Lorena cumplió dieciocho años un día nublado de verano. No pudo evitar sentir que aquel cielo gris era una especie de premonición del futuro que le esperaba. Esa noche tendría que casarse con un hombre de avanzada edad al que nunca había visto antes. ¿La razón? Dinero.
Entre las familias pobres, y su familia era una de ellas, no era poco común casar a alguna de sus hijas con quien estuviera dispuesto a dar un buen dote por ellas, ya fuera en dinero u de alguna otra forma. De esta manera se aseguraba la supervivencia de los demás hijos, o al menos esa era la justificación que se le daba a tan aberrante práctica. La única regla que existía en el código legal era que las novias tenían que ser mayores de dieciocho años o tenerlos recién cumplidos. Aunque en muchos casos las autoridades hacían de la vista gorda cuando alguna chica menor de edad era casada.
—Entiende... Esto es por el bien de tus hermanos.
Su madre le dijo mientras le secaba las lágrimas de los ojos con un viejo pañuelo momentos antes de que se concretara el matrimonio. Era una señora escuálida de treinta y dos años que había pasado toda su vida trabajando haciendo la limpieza para alguien más. Su piel arrugada, y reseca de las manos era un vestigio de la dureza de su trabajo.
Las negociaciones habían tenido lugar durante un mes para concretar los "detalles" del matrimonio, un eufemismo que hacía referencia al tira y afloja en las discusiones sobre dinero que debían recibir los padres de la joven.
Lorena asintió resignada ante las palabras de su madre. No tenía otra opción más que aceptar el destino que le era impuesto. Hugo y Salomón, sus hermanos menores, no conocerían el hambre que ella tuvo que padecer, ni el frío ni las carencias, sus vidas seguramente serían mejores que la de ella. Era un sacrificio que valía la pena. Pensar de esa manera, que estaba haciendo un sacrificio por ellos, le daba cierto consuelo. Pero no podía evitar sentir en una parte de su corazón que aquello era fundamentalmente injusto y cruel.
La ceremonia se llevaría a cabo de manera discreta. Los sacerdotes recibían un tipo de comisión por llevar a cabo los matrimonios sin previo aviso. Se suponía que solamente asistirían los padres de Lorena y el sirviente de su futuro esposo, un tal Enrico Cristeros. Pero algo inesperado sucedió.
Esperando por ellos en el templo se encontraba un joven de veinticinco años. Estaba vestido con un chaleco color hueso y unos pantalones color crema, en su mano derecha llevaba un bastón y en la izquierda un sombrero de castor de color blanco. Era moreno, de cabello castaño rizado y ojos claros. Su complexión era atlética y debía medir alrededor de un metro con ochenta centímetros.
—¿Quién es usted?
El padre de Lorena preguntó confundido. Se trataba de un señor de mediana edad un poco regordete y de baja estatura. Trabajaba en el mercado cargando mercancía y llevándola de un lado a otro.
—Buenas noches. Mi nombre es Jean Pontmercy. Estoy aquí porque me gustaría ofrecerles un dote por la mano de su hija.
El joven se presentó y realizó una reverencia. Sus movimientos eran elegantes y ágiles y su voz grave tenía cierta armonía.
—Lo sentimos, pero nuestra hija ya está comprometida...
La madre de Lorena comenzó a decir con una sonrisa falsa en su rostro.
—Con un viejo comerciante llamado Enrico Cristeros.
El joven la interrumpió tomándolos a los tres por sorpresa.
—Así es... ¿Cómo sabe usted eso?
El padre de Lorena preguntó.
—Porque he hecho un trato con el Señor Cisneros cuyos detalles son privados. Lo único que tienen que saber es que él retira su oferta.
—¡¿Qué?! ¿¡Cómo!? ¡¿Por qué tendríamos que creerle?!
El padre de Lorena exclamó con furia e indignación, pensó que se había quedado sin dote.
—Esperemos al Señor Cristeros...
La madre de Lorena dijo tratando de calmar a su marido.
Entonces el joven se puso su sombrero y sacó una pequeña bolsa de su pantalón.
—Quinientos aureus por la mano de su hija. Es cinco veces más de lo que Cristeros les había ofrecido. ¿O me equivoco? Si quieren puedo aumentar la cantidad.
