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Te Amaré Bajo La Lluvia

CAP #1. REGALOS INESPERADOS

🗨️ Todo estaba listo para la llegada del pequeño Antonio. Después de seis meses, sería bueno poder cuidarlo en casa.

—Abuela, sé que desde el cielo nos proteges.

Sé que debes estar molesta conmigo por lo que he decidido hacer.

Espero que entiendas mis razones y me perdones por no haber seguido tus consejos.

Pero no podía dejar morir al niño.

Aún no supero que tú no estés aquí —decía Patricia, hablando con la foto de su abuela, ubicada en un improvisado altar adornado con rosas frescas que cambiaba cada dos días y un par de velas de pilas, para evitar incidentes.

—¿Patricia, ya estás lista? Vamos, ya es hora de recoger a Antonio. No podemos llegar tarde —le dijo Beatriz, su vecina, interrumpiendo el diálogo.

—No te preocupes. Estoy segura de que doña Nubia no está molesta contigo. Hiciste lo posible para salvar la vida de tu hermano.

—Ay, Beatriz. Si hubiera sabido unos años atrás que todo esto me iba a pasar, habría buscado a mi madre para que se hiciera responsable de nosotros. Ayudar con los gastos era su obligación. Por lo menos habríamos evitado que mi abuela trabajara bajo la lluvia.

—No pienses en eso. Tu abuela era feliz dándoles lo que podía conseguir con su trabajo. Sabía que a su hija no le importaría dejarlos en cualquier sitio, por eso prefería que los dejara con ella, aunque no le diera nada.

Unos años atrás.

🗨️Patricia es hija de Roberta Durán, una mujer que nunca se ocupó de sus obligaciones como madre.

Sacó partido de su belleza para conquistar hombres adinerados. Era ambiciosa y sin vergüenza.

Patricia, que aprendió a leer y escribir, gracias a Beatriz, recortaba letras y armaba palabras de los periódicos que su abuela recogía en los basureros de conjuntos residenciales.

Desde los diez años recorría las calles ayudando a su abuela, para qué juntas pudieran cumplir más tareas en menos tiempo y así recibir un sueldo apenas mayor.

Un día, al llegar a la pequeña casa en la cima de una colina —en uno de los sectores más pobres de la ciudad— se encontraron con una sorpresa: su madre había estado de visita, dejando un “hermoso regalo” antes de desaparecer de nuevo.

—Doña Nubia, aquí le dejaron un regalito.

🗨️ Era una niña hermosa, vestida con una pijama que se veía fina. Sus cabellos rubios y rizados, sus mejillas rosadas y sus grandes ojos grises la hacían parecer una delicada muñeca de porcelana

La vecina la había recibido junto a un par de tarros de leche de marca cara, un biberón, pañales, ropa y algo de dinero, todo en una bonita pañalera.

—Disculpe que me meta, doña Nubia, pero su hija es una irresponsable. Debería cuidarse. No puede ir trayendo hijos al mundo —dijo la vecina.

—Tienes razón, Beatriz. Pero dígame, ¿qué más puedo hacer?

¿Te imaginas qué pasaría con estos angelitos si yo no me hago cargo? Sería capaz de dejarlos en algún basurero, donde sienta que ya no le estorban.

🗨️ A pesar de saber lo que significaba ese “regalo”, Patricia lo recibió como un detalle de su madre por sus doce años, próximos a cumplir.

A su abuela le brillaron los ojos al verla: una nueva nieta, un motivo más para vivir

La guardería del barrio

Los días pasaron. Beatriz, conocida en el barrio por cuidar niños, se encargó de Evelin. Sentía que así cumplía su sueño de ser maestra.

Unos meses después, Beatriz fue visitada por una entidad del Estado que llevaba días conociendo las necesidades de la comunidad.

Los vecinos la recomendaron como la única que había cuidado niños en toda la zona. Le propusieron trabajar formalmente: seguir cuidando niños, pero ahora con sueldo, bonos de mercado y ayudas para mejorar su casa.

Evelin, registrada como hija de Nubia Marín —al igual que Patricia— fue inscrita como la primera integrante oficial del nuevo proyecto: la primera guardería pública del barrio.

El objetivo era claro: ver menos niños en la calle, corriendo riesgos innecesarios.

Eso aseguraba a Evelin comida y cuidado todos los días. Sería una gran ayuda para su abuela.

Mientras, Patricia y la barrendera salían muy temprano, con los primeros rayos de sol, al otro lado de la ciudad, llevando el carro de escobas hasta un sector exclusivo, donde las personas eran adineradas, vivían en casas lujosas y manejaban carros costosos.

La barrendera era muy apreciada por los empleados de las unidades residenciales y por las empleadas del servicio. Llegar temprano les permitía revisar la basura antes de que el camión recolector se la llevara.

