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El Villano Sólo Quiere Ser Amado

Capítulo i. Sweet kisses

"Sweet kisses" o "Besos dulces" era una novela romántica publicada en una página web que se había hecho viral varios años después de ser terminada. Por allá por el 2015, Evan fue testigo de cómo se convirtió en un fenómeno internacional, sino mundial.

Había sido sensación. Se la había llamado "El nuevo Crepúsculo" después de la primera fila de fanáticos acampando para comprar el libro. Niñas vistiéndose como los personajes principales, Alice y Keith, el libro publicado en físico y su autor, anónimo, siendo perseguido incansablemente para que se desvelara su identidad.

El estallido podía deberse a la misteriosa acción del algoritmo, o a los internautas revolucionados que buscaban algo nuevo para probar. Lo cierto era que se trataba de un misterio: sin un porqué válido, de un día para el otro, "Sweet kisses", con su portada de unos labios chupando una paleta, había enloquecido a la gente. Evan, independientemente de lo que dijera, no había sido la excepción.

Con los libros apilados debajo de la cama, Evan leía todos los días antes de dormir. En el retiro en el que vivía nadie tenía mucho, pero había ahorrado las propinas y su pequeña suma de sueldo durante un tiempo considerable para permitirse pagar la saga completa. En un viaje al pueblo más cercano, comprando provisiones, aprovechó para colarse en una librería y conseguir los libros. Ya en el retiro, los escondió.

El retiro espiritual era un negocio cuestionable. Por su acción como una ONG, recibían una donación estatal, además de algunas contribuciones de personas amables. Los enfermeros, sin embargo, cobraban menos que una miseria por su trabajo. Evan, reclutado hacía años, sabía que el dinero lo disfrutaba el fundador, y que los enfermeros eran llamados y manipulados con base en discursos tontos sobre vocación y ayudar al prójimo. Trabajaban por comida y un techo, cuidando ancianos sin hogar ni familia.

La única alegría que tenía Evan en esos años era la lectura. Se entregaba a ello en los pocos tiempos que tenía de descanso, y usualmente leía clásicos, pero la locura alrededor de "Sweet kisses" lo había llevado a aventurarse.

Grave error.

La historia se centraba en Alice Burdow, una adolescente pelirroja, muy inteligente, de los suburbios. Sus padres eran trabajadores y ellos, si bien no eran pobres, eran de clase media. La chica era una 'genio' de la oratoria, y después de participar en un concurso de debate, ganó un premio monetario importante. El director de una institución se impresionó con ella y le ofreció una beca completa para su educación, a lo que Alice aceptó, sin ser consciente de a dónde estaba accediendo ir.

La novela empezaba justo ahí, con ella llegando al Instituto Saint Julien, el más caro y más prestigioso de su país, con una maleta remendada y una mochila harapienta, únicamente comprometida con aprender.

Claramente, no era fiel a sus promesas. El inicio del libro había tenido a Evan enganchado a muerte, enamorado de las palabras imponentes y la elegancia de la protagonista, jurando que su carácter era increíble. Aún así, tras llegar al colegio, se convertía en una niña llorona cualquiera, deshaciendo cualquier promesa sobre defenderse del maltrato de los niños ricos.

En su lugar, lloraba en las esquinas y se escondía de los demás. El declive de la novela había irritado a Evan tanto que había arrojado el libro al otro lado de la pequeña habitación, enojado por haber gastado su dinero en tonterías.

—Evan —el portero, habiendo escuchado el ruido, se asomó a través del umbral de la puerta, su ceño fruncido y su voz agresiva—, ¿Qué haces despierto? ¿Y qué es todo ese ruido? ¡Duérmete ya!

Por supuesto que Evan no había dormido. En su lugar, había fingido dormir hasta que los pasos del portero se alejaron. Entonces, se lanzó por el libro y siguió leyendo.

Alice, entonces, conocía a Keith Racord, niño rico, pedante, intimidante y abusivo. Todo lo que ella despreciaba. Pero era guapo. Y adivina, ¿Qué hacía Alice entonces?