El padre de Lorena lo miró con desconfianza por unos segundos. Entonces Jean le aventó la bolsa y él la atrapó y la abrió con rapidez para examinar el interior. La expresión de su rostro cambió por completo una vez que había examinado el interior. Se tomó un largo tiempo para contar un par de veces las pequeñas monedas de oro.
—Son quinientas...
Le dijo atónito a su esposa. Entonces ella se apresuró a susurrarle algo al oído y él miró al joven de pies a cabeza para examinarlo. Intercambiaron susurros por unos minutos.
—Entenderá que romper un compromiso es malo para la...
Comenzó a decir el padre de Lorena.
—Queremos mil.
Su mujer lo interrumpió yendo directo al grano. Habían visto la oportunidad de conseguir más dinero por la mano de su hija.
—De acuerdo.
El joven dijo y les aventó otra bolsa que el padre de Lorena revisó con ansiedad.
Lorena observó la escena sin saber qué pensar. Una hora más tarde era la esposa del joven Pontmercy. Al sacerdote que ofició la ceremonia no le importó el cambio de novio. Estaban acostumbrados a ese tipo de cosas. Lorena permaneció aturdida, en una especie de trance, durante los treinta minutos que duró la ceremonía, una mera formalidad, intentando comprender lo que estaba pasando.
Sus padres se despidieron de ella y con prisa salieron del templo, querían disfrutar cuanto antes de su nuevo botín. El aturdimiento se convirtió en confusión. Por un lado, sentía cierto alivio de no tener que casarse con aquel viejo, pero por el otro el joven con el que tendría que pasar el resto de su vida era un desconocido y no sabía qué esperar. Su corazón latía con rapidez ante el futuro incierto que le esperaba.
—Lamento que no hubiera ninguna celebración glamorosa este día. Se supone que debería de ser el día más feliz de tu vida. Al menos eso es lo que he escuchado. Aunque no creo que tal cosa pueda decirse de un matrimonio arreglado.
Jean se disculpó con ella mientras le quitaba sus botas con delicadeza. Se encontraban en la habitación de una posada en las periferias de la ciudad. Lorena le había pedido que no hiciera tal cosa, pero el insistió diciendo que seguramente se sentía cansada. Su corazón latía cada vez con más rapidez a medida que él deshacía los cordones.
—Puedes recostarte un rato. ¿Tienes hambre?
Lorena asintió con timidez. No había comido nada ese día más que un pedazo de pan duro en la mañana. Se sentía nerviosa. Su madre le había contado con detalle alguna vez las obligaciones de una esposa durante la noche de bodas. Aquella sería la primera vez que se consumaría el derecho del marido de poseer a su mujer y sería la primera vez que ella conocería el cuerpo de un hombre de manera íntima. Antes había tonteado con alguno que otro chico, pero nunca pasó de las simples caricias o de un beso. Y aunque sabía qué se suponía tenía que pasar, gracias a las chicas de la lavandería, aún tenía cierto miedo.
—¿Te gustaría algo en particular?
—No...
Jean salió de la habitación. Mientras esperaba por él Lorena le echó un vistazo a la habitación. Se trataba de una pequeña recámara con una sola cama y una ventana. A los pies de la primera había un baúl y al costado, sobre el piso, una piel. Podía escuchar el bullicio en la planta baja, ocupada por la taberna y el comedor, a través de la madera del suelo. Era la primera vez que se quedaba en un sitio así.
Se acostó en la cama. El colchón le pareció de lo más suave del mundo, estaba acostumbrada a dormír sobre una vieja tabla recubierta de paja. Después de unos minutos Jan regresó con dos platos de sopa y una hogaza de pan partida a la mitad. Mientras comían, Lorena sentada en la cama y él en el suelo, le preguntó:
—No sabes quién soy, ¿verdad?
—No.
—Creo que... Fue hace cinco días. Escuché a dos chicas de la lavandería en la que trabajabas hablar sobre tu matrimonio arreglado. Entonces decidí dirigirte unas palabras.