En ocasiones encontraban cosas buenas, bonitas y útiles. También alimentos que los ricos ya no querían y que eran tirados en bolsas, aún aprovechables.

El segundo regalo

Pasó el tiempo. Días después del segundo cumpleaños de Evelin, Roberta apareció de nuevo, dejando otro regalo para su madre y su hija: un hermoso niño de piel trigueña, ojos azules y abundante cabellera negra. No tenía más de seis meses.

Era trece de junio, día de San Antonio. Así que la abuela lo llamó Antonio. Al igual que Evelin, fue bautizado días después en la improvisada iglesia del barrio.

Antonio fue recibido por Beatriz con mucho amor. Aunque ya había excedido el cupo en su guardería, lo incluyó sin dudarlo.

La noche que todo cambió

La abuela, siempre un roble, se levantaba todos los días a la misma hora. Nunca se vio enferma, nunca se quejó. Pero una madrugada fría de invierno, todo cambió.

Esa noche, Antonio despertó llorando. La anciana salió rauda de su cama, sin abrigarse y descalza, fue al cuarto de sus nietos a ver qué le pasaba al pequeño de apenas un año.

El biberón se había quedado en la cocina. El niño no paraba de llorar.

Angustiada, lo dejó en la cama y abrió la puerta trasera para ir por el biberón.

La brisa fría de la lluvia, que había caído toda la noche, recibió su delgado cuerpo, cubierto apenas por una vieja bata sin mangas, casi transparente.

Ella se estremeció.

Después de esa noche, se sintió indispuesta, con algo de congestión. Pero debía salir a trabajar.

Como cada invierno, obligó a su nieta a quedarse en casa.

Siempre le explicaba que, en sus condiciones económicas, que ella no podía enfermarse y que solo tenían un traje de plástico para protegerse de la lluvia, y ya estaba roto.

Pero Patricia insistía.

CAP. # 2 BAJO LA LLUVIA

A pesar de las súplicas de la joven adolescente, la abuela se mantiene firme.

—No insistas, mi niña. Hace mucho frío. Quédate tranquila. Por estos días, la gente no sale de sus casas y hay poco por limpiar en las calles. No es necesario que vayas conmigo.

🗨️Después de darle un beso en la frente a su nieta, sale empujando su carro, donde lleva la escoba, el recogedor y un rastrillo. Se cubre con su viejo traje de plástico, remendado en varios lugares, y camina bajo la lluvia. Su corazón está contento: ya le faltan pocas cuotas para terminar de pagar la casa. La emociona saber que, cuando ella falte, sus niños tendrán un techo propio.

Este año, el invierno se ha alargado. Cada vez que parece terminar, la lluvia vuelve y se instala.

Mientras tanto, Patricia se queda en casa. Para no aburrirse, limpia, desordena todo y luego vuelve a ponerlo en orden. Siempre está pendiente de guardar la cena caliente y un buen vaso de café para su abuela.

Pero una tarde, la abuela llega sin ganas de comer. La lluvia, que no ha cesado desde la noche anterior, la ha empapado por completo. Se cambia de ropa, toma un café y se mete a la cama sin decir palabra.

Sobre la pequeña mesa de madera ha dejado un sobre. Patricia, curiosa, lo revisa. Es el paz y salvo que acredita a su abuela como dueña de la casa. Las escrituras ya están radicadas. La joven siente una felicidad inmensa: su abuela ya no tendrá que esforzarse tanto. El miedo de perder su hogar ha terminado.

Emocionada, corre a la habitación y la abraza. Pero el calor que siente la hace retroceder de inmediato. Su abuela está ardiendo en fiebre.

Sin importarle la lluvia, Patricia corre a casa de Beatriz, la vecina. Beatriz regresa con ella, llevando algunos medicamentos que tenía para sus niños. Pero la fiebre no cede. El cuerpo de la anciana tiembla, sus manos están frías, y ni siquiera las medias de lana logran calentar sus pies.

Beatriz corre de nuevo a su casa. Es la única que tiene teléfono. Llama al servicio médico, y una hora después llega la ambulancia.

Los paramédicos notan de inmediato que algo está mal. Se la llevan al hospital. Beatriz va con ella, dejando a Patricia sola, sumida en la confusión y la angustia.

La joven se arrodilla ante el improvisado altar de su abuela. No sabe qué decir. Solo implora por su salud. Tiene miedo. No está preparada para enfrentar la vida sola.

Para evitar que su abuela se preocupe, Patricia se encarga de su trabajo. Recorre las calles desde antes del amanecer, recoge los tesoros que aguardan en la basura. Lleva un mes en esta labor, y los vecinos la apoyan al ver su esfuerzo.

