Analise Deschamps pertenecía una familia real de un linaje tan antiguo como las montañas, que alguna vez fue el más poderoso en la faz de la tierra. Una familia magnífica y de gran honor, respetada entre las casas reales de occidente. Gozó de una niñez privilegiada, vestida de seda y durmiendo en una enorme cama de almohadas de plumas. Despreocupada y feliz, soñaba con un príncipe azul de rostro desconocido, una boda que durará días enteros y una brillante corona sobre su cabeza. Su padre le prometió eso y más, le dio la vida digna de una princesa acaudalada y puso a sus pies a una docena de sirvientas. Ahora, recordó aquella niñez dorada con un profundo suspiro, sabiendo que esos días jamás volverían. Después de una atroz guerra que duró años, anelise se sorprendió de seguir con vida. Sus hermanos no habían gozado de la misma suerte, aún recordaba sus horribles muertes, años antes, degollados frente a ella y su padre, el rey Victor. Eran sangrientas imágenes que jamás podría borrar de su mente. Palpitaban dentro de su mente noche tras noche, provocando horribles pesadillas a la princesa. Los rostros de los hombres que habían matado a su familia, llevaría grabados dentro de su alma por siempre, los recordaría hasta el día de su muerte y el solo pensamiento de que algún día los volvería a ver, le helaban la sangre.
—¿Esta cómoda, mi lady?
La pregunta la evoco de sus sueños despierta y giro su cabeza para mirar en dirección de la madre superiora que había cuidado de ella desde que fue expulsada del palacio y enviada a vivir a un convento en las montañas. Aquella mujer, la había recibido aquella fría mañana, la tomo en sus manos y llevo a una oscura habitación, dónde la dejo para que llorase a sus anchas, acto que no pudo llevar a cabo desde entonces.
—Si, madre superiora. Gracias por preocuparse de mi
— Anelise trató de sonreír, iluminando sus ojos verdes con profundas ojeras.
—No es algo de lo que disfrute, sabe? Si lo e echo alguna vez fue para que el rey tuviese misericordia sobre mi y mis monjas. De haber Sido mi elección, usted hubiese estado muerta desde hace muchos años.— la monja chasqueo un rosario entre sus rosados dedos y la miro con desdén.
Anelise sintió su sangre helarse y se quedó viéndola por un instante, sorprendida, antes de girar su cabeza de nuevo hacia la ventanilla del coche que transportaba a ambas hacia un lugar desconocido para la princesa. Optó por no volver a hablar y observar el verde follaje de afuera. Era la primera vez que salía del convento desde hace muchos años, la primera vez que no se encontró tallando los pisos de aquella enorme abadía, sirviendo comida a las monjas o leyendo extensos pasajes de la vida de los santos en la biblioteca de aquel lugar.
Frotó sus manos, trazando las marcas en sus dedos, producto del duro trabajo de limpiar la abadía. Trazó las cicatrices que las monjas habían dejado en sus palmas cuando la castigaban con las duras reglas de madera hasta hacerla sangrar. Siempre se pregunto por qué había Sido tratada de manera tan injusta desde que era apenas una niña. En especial por aquellas mujeres de fé, que debieron ser más neutras y bien habidas con ella, un ser indefenso.
El viaje se torno largo y tedioso, durmió en ratos y en otros se la paso viendo el paisaje. Así transcurrieron horas y horas y cuando cayó la noche, el carruaje se detuvo en un hostal. Ahí, la madre superiora le ordenó bajar. Se encargó de pagar la estancia de ambas de esa noche y fueron guiadas a una habitación de piso rechinante y ventanas opacas. Ahí, se les llevo una tina enorme de agua tibia, dónde podrían asearse. Analise se quedó callada cuando vio a la madre superiora desvestirse y entrar en la tina, lavando su cuerpo con una barra de jabón oscuro que dejaba un olor desagradable en el aire.
—Lava mi cabello,— le ordenó la regordeta mujer a la joven. Está tardo en responder, quedándose parada a mitad de la habitación, —¿Qué esperas? ¿Quieres que vaya por ti con la regla?
Analise tragó saliva y se apresuró a su lado, arrodillándose a un lado de la tina. Ahí, empezó a enjabonar los oscuros mechones de la vieja. En eso, se quejó y soltó una bofetada a Analise, quien cayó en sus posaderas de lo fuerte que la mujer la había golpeado.
—¡Eres una estúpida! ¡Lo haz hecho demasiado fuerte!— espetó la monja.
—Di…discúlpeme, madre superiora— lloriqueo la joven, con ojos aguados y una mejilla que ardía con la fuerza de mil flamas.
—Estoy muy feliz de que ya no tendré que ver tu desgraciada cara en mi abadía,— le informo la mujer, levantandose de la tina. —A donde irás, serás tratada como lo merece una alimaña como tú.— acabó por decir.
—¿A dónde? ¿A dónde me lleva?— Analise preguntó, despavorida, —Por favor. Merezco saberlo.
—Una idiota como tú no merece nada.— dijo la monja entre dientes. Acto seguido, se envolvió en su camisón antes de irse a una cama cerca de la ventana.
Ahí, se cepillo el cabello y actuó como si analise no estuviese presente en la habitación. Un hombre fue por la tina después de un rato, para vaciar su sucio contenido. La madre vio la oportunidad para torturar a la princesa y entonces ordenó a la princesa bañarse en ese instante. El mozo y la princesa se miraron uno al otro antes de ver a la monja una vez más.
—¿Disculpe? ¿Quiere que vuelva en un rato más por la tina?— el mozo creía no haber entendido el mensaje de la dama. Pero la princesa captó al instante y entonces sintió su corazón detenerse.
—Quitate la ropa, Analise.
—Madre superiora…por favor — rogó en voz baja la princesa.
Pero la mujer mantuvo su rostro indiferente, con un brillo de furia creciente en sus ojos. El mozo se acercó a la puerta, tratando de huir pero la mujer le gritó que volviera.
—No es correcto que yo esté aquí, señora. Debo irme— dijo con la voz ahogada el joven.
—Yo decido lo que es correcto, entiendes?
La madre superiora se levantó de la cama y fue hasta a Analise, quien gimiteo un lastimero quejido cuando la monja la tomó por el pelo y arrastró hasta la tina, dónde la obligó a arrodillarse y hundir su cara dentro del agua. Está la sostuvo de el cabello y la mantuvo bajo el agua por segundos mientras la joven manoteaba por liberarse. Creyó que moriría hasta que la mujer la saco del agua y la aventó contra el suelo.