Repentinamente le vino a la mente el recuerdo de aquella conversación que había casi desaparecido de su memoria. Recordó a un hombre joven que de manera repentina se le acercó para conversar. No había prestado mucha atención, estaba ocupada con la tanda de camisones que tenía que tallar, así que el rostro del hombre apenas y quedó registrado en su mente. Pero la voz, agradable y cálida, había dejado cierta impresión en ella y evitó que el recuerdo se perdiera para siempre. Porque además, no habían hablado de nada importante, él simplemente le hizo unas cuantas preguntas y ella respondió de manera casi automática, en realidad llamar a la interacción que tuvieron "tener una conversación" es demasiado. Ella se limitó a responder con frases cortas, con simple "sí" o un "no" e incluso con gestos, sus pensamientos estaban atrapados en el destino que le esperaba como la esposa de un viejo al que nunca había conocido.
—Usted... ¿Por qué?
Lorena le preguntó confundida.
—Porque tu mirada transmitía tanta tristeza que no pude evitar hacer algo.
El respondió mirándola a los ojos. Había una compasión inconmensurable en la expresión de su rostro. Por primera vez Lorena sintió que podía relajarse frente a él.
Terminaron de comer en silencio. Una vez que Jean regresó de devolver los tazones se sentó en la cama junto a ella a tan solo unos cuantos centímetros de distancia y la tomó de la mano. Entonces Lorena sintió como su corazón comenzó a latir con rapidez nuevamente. No estaba lista para compartir la cama con un hombre. Tenía la esperanza de que su primera vez sería con alguien a quien amara. Y si bien el hombre que en ese momento le estaba sujetando la mano no era desagradable, no sentía nada por él. Jean acercó su rostro al de ella. Lorena respondió desviando la mirada y cerrando los ojos.
—Tengo que decirte que no es mi intención forzarte a hacer algo que no quieras. Mi única ambición es que te sientas libre, dentro de lo posible.
Jean dijo antes de soltarle la mano.
—Descansa esta noche. Mañana podremos hablar de tu futuro con calma.
Después de decirle eso Jean se levantó de la cama y se colocó su sombrero y tomó el bastón que había dejado recargado contra la pared.
—¿¡Y usted!? ¿A dónde va?
De manera repentina Lorena le preguntó antes de que saliera de la habitación.
—Tengo unos asuntos que atender.
Después de que cerró la puerta Lorena se recostó sobre la cama. Poco a poco su corazón dejó de latir con rapidez.
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Enrico Cristeros estaba de buen humor esa noche. Un hombre joven se había presentado en su casa esa mañana para ofrecerle un trato un tanto extraño pero ventajoso: mil areus a cambio de declinar el matrimonio arreglado que había acordado con la hija de un desgraciado. ¿De qué manera se enteró de tal arreglo? No sabía ni tenía interés de averiguarlo. Lo único que importaba era el dinero.
—Este mundo está lleno de gente extraña... O estúpida.
Se dijo a sí mismo mientras disfrutaba de una copa de vino.
Él tan solo había prometido cien areus por la muchacha. Con mil podía conseguirse una mujer mucho más bella y quizás algo más joven.
—Una con tetas más grandes y piel más suave... Sí...
Excitado por ese pensamiento le ordenó a su sirviente que le llevara una dama de compañía para relajarse un poco usando el dinero que el joven le había dado.
—Mi Señor... Hay un problema...
El sirviente le dijo nervioso. Era un hombre de cuarenta años alto y delgado.
—¿Qué? ¿Qué sucede?
Cristeros preguntó mientras se servía más vino. Entonces el sirviente vació la bolsa con el dinero del joven sobre la mesa. En lugar de las monedas de oro lo que cayó sobre la madera fue polvo tan fino como la arena de una playa.
—¿Cómo...?
El viejo comerciante estaba atónito, él mismo había contado las monedas en la mañana.
—¡¿Qué significa esto?!
—N-N-No lo sé... Mi Señor.
El sirviente respondió titubeante.
Jean no regresó a la habitación hasta el día siguiente. Lorena se despertó cuando escuchó un par de golpes en la puerta.
—Es hora del desayuno. Te espero abajo.
La voz de Jan le dijo desde el otro lado. Así que se levantó y después de arreglarse salió de la habitación rumbo al comedor de la posada. Ahí encontró a Jan sentado en una de las mesas. Además de él solamente había un par de viajeros comiendo sopa.
—¿Cómo dormiste?
Él le preguntó después de que se sentó al otro lado de la mesa.
