En un principio… todo era caos.
Y de este caos nacieron las Deidades, dioses y diosas, portadores de la magia más pura. Almas inmortales que reinaron en el mundo, caminando entre mortales, observando cómo de la magia nacían otras criaturas, ninguna tan poderosa como ellos mismos.
Pero cometieron errores, se involucraron con los humanos que habían considerado inferiores; y de esta unión, surgieron los Caminantes. Seres portadores de magia terrenal, bastardos de dioses. Y por siempre esclavos de éstos.
Condenados a vagar por la tierra a servir a sus creadores, a jurar lealtad…
O morir.
Esta sería la última vez.
Sabía que mis palabras eran huecas mientras me las repetía mentalmente, pero curiosamente encontraba cierto consuelo al recurrir a ellas. No importaba que ya las había usado en el pasado, no importaba que no fueran ciertas; porque, en el fondo, me reconfortaba fantasear con que, de hecho, esta sería la última vez.
Miré hacia el otro lado de la calle, mi figura oculta en las penumbras del callejón que había elegido con sumo cuidado, desde aquí tenía una vista privilegiada a las puertas de un bar con el que me había familiarizado en la última semana. Esta zona de la ciudad no tenía buena reputación, pero eso no me preocupaba, no cuando eras experto en mi trabajo.
Y yo era la mejor.
El bar se encontraba concurrido, aunque fuera mitad de semana, pero ya conocía este dato. También sabía que varias de esas personas adentrándose en ese agujero infernal no eran conscientes del peligro al que se exponían.
Estaban entrando, de buena gana, a la boca del lobo.
Sonreí ante mi broma privada, después de todo, el dueño de Howl era, en efecto, un licántropo.
Pero no era por él por quién me encontraba aquí esta noche. Observé a un grupo de universitarias abandonando el lugar, riendo y dando pasos desequilibrados; todas en avanzados estados de embriaguez, ajenas a lo que les acechaba en las sombras.
En ese momento, un hombre salió del bar, su atención puesta en el grupo de mujeres; no, me recordé, en una de ellas. Era la más menuda del grupo; apenas pasando el metro y medio, a pesar de vestir zapatos con plataformas esta noche.
Una médium.
Todavía me impresionaba, y estremecía, al ver a una en persona. Eran almas impredecibles, contrario al resto de criaturas mágicas que conocía, los médiums podían nacer sin necesidad de linaje. Cualquier humano podía dar a luz a un médium sin saberlo, ese hecho me impactaba tanto como el tipo de poder que poseían. Era magia… muerta. O al menos, así es como había decidido denominarla años atrás. Podían predecir la muerte de alguien si ésta era muy… violenta. Además del siniestro asunto de ver fantasmas. Me estremecí al imaginar presenciar algo así de oscuro, ese tipo de magia siempre me hacía ser consciente de mi propia mortalidad.
Pero no era sólo por esto por lo que los médiums eran conocidos…
Eran presa fácil.
Muchos de ellos ni siquiera descubrían lo que eran hasta que era demasiado tarde. Mi mirada se dirigió nuevamente hacia el hombre, se había arreglado para presentarse al grupo de mujeres mientras ellas soltaban risitas borrachas. Quise gritar ante la estupidez de las humanas, ¿no tenían instintos? ¿no veían las intenciones de aquel monstruo? Pero entonces me recordé que no podían, porque ante sus ojos, él sólo era un humano más; un tipo bien parecido que se había acercado a flirtear. Pero yo lo sabía mejor.
Un hechicero.
Sanguijuelas, criaturas creadas a partir del robo de magia; a partir del asesinato. Hice una mueca de asco cuando una de las mujeres se acercó interesada en lo que el monstruo le decía con una sonrisa seductora en su rostro; no importaba que fuera atractivo, al verlo sólo podía ver muerte en sus ojos. La muerte de la pequeña mujer a la que planeaba robarle su magia.
