Caigo en un abismo de oscuridad y desesperación, atrapado en un torbellino de drogas y alcohol. Mi existencia se reduce a un constante desfile de adicciones y escapismos, un intento desesperado por evadir la realidad que me consume.
En medio de mi triste y solitario apartamento, envuelto en la niebla tóxica de la sustancia que fluye por mis venas, los recuerdos se mezclan con el caos. Entre gritos y sonidos guturales, mi mente lucha por agarrarse a algo tangible, algo que me recuerde quién solía ser antes de caer en esta espiral destructiva.
Mi visión se nubla mientras las imágenes emergen de entre las sombras. Veo a mi pequeño hijo, su sonrisa inocente y sus ojos llenos de esperanza. Cierro los puños con fuerza, sintiendo el dolor agudo de la injusticia que me arrebató su custodia. La sociedad, con su crueldad e indiferencia, me arrancó lo más preciado que tenía.
Mi ex esposo, un Alfa despiadado, aprovechó la oportunidad para quitarme todo lo que me quedaba. Me abandonó por una Omega más joven, mientras yo me sumergía en una maraña de adicciones para escapar de mi realidad desgarrada.
Intento agarrar el teléfono, llamar al 911, pedir ayuda antes de que sea demasiado tarde. Pero mis dedos, entumecidos y torpes, apenas logran sostenerlo. La habitación da vueltas y el mundo se convierte en un borrón confuso mientras caigo al suelo, convulsionando salvajemente bajo el influjo de las drogas que, paradójicamente, he llegado a disfrutar.
Las falsas esperanzas se desvanecen en el vórtice de mi mente trastornada. Dejo escapar un grito de placer, un chillido gutural que escapa de lo más profundo de mi ser. En este oscuro abrazo de autodestrucción, encuentro una extraña liberación. Por un momento, el dolor se disipa y todo lo que queda es el éxtasis momentáneo que las drogas me ofrecen.
En el suelo, temblando y sin aliento, me doy cuenta de que estoy atrapado en un ciclo interminable.
Despierto en un estado de confusión total. Dos días han pasado desde aquel incidente y me encuentro todavía con vida. Puta madre, cómo es posible. Mi cuerpo está dolorido y mi cabeza late como un maldito tambor. Abro los ojos y me encuentro rodeado por un desastre de proporciones épicas. Mi apartamento está hecho un caos, con botellas vacías esparcidas por el suelo y basura acumulada en cada rincón.
Trato de recordar qué sucedió después de caer al suelo en aquella convulsión infernal, pero mi memoria es una neblina difusa. Sé que me desmayé, y ahora aquí estoy, despertando en este escenario de desolación. El olor a vómito y alcohol impregna el aire, una combinación nauseabunda que me recuerda mi miserable existencia.
Intento incorporarme, pero mis músculos se resisten y me lanzo hacia atrás en la cama. Mi mente da vueltas, tratando de dar sentido a todo. ¿Por qué no estoy muerto? ¿Por qué sigo respirando, cuando todo en mí grita por un final que parece no llegar?
Mis manos tiemblan mientras me pongo de pie y me enfrento al desorden que he creado. Tropezando con la ropa sucia y las latas vacías, camino por la habitación en un intento de recoger algo de orden. Pero es inútil. Mi vida es un puto desastre, tanto dentro como fuera de estas paredes.
Mirando a mi alrededor, veo los restos de lo que alguna vez fue un hogar. Fotos rotas, muebles destrozados, y el eco de risas que se desvanecieron hace mucho tiempo. Este lugar, que alguna vez fue un refugio, ahora es solo un recordatorio constante de mi propia autodestrucción.
La realidad se hunde en mí como un puñetazo en el estómago. Soy un maldito desastre humano, un Omega perdido en su propio abismo de adicciones y desesperación.
Me miro en el espejo, enfrentando mi reflejo desgastado y hueco. Las ojeras marcadas, la piel pálida y los ojos sin brillo. Este soy yo, el resultado de mis elecciones y mis demonios internos. No hay escapatoria de este infierno que he construido para mí mismo.
Suspiro con resignación y decido seguir adelante. No hay lugar para las emociones, ni para los lamentos. Solo queda seguir viviendo en esta maldita realidad, arrastrándome de día en día, buscando una tregua en los placeres fugaces que encuentro en mi autodestrucción.
Decido que es hora de darme una maldita ducha. El olor a alcohol y desesperación se ha convertido en mi aroma distintivo, y no puedo soportarlo más. Camino hacia el baño, arrastrando mis pies cansados, y me quito la ropa mugrienta que he usado durante días.
