La familia Greco recorría las calles de un pequeño barrio comercial de México. Las calles estaban atestadas de puesto de recuerdos, comidas típicas, muebles de segunda mano y ropa a muy buen precio. Una verdadera joya para los turistas como ellos.
_ De verdad, que estas han sido nuestras mejores vacaciones - dijo Sara divertida, mirando a sus cuatro hijos. Los niños afirmaron al unísono con una sonrisa en sus caras. Leonardo miró a su esposa y a los pequeños les sonrió cariñosamente, mientras le daba palmaditas en la espalda al mayor de los pequeños, indicándole que no detenga el paso.
_ Vamos niños, no se detengan ni se aparten unos de otros. Luis, coge de la mano a tu hermana.
_ Sí, papá - afirmó obediente el mayor de los hermanos.
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La familia Greco era una familia acaudalada de España. Leonardo Greco, era el heredero de tercera generación de una de las empresas de comunicación más importantes de Barcelona. Aunque Leonardo, no se detuvo allí. Había invertido en todo tipo de negocios en los últimos años. Expandiendo su fortuna incluso en el exterior.
Dueño de una personalidad honorable, sagaz, inteligente y carismático lo hacían muy hábil para los negocios.
Se había enamorado de Sara desde muy joven. Se conocieron en el último año de primaria. Y en cuanto la vio le prometió a su padre que sería su esposa. Algunos años después al terminar la secundaria cumplió su promesa. Se casaron muy jóvenes pero completamente enamorados. A riesgo de todo pronóstico ya llevaban quince años de casados. Y gran parte de tal logro se debía al carácter tranquilo y sumiso de Sara. Era una mujer totalmente entregada a su familia, dueña de una belleza y gracia femenina pocas veces vista. Esto, muchas veces causaba ciertos episodios de celos por parte de Leonardo. Pero ella sabía como calmar a su esposo.
Solo en una ocasión habían pasado por una situación muy dura, por la cual incluso se pronunció la palabra divorcio.
Leonardo tenía un hermano menor, con el que nunca se había llevado muy bien por su carácter despreocupado y desobediente. Sin embargo, siempre había tenido el apoyo y reconocimiento de sus padres. Razón por la que durante muchos años le guardo rencor. Su hermano salió del país a corta edad, siempre estaba viajando con su abuela materna, pocas veces se encontraban, cosa que Leonardo agradecía. Incluso no había asistido a su boda. Así que no conocía a su esposa Sara. Años después coincidieron en una fiesta y este, coqueteo abiertamente con su cuñada. Incluso después de que se enterara de quien era ella. Hubo reclamos y hasta golpes. Pero para su hermano menor todo era un juego para enojar a su hermano mayor.
Tiempo después se disculpó con su cuñada y sus padres. Y comenzó a visitar la finca donde vivían. Con la única idea de ver más seguido a sus padres que ya estaban grandes, y a sus sobrinos que apenas conocía. Lo que molestaba inmensamente a Leonardo pero no podía prohibirle la entrada.
En una de esas visitas a la casa, al ingresar y al no ver el recibimiento de la familia fue directo a la cocina donde pensó encontraría al ama de llaves o a la mucama. Sin embargo, encontró a Sara tirada en el piso. Inmediatamente, la levantó en brazos y la llevo a su habitación. Ella vestía un camisón de seda fina, pero su cuerpo estaba muy caliente y parecía delirar. Una vez en el cuarto la colocó con cuidado en su cama. Sara en su debilidad intento incorporarse rodeando con sus brazos el cuello de su cuñado. En ese momento Leonardo se asomó por la puerta. El impacto fue tal, que dejó caer el maletín que traía. Sin pensarlo se abalanzó sobre su hermano y comenzó a golpearlo.
El evento aquel fue tan desventurado para la familia Greco que desencadenó en la ida definitiva del hogar y el país de su hermano menor. Sara y Leonardo estuvieron a punto de separarse. Pero Leonardo amaba tanto a Sara que prefirió dejar pasar aquello. Aunque la espina de la duda quedó enterrada en su corazón.