—Te di una orden! Obedece si no quieres ser castigada!— grito la gorda vieja.
Analise derramó lágrimas al mismo tiempo que trató de recuperar su aliento. No sé atrevió a mirar a el mozo de nuevo y finalmente comenzó a deshacer las cintas de su corpiño y a liberar su cuerpo de el viejo vestido. Se puso de pie y acabo de quitarse toda prenda, llorando de la vergüenza.
—gira para que el mozo te vea
Analise hizo esto lentamente, llorando aún con los delgados brazos cruzados sobre su pecho, tratando de cubrir lo que podía con estos y con su larga cabellera. Entonces, una fuerte mano le bajó un brazo y luego el otro, obligándola a descubrirse. Ella sintió aquello como una apuñalada y cerró sus ojos, ahogando un sollozo desesperación.
El mozo bajo la mirada pero después de ser amenazado de muerte, fijo su vista en la llorosa joven, nervioso de lo que pudiese pasarle si no hacia aquello que la monja le decía. Cuando la monja se sintió satisfecha, le ordenó al mozo largarse y este no tardó ni dos segundos en salir de aquella maldita habitación, dónde los recuerdos de lo que acababa de ocurrir lo acompañarían por años.
—entra a la tina, Analise
Está hizo lo que la monja ordenó, se sentó en el agua que se había enfriado de manera preocupante y trato de no quejarse en voz alta para no volver a ser víctima de otra reprimenda. Vio a la madre superiora mandar a pedir una cena caliente y se mantuvo sentada, esperando a que la mujer le ordenara salir. Pero aquello no ocurriría. Analise no tardó en darse cuenta que volvería a ser víctima de otra tortura de parte de aquella cruel monja.
La cena llegó y desde su helada celda, analise observó a la madre superiora comer su cena tranquilamente mientras ella comenzaba a temblar de frío. La maldijo en su mente mientras su cuerpo comenzaba a implorar por un descanso de aquella tina y un bocado de su cena después de un largo día de no comer nada. Acabado el plato, la superiora puso la charola en el suelo y se recostó en la cama. ¿A caso no la dejaría salir de la tina?
Después de unos minutos, la monja cayó dormida. Petrificada, Analise no supo que hacer. Si salía de la tina, la monja despertaría y podría golpearla de una manera atroz, como otras monjas habían hecho en el pasado. Entonces se le ocurrió que quizás esté era el final de su miserable vida. Mientras su piel comenzaba a entumirse y a palidecer con el transcurso de las horas, creyó que moriría de nueva cuenta y cerró sus ojos. Hizo algo que aprendió a hacer muy bien, rezar. Rezó por su descanso eterno y el de sus hermanos, el de su padre, el Rey. Rezó por morir pronto y dejar de sufrir. Rezó por la muerte de aquellos asesinos que la obligaron a presenciar el homicidio de sus hermanos, los príncipes.
Nuestro descanso eterno?
Analise se estremeció y no tardó en reconocer la voz que escuchó. Giro su cabeza, tratando de ver a la persona que le hablo pero en la habitación no había nadie más que ella y la monja dormida a escasos metros de ella. Aquella voz…aquella voz sin duda era de…
Robert?
Su hermano, el mayor de todos. El primogénito, el príncipe que heredaría la corona a futuro. Un futuro que le arrebataron. Un mañana que jamás llegó.
—Robert…— murmuró la princesa en una voz quebrada, un murmuró que desgarro su débil garganta. Se sintió desfallecer. ¿Cuánto tiempo llevaba en aquella tina? Un ronquido de la monja la obligó a contener la respiración.
Robert, mi querido hermano.
Sintió una cálida mano en su hombro y cerró sus ojos de nuevo. Se estaba volviendo loca, al borde de su muerte, al final de su vida.
Analise. No podemos descansar. No sin haber Sido vengados.
Entonces lo vio, en un fondo blanco y confuso. Era una imagen alta y difusa que apenas pudo reconocer. Su rostro y el detalle de este habían Sido olvidado ya por ella, después de once años de su muerte pero sabía que era él el que estaba frente a ella. Veía su casaca azul marino, las hombreras doradas que caracterizaban a la realeza de aquel país olvidado por dios. Trato de tocarlo pero sintió su mano demasiado pesada.
—Robert, mi querido hermano Robert.
—Analise. Se fuerte. Resiste por nosotros.— lo escucho decir. La joven tragó saliva y sintió sus ojos humedecerse.
—¿Cómo? ¿Cómo es posible? Estoy tan cansada. Solo quiero ir con ustedes. De vuelta a mi familia.— Analise confesó, aceptando una verdad que había enterrado muy dentro de si desde hacía mucho tiempo.
—Aun no. Hay gente que te necesita.— dijo Robert. —¿Analise, nunca te preguntaste por qué sigues viva?
Si, muchas veces. Por qué sus captores no se habían deshecho de aquella niña indefensa aquel día? Era un misterio para ella. Que destino la esperaba?
—Hay una poderosa razón por la que sigues en este mundo, hermana. Lo sabes. Tú tienes que vengarnos.
—¿Vengarlos? A papá…a ¿Ustedes?— encontró aquello cómico. Estúpido, incluso. Cómo alguien tan diminuta y débil como ella podría vengar a su familia muerta?
—Confiamos en ti . Tienes que hacerlo, Analise. Tienes que sobrevivir. Solo ajusticiando nuestra muerte podremos descansar. Haz que valga la pena nuestro sacrificio.
—¿Sacrificio? ¿Robert, de que hablas?
Pero ya no hubo una respuesta. La luz cegadora tras aquella imagen despareció junto con la silueta sin rostro. El calor que había experimentado hasta entonces se esfumó tan pronto como llego y de nuevo estaba helada. La oscura habitación de aquel viejo hostal de pronto parecía diminuta y sintió que se ahogaba. La monja roncó de nuevo y ella trato de levantarse de aquella tina. El ruido del agua salpicando contra la tina, despertó a la cruel vieja y se sentó en la orilla de la cama. ¿Cuántas horas habrían pasado ya?
—Analise…ah, sigues viva, pequeña idiota. Sal de ahí. Te necesitan viva a dónde vamos.