Ella podría haberse alejado. Podría haber elegido irse y correr lejos del chico, y volver a su escuela normal, donde todo el mundo la quería, o al menos todos la respetaban. Pero no, por supuesto que no podía hacer eso, ella se enamoraba y ellos, después de unos dos tomos eternos, tenían su final feliz, abrazados, amándose.

Wow, Evan había vuelto a desperdiciar su dinero.

Ahora bien, tenía que ser honesto, no toda la historia era mala. Algunas partes se podían salvar. Una subtrama sobre un amigo de Alice enamorándose de otro chico, o algo del desarrollo de Keith, eran destacables. La historia de fondo de Alice, su familia humilde y como reaccionaban ellos a la nueva vida de su hija, eso también llamaba la atención. Sin embargo, había una cosa que capturaba la atención de Evan con mucha facilidad: la historia de la familia de Keith.

Era... Aterradoramente similar a su historia. Como, espeluznantemente similar. Incluso se había descubierto llorando en algunas partes, atolondrado por los recuerdos dolorosos, el fantasma de un abrazo de su madrastra cubriendo sus hombros.

Bastaba con decir que el hermanastro de Keith se llamaba Evan para entender a dónde iba el tema.

Evan, el de la novela, era un antagonista menor en la historia. El hermanastro tonto de Keith, odiado por su padre por "haber causado la muerte de su madre" en un parto difícil. Él se enamoraba de Alice, y, tontamente, la intimidaba, porque no sabía cómo acercarse a ella. Cuando Keith se enteraba de que la niña que le gustaba estaba siendo molestada por el chico, a quien ya despreciaba, se encargaba de hacerle la vida imposible. Lo inculpaba por bromas, le robaba las tareas, lo empujaba y humillaba frente a sus compañeros.

Luego de culparlo por encerrar a Alice en un laboratorio durante una competencia de Matemáticas, presuntamente para saborearla, Keith lograba que lo expulsaran del colegio y que su padre lo enviara a un instituto militar. La trama del libro, no contenta con el destino cruel, le regalaba una oración más, capítulos más tarde, como un mero comentario.

"—¿Hablas de Evan? Escuché que escapó del Campamento Militar. Lo estaban buscando, pero su padre no tiene paciencia con estas cosas.

—¿Cómo así? ¿Va a dejar que se pierda?

—Bueno, dijo que si no lo encuentran en dos días, dejará de buscarlo y permitirá que se las arregle por su cuenta. De todos modos, no importa, mi amor, él ya no es tu problema. Yo te protegí.”

Evan tenía arcadas.

Recordaba su propio tiempo en el campamento militar, el maltrato y las condiciones deplorables. Se suponía que era un programa de reinserción, pero los niños vivían como animales: criminales pequeños y chicos sin amor de su familia se transformaban en completos recluidos por pasar meses, incluso años, en esas condiciones.

Evan había visto su futuro. Prefirió huir.

Terminó capacitándose como enfermero en el retiro. No tenía título, así que cobraba menos que los otros enfermeros, era personal de maestranza. Su padre nunca lo había buscado. Su hermanastro y su madrastra se habían olvidado de él. Era algo que evitaba recordar la mayoría de los días, el ardor de la traición todavía chispeante en su alma.

Evan era rencoroso. No lo negaría nunca. Le guardaba rencor a toda su dizque familia, a todos los que lo habían abandonado. La vida del retiro no era la mejor vida, pero era mejor que tolerar ese daño.

Días después de terminar la saga completa, aún asqueado por los libros, le habían pedido que saliera a pasear al señor Cisneros. El hombre era un veterano, y si bien tenía hijos y esposa, su familia lo había dejado en el retiro cuando su estrés postraumático se había vuelto demasiado para manejar. Era uno de los pacientes favoritos de Evan, aunque fuera tosco y grosero a veces: había sido traicionado cómo el propio Evan, y solo entre ellos se podían entender.