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La familia siguió paseando muy animada. Se detuvieron a comer algo ante la insistencia de los niños.
_ Mami, tengo hambre - dijo la pequeña Mariana.
_ Yo quiero probar unos tacos - dijo Luis. ¿Y tú qué quieres George? Pregunto a su hermano. El niño sonrió tímidamente y contestó.
_ Yo comeré lo que mi hermano coma. Luis sonrió orgulloso y le revolvió el cabello.
_ ¿Y tú mi amor? ¿Qué comerás? Pregunto Sara al último de sus hijos.
El niño miró a su alrededor indeciso. Luego clavó sus enormes ojos verdes sobre un puesto de raspados.
_ Quiero uno de esos -dijo señalando con su diminuto dedo.
_ Amor, eso no es comida. Mejor elige otra cosa. El niño frunció el ceño y miró con desgano el puesto de tacos que tenía enfrente.
_ Entonces comeré lo mismo que todos - La madre sonrió y le dio una palmada de aprobación en el brazo. Todos se acercaron al puesto ansiosos y hambrientos, mientras el padre hacía los pedidos e iba entregando a cada uno su porción.
De vez en cuando, los esposos cruzaban miradas risueñas llenas de satisfacción. Todo era perfecto. Sara sentía que no podía pedir nada más, tenía un esposo que la amaba y unos hijos maravillosos.
_ ¿Feliz, amor? - le preguntó Leo, al tiempo que colocaba su mano en su espalda.
_ Sí, amor. Muchísimo.
Luego de un almuerzo fuera de lo común, la familia Greco siguió caminando por las estridentes y coloridas calles. Cada tanto se detenían a comprar alguna que otra cosa que se les apeteciera.
Tras un largo rato caminando Leonardo vio que su hijo George se restregaba los ojos en señal de cansancio, lo tomó del brazo y lo subió a sus hombros.
El pequeño George era el tercer hijo de la pareja. Desgraciadamente, no contaba con muy buena salud. Había adquirido un virus de niño que debilitó gravemente su sistema inmunológico, haciendo del un niño enfermizo y frágil. Por lo que la mayoría del tiempo era el centro de atención de sus padres y hermanos. Los cuales entendían la situación delicada del pequeño y por ello prestaban mucha atención. Mucha más de la que pequeño Alan recibía. Quien era el menor de todos, pero los mimos y las atenciones especiales siempre eran para George. Sobre todo de parte de su padre.
El pequeño no entendía, la forma en que lo trataba. Siempre se mostraba mucho más frío y distante con él que con el resto de sus hermanos. Había algo más que él, en su ignorante inocencia jamás podría vislumbrar.
Por suerte, su madre y abuela, siempre intentaban llenar esos espacios llenándolo de mimos y atenciones cada vez que podían.
Alan al ver la acción del padre se quejó.
_ Yo, también quiero que me cargues, papá - dijo extendiendo sus pequeños y regordetes brazos hacia su padre.
_ No puedo. ¿No ves que llevo a tu hermano? Está cansado. Déjalo que descanse un poco y luego te cargaré -añadió tratando de suavizar su tono. Leonardo era consciente de que a veces perdía la paciencia muy rápidamente con el muchacho.
El niño frunció el rostro como si fuera a llorar, se le pusieron los ojos humedos y algo vidriosos.
_ Por favor, cárgame papi - repitió extendiendo sus brazos. _ Cárgame, cárgame, papito.
Leonardo lo miró con exasperación. Justo cuando iba a gritarle Sara tomó de la mano al niño y lo trajo hacia ella.
_ ¿Quieres que te cargue mami? - le pregunto cariñosamente.
El niño miró a su padre y vió el disgusto en su cara, se volvió a su madre y asintió con la cabeza. La dama lo alzó en brazos y le arrojó de reojos una mirada fulminante a su esposo. Siguieron caminando por unas cuantas cuadras cuando llegaron a un colorido puesto donde vendían unas telas artesanales preciosas de diseños originales.
_ Oh, mira Leo ¡Qué bonito es todo aquí! ¿Qué te parece si le llevamos algo de aquí a tu madre? Dijo mientras bajaba al niño al piso.