—Bien... Creo que dormí de más.
Debían de ser alrededor de las diez de la mañana. Lorena estaba acostumbrada a levantarse a las seis para ir a trabajar a la lavandería, así que para ella ya era tarde.
—¿Te sientes bien?
—Sí...
—Hoy pensaba llevarte a comprar algo de ropa. Perdóname si es que estoy siendo impertinente, pero, ¿ese es tu único vestido?
Jean le preguntó.
—Así es...
Lorena no tenía más ropa con ella que el vestido que llevaba puesto y el camisón que vestía debajo. Había dejado sus pocas prendas, ropas tan viejas que parecían trapos, en casa de sus padres.
—No pretendo hacerte ninguna ofensa, pero ese vestido está bastante viejo. Creo que...
—¡No hace falta que me compre nada! Yo no quiero importunarlo.
Ella lo interrumpió. Desde que tenía memoria se había vestido de la forma más humilde. Algunas de las señoras de alcurnia llevaban sus guardarropas a la lavandería en la que trabajaba, vestidos de todo tipo de colores bordados con los hilos más finos, y ella sentía cierta envidia, pues nunca podría comprarse semejantes piezas. Su corazón quería aceptar el ofrecimiento que le hacían, pero al mismo tiempo se sentía un tanto incómoda.
—Insisto. Es... —Jan hizo una pausa para pensar sus siguientes palabras. —Lo menos que puedo hacer por ti.
Después de desayunar la llevó a la calle de los sastres. Lorena avanzaba caminando detrás de él hasta que se detuvo de repente y con una delicadeza y elegancia que nunca antes había atestiguado la tomó del brazo.
—Aunque quizás este matrimonio sea efímero una esposa debe caminar al lado de su esposa.
Le dijo con una sonrisa provocando que ella se sonrojara.
—¿Qué te gustaría hacer en un futuro próximo? Podemos anular el matrimonio tan pronto como lo desees, pero tomaría cerca de un mes hacer todo el papeleo. Mientras tanto, ¿hay algo que te gustaría hacer? ¿Algún lugar a dónde ir?
Le preguntó mientras se habrían paso entre la multitud. El cielo estaba despejado y hacía un clima agradable, típico del verano y que no guardaba ningún parecido con el día anterior.
—Yo...
Lorena no respondió de inmediato. Había pensado antes de dormir la noche en qué quería para su futuro sin llegar a una respuesta concreta. Lo único que sabía con certeza es que no había querido casarse en ese momento. Ciertamente una sensación de asco permeaba su compromiso con el viejo comerciante, ahora con Jean no sentía cosa. Él era también un extraño, pero no le tenía miedo ni repulsión, las últimas horas la había tratado de la forma más atenta y amable como ningún otro la había tratado nunca.
—Si es posible, quisiera ver a mis hermanos.
Quería revisar cómo estaban y dejarles saber que ella se encontraba bien. Veinticuatro horas antes había pensado que no los volvería a ver y se había despedido de ellos entre lágrimas.
—¿Y después?
Lorena no entendió a qué se refería.
—¿Quieres vivir conmigo por lo mientras? Si tu respuesta es no puedo ofrecerte una alternativa. Puedo darte dinero para que vivas cómodamente en la ciudad Si tu respuesta es sí, podemos ir a una casa que tengo en el campo. No seríamos como cualquier otro matrimonio, no tengo la intención de intimar contigo durante el tiempo que estemos juntos. Durante el siguiente mes, ¿por qué no pienses sobre lo que quieres? Yo... No tengo problema alguno con simplemente pretender.
Por alguna razón esas palabras no la sorprendieron. La noche anterior él no había hecho ningún intento por tocarla de esa manera, lo cual la hizo sentir alivio. Quizás sus palabras eran sinceras y solamente había querido ayudarla. La cuestión del divorcio debía de ser un asunto bastante claro. Disolver el matrimonio era lógico, ella no había querido casarse desde el principio, pero solamente los hombres podían pedirlo y el resultado era que a la mujer le seguía un estigma por el resto de su vida.
Pero si Jean le ofrecía vivir con él como marido y mujer su futuro podría estar resuelto. Era obvio que contaba con dinero y los medios para llevar una vida apacible. Además, vivir en el campo le parecía una idea interesante aunque un tanto intimidante. Toda su vida había vivido en aquella ciudad. Así que la primera opción le pareció la más atractiva.