Analise mordió su lengua, para no gritarle a aquella vieja zorra lo que quería decirle desde el comienzo de aquel fatídico día, desde que había despertado a la princesa a gritos y golpes en medio de la madrugada y la había subido a aquel carruaje con destino incierto. Trato de ponerse de pie pero su cuerpo parecía hecho de hierro pesado. Con los labios temblando y el cuerpo dormido, Analise hizo un esfuerzo sobre humano para salir de aquella tina. Cruzo una pierna sobre la tina y cayó de cara sobre el suelo, a lo que la madre superiora se rió a carcajadas. Ya ahí, tardó en recobrar la compostura. Pero finalmente pudo levantarse una vez más y arrastró su adolorido cuerpo a la manta que habían tendido para ella en aquel cuarto, al pie de la cama de la monja. Ya ahí, se cubrió con su viejo vestido y trato de entrar en calor. No pudo dejar de temblar y cerró sus ojos, distrayendo su mente del frío que experimentaba. Recordó su visión. Acaso había Sido real aquello? Acaso Robert tenía razón? Pero como podria hacer eso que él dijo? Vengar a su familia…le parecía imposible a la princesa.
La noche acabo y Analise no pudo dormir por el frío que sentía. Descansaba sus ojos pero no le fue posible conciliar el sueño por más agotada que se sentía. Un poco antes del amanecer, la monja se levantó y le dio un puntapie en la espalda, para levantarla. Tardó en poder levantarse y sintió que perdía el equilibrio cuando lo logro. Se puso su holgado vestido de antaño y cepillo su cabello con sus dedos.
Finalmente, se acercó a un pequeño espejo que había en la habitación. Se vio pálida, con las ojeras peor que nunca. Sus labios estaban resecos y de una tonalidad violácea. Los rizos rojos estaban alborotados y caían por todos lados, sobre sus hombros y pecho. Jamás le habían cortado el cabello, y la melena le crecía hasta la cintura en mechones fuertes y de color cobre rojizo. De tantos jalones que le daban las monjas, Anelise se sorprendía que su cabello no estuviese destruido por completo y que siguiera creciendo tan fuerte. A veces soñaba que quedaba calva y se despertaba gritando.
—Ve a despertar a el cochero, pequeña idiota. Debe estar en los establos. Dile que prepare a los caballos —la monja ordenó.
Sin responder, Anelise salió de la habitación y bajo las escaleras en busca de su cochero. En el transcurso, se topo de frente con un galante caballero que le sonrió. Nunca se esperó que la tomara del brazo, haciendola detenerse.
—¡Señor!— chilló la princesa.
—no se asuste. Solo quiero ofrecerle algo.
—no tengo dinero para pagar nada, si es que es vendedor.
El hombre sonrió de nuevo, soltando a Anelise. —no vendo nada, mi lady.
—no soy una lady, mi señor. Apenas soy más que una criada.— murmuró tristemente Anelise.
—Eso no quiere decir que no merezca que le ofrezcan un abrigo. La mañana es helada y no es correcto que tan preciosa jovencita ande por ahí con nada más que un vestido en tan hostil clima.— el caballero recorrió a Analise con una profunda mirada de curiosidad de arriba abajo, y la hizo estremecer. Recordó que horas antes, otro varón la había visto igual pero en peores condiciones. Avergonzada de nuevo, bajó la mirada.
Entonces, el hombre se quitó su abrigo y lo doblo, poniéndolo frente a Anelise. Ella lo miro, asombrada. No supo si reír o llorar. Nadie antes había Sido tan amable y considerado con ella. No es que conviviera con mucha gente, en especial hombres y al ver a tan gentil caballero ofrecerle el abrigo la hizo enternecer.
—señor…
—tómelo. Lo necesitará más que yo, mi lady.
Anelise mordió su labio. Se permitió sonreírle, apenada. Extendió sus brazos por aquel abrigo cuando sintió un fuerte golpe en la mejilla que la mando escaleras abajo. El hombre salto y ella lo vio huir a su habitación, dejándola atrás mientras la madre superiora acortaba la distancia que las separaba.
—¿Qué crees que haces, pequeña idiota?— exigió la monja a gritos. Llegó a su lado y la levanto del cabello. Anelise grito de dolor y entonces recibió otra bofetada.
—¡Nada! ¡Nada, lo juro!
—conoces a ese hombre? Habla!
—no, madre superiora, lo juro. Es la primera vez que lo veo.
—que te estaba diciendo?— la jalo más del cabello, obligándola a doblar su cabeza más hacia atrás.
—solo me ofreció su abrigo!— Anelise derramó unas lágrimas. —solo eso!
—a cambio de que? Que te pidió por ese abrigo?
—no me pidió nada— lloró Anelise —solo me lo quería regalar, dijo que lo necesitaba por qué hace mucho frío.
—Te tocó, Anelise? Lo hizo?
—No, madre superiora. Ni por un segundo.— mintió la joven.
La monja la soltó, azotando a la chica contra la pared. Está se sintió aliviada cuando su cabello fue liberado pero le dolió el costado de su cabeza después de aquel golpe. Derramando más lagrimas, Anelise consideró huir. Huir tan lejos como pudiese. Correr y no mirar atrás, temiendo por su vida.
—Eres una zorra, pequeña idiota. A dónde vamos te necesitan virgen, entiendes? No quiero volver a verte cerca de un hombre!— rugió la mujer.
Para entonces, los dueños del hostal ya habían salido a asomarse, para ver qué ocurría. Rápidamente, la monja les explico que su novicia había caído por las escaleras y que está le estaba ayudando a ponerse de pie.
—¿Necesita que mandé por el médico, Madre Superiora?— pregunto el señor anfitrión.
—no, gracias, yo me encargare de ella.— la mujer les sonrió de una manera muy dulce y finalmente se fueron. —anda, vamos por el cochero para largarnos de aquí.
Anelise se limpio las lágrimas y salió, no sabía que odiaba más, si su vida o a la madre superiora.
–*–*–
Pasaron otro día de viaje en coche muy similar al primero. Pero está vez, Anelise se sintió mal físicamente. Escalofríos la recorrían de pies a cabeza y veía doble en ratos. Su cabeza le punzaba y dolía dónde se había golpeado esa mañana. Después de un par de horas en coche, empezó a toser. La monja no tardó en darse cuenta que la chica tenía fiebre y que posiblemente hubiese cogido un resfriado.