—Muchacho —el hombre habló tras un carraspeo—. Chico, tienes que irte de este paradero. Estás atrapado, esto es el medio de la nada. Huye a la ciudad, búscate un empleo digno, encuentra a una joven respetable. Vive, muchacho, no dejes que tu pasado te niegue un futuro.

Evan sonrió con melancolía, apoyando los brazos en la silla de ruedas con la que transportaba al hombre:—Ay, señor Cisneros, si tan solo fuera tan fácil. ¿A dónde voy a ir? ¿De qué voy a trabajar? Yo no puedo irme, don. Esto es todo lo que conozco.

Evitó decir que no podía encontrar una joven porque las mujeres no eran de su agrado. En su lugar, sonrió y señaló los montes verdes y el cielo azul, despejado, de un verano hermoso.

—El retiro no es tan malo —siguió, ignorando a propósito la mirada de desdén en los ojos del anciano—. El paisaje es hermoso, y me dan comida, techo y algo de dinero. Debo ser agradecido, señor.

—¡Al diablo con las gracias! —masculló el anciano, y escupió un poco mientras lo hacía. Evan se fijó disimuladamente si se le había caído algún diente.— Al diablo con decir gracias y con vengarse. Vive, muchacho. Vive mientras puedas.

Capítulo ii. Una muerte injusta (y otra más justa)

El señor Cisneros llevaba unos diez años atrapado en el retiro, desde sus setenta y ocho a sus ochenta y ocho. Como para todas las personas de su edad, la insuficiencia cardíaca y los paros cardiovasculares eran moneda común.

Su vida era como un hilo, esperando a cortarse, cada día más fino.

Por eso, seguramente, cuando le rogó a la directora general que lo llevaran al pueblo más cercano, la mujer accedió.

—El asistente Vita lo llevará —señaló a Evan con la cabeza, que se encontraba planchando unos uniformes mientras la mujer le hablaba al anciano—. Cuídese del frío y del tráfico, vuelva en un máximo de tres horas y, por favor, no haga ningún escándalo, señor Cisneros.

—Sí, sí, lo que usted diga, madresita —Cisneros, hablador especialista, arrastró las palabras y se marchó ágilmente en su silla de ruedas.

Al día siguiente partieron temprano. Evan enfundado en su traje de enfermero, cubierto con un chaleco de lana que una de las ancianas le había regalado en Navidad, y el señor Cisneros en su uniforme militar, hablando sobre enamorar señoras de su edad.

Caminaron por todo el pueblo mientras el hombre contaba anécdotas de su juventud. Recorrieron la plaza, la biblioteca y la sala comunitaria, donde jugaron ajedrez.

Evan se apenó un poco cuando lo invitaron, pues tuvo que confesar que nunca había aprendido a jugar, pero tras una lección rápida y unas tres partidas, (dos perdidas groseramente, y una batallada, pero perdida al fin), un hombre, unos años más grandes que Evan, aún mucho más joven que Cisneros, le regaló un juego.

—Toma, lindura —le susurró al oído, provocando que las mejillas de Evan se sonrojaran—, llévalo contigo. Si quieres que te enseñe solo vuelve. Si no, vuelve igual, a jugar unas partidas.

La mirada de Cisneros le dijo a Evan que no había perdido nada y que, seguramente, ya sabía todo sobre la sexualidad de su enfermero favorito. Cuando no dijo nada, Evan sonrió, más agradecido que nunca, y siguió dirigiendo al hombre.

Terminaron la tarde en un café, sentados afuera. Evan se ofreció a pagar unos cafés, pero, antes de que tuviera oportunidad, el señor Cisneros llamó a la camarera y le dijo que trajera un buen whisky.

—Jovencito, tengo algo que confesarte. Voy a morir pronto.

Evan pestañeó, apenas habiéndose sentado, severamente confundido.

—Lo sé —dijo el hombre, interpretando el silencio como incredulidad —, lo sé. Parece que soy apenas un hombre mayor, pero lo cierto es que tengo más de setenta años. ¡No necesitas saber la edad exacta! Solo basta con que te diga que estoy muy enfermo.