Bajo el agua caliente, siento cómo el calor penetra en mi piel, pero no puede lavar la suciedad que se ha impregnado en mi alma. Me froto con el jabón, tratando de borrar las marcas de mi propia autodestrucción. Después de un rato, salgo de la ducha y me seco con una toalla vieja y desgastada.
El siguiente paso es ponerme ropa limpia. Abro el armario y saco una camiseta y unos jeans que, aunque sucios, son lo mejor que tengo. No me importa mucho cómo me veo, pero al menos no quiero parecer un mendigo total mientras me arrastro por el supermercado.
Salgo de mi apartamento, ignorando por completo el hecho de que alguien se está mudando al apartamento de al lado. No me importa quién sea ni qué haga. En mi mundo, solo hay espacio para mi propia miseria.
Llego al supermercado y me dirijo directamente a los estantes de lácteos. Tomo una botella de leche y luego me dirijo hacia los productos de limpieza. Necesito detergente y jabón para la ropa. Agarro los productos y los coloco en mi carrito de compras.
Mientras me dirijo hacia la caja registradora, la señorita tras el mostrador levanta la vista y me mira con preocupación. Frunzo el ceño, molesto por su intromisión en mis asuntos. Pero me contengo, recordándome a mí mismo que no es culpa suya.
—¿Estás bien, señor?— pregunta con una voz suave y amable.
La miro de reojo, sin mostrar mucho interés. —Estoy bien—, respondo de manera brusca, tratando de mantener cierta distancia.
Ella parece un poco desconcertada, pero sigue escaneando mis productos. —Si necesita algo, no dude en decírmelo. Estamos aquí para ayudar—, ofrece con una sonrisa amigable.
No quiero su ayuda ni su compasión. Solo quiero terminar esto y salir de aquí. —Gracias, pero no necesito nada más—, respondo de forma cortante.
Termina de escanear mis productos y me entrega la bolsa. —Está bien, si cambia de opinión, aquí estaremos—, dice antes de pasar al siguiente cliente.
Tomo la bolsa y me alejo de la caja registradora. No quiero mostrar ninguna vulnerabilidad ante nadie.
Cierro los puños con fuerza mientras camino hacia la salida del supermercado. En mi mente, repito una y otra vez que no necesito a nadie más, que puedo enfrentar esto solo. Y mientras me alejo, la señorita queda atrás.
La maldita televisión sigue zumbando en el fondo mientras me siento en el sofá, sintiendo mi mente nublada por las drogas y el alcohol. Un anuncio llama mi atención. Al parecer, hoy es el cumpleaños número quince de algún puto heredero de una de las corporaciones más grandes del país. La celebración será un evento de lujo, con todas esas caras famosas y sonrisas falsas. Miro la pantalla mientras muestran a las celebridades que asistirán, pero solo puedo centrarme en un rostro en particular.
Mi hijo.
Ahí está, en ese maldito acercamiento de cámara, su cara joven y sin expresión. Un alfa sano y fuerte, destinado a un futuro lleno de privilegios y oportunidades. No muestra ninguna emoción, ni siquiera una jodida sonrisa. Pero él es cortés, siempre cortés. Y eso es todo lo que puedo ver de él a través de esta basura de televisión.
Apago el televisor con disgusto. No puedo soportar ver cómo mi hijo, a pesar de tenerlo todo, es infeliz.
Me levanto del sofá, sintiendo el peso de mi propia vida fracasada. Camino por el apartamento, pasando por las paredes desconchadas y las botellas vacías que han invadido cada rincón. Mi hijo merece algo mejor que esto. Merece algo mejor que yo.
Pero la vida no es justa, y las decisiones que tomé en el pasado me han llevado a este punto. No puedo cambiarlo, no puedo retroceder el tiempo. Solo puedo aceptar mi realidad y enfrentar las consecuencias.
Suspiro con resignación mientras me alejo de la televisión, dejando atrás las imágenes falsas y las sonrisas forzadas. Mi hijo puede tener todo lo que el dinero puede comprar, pero no puede comprar la felicidad verdadera.
Mientras camino hacia la habitación, me repito una y otra vez que debo seguir adelante. Que debo encontrar una manera de hacerle saber a mi hijo que a pesar de mis fallas y mi vida desastrosa, todavía lo amo. Que todavía estoy aquí, luchando por él de la única manera que sé.