El esposo asintió con ánimo. Los niños también estaban encantados con todo lo veían. Se entretuvieron con unas esferas acrílicas de colores brillantes que simulaban ser piedras preciosas.
A Alan, en cambio, no le interesaba lo que veía y se apartó un poco ante el breve descuido de sus padres. Estaba ensimismado con unas estatuillas de madera hechas a mano, cuando de pronto sintió una mano en su hombro. Volteó y se encontró con un rostro amigable pero desconocido.
_ Hola, amigo ¿Te gustan las estatuillas? - dijo sonriente. Era un niño de no más de diez años quien le hablaba.
El pequeño Alan asintió.
_ Son muy bonitas.
_ ¿Verdad que sí? Mi abuelo hace unas que son para morirse. Las hace de piedras ¿Quieres ver? - preguntó ofreciéndole la mano.
Alan miró hacia donde estaban sus padres, recordando aquello de no ir con extraños. Pero él era pequeño e inocente y quién le ofrecía la mano era un niño sonriente no más grande que su hermano mayor. Así que tomó su mano y comenzó a seguirlo.
Comenzaron a caminar entre la multitud, de vez en cuando el niño miraba hacia atrás y apuraba más el paso.
_ Tranquilo chamaquito ya casi llegamos donde mi abuelo - le dijo el niño ante la aparente resistencia de Alan a seguir caminando.
En eso Sara dio una rápida mirada a sus hijos, enseguida notó la falta de Alan.
_ ¿Y, Alan? -Pregunto mirando a su esposo. Este volteó y miró a su alrededor. De repente el nerviosismo se apoderó de su esposa.
_ ¡Alan! ¡Alan! - Gritó
Leonardo bajó a George sobre una de las mesas _ Quédense juntos -indicó a sus hijos. Se apartó y miró hacia todos lados, de pronto una mujer le señala hacia una dirección
_ Allá van, se lo están llevando - gritó la mujer.
En ese instante, el tiempo se detuvo para la familia Greco. Un grito desesperado se oyó salir de la Sra. Sara. Los niños mayores comenzaron a sollozar asustados y confundidos.
Leonardo comenzó a correr entre la multitud abriéndose paso como pudo, gritando el nombre de su hijo.
_ ¡Alan! ¡Alan!
Cuando parecía que iba alcanzarlo, un hombre en bicicleta se atravesó, haciéndolo caer con mucha brusquedad. Cuando logró levantarse sus ojos se encontraron con los de su hijo que lloraba y extendía sus brazos hacia él. Lo último que vió fue como lo metían a la fuerza en un auto azul sin placa y al pequeño gritando y llorando, mirándolo con un miedo horroroso en sus verdes e infantiles ojos.
Leonardo cayó de rodillas al suelo con la mirada perdida en el horizonte por donde había desaparecido su hijo. De repente Sara pasó corriendo a su lado. Eso lo devolvió a la realidad. Se levantó, corrió hacia ella y la sujetó, sosteniéndola fuertemente entre sus brazos.
Sara se retorcía y golpeaba su pecho, llorando desconsolada, pronunciando a gritos el nombre de su hijo.
De pronto, un montón de personas comenzaron a rodearlos. Entre todos esos rostros Leo pudo reconocer el de sus hijos que los miraban llorosos y asustados. Extendió su brazo hacia ellos y los niños corrieron a abrazar a sus padres, en una agónica desesperanza y desconsuelo.
Sara no pudo soportar más tanto dolor y se desvaneció entre los brazos de su esposo.
Un rato después, Sara abrió los ojos. Miró a su alrededor y el lugar le pareció desconocido. Justo antes de poder pensar en donde se encontraba. Las imágenes de su hijo siendo raptado volvieron a su mente. Comenzó a llorar y gritar pidiendo por él. Inmediatamente un rostro conocido se colocaba frente a ella y la tomaba de las manos.
_ Cálmate Sara - dijo con voz preocupada - esto no te hará bien mi niña. Cálmate, por favor.