Los hechiceros no nacían, eran transformados; los humanos y las criaturas mágicas solían coexistir en relativa paz, hasta que un humano decidió que no quería estar en el final de la jerarquía de magia, mató para tener poder; y así el caos volvió a desatarse. Mientras existiera un hechicero vagando por esta tierra, ninguna criatura portadora de magia estaría a salvo; así que era mi trabajo exterminar esta plaga.
Aunque no fuera un trabajo que disfrutara.
Me obligué a pensar en lo que este monstruo le haría a la pobre chica, ya había visto la crueldad de estas bestias. No era sólo el asesinato, había ciertos rituales que debían cumplirse primero, rituales que involucraban torturas indescriptibles para la víctima. Mi mano se dirigió de forma automática hacia la cicatriz que surcaba mi rostro; trazando una línea directa desde mi frente hasta mi barbilla, esquivando por poco mi ojo derecho. Había tenido suerte, después de todo, pude haber perdido ese ojo; pude haber muerto.
El grupo de mujeres se había dispersado, alejándose calle abajo mientras dejaban a la pequeña médium con el hechicero; sus amigas ignorantes lanzando sonrisas y gestos de aliento sin comprender que quizás esta sería la última vez que verían a su amiga con vida.
Tomé un fuerte aliento, cubriendo mi rostro con la capa oscura que descansaba en mis hombros, desapareciendo aún más en las sombras.
Esta sería la última vez, me repetí una vez más.
Entonces seguí a la pareja que se alejaba en dirección contraria a donde se habían marchado el resto del grupo; mi mano aferrándose al primer cuchillo descansando en la funda contra mi pecho.
Recorrí las calles en silencio, atenta a lo que pasaba frente a mí. Varios metros por delante, pero nunca fuera de mi vista, la pareja reía y se abrazaban, los pasos de ella cada vez más tambaleantes, me sorprendía que no se hubiera estrellado contra el pavimento aún. Por otro lado, el brazo de él se aferraba a la estrecha cintura como si fuese una cadena, supuse que eso evitaba las caídas, y que escapara. Ninguno me notó mientras los seguía, tenía que ser un hechicero principiante, quizás esta fuese su segunda víctima.
Los humanos no nacían de la magia, por lo que sus cuerpos no estaban preparados para portar ningún gramo de poder; los hechiceros con el tiempo descubrieron que la magia que robaban no permanecía almacenada en ellos, se desvanecía. Lo que les obligaba a volver a matar si deseaban seguir teniendo poder en su sistema.
La pareja tomó un desvío y fruncí el ceño cuando me percaté de a qué altura íbamos, si recordaba bien la zona, esa callejuela no tenía salida. Me apresuré en silencio, doblando al mismo tiempo que observaba como una segunda sombra se unía a ellos.
Eran dos.
Quise gruñir ante la cobardía de estos monstruos, habían acorralado a una confundida y pequeña médium, iban a torturarla y matarla, y ella no podría escapar. No cuando no sólo la superaban en número, sino que eran más fuertes que su diminuta forma. Un grito asustado escapó de la menuda mujer cuando comprendió que había caído en una trampa, me adentré más en la callejuela, era momento de hacer mi gran entrada.
—Parece una fiesta dispareja, ¿puedo unirme?
Las tres figuras detuvieron el forcejeo mientras se giraban para notarme, sabía que no podían ver mis facciones debido a la capa y eso estaba bien, porque mi rostro sería lo último que verían estos monstruos, verían mi cara y sabrían que la muerte había llegado por ellos.
Puede que no disfrutara mi trabajo, pero era malditamente buena en ello.
El primer hechicero, el del bar, se movió un paso más cerca, quizás intentando conseguir un mejor vistazo; saboreé su frustración cuando no lo consiguió, su rostro se deformó en una mueca grotesca mientras daba otro amenazador paso en mi dirección. Me mantuve indiferente en mi sitio, mi mano aferrándose al cuchillo en mi palma.
—Vete de aquí. O terminaras como ella.