—¡Bah, pequeña idiota! Me das demasiados problemas, sabes?
—No es mi culpa haber enfermado. Fue suya.— Anelise se atrevió a responder.
La madre dejo ver su ira a través de su rostro y lanzo su rosario en la cara de la pálida Anelise, quien no tuvo la fuerza de esquivarlo.
—te ves patética, pequeña idiota. Me preguntó si a dónde vamos te recibirán. Se sentirán muy decepcionados en cuanto te vean.— mascullo la vieja.
—Ni si quiera creo poder llegar.— susurro Anelise, cerrando los ojos y recargando su cabeza en la vibrante ventana de el coche.
—Así sea solo tu cadáver, llegarás. Te darán el uso que merece una imbécil como tú viva o muerta. De cualquier modo, no vales nada.— La madre superiora saco una pequeña biblia y empezó a leerla, ignorando a Anelise de nueva cuenta.
Anelise se quedó dormida y cuando despertó , se dio cuenta de que se encontraba en peor estado que antes. Le costaba respirar y el dolor de su cabeza había empeorado al punto de que incluso la luz del sol le irritaba y agudizaba el dolor. Su boca estaba seca y sentia una opresión en el pecho.
—Pronto morirás Anelise.
—Madre superiora, por qué me odia de esta manera? — tosió la joven. —nunca le e echo nada.
La mujer no dijo nada, solo la miro de reojo antes de volver a ignorarla por otro rato. Llegaron a una especie de pueblo, había carruajes y coches de carga por doquier, gritos de niños y silbidos de hombres. Por las banquetas, había señoras caminando con bolsas de compras y de estás se asomaban telas, verduras y otros objetos. Unas vestían vestidos andrajosos muy parecidos al que traía puesto Anelise y otras usaban unos un poco más elaborados, de colores sobrios y las más jóvenes de colores chillantes. Unas iban acompañadas por hombres y otras por lo que parecían ser sirvientas. Había pares de mujeres muy parecidos a la madre superiora y a ella, puesto que iban mujeres ya maduras acompañando a jovencitas como chaperonas, unas con uniformes y otras parecían ser madres e hijas en edades casaderas.
Que agradable debía ser, caminar un día cualquiera con tu madre. Ella nunca lo experimentaría. La madre de Anelise había muerto un par de días después de dar a Luz a su hija. Anelise había Sido la última después de una larga vida de partos infernales. La reina había parido a 4 varones antes de Anelise y cuando nació la pequeña, el rey y los criados decían que la reina había cerrado con broche de oro sus años fértiles, pariendo a una hermosa niñita, tan esperada por la reina en especial. Había soñado desde hacía años con una princesita, una niña para ella, pero al tenerla, no había vivido lo suficiente para disfrutarla.
Anelise a veces se preguntaba cómo podía extrañar algo que nunca había tenido, como una madre. Pero sabía que aquella lejana figura pertenecía a una vida que por siempre extrañaría, a la de una familia donde pertenecía y un hogar cálido dónde refugiarse.
Anelise empezó a toser una vez más. La monja se desespero y golpeó a la joven en un brazo, exigiéndole que se callara.
—¡Me tienes harta!
—¿Por qué sigue aquí, entonces?
—¡Fíjate cómo le contestas a la madre superiora, pequeña idiota! Te haré pagar si vuelves a hacerlo, ¿Me oyes?— La amenazo.
—no creo llegar a lograrlo de nuevo. Moriré aquí mismo.— Anelise exhaló y se escuchó una especie de silbido en su garganta inflamada. Sus pulmones comenzaron a dolerle por el esfuerzo inmenso que era tratar de respirar.
La madre superiora por primera vez desde el comienzo del viaje, empezó a preocuparse. Tendría muchos problemas si el paquete que transportaba llegaba en tan terribles condiciones. La gente que las esperaba no tendría piedad en ella si la pequeña idiota les llegaba muerta.
La vio recostada en el asiento, con los labios oscuros y la piel caliente, sudando y intentando respirar. Tenía un labio roto, quizás de los golpes que le propinó desde ayer y en un costado de su rostro se apreciaba una mancha violácea. Un moretón opacaba el resto de su rostro. Iba en estado deplorable y no creía que se recuperase para el día de mañana.
—Charlie, detente en la calle Sutter’s. Veremos a el médico de este pueblucho para que atienda a la pequeña idiota.— gritó la madre superiora.
Como dijo se hizo y en una hora, Anelise ya estaba recostada en una camilla andrajosa que el doctor tenía en su recinto, una vieja casa de dos pisos con poca ventilación y luz mínima proveída por un par de velas delgadas. Había una docena de otros pacientes esperando a ser atendidos, madres sucias con hijos pequeños que lloraban en sus pechos, otros niños mayores que tenían la mirada perdida en lo que era el saloncillo de espera. Ancianos que tosian sangre en pañuelos percudidos. Jovencitas silenciosas que no apartaban la vista de la monja y su sirvienta, Anelise.
Había tres mujeres caminando entre las pacientes, con mandiles sucios y sus cabellos ahorcados en un pequeño nudo en su nuca. Una era de complexión robusta, con piel de oliva y cara roja, otra era mayor que ella y en contraste con su compañera, era en extremo delgada y parecía tan frágil como una taza de porcelana. La otra, mucho más joven que las primeras dos, parecía la más gentil de el equipo. Quizás era un par de años mayor que Anelise y tenía una sonrisa fácil que ofrecía para aliviar a los pacientes. Lucia un poco descompuesta del cansancio, como si llevará varias noches sin poder dormir. Está fue la que se acercó a hablar con la madre superiora.
—Quiero ver a el doctor Watts.— demandó la monja.
La joven no mostró cambio alguno en su rostro sonriente, —Claro. Cómo todos aquí, señora. Le pido que tenga paciencia pues a Sido una mañana muy atareada para el doctor y hay probabilidades de que tenga que esperar un par de horas para poder pasar…— se disculpó la seudo enfermera.
—¡Horas! Ella cree que tengo horas ¡Ja. Ja. Ja!— gritó la mujer, haciendo que todos en el saloncillo la voltearan a ver y que los niños pequeños gritaran más fuerte en sus llantos, —no dispones de mi tiempo, chiquilla. No pregunté si podía pasar o no, o si tendría que esperar en esta fila de mugrosos moribundos. Dije que quiero ver a el doctor Watts ¡Y así lo haré!