Había cosas que era mejor callarse. ¿El hecho de que sabía perfectamente cuántos años tenía Cisneros? Un silencio absoluto. No lo confesaría aunque fuera torturado para hacerlo.

—Lo único que tienes que saber es que quiero que vivas. Y para que lo hagas, he preparado algo para ti. Un plan de huida.

Evan se mordió los labios y resistió las ganas de llorar. La emoción era demasiada.

»¡No tengo bienes para dejarte! Todo lo mío lo han robado las sanguijuelas que alguna vez llamé familia. No sabes cuánto lamento no haber guardado algo para tí, si hubiera sabido que te conocería, hubiera luchado más. Eres como el nieto que nunca tuve. Así que si en vida no te puedo dar nada, ¡Te lo daré en muerte!

Con los ojos llenos de lágrimas, Evan sollozó unas palabras:—Ay, señor Cisneros. Yo también lo veo como un abuelo. ¡Por favor, no hable de muerte! Aún tiene muchos años por delante.

—No los tengo, muchacho. Quiero despedirme en paz —la camarera llegó y dejó dos vasos de pintas y una botella de whisky, solo dándoles una mirada de reojo antes de volver a marchar. Cisneros se sirvió un shot y lo tomó de un trago.— Mañana temprano empaca una mochila. Al atardecer estarás cuidando de mí, y colapsaré. Toma tu mochila y ponla debajo de mi camilla antes de que llegue la ambulancia. Acompáñame a la ciudad. Luego, huye.

—Nunca lo dejaría —Evan susurró, tocado y, a la vez, dolido—. No podría, señor Cisneros, por favor.

—Tienes que hacerlo. Te lo pido, como mi último deseo. Quiero que vivas, Evan, prométeme que lo harás.

Algo en las palabras ominosas era doloroso. Los ojos de Evan se humedecieron otra vez, el llanto amenazándolo como el cañón de un arma pegado contra su sien.

Cisneros lo miró con una sonrisa, sus labios apretados. Se vio mucho más viejo que de costumbre.

—A mí se me murió un nieto —murmuró, como una confesión impulsiva, y Evan los miró con los ojos bien abiertos—. Tenía tu edad, un año más, creo. Él era inocente de todo mal, y murió tratando de protegerme. Fue mi culpa.

—No diga eso, basta —Evan negó con la cabeza vehementemente—. Nada de eso es su culpa. Estoy segura de que él lo amaba y no querría que usted ande pensando esas cosas.

—Ah, sí, me amaba. Fue el único que se mantuvo a mi lado cuando enfermé. Él quiso darme una alegría y llevarme a ver la playa —los ojos del hombre se hicieron vidriosos, hizo una mueca—. Estaba en mi peor momento con... La enfermedad. Me quisieron robar. Los golpeé y escapé. Él no sabía donde estaba yo. Y cuando fue a buscarme, tuvo un accidente.

Eso sonó como una versión evitativa de las cosas. Cisneros quería decir algo y no se lo permitía. Con los ojos llenos de lágrimas, Evan colocó una mano en su hombro.

—Él querría que usted viva tanto como pueda, señor. Por favor, piénselo dos veces.

El viejo negó con la cabeza y el ánimo de Evan decayó. Miró a Cisneros esperando unas palabras más, el pie para debatir sobre esto, para discutirlo.

Cuando no se lo dieron, decidió confesar algo él mismo:—Mi... Padre, él me dijo que nunca más lo llamara si no completaba la "Terapia natural" y me redimía. Yo había sido expulsado de la escuela porque me acusaron de un robo. No tenía la necesidad de robar, nunca lo hice, pero todos me dieron la espalda y permitieron que se me acusara injustamente. Sin testimonio a mí favor, me echaron.

»Me llevaron al medio del bosque con otros doce chicos. Al pasar de los meses, muchos se rendían y se... Iban. Otros escapaban y nunca eran encontrados otra vez. Empecé a sumirme en una gran depresión, y decidí que la única opción era huír. Así lo hice. Fui a la ciudad, a buscar a mi padre. Lo encontré rápido. Antes de que le dijeran que yo había desaparecido. Él era feliz con su nueva familia. Habían desarmado mi cuarto. Se habían deshecho de todo rastro de mí.