La vida puede ser una mierda, pero todavía hay cosas que valen la pena. Mi hijo es una de ellas. Y aunque mi corazón esté roto y mi alma esté oscurecida, haré lo que sea necesario para que sepa que, a pesar de todo, todavía soy su padre, quien lo dió a luz, quien se partió el culo con tal de verle feliz.
El enojo comienza a hervir dentro de mí, un fuego ardiente que se alimenta de mi coraje y desesperación. Maldigo en voz alta mientras lanzo un vaso vacío contra la pared, viendo cómo se hace añicos en mil pedazos. Es solo una pequeña liberación de la rabia que siento hacia mi situación.
Recuerdo todas las veces que intenté llamar a mi hijo, esperando desesperadamente escuchar su voz del otro lado de la línea. Pero en su lugar, todo lo que obtuve fue la jodida contestadora. Una y otra vez. Nunca se me permitió contactarlo, nunca se me permitió ser parte de su vida. Fui arrojado a la mierda como un pedazo de basura, y no hay nada que pueda hacer al respecto.
Me siento impotente, atrapado en esta jodida prisión que he creado para mí mismo. A medida que lanzo más objetos, el apartamento se convierte en un campo de batalla caótico. El ruido de las cosas rompiéndose llena el aire, pero no alivia mi frustración.
No puedo hacer nada para acercarme a mi hijo. Estoy atrapado en este ciclo autodestructivo, alejado de todo lo que me importa. Mi corazón se retuerce con el dolor de la pérdida y la separación, pero no hay escape. No hay redención.
Golpeo la pared con el puño, sintiendo el dolor recorrer mi brazo. Es solo un recordatorio físico de mi propia maldición. Miro a mi alrededor, viendo los restos de lo que alguna vez fue un hogar, destruido por mi ira y mi desesperación.
Me quedo allí, en medio de este caos, sin saber qué hacer a continuación. No puedo cambiar el pasado, no puedo arreglar los errores que cometí. Solo puedo enfrentar las consecuencias de mis acciones y vivir con ellas.
Respiro hondo, tratando de calmar mi mente tumultuosa. Sé que no puedo seguir destruyéndome a mí mismo y a todo lo que me rodea. No puedo permitir que la ira me consuma por completo.
Me siento en el suelo, rodeado por los restos destrozados de mi hogar. Es un recordatorio constante de mi propia destrucción.
La maldita puerta suena una y otra vez, interrumpiendo mi existencia. Gruño y respondo con rudeza desde adentro.
—¿Qué demonios quieres?—, le escupo a través de la puerta. Pero, a pesar de mi disgusto, decido abrir y enfrentar a quien sea que esté al otro lado.
La figura que se presenta frente a mí es un alfa alto y sombrío. Sus ojos fríos me miran con cierta indiferencia. Mantenemos una breve pero intensa sesión de miradas heladas antes de que yo finalmente rompa el silencio.
—¿Qué diablos quieres?—, pregunto bruscamente. No tengo tiempo ni paciencia para las formalidades.
El alfa, con una maldita amabilidad falsa, me pide que guarde silencio. No puedo evitar sentir un estallido de ira ante su actitud condescendiente.
—¿Y quién demonios te crees para decirme qué hacer en mi propio piso?—, respondo con un tono sarcástico. —Si tienes algo que decirme, mejor que lo digas rápido—.
No estoy dispuesto a aguantar las tonterías de nadie en este momento. Tengo suficientes problemas propios como para soportar a algún extraño metiéndose en mi vida.
El alfa me mira fijamente, como si estuviera evaluando si vale la pena o no tratar conmigo. Me importa un carajo lo que piense. Solo quiero que se vaya y me deje en paz.
—Escucha—, dice con un tono más serio, pero aún con ese aire de superioridad. —Vivo al lado y necesito un poco de paz. Así que si puedes mantener tus ruidos y tus problemas bajo control, te lo agradecería—.
Una risa amarga escapa de mis labios. —Oh, claro. Estoy aquí para satisfacer tus jodidas necesidades de tranquilidad. ¿Qué tal si te preocupas por tus propios asuntos y me dejas vivir en mi propia casa como me plazca?—
El alfa parece considerar mis palabras por un momento antes de responder, manteniendo su maldita compostura. —No estoy interesado en entrometerte en tus asuntos. Solo quiero un poco de paz y tranquilidad. Si podemos mantenernos fuera del camino del otro, será mejor para ambos—.
Lo miro con desprecio. —Si eso es lo que quieres, no te preocupes. No tengo ningún interés en socializar contigo ni en entrometerme en tu vida de mierda—.