Empujó a la muchacha y abrió su paso por el saloncito, con su mano jalando a la fatigada y desorientada Anelise quien casi tropezó sobre la joven con la que hablaban. Pasaron por una pasillo estrecho que las obligó a caminar en fila y la Madre Superiora empujó una puerta vieja, casi destrozandola en el acto.
Dentro, había un bombillo de luz tenue y amarilla que colgaba sobre la cabeza de un hombre anciano de piel lechosa y su paciente, un hombre de piel morena que se encontraba explicándole sobre el dolor que tenían en su costado.
—Largo! Quiero estar a solas con el doctor!— le gritó la monja a el hombre.
Este no se sintió intimidado por la mujer como la mayoría solia demostrar. Al contrario, se enfadó por la interrupción espontánea.
—Hablara con él cuando yo me haya ido. Salga de aquí.— exigió el hombre, levantándose de la raquítica silla.
La madre superiora parecía echar humo por la boca y su rostro se enrojeció. Asestó un especie de puño en el hombro de el hombre y este se sorprendió de la osadía de parte de aquella mujer de fe.
—Hare que te cuelguen! Haré que te azoten en la plaza está misma tarde, desgraciado, si no te largas— la Madre Superiora amenazó.
—Que poder tiene usted para hacer eso? Ja! Una simple monja promete mucho más de lo que puede realmente cumplir.— se rió el hombre.
—no soy una simple monja, soy la madre superiora y mi poder fue otorgado por el mismísimo rey Victor. ¿Ahora entiendes?
Por primera vez, el hombre dejo su actitud desafiante y se mantuvo callado. Miro a la monja en su hábito oscuro y después echo un vistazo a la jovencita que se desplomaba a su lado, cuya presencia no pareció notar hasta entonces. No dijo nada, solo gruño y se dio la vuelta para tomar su gorra y salir, esquivando a la histérica monja y a la moribunda chica. En el pasillo, gritó que nunca volvería a este espantoso lugar y que maldecia a cada monja sobre la faz de la tierra.
Cuando ya no hubo rastro de él, el doctor Watts cerró la puerta y soltó una risotada.
—un día te meterás en serios problemas por esa actitud tuya, Ruth. No acabará bien.— entonces, volvió su atención hacia Anelise, abriéndole la boca y tocando su frente. —¿Otro mal aborto de parte de una de tus monjas?
—nada de eso, está vez es algo completamente diferente. — La monja apretó su boca, — creo que a cogido un resfriado.
Watts chasqueo los labios. —No, es algo más. Peor que eso pero por ahí va la cosa. Temo que es una neumonía.
—¿Neumonía?— escandalizada, Ruth refunfuño y dio un manotazo en el pecho de Anelise —Apenas se enfermó está mañana, es demasiado pronto para decirle neumonía a esto.
Watts la miro de reojo y entonces acarició los rojos mechones ondulados de Anelise, levantando uno y pegándolo a su nariz, olfateando en un especie de éxtasis. —Lo es. Tú no sabes mucho de medicina, Ruth. Tu fe recae en palizas y castigos y lo que no se arregla con eso, no existe para ti.— recostó a la silenciosa Anelise en la camilla. Le deshizo el nudo a su corpiño y lo removió de lugar. Entonces, bajo las mangas blancas de su vestido, ignorando el silencioso “¿Qué haces?’’ de Ruth tras de él, a lo que él respondió —nunca había visto una monja peliroja, Ruth. Me encantan las jóvenes de cabello de fuego. Es raro verlas tan hermosas, más está sin hábito.
Las monjas que Ruth llevaba con él nunca se quitaban su hábito, ni si quiera cuando él procedía a interrumpir sus embarazos o en otras ocasiones, a mantener relaciones sexuales con él.
—sigues sin hacerlo. Esa de ahí no es monja. Por eso no usa hábito.— la Monja frotó su sien, estresada ya por Anelise y su estado delicado.
Watts acabó por desvestir completamente a Anelise y recorrió su mano el cuerpo de la joven, arrastrándola desde su pecho hasta su abdomen lentamente. Emitió un gemido de placer al tocar a la joven, quien lo miraba extrañada en su delirio. Parecía no entender lo que aquel hombre le estaba haciendo, no sentía ni furia ni vergüenza. Estaba desmayada con los ojos abiertos mientras jalaba aire en vano, seguía sin poder respirar.
—Le daré un baño de agua tibia que le ayudará con la fiebre. Después unas gotas y té que le ayudarán. Puedes irte y esperar por ella, solo un par de horas…solo eso, cuando vuelvas seguirá débil pero en mejores condiciones para volver a la abadía.— Watts ya tenía en mente de que disfrutaría del cuerpo de aquella muchacha. Era un pensamiento enfermizo que ya había inyectado su veneno en él y sintió su cuerpo palpitar con deseo.
Ruth lo golpeó en la cabeza. —¡No la tocarás! No la traje para ti. Vale mucho más de lo que podrás pagar. De hecho, el que ya pagó por ella, la quiere casta y un imbécil como tú no estropeara está venta.
—¿Ni por qué soy tu hermano la compartirás?— quiso saber el doctor, a lo que Ruth contestó con otro golpe de negación. —Bien, entonces! Pero tampoco la atenderé.
Ruth lo tomo por ambas orejas y el hombre chilló, —Si, a menos que quieras terminar enterrado en vida en un pozo. Llama a una de tus enfermeras y pon en forma a esta mujer si no quieres morir ¡Y sabes que yo cumplo lo que prometo!
Watts sabía lo despiadada que podía ser su hermana Ruth, ya la había visto deshacerse de cualquiera que le estorbara antes. Además, ella sabía tanto de él que podría mandar su reputación al demonio y podría llevarlo a la horca. Pero si se decidiera a hablar sobre todo lo que él sabía de ella y lo que ocurría en su abadía, Ruth terminaría muerta junto con él. Aún así, pensó que no valía la pena y cedió sus pensamientos de furia.
—¡Bah!— rodó su ojos y se zafó de la monja. Se giró de nuevo hacia Anelise, grabando cada detalle de su cuerpo en su mente antes de salir a buscar a Vianney, la más joven de sus ayudantes.