Era viernes. El invierno se ha demorado en marcharse. Mojada y cansada, desde lo lejos ve gente entrar y salir de su casa. Cree que doña Nubia ha regresado del hospital. Deja el cansancio a un lado, aligera el paso y sube el último tramo con energía.

En el antejardín hay gente sentada en sillas prestadas. Beatriz y otras vecinas reparten bebidas en bandejas.

Al llegar a la puerta, con la ilusión de ver a su abuela salir a su encuentro, se detiene. Cuatro velas, un cajón, y un crucifijo enorme arrimado en el rincón. Sus ojos se llenan de lágrimas. Sus piernas tiemblan. Su cuerpo pierde la fuerza. Beatriz la sujeta fuerte y le acerca una silla.

—Tranquila, aquí estoy. Tu abuela me pidió como último favor que los cuidara, y así lo haré —le susurra al oído, mientras la abraza y acaricia su cabello.

Las lágrimas corren por el rostro de Patricia. Hace un esfuerzo por hablar.

—¿Y mis hermanos? ¿Dónde están?

—En mi casa —responde Beatriz—. No te preocupes. Después del almuerzo les dimos un baño y se quedaron dormidos los dos.

🗨️La joven se abraza nuevamente a su vecina. En ese momento no quiere pensar en nada. No se atreve a acercarse al cajón. No puede comprobar que su abuela ya no está.

Al día siguiente del sepelio, la empresa de limpieza envía a un supervisor a recoger los implementos de aseo. Patricia le suplica que la deje continuar con el trabajo de su abuela. Pero el hombre se limita a entregarle un cheque con el equivalente a dos meses de sueldo y otro con la liquidación por los años trabajados. Luego se marcha.

Beatriz la ayuda a distribuir el dinero. Compran mercado, leche, pañales, y dejan algo para pagar los servicios. Eso le dará tiempo para buscar empleo. Pero no imaginó que sería tan difícil. Para ella, que aún es menor de edad, conseguir trabajo es casi imposible.

Han pasado dos años desde la muerte de la barrendera. Patricia aún no consigue empleo. Le faltan dos años para cumplir la mayoría de edad, pero eso no le garantiza nada.

Un día de lluvia intensa, después de caminar durante horas, llega a una elegante casa. La entrada del garaje está abierta, así que decide abrigarse allí. La lluvia arrecia, y termina por quedarse dormida.

No sabe cuánto tiempo ha pasado. Despierta con la luz de un carro casi encima de ella y el sonido ensordecedor de una bocina.

—¡Sal de ahí, mugrosa del demonio! ¡Lárgate antes de que llame a la policía!

Su pequeño cuerpo de uno cincuenta, con apenas cuarenta kilos, se levanta de un brinco. Sus ojos verdes, heredados de su madre, brillan bajo las luces altas del carro. Intenta correr, pero una mano fuerte la agarra.

—¿Te robaste algo?

—No, señor. Solo entré para no seguir debajo de la lluvia —contesta la niña, aun con la ropa mojada.

—¿Y no tienes dónde vivir?

—Sí, señor. Pero mi casa queda al otro lado de la ciudad, en las colinas. Estuve buscando trabajo, y cuando comenzó la lluvia, no pude continuar. Pero le juro que no me robé nada.

El joven duda. La observa con desconfianza. Le hace un par de preguntas más.

CAP # 3 LOS RICOS SON RAROS

El joven, de no más de veinte años, se acerca a Patricia. La observa con desconfianza, intentando descifrar, a través de sus ojos verdes, si en verdad no era una ladrona.

—¿Y en qué estás buscando trabajo?

—En lo que sea, señor. Tengo dos hermanitos pequeños que mantener.

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis… casi diecisiete, señor.

—Me imagino que debes tener hambre. ¿O ya comiste?

—No… bueno, sí, señor. Tengo mucha hambre. Solo tomé un café esta mañana.

—¿Y cómo regresas a tu casa?

—Caminando. Así lo hago todos los días.

El joven suspira. La lluvia sigue cayendo con fuerza.

—Bueno, parece que eres una buena persona, y no puedo ser inhumano. Ya es tarde y no parece que vaya a parar de llover. Te propongo algo: quédate esta noche aquí, y mañana temprano te vas a casa. No es seguro que una niña de tu edad esté sola en la calle a esta hora.

—Se lo agradezco, señor, pero no puedo aceptar. Mis hermanos me esperan, y la vecina que los cuida se enojará si no llego.

Patricia intenta salir, pero un trueno estremecedor la hace temblar.

—¿Estás segura de querer irte?

—Sí. La lluvia no es problema. Estoy acostumbrada.

🗨️ En ese momento, un nuevo relámpago ilumina el cielo y la energía falla en toda la ciudad. Las calles quedan sumidas en la oscuridad. Sin más remedio, Patricia acepta quedarse. Suben las escaleras y entran a una elegante casa.

