Cuatro años atrás.
Las llamas devoraban el almacén abandonado y, entre ellas, el grito de una niña se quebraba como cristal en el aire. Nadie acudía. Nadie siquiera miraba en dirección al edificio.
—¿Por qué...? —murmuraba entre sollozos.
El dolor que crecía junto al fuego no era solo físico. Era rabia: pura, infantil, absoluta. La traición de aquellas que se hacían llamar amigas se volvía combustible. Las llamas comenzaban a desgarrar su piel, célula por célula. Pero la niña no gritaba más. Ya no había lágrimas. Ni aire.
Un temblor sacudió el suelo, y de pronto, el edificio explotó.
Del silencio posterior, emergió la niña. La piel carbonizada comenzó a regenerarse ante la oscuridad de los callejones. Solo su risa —extrañamente alegre— acompañó su desaparición entre las sombras.
—Que comience el juego.
Nadie encontró rastros de su cuerpo. Solo ropa quemada. Nadie creyó que sobreviviera.
Pero desde aquella noche, quienes estuvieron involucradas en el incendio empezaron a caer. Una por una. No solo ellas. Sus familias, amigos, socios... todo lo que les daba sentido comenzó a pudrirse. Caos, desintegración. Castigo.
En otra noche sin luna, la niña caminaba por un pasillo manchado de sangre. No había prisa en sus pasos. Evitaba con gracia los cadáveres.
—Qué desastre... —murmuró, más divertida que compasiva.
En una habitación al fondo, una mujer sollozaba. Atada con candados a una cama metálica.
—Por favor... alguien... no quería que terminara así...
La puerta crujió.
—Vaya... así que aquí estabas —dijo la niña, entrando sin apuro.
—No... por favor, no me mates...
La niña sonrió. Su rostro era el de siempre: joven, suave, inocente.
—¿Matarte? —repitió—. No. Ya no necesito eso. Después de todo... tu familia está en ruinas, tus amigos están muertos, y tu pareja... bueno, digamos que dejó de ser relevante.
La mujer intentó liberarse, pero las cadenas que su madre le había colocado no cedían.
—¿Entonces a qué has venido?
—Solo a conversar —respondió la niña, sentándose frente a ella—. Dime... ¿qué se siente caer del cielo al infierno en tan poco tiempo?
—¡Maldito monstruo!
La niña soltó una carcajada ligera. Le brillaban los ojos.
—Hace mucho que no me divertía tanto...
—La MSM... ellos sabrán lo que hiciste. Te destruirán...
—¿Yo? —sonrió—. No hice nada. Ustedes se destruyeron solas. Yo solo fui testigo del desastre que sus mentiras provocaron.
La mujer la miró por primera vez. Con asco. Con miedo.
—¿Qué eres?
—Solo una niña. Una pequeña niña decepcionada por un grupo de magos mediocres.
Se levantó. La mujer retrocedió como pudo, tensando los grilletes.
—Dime... ¿te arrepientes de lo que hiciste?
—De lo único que me arrepiento... es de haber sido piadosa contigo.
—¡Qué divertido! —la niña ladeó la cabeza, curiosa—. Incluso ahora quieres matarme… si no fuera por esas cadenas que tu madre te puso.
—Todo esto es tu culpa...
—¿Mi culpa? —rió. Su tono se volvió más frío—. ¿Quién esclavizaba niños para sus experimentos? ¿Quién usó humanos como herramientas?
La mujer guardó silencio. El eco de sus propios actos rebotaba contra las paredes de la mansión.
—Tú también eres un demonio... te deleitas con la miseria ajena. Cuando descubrí lo que realmente eras, debí matarte. Quemarte fue demasiado amable. Debí cortarte la cabeza y dar tu cuerpo a las bestias.
—Qué detalle tan generoso. Pero hoy serás tú quien alimente sus fauces.
La mujer palideció al verla marchar hacia la puerta.
—¿De qué hablas?
La niña la ignoró.