La tensión en el aire es palpable mientras nos observamos el uno al otro. No nos caemos bien, eso está claro. Pero al menos tenemos un acuerdo tácito: mantenernos alejados el uno del otro y buscar nuestra propia paz.
Cierro la puerta con fuerza, dejando al alfa ahí parado, como una sombra indeseada en mi vida. No necesito a nadie más en este momento, especialmente a alguien que piensa que puede decirme qué hacer.
Vuelvo a mi soledad, cerrando esa puerta en más de un sentido. No sé qué deparará el futuro, pero una cosa es segura: no tengo intención de dejar que este alfa ni nadie más se entrometa en mi camino.
Observo con desdén a aquellos alfas, con su maldito olor a ego y superioridad que emana de cada poro de su piel. Es como si quisieran establecer su dominio con solo su presencia. Pero a mí no me impresionan en lo más mínimo.
Puedo reconocerlos fácilmente, incluso sin tener que ver sus marcas o su porte arrogante. Esas hormonas que desprenden, tratando de imponer su mandamiento sobre todos a su alrededor, son tan obvias como una patada en los huevos. Pero a mí no me asustan, no me intimidan.
Me importa una mierda si son alfas o cualquier otra cosa. No me interesa su estatus social ni su supuesta superioridad genética. Para mí, son solo seres humanos con un olor desagradable y una actitud irritante.
He visto a muchos alfas a lo largo de mi vida, y ninguno de ellos ha logrado intimidarme. No me doblegaré ante su presencia arrogante. No les daré el placer de verme temblar o rendirme.
Sé cómo defenderme, cómo mantenerme firme en mi propio territorio. No necesito la ayuda de nadie, mucho menos de un alfa presumido. Pueden intentar imponer su dominio sobre otros, pero a mí no me afecta.
Así que pueden seguir con su juego de superioridad, su deseo de controlar a los demás. A mí no me importa. Estoy acostumbrado a lidiar con malditos idiotas, y los alfas no son diferentes. No les temo, ni les concedo ningún poder sobre mí.
No me costó mucho descubrir qué casta pertenecía ese idiota del apartamento 16. ¿Quién demonios se creía que era? Primero decide mudarse a la zona más pobre y miserable de la ciudad, y luego viene a quejarse de todo.
No necesité ser un maldito detective para darme cuenta de su estatus. Sus modales condescendientes, su forma de hablar como si estuviera por encima de todos los demás. Era obvio que se consideraba mejor que el resto de nosotros.
Pero eso no me importa en lo más mínimo. No me impresiona su posición social o su riqueza. En este vecindario de mierda, todos estamos luchando para sobrevivir. No hay lugar para esa maldita arrogancia.
¿Quién diablos se creía que era para venir a este lugar y quejarse? Debería agradecer que no haya sido recibido con una patada en el trasero. Aquí no hay espacio para sus aires de grandeza ni sus quejas estúpidas.
Somos gente de verdad, luchando con problemas reales. No necesitamos a alguien como él viniendo a decirnos cómo vivir nuestras vidas. Puede quedarse encerrado en su apartamento y vivir en su burbuja de falsa superioridad.
No le daré el gusto de dejarme afectar por su actitud. No me importa cuál sea su casta o qué riquezas tenga. Al final del día, todos somos iguales: luchando por sobrevivir en este lugar de mierda.
Así que que se vaya a quejarse a otro lado. No necesitamos su presencia aquí. Seguiré con mi vida, lidiando con mis propios problemas y sin preocuparme por lo que piense ese imbécil del apartamento 16.
Entonces...
Me encuentro en los pasillos del edificio, revisando el correo mientras me fumo un cigarrillo. Solo hay facturas, así que las meto todas en mi bolsa junto con mis latas de cerveza y una botella de vodka. No hay nada más interesante en el correo, como siempre.
Justo cuando me dispongo a dar otro trago a mi cerveza, escucho a alguien decir que no debería beber tanto. Alzo la mirada y veo al maldito imbécil del apartamento 16. Lo miro con apatía, sin mostrar ni una pizca de interés en lo que tiene que decir.
—¿Y a ti qué mierda te importa? —le respondo con rudeza, dejando claro que su opinión no me importa en absoluto.
Él se acerca, con esa actitud condescendiente y una mirada que intenta intimidar. Pero yo no me dejo amedrentar tan fácilmente.
—Solo estoy preocupado por tu salud, eso es todo —me suelta con su tono pedante.
Le lanzo una mirada fría y despectiva, sin contener mi irritación.
—¿Preocupado por mi salud? ¿Quién te crees que eres para preocuparte por mí? Tú no eres nadie en mi vida, ni siquiera eres alguien relevante en este maldito vecindario.