—Busca en la nevera. Debe haber algo de comer. No te vayas a la cama con el estómago vacío —dice el joven, dejando su maletín en el sillón y subiendo al segundo nivel.

🗨️ Los ojos de Patricia no pueden creer lo que ven. La casa es lujosa, como las que su abuela solía barrer en los barrios ricos.

Obediente, se acerca a la nevera. Al abrirla, sus ojos se agrandan: hay de todo. En agradecimiento, decide preparar algo para ambos.

Con habilidad, corta verduras y carne. Después de varios intentos, logra encender una boquilla de la estufa. El aroma de la comida bien preparada pronto llena la casa.

Miguel baja las escaleras con ropa en las manos.

—¿Qué preparas? ¡Huele delicioso!

—Una receta que me enseñó mi abuela.

—Mira, encontré algo de ropa de mi hermana. Si gustas, puedes darte un baño. Tranquila, yo vigilo la comida. Sube las escaleras, segunda puerta a la derecha. Esa será tu habitación esta noche.

🗨️ Con algo de desconfianza, pero muy agradecida, Patricia sube. Cierra la puerta con seguro y corre una mesita de noche contra ella, por si acaso.

Se quita la ropa mojada y entra al baño. El agua tibia la envuelve. Es su primer baño caliente, y le encanta. Hay jabón, champú y productos para el cabello. El aroma le recuerda los frascos vacíos que recogía con su abuela.

Cuando sale, sus dedos están arrugados. Se pone la ropa prestada y baja nuevamente.

—Qué pena contigo, pero me atreví a servir. Demoraste mucho y ese olor me estaba volviendo loco. Ven, siéntate. Vamos a disfrutar de esta delicia. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Patricia Marin, señor.

—Mucho gusto, Patricia Marin. Yo soy Miguel Ochoa.

🗨️ Miguel no puede evitar notar los rasgos delicados de su invitada: el cabello aún mojado, la piel pálida por la lluvia, el aroma del champú, y esos ojos verdes en los que se pierde cada vez que lo miran.

Llevan la ropa mojada a la zona de lavado y la ponen en la máquina.

—Si deseas, puedes llamar a la señora que cuida a tus hermanos, para que no se preocupe —dice Miguel, notando su angustia.

—¿No le molestaría? Me preocupa que se enoje. Si eso pasa, no tendría con quién dejar a mis hermanitos.

🗨️ Los ojos de Patricia vuelven a brillar. Miguel siente un calor recorrerle el cuerpo.

Después de hablar con Beatriz, Patricia se tranquiliza. La vecina también estaba preocupada por ella, sola en la calle a esa hora.

Por fin se sientan a comer. Miguel disfruta cada bocado. Hace tiempo que come solo, y eso le pesa. A veces prefiere no comer.

Tras la cena, Patricia le cuenta su historia. Miguel escucha con atención.

—Qué triste todo lo que me has contado. Te entiendo. Yo tampoco tengo mamá ni papá. Ella falleció hace un par de años en un accidente, y mi padre murió, hace casi un año, de un infarto.

Mi única familia es mi hermana, pero vive en otro país. También tengo varios tíos, pero solo me llevo bien con uno. Está de viaje con su esposa y mis primos. Quizá algún día te los presente.

Cuando terminan de comer, Patricia se ofrece a lavar los platos. Miguel la ayuda, aunque torpe: no es algo que haga seguido. Luego tienden la ropa y dejan todo en orden.

—Y la chica que está junto a usted en la foto, al lado del teléfono… ¿Es su novia?

—Sí. Mejor dicho, es mi prometida. Debo casarme con ella, aunque aún no sé cuándo.

—Ah, ok. Pensé que uno se casaba porque quería, no porque debía. Pero bueno, como decía mi abuela: ustedes los ricos son muy raros.

🗨️ Ya es tarde. Patricia, acostumbrada a dormir temprano, siente el sueño en los ojos.

—Puedes ir a tu habitación. Se te nota el cansancio. Ve y acuéstate. Yo tengo algo de trabajo por hacer.

🗨️ Patricia se duerme pronto. El baño caliente y la comida la han dejado relajada. Miguel, conmovido por su historia, saca algo de dinero y lo deja sobre el mesón de la cocina. No quiere olvidarse de entregárselo antes de llevarla a casa.

Al día siguiente, como ya es costumbre, Patricia se levanta temprano. Le cuesta recordar dónde está. Sale de su cuarto, baja las escaleras, toma una escoba y comienza a barrer. Luego ordena y limpia sin hacer ruido.

Cuando termina, el sol comienza a salir. Se da un baño, se pone su ropa, y recordando lo hecho por Miguel la noche anterior, pone la ropa a lavar. Se acerca a la foto de la novia del joven y siente un escalofrío recorrerle el cuerpo.

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