—Es toda suya —dijo con voz ligera, justo antes de que las bestias encerradas en la mansión fueran liberadas—. Dejen algo para la policía...
Presente
La alarma sonó justo a las seis. El cielo estaba nublado y el aire frío serpenteaba por las rendijas de la ventana. Lilith se levantó sin hacer ruido, caminó hasta el baño y se sumergió en la bañera, donde permaneció por largo rato sin moverse.
—Ocupado —dijo al escuchar la puerta golpear suavemente.
—¿Puedes apurarte? —respondió Ágata desde el otro lado.
—Ya voy.
Saliendo de la bañera, se envolvió en una toalla y comenzó a secarse el cabello con otra. Al salir al pasillo, camino a su habitación, la voz de Erick la sorprendió.
—¿Y ese tatuaje, señorita? —le dijo con tono molesto.
—No es un tatuaje —respondió Lilith, sin inmutarse, abriendo la puerta de su cuarto—. Es la marca del vínculo con Ziel.
Cerró la puerta tras de sí y se acercó al armario. Escogió un conjunto cómodo: blusa negra, pantalón corto color crema, medias largas hasta las rodillas y unos zapatos sencillos. Mientras se vestía, Ziel apareció en su forma animal, sacudiendo las colas con pereza.
—Sabes que estamos castigados, ¿verdad? —dijo, acomodándose sobre la cama.
—Lo sé.
—Entonces… ¿por qué te arreglas tanto? Más que ayer.
—Porque hoy es mi cumpleaños —respondió ella con una sonrisa sincera.
Después de lo ocurrido en el pueblo, Víctor había castigado a Lilith con dos semanas de encierro. Saber que toda aquella destrucción había sido solo por diversión le resultaba difícil de procesar. Sus hermanos estaban molestos. Otra vez habían quedado en medio de su juego. Pero no podían hacer más que encubrirla cuando las investigaciones comenzaron. Después de todo, seguía siendo parte de la familia.
Azael y Gael, por su parte, pidieron al cuerpo de cazadores y a los magos que mantuvieran discreción sobre su participación. Lilith seguía siendo menor de edad, aunque su longevidad apuntaba a una inmortalidad parcial que inquietaba a más de uno.
—¡Pastel, pastel! —canturreó Lilith, bajando las escaleras con los brazos en alto—. ¡Quiero pastel!
—Feliz cumpleaños —dijo Víctor, cruzando la sala hacia la cocina.
—¿Y mi pastel? Quiero mi pastel —le siguió, con pasos rápidos.
—Lo sé, lo sé —respondió él, sacando de la nevera un recipiente con una porción de pastel de chocolate—. Aquí está.
Le entregó el dulce junto con un beso en la frente.
—Gracias —dijo Lilith, con los ojos brillantes mientras tomaba el postre.
Se sentó en el comedor, dispuesta a devorarlo, pero Erick apareció antes del primer bocado y se lo arrebató rápidamente.
—Primero desayuno. Luego dulce.
—¡Pero...!
—Nada de peros —respondió, llevándose el pastel de regreso a la cocina.
—Erick... ¿por qué...? —exclamó con tristeza.
—Te va a doler el estómago si comes dulce tan temprano —intervino Carlos, dándole también un beso en la frente.
—Mmn... —fue lo único que murmuró Lilith, apoyando la cabeza sobre la mesa con resignación.
—Eso huele bien —comentó Ágata al entrar al comedor, acompañada por Víctor y Ziel.
El zorro blanco caminaba detrás de ellos, arrastrando la correa que le impedía salir de la casa. Después de una larga conversación entre Víctor y Lilith, el vínculo del alma con Ziel había sido oficialmente aceptado. A Víctor no le agradaba del todo el pacto, pero tampoco podía romperlo. Ziel mantenía bajo control el poder de su hija. Así, el espíritu se había convertido en un miembro más de la familia… aunque también estuviera castigado.
El desayuno continuó con cierto aire festivo, aunque el clima seguía gris. Lilith, a pesar de todo, celebraba. No había caos. No había incendios. Solo pastel, correa… y una mañana fría por delante.