Él intenta mantener su falso aire de superioridad, pero yo lo veo a través de sus ojos.
—Solo estoy tratando de ser amable y preocuparme por los demás —me responde con su estúpida sonrisa.
No puedo evitar soltar una risa burlona.
—Amable, ¿eh? No necesito tu amabilidad. Puedes guardarla para alguien más. Yo sé cuidar de mí mismo.
La conversación continúa de manera molesta y tensa. Nos intercambiamos palabras ásperas, sin cortarnos ni un pelo. No nos importa herir los sentimientos del otro. Somos dos almas perdidas en este lugar, con nuestras propias batallas y demonios internos.
No hay espacio para la cortesía o el trato amigable. Solo somos dos extraños que se cruzan en un pasillo, cada uno con su propia carga de mierda.
Termino la conversación de forma abrupta, sin dejar que sus palabras me afecten. Me despido con un gesto de desprecio y continúo mi camino, dejando atrás al imbécil del apartamento 16 y su supuesta preocupación por mi salud.
No necesito su compasión ni sus consejos. Soy perfectamente capaz de manejar mi propia vida, sin importar lo que él piense. Y así seguiré, navegando por las aguas turbulentas de mi existencia, sin dejar que nadie me diga cómo vivir o cómo beber.
Doy una breve mirada hacia atrás y ahí está, el entrometido del apartamento 16, presentándose como Jason Makart. Con una sonrisa falsa en el rostro, se ofrece "amablemente" a ayudarme.
—¿Necesitas ayuda con esas bolsas? Puedo darte una mano —dice con su tono condescendiente.
Reniego en voz alta y groseramente, dejando en claro que no necesito ni quiero su maldita ayuda.
—No necesito que un imbécil como tú me ayude. Puedo manejar mis cosas por mí mismo —respondo con dureza, sin preocuparme por su supuesta amabilidad.
Jason parece sorprendido por mi respuesta, pero no me importa en lo más mínimo. No quiero tener nada que ver con él ni con sus pretensiones de bondad.
—Está bien, como quieras. Solo estaba tratando de ser amable —dice con su voz condescendiente, como si fuera el santo patrón de la amabilidad.
Le dirijo una mirada fría y despectiva, sin darle el gusto de sentirse superior.
—Guarda tu amabilidad para alguien más. No la necesito de un cretino como tú.
La conversación se vuelve tensa y desagradable. Intercambiamos palabras duras y ofensivas, sin preocuparnos por herir los sentimientos del otro. No hay espacio para las buenas formas ni los gestos amigables entre nosotros.
Él sigue intentando mostrarse como el "buen samaritano", pero yo lo veo a través de su máscara.
—De verdad, puedo ayudarte. No tienes que ser tan grosero —insiste, tratando de mantener su actitud condescendiente.
No puedo evitar soltar una risa amarga y sarcástica.
—No necesito ni quiero tu ayuda. ¿No lo entiendes? No eres nadie en mi vida, ni siquiera mereces mi atención.
Decido ponerle fin a la conversación de una vez por todas. Le dedico un gesto de desprecio y me alejo, dejándolo atrás con sus buenas intenciones y su actitud falsa.
No necesito su ayuda ni sus intentos vacíos de ser amable. Soy capaz de enfrentar mis propios problemas sin depender de un extraño como él. Continúo mi camino.
Finalmente, me encierro en mi maldita casa. Estoy agobiado por ese imbécil del apartamento 16 y su insistencia en querer ayudar. El calor es insoportable en estos días, así que me amarro mi cabello negro y largo para mantenerlo fuera de mi cara. Me apresuro a abrir una lata de cerveza y me siento en mi sofá.
La cerveza fría baja por mi garganta y me brinda un poco de alivio momentáneo. No hay necesidad de hacer un drama de ello, simplemente es una forma de escapar por un momento de toda la mierda que me rodea. No me importa si es considerado socialmente aceptable o no. Tomo un trago tras otro, dejando que el alcohol corra por mis venas y adormezca un poco mi mente.
Me siento solo en mi apartamento, sin nadie más que mis pensamientos oscuros y la cerveza para hacerme compañía. No necesito más. No quiero más. El mundo puede irse al carajo por todo lo que me importa.
Así que aquí estoy, en medio de mi desordenada y agobiante guarida. Bebo mi cerveza en silencio, sin necesidad de palabras o emociones. Solo quiero estar solo.
No hay necesidad de hacerlo bonito o sentimental.
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