Un roce helado viajó por mi columna, si este hombre no tuviera su sentencia marcada a fuego, lo habría conseguido ahora con esas palabras. Terminaras como ella. Resistí el impulso de alzar mi mano a mi cicatriz, aferrándome al metal contra mi palma para serenarme. Iba a matarlos a ambos, e iba a jodidamente disfrutar de hacerlo.
Antes de que pudieran advertir lo que sucedía, eché mi brazo hacia atrás, en un arco ensayado a la perfección; y lancé el cuchillo. Voló por los aires, rozando al primer hechicero y clavándose en mi objetivo. Un gruñido, medio quejido, sacó del estupor a todos mientras el segundo hombre se doblaba a la mitad, mi cuchillo sobresaliendo de su tórax.
—Yo que tú no me lo arrancaría —dije con tono alegre —es una zona peligrosa, la que apunté. Verás esas son tus costillas, creo que la quinta y sexta si mis cálculos no son erróneos, y mi cuchillo atravesó tu intercostal izquierdo por lo que diría que tienes como, un minuto o menos luego de que te lo saques, antes de morir.
—Voy a matarte —gimió mientras se dejaba caer sobre una rodilla, sus manos aferrado al cuchillo, pero sin hacer ademán de quitárselo.
—Claro que lo harás —dije burlonamente —pero antes, ¿cariño? —la médium me miró asustada, sus ojos iban de mí al hombre estremeciéndose de dolor a sus pies —¿puedes alejarte hacia esos basureros? Quédate sentadita hasta que termine aquí, ¿sí?
No respondió, pero se alejó en la dirección que le indiqué. Satisfecha volví mi atención a los hombres nuevamente; el del cuchillo se hallaba casi desmayado del todo; supuse que podía encargarme del otro primero.
—No sabes con quien te estás metiendo, maldita zorra —dijo el tipo del bar al comprender que lo había elegido sobre su amigo.
Sonreí, esta vez cediendo a mi lado dramático y dejando que la capa cayera de mi cabeza, enseñándole mi rostro marcado. Lo último que vería antes de su final.
—Acabas de robarme la línea —dije mientras dejaba mi poder fluir, al fin.
No había comparación, a la sensación de sentir toda esa fuerza bañándome desde mi interior; era como un bálsamo. Dejé que el instinto se hiciera cargo, era como respirar. Sabía que no podía indagar en su mente, su alma ya estaba lo suficientemente corrompida, aunque veía trozos aquí y allá, nada de eso me serviría para mantenerlos cautivos en su propia mente. No soñaban, las criaturas sin almas; y este hechicero había vendido su alma por poder.
Sabía lo que tenía que hacer, aunque siempre odiaba tener que recurrir a esto. Suspiré dejando escapar mi magia, casi podía visualizarla; hilos plateados escapando de mi cuerpo, formando una telaraña que se iba entretejiendo hasta hacerse más y más grande; alcanzando las formas alejadas de los hechiceros, envolviéndolos y atrapándolos conmigo. Acorralándoles en mi mente.
Dejé que imágenes reemplazaran los hilos, hasta formar un escenario que recordaba bien. De pronto ya no estábamos en esa sucia callejuela, estábamos en un gran salón, pisos y columnas robustas del más resplandeciente granito, una gran chimenea ornamentada en oro flameaba en una de las paredes; el fuego casi se sentía real, casi podía sentir su calor. Miré hacia los hechiceros, sabiendo que estarían aterrados, quizás sin comprender qué sucedía si eran tan inexpertos como sospechaba. Sus ojos iban de un lugar al otro, brillosos sin entender lo que veían. Sonreí cansadamente mientras me acerqué, entonces los vi.
Estaban en los bordes de mi recuerdo, acechándome entre las sombras; esperando. No eran real, lo sabía, no podían lastimarme. Pero lo habían sido, habían sido reales, y me habían lastimado. Llevaban capas oscuras, cubriendo sus rasgos, ocultándolos sabiendo que eso sólo atormentaría más a la joven que se encontraba atada frente al fuego, aterrada sin comprender lo que sucedía. Casi pude visualizarme allí, con tan sólo quince años, confundida y asustada sin saber quiénes eran estas personas, por qué querían hacerme daño, por qué me habían elegido a mí. Más tarde comprendí que había monstruos caminando en esta tierra, monstruos que no necesitaban porqués.