Ágata no comprendía qué deseaba aquella zorrita con su hermana, pero, al parecer, Lilith se había vuelto extrañamente popular sin siquiera abandonar la casa.
—¿Puedo saber qué exactamente quieres con mi hermana? —preguntó con tono seco.
—Solo quería saber cómo era —respondió la zorrita, aún atrapada entre sombras.
—Entonces no la has visto en persona…
—Así es. Pero cuando escuché que Cerbero estaba interesado en ella, quise verla con mis propios ojos.
—¿Cerbero? ¿Y ese quién es? —Ágata frunció el ceño.
—¿No sabes quién es? —la zorra la miró con sorpresa genuina—. Es el cazador más fuerte e intimidante del pueblo.
—¿Y ese sería…?
—Jonathan. Jonathan Monroe —exclamó con enfado—. ¿Acaso no lo conoces?
—Ah, él… —respondió Ágata con indiferencia—. Entonces el lobo arrogante resulta ser también un pervertido. —Se burló mientras caminaba junto a la zorra.
—Vaya que tienes agallas para hablar así de Cerbero —le dijo la joven, observándola de reojo.
—Como si me importara. —Ágata desapareció en su propia sombra con un suspiro.
Lilith, sin proponérselo, se había convertido en tema de conversación entre las clases media y alta. Su belleza inusual, su silencio y la elegancia misteriosa que irradiaba generaban rumores constantes. Los cazadores que la habían visto apenas decían nada, intimidados por las órdenes estrictas de Jonathan y Gael de guardar silencio absoluto.
Mientras tanto, en el sótano, Ziel observaba cómo el experimento número seis se quitaba la vida lentamente.
—Pobre bestia —comentó con voz apagada.
—Algo me falta… —Lilith revisaba sus apuntes con frustración—. ¿Pero qué?
—La vida no es algo con lo que deberías jugar. —Ziel tomó el cuerpo con delicadeza—. Creo que así se decía.
Colocó el recipiente sobre la mesa y abrió su pecho. Los órganos estaban dañados, negros, hinchados de forma antinatural.
—Me dijeron que las quimeras tienen un tiempo de vida corto… pero estas ni siquiera duran dos horas. —Lilith se dejó caer en la silla, hundida en su cansancio—. ¿Qué estoy haciendo mal?
—Los órganos están deteriorados desde su creación. —Ziel sacó el corazón y lo colocó sobre una bandeja metálica—. Deberías comenzar por eso.
Lilith lo observó con detalle. Era pequeño, malformado, y una mancha negra cubría gran parte de su superficie.
—¿Qué es esto?
La respuesta llegó al colocar el órgano bajo el microscopio. Células cancerígenas recorrían el tejido, formando redes de mutación acelerada. El recipiente, modificado con ADN incompatible, había generado un proceso de degeneración irreversible.
—Si pudiera aislar el gen que provoca esta mutación…
—¿No deberías esperar a entrar a la universidad para hacer eso?
—Mnn… —Lilith suspiró—. Tal vez allí encuentre lo que me falta, aunque es molesto tener que esperar.
—Además, ya se te acabaron los ingredientes —Ziel señaló el estante vacío.
—Sí… —cerró los ojos. Luego frunció el ceño al comprender lo que acababa de escuchar—. Espera… ¿qué?
Al mirar los estantes, lo confirmó: todos los frascos estaban vacíos. Había agotado sus reservas con los últimos experimentos fallidos.
—¡¿Eh?! —exclamó con tristeza—. ¿Por qué? —Se dejó caer de rodillas, incapaz de contener la frustración.
Todavía quedaban días para que terminara su castigo, y Ziel, aunque presente, no ofrecía soluciones. La única opción era pedir ayuda, pero Lilith no era precisamente sociable. Su familia estaba ocupada, y no tenía amigos con quienes contar.
—¿Y ahora qué hago? —preguntó entre lágrimas.
—Pídele ayuda al lobo —respondió Ziel, cruzado de brazos, sin inmutarse.
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