La chica con la que había discutido Ruth al entrar, le dio un baño de esponja a Anelise, mientras la monja observaba con atención que no fuesen a abusar de la joven que tenía tanto valor monetario para ella. Después, le dieron las gotas y los tés y Anelise pareció pasar de un sueño tumultuoso a uno más tranquilo, pues su semblante de adornó de paz y se quedó quieta en la camilla.
—Debemos continuar nuestro camino— dijo Ruth —Suban a esta a el carruaje.
—No puede irse tan pronto, la niña necesita descansar, — Vianney se opuso.
—¿No podías conseguir una menos metiche, Oscar?— la monja le pregunto a el doctor quien solo sonrió, entonces le dirigió de nuevo su atención a la pseudo enfermera —Nadie te preguntó. Carga la y llévala al carruaje.
—Si lo hace, no sé recuperará— Vianney parecía firme en su decisión y parecía tener las fuerzas suficientes para hacerle frente a la mujer. Así lo demostró cuando la madre superiora le levantó la mano, dispuesta a dejarle caer un golpe en el rostro cuando Vianney la tomo por la muñeca a medio aire.
Ruth no pudo esconder su sorpresa por aquel acto de defensa propia, después de todo, se había acostumbrado a golpear a Anelise, a su hermano el doctor Óscar watts y a cuántos se pusieran en su contra.
—Esta niña morirá si se la lleva así.— escupió Vianney. —Debe descansar un par de horas para que pueda llevársela.
—es verdad, Ruth. Ya te lo había dicho.
La madre superiora apretó un puño. Pero recapacitó y acepto que Anelise guardara un poco de reposo, al menos por un par de horas y así continuar su viaje, aunque a diferentes horas. Los caminos eran peligroso por la noche pero no le quedaba otro remedio más que viajar a esas horas después de gastar las horas diurnas en el descanso de la pequeña idiota. La necesitaba viva y completa.
—Que la lleven arriba.— dijo Ruth.
—¿Hay cuartos suficientes, Vianney?— pregunto el doctor Watts.
Vianney asintió y se dispuso a salir para traer a un mozo que le ayudase a llevar a Anelise un cuartito en el segundo piso cuando la madre Superiora la detuvo.
—No habrá una próxima vez para ti si me vuelves a contradecir. Acabaré con tu insignificante vida si osas volver a tocarme, zorra— el tono de voz de la monja fue tajante y cargado de odio, pero Anelise ni siquiera pestañeo.
—Hay un diminuto establo en la parte de atrás por si quiere guardar su caballos.— respondió ella —si usted y su cochero quieren descansar también, pueden sentarse junto a los caballos a tomar un respiro.
—¿En los establos llenos de mierda? Es un chiste de mal gusto ¡Espero!— la monja parecía al borde de una convulsión.
—No. Justo ahí es donde merece estar la gente como usted. Con permiso.— de un empujón, Vianney salió de la habitación, sin dejarle oportunidad alguna a Ruth de defenderse.
Tan solo se le quedó viendo y ahogo un grito. ¡Maldita mujer! ¡Mil veces maldita!
–*–*–*–
Cuando despertó, Anelise estaba en una diminuta habitación. Estaba recostada en una cama de paja, con la ventana cerrada y tenía la boca seca. No había nadie a la vista y se pregunto dónde estaba. ¿Dónde estaba la madre superiora? ¿Era aquí a dónde la había traído?
—¿madre superiora?— dijo en voz alta Anelise
La puerta se abrió, pero en vez de entrar la vieja, entro una joven de castaños cabellos y boquita de piñón. Sonreía y tenía sus mejillas sonrosadas aunque luciera casi igual de cansada que Anelise. La princesa se mantuvo callada, no sabía que decir. Aunque tuviera muchas preguntas en su mente.
—Hola, ¿Ya te sientes mejor?— la muchacha quiso saber. Traía una charola en sus manos con vendajes limpios y agua en una jarra.
—Creo que si. — respirar era más fácil y la fiebre había bajado considerablemente. Aún le dolía un poco su cabeza y se sentía desorientada. —¿Puedo saber dónde estamos?
—Claro que sí. Estamos en Sutter’s. Estás en la casa de el doctor Watts. ¿De verdad no recuerdas nada?— la enfermera se acercó y la instó a levantarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba desnuda de pies a cabeza. Vianney vio que Anelise se sintió incómoda por aquel hecho pero le aseguró — No te preocupes, aquí vemos tantos cuerpos desnudos que creo que ya todos perdimos la pena. Así tú también deberías de hacerlo. Estuviste enferma y necesitaste que se te cuidara, no hay nada de malo que te haya visto sin ropa.
Anelise se quedó pensando en eso por un instante y encontrando lógica en aquella explicación, se puso de pie, dejando la sábana atrás. Vianney cambio la ropa de cama de una manera veloz y así la joven volvió a acostarse, encontrando la cama fresca y muy agradable.
—¿Sabes dónde está la Madre Superiora? ¿se ha ido ya?
—Me temo que al contrario, trajo más compañía.
—¿Compañía?
—Llegó una caravana de la capital. Estaban furiosos, al parecer estaban esperándolas desde antier.
—¿Antier? No lo entiendo.
—Señorita Anelise, ha estado dormida desde hace tres días.
Tres días. Su pobre cuerpo se desvaneció por completo y ella apenas recordaba lo último que había dicho en el carruaje . “morire aquí mismo” así había Sido, su mente murió y por eso no recordaba siquiera cuando llegaron a la casa de el doctor.
—¿De que caravana habla?
—Cuatro hombres, dos nobles y sus escoltas. Vinieron por ustedes. O más bien por ti.— explico Vianney, calmada y sentada en la orilla de su cama. Acomodo un mechón tras su oreja y sonrió a Anelise.
—Siguen aquí? Dijeron a dónde me llevarán? — Anelise empezó a temer, recordando lo que la madre superiora le había dicho: “a dónde vamos te necesitan virgen” “me pregunto si a dónde vamos te aceptarán”
—No querida, pero no creo que es algo de temer. No frecuento a esa gente pero se reconocer cuando son hombres de poder. Y estos definitivamente lo son— la idea parecía divertir a Vianney, se mostraba emocionada y risueña. Tener a hombres de tan alto rango cerca de ella debía ser excitante para ella pero para Anelise no, menos aún sabiendo que quizás no tenían buenas intenciones con ella.