Alejé mi atención de las sombras encapuchadas, observando a los hechiceros intentando controlar lo que sus mentes les susurraba, pero era en vano; porque no eran sus mentes. Era la mía. Llegué al primero, mientras giraba para enfrentarme; sonreí ante sus desesperados intentos por no ceder a la alucinación; aunque fuesen intentos inútiles.
—¿Esto es lo que querías hacer con ella? —dije, dejando que mi voz fluyera con un susurro, acariciando los bordes de su mente desgarrada —. Querías torturarla, querías que suplicara piedad —me acerqué hasta rozar una mano sobre su mejilla derecha, recorrí con un dedo una línea imaginaria desde su barbilla a su frente —. Querías marcarla. Y entonces, sólo entonces, la matarías para quitarle algo que nunca te perteneció.
Gimió mientras dejé que mi magia avivara las llamas de la imponente chimenea. Me moví hasta detenerme detrás de él, una rápida mirada a su amigo me dijo que había muerto, mi cuchillo descansando junto a su cuerpo; no había seguido mi consejo.
—¿Sabes con cuántos como tú me he cruzado? Cientos —susurré en su nuca — ¿Sabes a cuántos he matado? A todos ellos.
Deslicé un segundo cuchillo, el frío metal dejando una sensación calmante en mi mano; las sombras todavía observándonos en los bordes de mi visión.
—Te hubiera permitido luchar, pero tú no ibas a dejar que ella luchara, ¿verdad? No ibas a arriesgarte —con un rápido movimiento clavé el cuchillo en su espalda, sabía que había atravesado uno de sus riñones —Ibas a matarla sin honor, entonces morirás sin él.
Torcí el cuchillo, desgarrando la herida, y lo retiré, con fuerza. Cayó apenas lo solté, su rostro distorsionado en un grito silencioso, su frente arrugada por el dolor. Esperé junto a él hasta que la última de las respiraciones abandonó su cuerpo, sólo entonces, apagué la alucinación, atrayendo la magia de regreso a mi interior.
Ahora sólo tenía que llevar a la chica a…
Me detuve a medio paso, mirando hacia los contenedores de basura que había señalado, a donde le había ordenado que esperara. No había nadie allí; miré alrededor para asegurarme de que eran los contenedores correctos, pero no había dudas. La médium había escapado.
Mierda.
Como caminante de la Academia de Blackthorn mi trabajo no consistía sólo en acabar con la amenaza que los hechiceros representaban para las criaturas mágicas; también teníamos como tarea encontrar a los médiums, la mayoría desconociendo su verdadera identidad, y llevarlos a un lugar seguro para que pudieran aprender a dominar su magia y así lograr defenderse.
Y no había lugar más seguro que la Academia Blackthorn.
Aún recordaba el primer vistazo que tuve, cuatro años atrás, de la imponente estructura de piedra que llevaba oculta de la vista de los humanos por más de mil años. Escondida entre los extensos campos de Oxfordshire, reinando majestuosamente en silencio, se encontraba un castillo de piedra medieval que podría haber salido de cualquier película de caballeros. Me había quitado el aliento, en aquel primer vistazo, y lo seguía haciendo incluso ahora.
Siempre me sentía aturdida después de salir al mundo real, de caminar entre calles ruidosas custodiadas por brillantes carteles de neón; volver a este lugar bien podría compararse con viajar en el tiempo hacia el pasado.
Desafortunadamente, estaba tan ensimismada en mi fracaso como para apreciar la impresionante vista mientras me acercaba a las altas puertas; los guardias me notaron a la distancia y una voz que conocía bien acarició los bordes de mi mente, pidiendo la entrada.
—Me preguntaba cuando volverías, estoy seguro que me echaste de menos.