No sería la primera vez que un paciente del retiro falleciera en las instalaciones. Tampoco sería la primera vez que lo planearan. Pero Cisneros no era un paciente cualquiera, Evan no lo vería de esa manera nunca. Necesitaba que entendiera su pérdida.

—Eres lo más cercano que tuve a un padre en mi vida —dijo, y fueron más que palabras.

—Júrame que estarás a mi lado al final —pidió el hombre, un susurro carraspeado.

—Lo juro —superando su dolor, Evan no dudó un segundo en jurar compañía.

Volvieron al retiro en un silencio que, si bien no era incómodo, era tenso. Se fueron a sus cuartos con una tranquilidad impropia.

Evan durmió en una almohada húmeda por las lágrimas. Extrañaría el cariño de Cisneros, como si fuera el de su propio padre, porque era lo más cercano que alguna vez tendría a uno.

Al día siguiente, llevó sus actividades a cabo como si fuera un fantasma de sí mismo. En silencio, pálido, entristecido. Rendido.

Guardó una maleta con lo poco que tenía. Esperó hasta la tarde pacientemente. Cuando llegó la hora de cuidar a Cisneros, Evan apareció en la puerta como si fuera un espíritu.

El viejo Cisneros sonrió:—Pásame el vaso con agua, muchacho.

Como poseído, Evan caminó hacia la mesa de luz. Tomó el vaso y lo llevó a Cisneros. Miró el contenido, burbujeante, no agua. Todo menos agua.

Cisneros se lo arrebató de las manos antes de que pudiera arrepentirse.

—Por la vida —levantó el vaso como si fuera un brindis.

Y lo que siguió fue un flash en la memoria dañada del chico. Gritos y llantos, una ambulancia, la mochila empujada en un segundo, el único pensamiento en su mente de cumplir el último deseo del buen hombre.

La ambulancia se movió rápido por la carretera. Evan podía sentir las ruedas saltando, miraba por la ventana y solo veía borrones verdes.

Se perdió cuando los paramédicos empezaron a utilizar el desfribilador. También se perdió los pitidos irregulares de la máquina, las instrucciones de los médicos para proceder. Rápidos, certeros, pero aún demasiado lentos, y no lo suficientemente detallistas.

Se perdió todo. Todos los detalles, las lágrimas. Se perdió la sensación de salir de su cuerpo, de sentirse perdido.

Se perdió todo excepto el impacto de la ambulancia y la manera en que el paisaje a su alrededor se pintó de negro.

Capítulo iii. El villano inconsciente

La familia Vita estaba forrada en dinero. Lo había estado siempre, generaciones y generaciones de riqueza abundante en el negocio de los inmuebles, (y otras cosas, menos legales). Eran la prueba en vida de que la nobleza, la aristocracia, nunca había desaparecido: hijos de ricos, padres de ricos, todos serían sepultados en cajones de oro y plata.

Sus rostros eran todos iguales. Los esculpidos resultados de la selección de genes desde tiempos inmemoriales: ojos claros, azules o verdes, pieles pálidas y suaves, cabellos lacios, rubios. Daba miedo verlos a la distancia, el efecto intimidante: la similitud entre todos era espeluznante.

Evan Vita, como traído por la gracia de Dios, rompía con todos los requisitos de su familia y deshonraba el nombre desde el día de su nacimiento.

El tema se remontaba varios años atrás. Unos cuantos. Antes de que naciera Evan, Armando Vita conocía a Gina Hillman en unas vacaciones al otro lado del mundo. La mujer, una joven de piel bronceada y cabello pelirrojo, lo, (según otros familiares), "sedujo" y lo llevó a la cama. Allí, engendraron a Evan.