Observó por un momento a Jean. Tenía una expresión amable en su rostro que transmitía confianza. Mientras caminaban agarrados del brazo pudo sentir sus músculos tonificados, le dio la sensación de que podía recargarse en él y que sería atrapada si se tropezara. Era algo que nunca antes había experimentado, pero se trataba de un sentimiento agradable. "¿Quizás sería bueno quedarme con él?", pensó de repente. Si se divorciaba corría el riesgo de nunca encontrar marido otra vez.
Lorena sabía que no era "bonita". Era de complexión delgada, tenía poco pecho y su figura con pocas curvas a veces era confundida con la de un chico. Su cabello, de color negro azabache, era muy frágil, por lo que lo llevaba corto. Sus ojos eran cafés, tan comunes y ordinarios como las piedras que cubrían la calzada sobre la que caminaban en ese momento. Y su piel era trigueña. En suma, se trataba de una chica sin ninguna característica atractiva.
Nunca había sido la primera en atrapar las miradas de los chicos, ni siquiera la segunda o la tercera, por lo que, ¿valía la pena correr el riesgo de no encontrar marido nunca? Las solteronas siempre eran el objeto de los rumores y algunas incluso eran acusadas de brujería. Con Jean podía quizás tener una vida tranquila y libre de preocupaciones.
—¿Sucede algo?
Jean le preguntó al notar que lo estaba observando fijamente.
—¡Nada!
Lorena respondió sonrojada y volteó hacia otro lado.
Al cabo de unos minutos entraron a un establecimiento famoso por ser frecuentado por las damas de clase alta de la ciudad. Al principio fueron atendidos con cierto desdén, a causa del vestido tan modesto que Lorena llevaba puesto, era característico de las mujeres trabajadoras de los barrios bajos vestirse de esa manera tan pobre. Pero una vez que Jean mostró una bolsa con dinero la actitud de las trabajadoras cambió por completo.
Nunca antes en su vida Lorena había visto tanta variedad de vestidos, de bordados y de telas, la riqueza de colores era deslumbrante. Rojo, vino, azul, celeste, amarillo, púrpura, gran variedad de tonalidades de negro y de blanco, etc.
—Escoge los que quieras y cuantos quieras.
La ropa interior casi no variaba entre mujeres de una u otra situación económica. Todas usaban un largo camisón, un enagua y unos calzoncillos hasta debajo de la rodilla hechos con lino. Lo que diferenciaba a una mujer pobre de una rica era la calidad del corset, de sus calcetas y de su vestido.
A pesar de que Jean le había dicho que escogiera todos los vestidos que quisiera, pero después de tres le pareció que sería demasiado pedir un cuarto. Cuando terminaron él pidió que le entregaran las compras en la posada en la que se estaban quedando. Antes de salir de la tienda compró un par de botas negras.
—Las que tienes ya están bastante desgastadas.
Le dijo al entregárselas. Después de comer algo en uno de los cafés de la zona se dirigieron a la casa de los padres de Lorena. Jean les compró a sus hermanos unas cajas de confitería como regalo y se pusieron en marcha.
La casa en la que Lorena había crecido era un cuarto de una vecindad dividido por una vieja sábana en dos. En una parte dormían ella y sus hermanos y en la otra sus padres. Así que nunca había tenido la privacidad que una chica necesita cuando comienza a crecer. La vecindad contaba con un patio rectangular en cuyo centro se encontraban los baños y los lavaderos que todos los inquilinos usaban por turnos. De chica solía jugar en aquel patio con el resto de los niños.
Debido a su aspecto poco femenino solía jugar con los chicos casi todo el tiempo. A pesar de las carencias tenía buenos recuerdos de aquel patio. Un viejo soldado cojo vivía en uno de los cuartos de la planta baja y solía entretenerlos contándoles las historias de las campañas en las que había participado y sobre los grandes magos que había visto hacer todo tipo de proeza.
Lorena se detuvo un momento en la entrada de la vecindad, asaltada por los recuerdos. La mayoría de sus compañeros de juegos se habían ido del lugar después de crecer. Así que no quedaba casi nadie.
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