Giré los ojos, aunque sabía que era imposible que me viera a esa distancia y con mi niqab ya asegurado alrededor de mi rostro, bloqueando cualquier vistazo de mi rostro marcado.
—Echarte de menos fue lo último en mi lista; de hecho, ni siquiera formó parte de ésta.
Sentí su risa a través del vínculo.
—Abre la puerta y deja de holgazanear.
Cerré el vínculo, bloqueando cualquier intrusión, antes de que tuviera oportunidad de responder. Aceleré los últimos metros mientras las grandes puertas se abrían y mi motocicleta atravesaba el portal; sentí la magia de las deidades bañándome en ese segundo donde la barrera acaricio mi alma, dándome la bienvenida.
Estaba en casa.
Mi alivio fue leve mientras la realidad de mi situación volvía a hacerme frente, debía ir con los altos jefes y decirles que había fallado en mi misión.
Maldita, maldita sea.
Decidí que bien podría darme un baño antes de tener que enfrentarme a la furia de mis superiores. La cobardía nada tenía que ver con mi decisión. Por supuesto.
Dejé que las calientes aguas bañaran mi piel, suspirando cuando los músculos rígidos por el largo viaje se relajaron al fin. Apoyé mi cabeza en el borde liso de la roca detrás de mí, dejando que mi mirada vagara por los altos techos tallados. Eran pasada la medianoche; los baños estaban vacíos y disfrute de este pequeño milagro. El estanque permanecía caliente por la magia, y aunque podía encender las luces preferí mantenerme en las penumbras por si alguien decidía hacer un viaje tardío a la zona de lavado.
Sentí su presencia antes de que tocara el agua, sonriendo a mi pesar.
—Te oí a una milla de distancia —susurré roncamente.
El agua se alteró cuando su cuerpo rompió la superficie, segundos más tarde sentí el roce febril de su carne contra la mía, mi cuerpo se estremeció en contra de mi voluntad.
—Quería asegurarme que estabas bien —dijo antes de sentir sus labios acariciando mi hombro.
—¿Y eso no podía esperar a que tu turno en las puertas terminara? —o a que estuviera vestida.
Murmuró algo ininteligible contra el hueco de mi hombro, sus manos apoderándose de mis caderas, pegándome a la fría roca detrás de mí mientras se instalaba en mi contra.
—Le pagué a Harry para que me cubriera quince minutos —dijo deslizando una de sus manos por las leves ondulaciones de mi vientre, la anticipación me invadió —pensé que me necesitarías aquí.
Sonreí, alzando mis manos hasta los rizos de su nuca, enredando mis dedos en ellos. No podía notar su color en esta penumbra, pero podía visualizar los hilos dorados, brillando incandescentes con cada rayo de luz.
—¿Quince minutos serán suficientes para ti?
Esta vez, sentí su sonrisa engreída en la comisura de mi boca.
—Me tomará sólo cinco, cariño. Te abrazaré los diez restantes.
Su boca se tragó mi risa mientras su mano, al fin, llegaba a su destino en la unión de mis piernas. Alcé una, envolviéndola alrededor de su grueso muslo; dándole espacio para explorar. Sus dedos no tardaron mucho en ponerme suave y cálida en esa zona; me conocía bien. Pero yo lo conocía mejor.
Arrastré mis uñas por los músculos de su espalda, clavándolas en el tenso globo de su trasero; sonreí cuando lo sentí estremecerse en mi contra. Mordí su labio inferior y al fin dejó de contenerse. Ya no era cuidadoso, ya no éramos amables; un frenesí entusiasta nos consumió mientras se adentraba en mi interior y nos movíamos en perfecta sincronía ensayada, salpicando riachuelos fuera de la piscina.
—¿Lo sincronizaste? —pregunté, saciada después de nuestra actividad reciente.
Casi pude escuchar su sonrisa, su mano apartó mimosamente los cabellos pegados a mi frente.
—Tienes diez minutos para abrazarme todo lo que quieras, cariño —dijo Mason, envolviendo sus fuertes brazos a mi alrededor.