_ Mi hijo, mi bebé - exclamó llorando y arrojándose a los brazos de su suegra, a quien quería como si fuese su propia madre. La mujer la oprimió contra su pecho y la acompañó silenciosamente en su llanto.
Mientras Sara se encontraba hospitalizada. Leonardo se encontraba haciendo la denuncia. Conversaba con el detective que había tomado su caso.
Se enteró de la cantidad de niños y mujeres que eran secuestrados a diario no solo en el estado de México si no alrededor del mundo entero.
Sin ánimos de matar sus esperanzas por encontrar a su hijo. Solo habló con la verdad. Le explicó sobre el gran negocio de la trata de personas y de los posibles destinos de aquellos que eran sus víctimas.
El detective al ver el rostro cada vez más ensombrecido del hombre. Trago saliva e hizo una pausa.
_ Obviamente, Sr. Greco. Es muy temprano para pensar en eso. Por lo pronto, esperaremos a que los secuestradores se comuniquen con ustedes. Quédese tranquilo, ya tengo a mis hombres trabajando en esto. Por ahora vuelva con su familia y no se despeguen de sus teléfonos y del teléfono del hotel.
Leonardo se levantó de una forma pesada. Su cabeza daba vueltas todavía no podía asimilar lo que estaba ocurriendo.
_ Muchas gracias, detective Roso. - dijo mientras le tomaba la mano. Tardo un momento en soltar la mano del detective. Sus labios se entre abrieron como si fuera a decir algo. El detective lo miró con preocupación.
_ ¿Pasa algo Sr. Greco?
Leonardo dudó por un segundo y luego preguntó sin soltar su mano aún.
_ ¿Qué debo decirle a mi esposa, detective? ¿Debo darle esperanzas?
El detective lo miró con pena, tomó su mano con ambas manos.
_ A decir verdad, no puedo asegurar que lo encontraremos. Solo puedo decirle que haremos todo lo que esté a nuestro alcance. En cuanto a su esposa no le mienta, háblele con la verdad. Por más dura que sea, siempre será mejor si usted está con ella para contenerla y apoyarla.
El Sr. Greco asintió con la cabeza y se retiró del cuarto con un aire de pesimismo que aplastaba.
Momentos después se encontraba en el hospital explicando a su esposa y a su madre todo lo que el detective le había dicho.
La Sra. Lidia Greco se cubrió el rostro horrorizada, no podía creer lo que escuchaba. Mientras que Sara se ahogaba en llanto contra el pecho de su esposo.
Esa noche Leonardo volvió con sus hijos al hotel y no se despegó del teléfono esperando esa llamada que le daría esperanzas.
Eran las ocho de la mañana cuando sonó el teléfono. Leo dió un saltó y se apresuró a atender.
_ Hola, ¿sí? - escuchó una voz familiar.
_ Hijo, soy yo tu padre. ¿Cómo están?
Leo suspiro con cierta decepción, pero a la vez se sintió feliz de escuchar a su padre.
_ Papá, te enviaré un número nuevo para que podamos hablar. Este debo mantenerlo desocupado por…
Su padre no lo dejó terminar se disculpó y cortó. Leonardo le envío el contacto por mensaje y enseguida un teléfono volvió a sonar.
_ Papá, siento haber olvidado mandarte el nuevo número.
_ No tienes por qué disculparte, hijo. Discúlpame tú a mí, siento que si hubiera aceptado viajar con ustedes como lo hizo tu madre. Por lo menos yo podría haberlos acompañado y esto no habría pasado.
Leonardo negó con la cabeza.
_ No, papá. No pienses así. Esto no fue culpa de nadie. Y mucha menos tuya o de mamá. Ella también se ha torturado pensando en que si no se hubiera quedado en el hotel por su dolor de cabeza, no habría ocurrido.
Los únicos culpables son esos malditos que se lo llevaron. Al finalizar esta frase su voz se quebró. Hizo una pausa y comenzó a llorar. Su padre se quedó al otro lado de la línea impotente, incapaz de encontrar palabras que consuelen la amargura de su hijo.
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