Armando, aún seducido por los encantos de la mujer, accedió felizmente a casarse con ella. Gina, aunque era un espíritu libre, una fotógrafa que tenía el sueño de recorrer el mundo, accedió a sentar cabeza, al menos mientras su hijo crecía.

Se casaron cuando la mujer tenía unos tres meses de embarazo. Seis meses más tarde, nacía Evan. Treinta y seis horas después del nacimiento de Evan, Gina falleció.

Evan era un retoño de cabello rojo como el fuego y piel trigueña. Tenía pecas y ojos oscuros, un marrón bien profundo. Sus facciones regordetas, su nariz griega y sus cejas pobladas delatarían su origen aunque le blanquearan la piel, tiñeran el cabello y lo obligaran a usar lentillas. Estaba corrompido en su sangre, y no tenía disimulo. Era una deshonra, y según su padre, un asesino.

Su infancia no era algo que acostumbrara a recordar. No disfrutaba rememorar las noches de sollozos y gimoteos, y los gritos o la completa soledad. Las miradas desdeñosas de su padre, el desprecio de su hermanastro, la lástima de su madrastra.

Despertó respirando hondo, su garganta cerrada mientras miraba a todos lados y buscaba una camilla de hospital. En su lugar, encontró su antigua cama, la mesa de luz al lado, con la lámpara prendida, y el resto de la habitación sumida en una tiniebla total.

Se sentó en la cama. Las piernas apoyadas, los pies contra el piso. Su cuerpo no le dolía como si hubiera estado en un choque. En general, no le dolía como si tuviera treinta y cinco años. Se sentía rejuvenecido, relajado.

Se levantó y caminó hacia donde recordaba que estaba la luz. Sin decepcionarlo, la perilla seguía en su sitio. Cuando la bajó, la luz iluminó el pequeño cuarto.

La cama estaba pegada a una esquina, encima de la cual estaba la ventana entreabierta. Era de noche y entraba una brisa helada, pero, si las cosas seguían siendo como Evan recordaba, la ventana estaba rota y no podía cerrarse del todo. Al frente de la cama estaba su escritorio, y al lado del escritorio un pequeño cajonero para poner su ropa.

Evan caminó hacia el escritorio y miró encima de la mesa. Leyó el título del libro, rojo y blanco, con los ojos entrecerrados, incrédulo.

“Matemáticas para la escuela secundaria: Funciones, Polinomios y otros”

Evan extendió su mano y empezó a recorrer páginas con expresión ajena. Recordaba este libro como si lo hubiera resuelto ayer, una guía de ejercicios para el ingreso a la escuela secundaria.

Cuando tenía quince años, su madrastra convenció a su padre de meterlo en el mismo colegio al que asistía Keith, el Saint Julien. Había tenido que estudiar con dureza para ser calificado aprobatoriamente y ser colocado en una buena clase, sobre todo porque el nivel de Evan había sido el de una escuela pública promedio.

La escuela dividía a los alumnos en clases dependiendo su desempeño en el examen de inicio de año. Las clases iban de la D a la A, con aulas especiales para jóvenes destacados atletas o académicos. Si Evan no recordaba mal, originalmente entraba en la clase B, pero su padre pedía una revisión de su examen y exigía que se lo bajara de grado por su débil base. Así pues, Evan empezaba en la clase C.

El dolor empezó a centellar un poco. ¿Por qué estaba en la casa de su infancia? ¿Por qué su cuarto tenía todas esas cosas?

Súbitamente, se abrieron sus ojos. Caminó afuera de su cuarto como poseído, y corrió al baño antes de cerrar la puerta. Se miró en el espejo y, poco después, vomitó.

Para cuando logró reincorporarse, la imagen que le devolvía la mirada en el espejo era más pálida y ojerosa. Pero seguía siendo joven, y eso era lo impresionante. Su versión de quince años le devolvió la mirada con horror en los ojos oscuros, entonces enrojecidos.

...****************...

Escribió en su libreta con una mirada seria, después de haber pasado cuarenta minutos llorando y haber vomitado otro par de veces.