Fingí fastidio mientras me desenredaba, pero sólo le tomó otro minuto acercarme nuevamente, esta vez lo dejé mientras apoyaba mi cabeza en su pecho y suspiraba.
—Lo sabía —dijo orgulloso, sus labios rozando mi frente; esperé en silencio a que continuara —. Realmente me extrañaste.
Pensé en ahogarlo en las tibias aguas, pero me tomaría demasiada energía que mejor reservaba para enfrentarme a los jefes. Como si sintiera el rumbo de mis pensamientos, añadió.
—¿Fue demasiado tarde?
Sabía a lo que se refería, ¿el hechicero la había matado? Irónicamente eso hubiera sido mejor aceptado que lo que tenía para reportar.
—Ella está bien —al menos lo esperaba, Londres bien podría ser la Comic-con de hechiceros de toda UK, había demasiados de ellos sueltos por ahí, en busca de su próxima presa —. Maté a dos, pero la chica huyó antes de que pudiera explicarle lo que sucedía.
Eso era todavía peor, no sólo había perdido a la médium, sino que también se había escapado antes de que pudiera explicarle lo que sucedía y cómo su vida corría peligro. Probablemente había una pobre chica traumatizada recorriendo las bulliciosas calles ahora mismo. Hice una mueca con esa imagen.
Mason acarició mi brazo, dándome apoyo, aunque dudaba que sirviera ante la inminente reunión con el concejo. Estaba jodida, y ambos lo sabíamos.
El concejo era un grupo selecto de personajes importantes dentro de la Academia, todos ellos escupidos por la más prestigiosa élite mágica de Europa, algunos incluso pertenecían a la realeza humana, aunque los mismos humanos lo ignoraran.
Doce asientos se alineaban frente a mí, uno al lado del otro, en una larga mesa. Todos estaban ocupados. Sobre ellos, de los altos muros de piedra, colgaba un tapiz de hilos dorados, el escudo de la Academia bordado en el centro; una espada y una rosa entrecruzadas.
Los doce rostros me observaban impasibles, me mantuve firme, aunque sabía que sólo mis ojos eran visibles para ellos. Mi velo estaba de vuelta en su lugar. Noté como los labios del conde Wentworth se fruncían, pero lo ignoré. El hombre creía que ocultaba mi rostro debido a principios religiosos, y yo no me molesté en negar sus creencias.
Afortunadamente, fue Sarah Fairfax quien tomó la palabra.
—Marin Blackthorn, te encuentras ante tu concejo para reportar los resultados de tu reciente misión.
Una sonrisa burlona reemplazó la mueca del conde y deseé poder borrarla a golpes. Sabía cuál era el objeto de su burla.
Yo era una Blackthorn.
Contrario a lo que se creería, llevar el nombre de la prestigiosa academia no era razón de orgullo, no. Era una sentencia. Cualquiera que escuchara mi nombre sólo pensaría una cosa: bastarda.
No es que los demás caminantes no fueran bastardos de las deidades, todos lo éramos. Nacidos de la unión de dioses y humanos, condenados por nuestra herencia a servir a nuestros creadores, siempre siendo sus siervos leales. Pero, quizás aludiendo a una generosidad que no sentían, las deidades concedían el incomparable honor de otorgarle su nombre a su descendencia.
Nadie me había reconocido a mí.
Encontraron mi cuerpo en las puertas de un convento, al borde de morir a causa de una fuerte tormenta; las monjas me adoptaron y me nombraron Marin, diciendo que llegué del mar con la lluvia, pero ellas no tenían el derecho de darme un apellido y no lo hicieron. Así que cuando la academia me encontró, yo seguía siendo una don nadie. Ninguna deidad se alzó y me reclamó, nadie me dio el honor de llevar su nombre. Por lo que me marcaron con el nombre Blackthorn, que bien podría traducirse como “hija de nadie”.
Me enfrenté a la mirada de la señorita Fairfax.
—Así es. Encontré a la médium en la ciudad de Londres, dos hechiceros, asumo que eran principiantes, la habían encontrado y la emboscaron en un callejón. Iban a matarla por lo que los eliminé.