Anelise se sintió sofocada y trato de jalar aire, ansiosa de nuevo. Vianney puso su mano en su frente y dijo que iría por el doctor. ¿Qué pasaría ahora? ¿Qué sería de ella? ¿Quiénes eran aquellos hombres?
Vianney se fue pero no regresó. Solo entro a su habitación el mentado doctor Watts. Ya habían tenido un roce pero ella no lo recordaba, de hacerlo, se hubiese sentido aún más incómoda de tenerlo en su cuarto. Desde que entró, tenía la mirada fijada en ella, especialmente en el bulto que se escondía bajo la sábana, tratando de adivinar y imaginando todo de ella. Desde la tersa piel hasta las voluptuosas curvas de sus piernas, todo en su bien formado cuerpo.
Anelise se sintió aterrorizada y asqueada . Se pregunto porque la enfermera no había vuelto con él. Tener a alguien más ahí la hubiese echo sentir más segura. El doctor se acercó a su cama. Le tocó el rostro, revisando su temperatura pero entonces dejo que su mano se fuera a sus cabellos cobrizos. Luego acarició sus labios con su dedo índice, haciendo que Anelise se sentará en la cama y empujara su mano.
—¡Tranquila! Tranquila…— el doctor volvió su voz más suave y sonrío, enseñando unos dientes oscuros y torcidos que le revolvieron el estómago a la joven. —No te haré daño. No te haré nada, de hecho. No puedo. Bueno, si puedo y si quiero pero no debo, espero lo entiendas y no lo encuentres ofensivo. No deberías, cualquier hombre se volvería loco por tenerte.
Anelise sintió su corazón acelerarse. El hecho de que estaba desnuda volvía la situación aún peor y dudaba que aquel hombre tuviese el mismo pensamiento de Vianney, sobre ver los cuerpos desnudos sin morbo. Verlos como lo que eran, seres indefensos. O bien, él sabía que era un cuerpo indefenso el que estaba ante él pero en vez de compadecerse, lo veía como una ventaja.
—¿no hablas mucho, verdad? — el doctor volvió a tocar el rostro de la asustadiza peliroja y entreabrió sus labios, emitiendo un jadeo, como si el simple hecho de tocar su rostro le provocará placer. —Esta bien, así es mejor. No me agradan las parlanchinas como Vianney.
Anelise trato de hablar, articulando las palabras con dificultad — Por favor, no me toque. Se lo ruego…
—No te tocare, preciosa. No te haré nada. No te haré daño— repitió, acercando su rostro al de Anelise, al punto de que pudo oler su asqueroso aliento y escuchar su respiración jadeante, —Solo quiero verte— susurró muy suavemente.
Anelise meneo la cabeza y lo empujó, lo que hizo enfurecer a aquel asqueroso hombre. Gruño y entonces abofeteo su rostro y trato de jalar la sábana que cubría a Anelise. Ella reaccionó rápido y la jalo, contrarrestando la fuerza de aquella bestia. Pero él era más fuerte y termino por despojarla de la sábana, rasgando aquel objeto por el medio. Ella gritó y saltó de la cama, a lo que él la jalo de su cabello y puso su mano sobre su boca.
—te dije que solo quiero verte!— le gritó ese hombre, Anelise le mordió la mano y este volvió a propinarle un bofetada en su rostro que la mando al suelo de nuevo. Ahí, le pateó en El abdomen y la joven gritó.
Ahora, watts había perdido cualquier rastro de cordura. Perdió el miedo a las consecuencias y hizo lo que le dictaba su mente torcida. Se abalanzó sobre ella en el piso, cubriéndola con su pesado cuerpo. Anelise lo rasguño pero el hombre ni siquiera se inmutó. Ella gritaba con todas sus fuerzas pero todo se sentía en vano. Lo sintió tratando de desabrochar su pantalón, para liberarse y forzarse en ella, haciéndola sentir una desesperación indescriptible.
Presionó su apestosa boca en la de ella, para callarla y cuando Anelise lo mordió en un labio, volvió a golpearla. Entonces, Anelise alcanzó a ver desde la esquina de su ojo a Vianney parada en la puerta. Se sintió feliz de saber que sería ayuda, imagino que Vianney entraría a la habitación y la liberaría de aquella bestia horripilante. Pero le rompió el corazón ver cómo Vianney se alejaba rápidamente, quizás no queriendo meterse en problemas.
Soltó un último grito antes de que su cabeza fuera azotada otra vez contra el piso, haciéndola ver borroso de nueva cuenta. Sintió su nuca mojada y caliente y su corazón parecía que iba a detenerse de nuevo. Luchar se había vuelto demasiado cansado y ahora su cuerpo dejaba de responderle. Cuando pensó que el hombre iba a lograr su cometido, cerró sus ojos en un lloroso llanto, solo para sentir como fue liberada del pesado bulto sobre ella cuando un hombre entro a la habitación y levantó al doctor de los brazos solo para aventarlo contra la pared.
Anelise se sentó, cruzando los brazos en su pecho el cabello largo cayendo sobre su rostro mojado de lágrimas. Entonces sintió como era abrazada por unos brazos delgados. Era Emma, quien lloraba con ella.
—No hubiera podido yo sola nunca. ¡Fui por ayuda!— le explicó Emma cuando Anelise la miro acusadoramente con los ojos lagrimosos.
Juntas vieron como llego otro hombre, vestido igual que el primero, para ayudar a su compañero a golpear a aquel monstruo frente a ellas. En cuestión de segundos, el hombre dejo de quejarse, de moverse incluso y Anelise estaba lo suficiente familiarizada con la muerte para saber que aquel hombre había muerto. Su mirada oscura se lo dejo saber.
Los escoltas dejaron caer el cadáver por la ventana de aquella habitación y Emma suprimió un grito de sorpresa mientras continuo abrazada a Anelise. Parecía que había pasado una eternidad desde que todo comenzó, pero apenas pasaron unos minutos desde que el doctor había entrado a su habitación.
Entonces, entraron otros dos hombres. Un rubio y uno de cabello negro. Uno más viejo que el otro. Se acercaron a las chicas, ofreciendo sus manos para que se levantaran pero cuando Anelise iba a aceptar la mano del moreno, cuando recordó que estaba desnuda y un profundo sentimiento de vergüenza la inundó. El moreno pareció darse cuenta de su pena así que giro su cuerpo para no verla. El Rubio parecía inmutado ante aquella situación, su rostro se mantuvo estoico y calmado.
