una sombra de lo que fue, se arrastraba lentamente sobre la tierra, como un gusano arrastrándose bajo la pálida luz de la luna, incapaz de encontrar consuelo en el camino hacia su escape. Sus palabras, apenas audibles, eran juramentos susurrados al viento, que le respondía con un silencio absoluto, como si la misma noche lo despojara de todo, incluso de su voz.

"No tengo que morir aquí", repetía con un odio sordo, una rabia contenida que crecía con cada respiración. Miraba hacia las estrellas, como si esperara que los dioses, esos que tan lejos parecían estar, le devolvieran lo que el destino le estaba arrebatando. La mirada fija, llena de furia, era un desafío contra la indiferencia del universo que lo observaba desde las alturas.

El dolor, ese líquido cálido que goteaba de su cuerpo, se enfriaba rápidamente, como si las horas mismas se deslizasen por su piel, llevándose consigo la poca energía que le quedaba. Dos impactos de bala, pensaba, dos disparos malditos que lo condenaban a morir en soledad. Uno en el brazo, otro en el muslo. Pero el peor de todos era el golpe en la cabeza, el que lo había tumbado al suelo como un árbol abatido por un rayo, dejándolo impotente. La inmovilidad era su condena, y el frío comenzaba a apoderarse de él, como si la misma noche se fuera cerrando sobre su cuerpo, una capa densa tejida por las manos invisibles de la muerte.

Cerró los ojos, abandonándose a la única compañía que le quedaba: sus recuerdos. En medio del dolor, la desesperación, y la creciente oscuridad, la nostalgia irrumpió en su mente como un bálsamo inesperado, un refugio momentáneo. Se vio de nuevo en la cálida mesa familiar, rodeado del amor de su madre y su hermana. El calor del hogar envolvía su cuerpo, el olor a comida recién servida le llenaba los sentidos, y las risas llenaban el aire, tan vivas que por un momento olvidó el horror de su realidad. Pero el frío, como una mano implacable, lo despertó de su ensoñación. Los ojos se le abrieron de nuevo, y la dura realidad lo golpeó con fuerza. El suelo bajo él estaba empapado de su sangre, y el destino, que ya había dictado su sentencia, lo había alcanzado, quitándole cualquier esperanza de escape.

De pronto, una voz rompió el silencio, desgarrando la quietud de la noche. "Por aquí debe estar, lo vi caer", decían, como si el mismo viento los hubiera guiado, soplando su destino hacia ese mismo lugar. Antonio, con el último vestigio de fuerza que le quedaba, intentó arrastrarse, pero su cuerpo se apagaba con cada movimiento, como una vela en su último suspiro. Un deslizadero, oscuro como el abismo mismo, le bloqueó el paso, una grieta en la tierra que parecía tragarlo todo. Entonces, una figura emergió de entre las sombras, una silueta mortalmente familiar. "¡Lo encontré!", gritó el hombre, su voz cargada de furia. Sin compasión, disparó, y el sonido de las balas rompió el aire, alcanzando a Antonio una vez más. Pero algo en él, esa chispa desesperada, lo impulsó a lanzarse por el deslizadero, sintiendo cómo las balas lo perforaban, pero sin detener su descenso. La caída, un último acto de fuga, de vida, era su única esperanza.

Rodó por el barranco, sintiendo cómo las estacas y ramas rasgaban su piel, perforando su carne como un castigo que parecía venir de algún pecado olvidado, de algo que él mismo no recordaba haber hecho, pero que el dolor insistía en cobrar. Pero la voluntad de Antonio, esa que aún le quedaba, era más fuerte que su cuerpo roto, que el peso de la desolación. A pesar de todo, siguió avanzando, como si cada paso fuera un desafío lanzado al mismo destino, movido por una determinación que solo podía entenderse como una maldición o un milagro, un suspiro de vida en medio de la muerte. El perseguidor descendió tras él, confiado en que su presa caería en cualquier momento, que el suelo se lo tragaría, pero Antonio, en un arrebato de adrenalina, se lanzó entre la maleza, su cuerpo deslizándose entre sombras, hasta desaparecer en la oscuridad de la noche.

Toda la noche, su huida fue un suspiro eterno, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse, sumido en un perpetuo crepúsculo donde nada avanzaba, pero todo estaba a punto de desmoronarse. La tierra que recogía su sangre parecía darle fuerza, como si, de alguna forma, la misma vida fuera a brotar de su sufrimiento. Y la luna, su eterna testigo, lo acompañaba en su silenciosa huida, observando sin juzgar, como si en sus frías luces no hubiera lugar para la compasión. Sus perseguidores, agotados y furiosos, iluminaron el terreno con sus linternas, pero no encontraron más que el eco de su propia furia, como si el viento se hubiera burlado de ellos, repitiendo su derrota en cada rincón del bosque.

Al amanecer, Antonio llegó a la carretera que conducía a Celeste. Apenas consciente, los contornos del mundo se desdibujaban ante él, como si estuviera viendo a través de un velo de niebla. De repente, una luz cortó la oscuridad, acercándose como una promesa. Era Sarah, la mujer que había prometido salvarlo. En un acto que parecía desafiar las leyes de la realidad, ella lo recogió, con una rapidez que no era humana, y lo llevó a un vehículo que los alejó de aquel infierno. Los disparos resonaron en la distancia, pero ya no tenían poder sobre él, como si todo lo que había sufrido se hubiera disuelto en la luz del amanecer. Antonio, sabiendo que había escapado, sintió que el peso de su propio ser lo abandonaba, y cedió al cansancio, dejándose ir en los brazos de la seguridad que se le ofrecía, como un hombre que finalmente encuentra la paz después de años de guerra.

La incertidumbre persistía, un eco lejano en su mente que no se disipaba. ¿Moriría Antonio? ¿O había logrado burlar a la muerte una vez más, como tantos otros lo hicieron en ese mundo donde lo mágico y lo real se entrelazaban en un perpetuo juego de sombras y luz, donde las reglas de la existencia se retorcían, sin piedad, sin respuesta?

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