Fairfax asintió con aprobación, los bordes de su boca arrugándose en repugnancia ante la mención de los hechiceros, no me relajé porque sabía que lo que venía ahora sería difícil. Sería peor.
Esta vez, fue Thomas Mahun quien habló.
—¿Y la médium? ¿por qué no está contigo ahora mismo?
Un silencio expectante siguió a la profunda voz del caminante de alto rango. Me negué a flaquear mientras me encontraba con los ojos de plomo del hijo de las tormentas.
—Ella escapó mientras me encargaba de los hechiceros.
El bullicio comenzó tan pronto la última palabra abandonó mis labios, me mantuve en silencio observando como el concejo se indignaba y despotricaba en mi dirección, sabía que esto sucedería; había fallado en mi misión y tenía que pagar por mi falla.
La voz de Fairfax se alzó sobre el tumulto, la médium volvió su atención a mí, ya no había orgullo silencioso en su expresión.
—Estamos preocupados por ti, Marin —el deseo de alzar las cejas incrédula era fuerte, pero me obligué a permanecer impasible —, no es tu primer error. Estamos al tanto de que aún no te comprometes a jurar lealtad, y ya transcurrió un año desde tu acto. Todos tus compañeros juraron lealtad entonces, sin embargo, entendimos que necesitabas un poco más de tiempo —sus ojos vagaron por la tela negra ocultando mi rostro —fuimos generosos y te concedimos una prórroga. Pero nuestra generosidad se acaba, y tu tiempo para jurar lealtad, también.
Jurar lealtad, donde además me marcarían con fuego. Quise enseñarles mi rostro, gritarles que no necesitaba ninguna otra marca. Mi cuerpo ya estaba marcado, no tenía deseos de marcar mi alma también.
Tampoco respondí ante su afirmación de que todos mis compañeros habían jurado lealtad hace un año, porque no era verdad. Pero sabía que ellos no hablarían de ellos, sabía que yo tampoco debería pensarlos. El rostro sonriente y pecoso de Gretta apareció en mi mente, ella no sonreía cuando la sacaban a rastras del gran salón.
Ante mi silencio, Fairfax continuó, esta vez dotando su voz de un falso timbre conciliador.
—Hemos considerado tu situación, y el concejo llegó a la conclusión de alejarte de las misiones individuales hasta que tu juramento se haya pactado —me tensé ante sus palabras, sin esas misiones estaría encerrada aquí para siempre, como una prisionera —mientras tanto, te asignamos a una nueva unidad grupal; estarás en el equipo asignado al caminante Alec Nuvis, seguirás sus órdenes y al terminar la misión, juraras tu lealtad.
No podía importarme menos lo que estuviera diciendo Fairfax porque en ese momento las puertas detrás de mí se abrieron y alguien entró; no tuve que girarme para saber de quién se trataba.
Alec Nuvis. Hijo del dios del fuego.
Lo sentí deteniéndose a mi lado, su brazo casi rozándome, me mantuve tensa como una cuerda a punto de estallar, todavía negándome a reconocer su presencia. La mirada de Fairfax brilló con algo muy parecido a la admiración mientras se desviaba hacia el recién llegado.
—Alec Nuvis, hemos asignado a la señorita Marin Blackthorn a tu equipo, estará bajo tus órdenes en esta misión, la última antes de su acto, ¿estás de acuerdo en instruirla con los principios de la Academia Blackthorn?
Sabía que sólo lo preguntaba por mera teatralidad, nadie podía negarse a los deseos del concejo. Sin embargo, todavía me estremecí cuando su voz inundó la habitación.
—Acepto mi tarea con honor, no defraudaré a mi Academia.
Sentí su mirada sobre mí y, en contra de mi buen juicio, alcé mis ojos al encuentro con los suyos.
Llamas doradas y brillantes me devolvieron la mirada. Entonces, volvió a hablar, esta vez sólo para mí.
—Bienvenida a mi tropa, Blackthorn.
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