—La señorita Anelise se encuentra bien?— pregunto el moreno, aún volteado.
—Me duele…— lloriqueo Anelise, tocando su nuca y viendo su mano manchada de sangre.
—¡Está herida! ¡Iré por vendajes!
—¡No! No quiero estar sola de nuevo.
—No tema, no le sucederá nada.— le aseguró el rubio.
—Ya no quiero estar aquí. ¡Ya no quiero a la madre Superiora conmigo! Ella me acabará matando!— Anelise tomo a el moreno por la pierna y rogó, llorando y sangrando con el cuerpo adolorido.
Ambos hombres se miraron el uno al otro, desconcertados. Emma se puso de pie y con ella, levantó a Anelise. El moreno le ayudo a mantenerse de pie, tomándola por los brazos.
—señorita Anelise, ¿de que habla?
—La madre superiora, me golpea por ninguna razón…me humilla frente a otros, me desprecia por completo y no se porqué…— lavoz de Anelise se empezó a quebrar y decía aquellas palabras en una mezcla de gritos susurrados. Tenía miedo de que la monja entrase en cualquier momento y la castigara. Incluso ahora sabía que corría el riesgo de que aquellos hombres le contarán a la madre superiora sobre aquellas acusadiones. Después de todo, eran aliados de la monja y no de ella.
—¿Cree que en el palacio les agrade enterarse de esto?— el moreno le pregunto a el rubio maduro.
El hombre no respondió a su pregunta. Tan solo exhaló con fuerza y les hizo un gesto a los escoltas para que salieran de la habitación.
—La joven debe salir también. — El rubio miro a Emma quien se aferró a Anelise.
—No la dejaré. No lo haré. Ni siquiera está vestida.— Anelise la cubrió con su cuerpo, aunque los hombres no mostraban interés alguno hacia la desnudez de Anelise.
—Tenemos que hablar con la señorita. Sobre un asunto muy íntimo.
—Sé como ser discreta, despreocupese sobre eso.— le prometió la joven, —lo que hablen, jamás saldrá de aquí.
—De así ser, usted morirá. Se quedará bajo su propio riesgo, ¿Entiende, señorita?— el rubio preguntó.
—Lo entiendo. Pero antes de que empiecen a hablar déjeme vestir a Anelise.— Emma pidió.
Los caballeros se dieron la vuelta para ya no incomodar a Anelise. Mientras ella se vestía, Emma preparó los vendajes para la cabeza de la muchacha, preocupada por su estado. Pero ahora, a Anelise le interesaba más lo que le dirían aquellos hombres que las heridas que tenía.
—Antes que nada, debemos presentarnos, yo soy el duque Arnold Truswell de Tibaris. Y mi acompañante es el Conde Henry Eckhart de Townvalley. Pertenecemos a la leal corte de Peter Invictus, el rey de este país y hemos Sido enviados hasta aquí por usted.
Anelise los miro desconcertada. —¿Por mi? ¿Por qué por mi?
—Usted está prometida a el Príncipe Ernest Invictus, señorita.— le dijo Henry a Anelise.
Aquel se sintió como un golpe en el estómago. Anelise retrocedió un paso, perdiendo el equilibrio y sintiendo como si su esqueleto quisiera dejar su cuerpo. —¿El…el príncipe?— repitió ella. —Ni siquiera lo conozco. ¡Es imposible!
—Usted fue prometida a este hombre desde hace varios años atrás. Usted le pertenece. Es su princesa. — le informó.
—¿Yo? ¿Su princesa? ¿Pertenecerle? ¡No soy un objeto! ¡No soy de nadie!— por primera vez en años, Anelise se quejó.
—Si lo es. Usted fue entregada a los Invictus una vez que su familia perdió la guerra contra ellos.— le informó el Duque Truswell — pertenece a las riquezas de la Familia Real, Anelise.
—Soy una criada. No un botín de guerra, como usted trata de decirme— Anelise se sentó en la cama, sin aire, — Alguna vez fui una princesa y por ende, se me debería de respetar aunque sea un poco…no soy la prometida de nadie…de nadie. — parecía entrar en un estado delirante de nuevo.
—Si, fue princesa. De una Casa Real muerta, de un linaje inexistente a el día de hoy. La respetaremos nosotros y el reino cuando recupere su título, aunque sea con un nuevo nombre.— el Conde Eckhart dijo.
Anelise empezó a llorar, con el rostro cubierto con las manos. —Nunca quise volver a ser princesa. ¡Nunca quise estar prometida a los Invictus! Soy una Deschamps y no lo cambiaré jamás, lo seré hasta el día en que muera.
El recuerdo de la sangre de sus hermanos manchando el collar de sus camisas vino a ella, pudo ver claramente de nuevo los profundos cortes en sus gargantas y escuchar los extraños sonidos que emitieron antes de caer a el piso. Recordó también a uno de los hombres que se encargó de aquella masacre. Aquel que enterró la daga en el corazón de su padre, después de obligarlo a presenciar las muertes de sus príncipes.
Jamás lo olvidaría, sus ojos oscuros llenos de sadismo y su cabello grisáceo con las sienes blancas en su totalidad. Había rezado por su muerte apenas unos días antes y ahora se estaba enterando de que había una alta probabilidad de volver a verlo, peor aún, emparentar con él.
—Debí morir ese día yo también.— sollozó Anelise. —Asi, no estaría pasando por este momento.
—De nada le sirve lamentarse, Anelise. Su matrimonio sucedería de un modo u otro.— Truswell sacó unos guantes de montar de su saco y se los puso en sus manos lentamente sin prestar atención a el llanto de la chica.
—¡Eso no puede ser verdad! Y de ser así, ¡Me niego! ¡No voy a desposar a un miembro de la familia que nos traicionó y se encargó de matar a mis hermanos!— gritó una histérica Anelise.
—No se le está dando opción. Le diré algo: haga que todo esté dolor valga la pena. No desaproveche su oportunidad y recupere lo que alguna vez fue suyo.— Truswell parecía estar fastidiado de sus lloriqueos y la tomo del rostro con una mano enguantada, presionando sus dedos en las mejillas pálidas. —Pronto será una dama muy poderosa. Hasta entonces, solo será la mujer vendida a el rey. ¡Aguante! Deje de llorar y prepárese, aún nos espera un largo viaje hasta el palacio. Trate de lucir bien para su prometido.
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