Murmuró en voz alta para sí mismo:—Estoy aquí porque el viejo Cisneros se sacrificó para que yo viviera. Tengo que hacer lo que él me dijo. Tengo que ser feliz. Pero, ¿Cómo? Bajo el mismo techo que papá y Keith, teniendo que soportar a los idiotas del colegio y a la familia Vita.

A cada detalle sonaba más imposible. Las ganas, ya pocas, de Evan se esfumaban. Pero pasó una mano por su cabello y respiró hondo.

—No —se aseguró a sí mismo—. No así. Yo encontraré una manera. Puedo hacerlo. Solo tengo que hacer un plan. Reglas.

Empezó a garabatear en la hoja, sin preocuparse porque nadie escuchara. Había bajado a la cocina unos minutos antes y había encontrado una nota de su madrastra avisando que se habían ido a comer a un restaurante caro, que tenía pan para hacerse un emparedado o que podía pedir algo.

Aunque acababa de vaciar el estómago en el inodoro, no sentía hambre alguna. Seguramente tenía algo que ver con el olor a desinfectante y sangre que la ambulancia tenía impregnado en cada rincón.

Se apretó el puente de la nariz como si hubiese residuos del hedor. Lógicamente, sabía que todo estaba en su cabeza. Aun así, el pensamiento dolía. ¿Qué había pasado con Cisneros? ¿Y el retiro? Las pocas cosas que tenía, los otros enfermeros, sus amigos. ¿Se habían ido? ¿O seguían adelante con sus vidas sin él?

La bilis le volvió a quemar la lengua.

Se encorvó sobre el escritorio y pensó en prefectos definidos.

El libro llegó a su mente. "Sweet kisses" y sus enfermizas similitudes con todo. Debería estar siendo publicado en ese momento, en alguna página web, pero, aunque fuera contra cualquier coherencia que quedara en la mente de Evan, no pudo evitar conectarlos.

Caminó hacia su mesa de luz y tomó el celular. Volvió a su escritorio y se sentó antes de empezar a hacer una búsqueda profunda.

Tras probar con un par de sitios que aún no existían, llegó a la página correcta. Luego de rebuscar entre una cantidad asquerosa de libros con el mismo nombre o uno similar, cuando tenía la mente llena de sinopsis sobre amores prohibidos y dramas, llegó a la portada de los labios alrededor de la paleta.

Sus ojos se movieron en cada línea de la sinopsis rápidamente.

‘Alice Burdow tiene quince años y acaba de ganar una beca para el instituto más prestigioso de su país. Cuando llegue, deberá demostrar que pertenece a ese nuevo mundo y, en el proceso, tejerá una relación interesante con Keith Capozzoli Vita, el chico más rico y peligroso del colegio, y el único que puede seguirle el ritmo.'

Respiró hondo y leyó un par de veces más como para asegurarse de que las cosas fueran esas. Se sentía extraño. El nombre de su hermanastro era el mismo, y recordaba algo de Alice, el apellido le sonaba demasiado.

La versión en físico era distinta. Los nombres y algunos detalles. Esto era idéntico.

Entró y leyó el primer capítulo entero. Se llamaba “Primer lugar” y hablaba del éxito de Alice en el concurso de debate. Presentaban una protagonista fuerte, amable pero certera. Muy humilde.

Se situaba en el 20 de enero de ese mismo año. Evan se apresuró a salir de la página para buscar diarios de su localidad y ver si podía encontrar su nombre. No tuvo que buscar mucho, fue el primer resultado. Y no solo el primero. Siguió bajando mientras las noticias aparecían.

“Prodigiosa joven local gana concurso de debate nacional.

Niña superdotada domina el podio en el Concurso Nacional de Debate

¿Quién es Alice Burdow, la ganadora nacional del Concurso Nacional de Debate en la categoría sub-20? Conoce aquí todos los detalles.”

El colmo fue echarle un vistazo a las fechas, la confirmación de todos sus temores.

“Publicado: 20 de enero”

¿Evan era el villano de una novela de cuarta? Fantástico, lo que le faltaba.

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