El Rey Johan, quien pasaría a la historia por su crueldad, su locura y por ser el rey con el reinado más corto, llegó al trono a los veinticinco años.
Johan se casó con Lady Judith, hija del Conde Mounthbain, y en menos de un año la reina dio a luz al príncipe Drew.
Lejos de estar feliz por su hijo recién nacido, el Rey Johan se sintió disgustado. Al principio no entendía bien la razón, pero más tarde se daría cuenta: Johan era tan inseguro de sí mismo que no quería ni aceptaba a su hijo, porque lo veía como aquel que ocuparía su lugar, como su reemplazante, y eso no le gustaba.
A pesar de esto, el pequeño Drew creció de manera espléndida hasta cumplir cinco años. Pero Drew no tenía idea de que durante esos años su padre había albergado pensamientos de lastimarlo, y no tardó en llevarlos a cabo.
El Rey llamó por primera vez a su hijo y le pidió que recitara los pasajes del libro sagrado del Dios Único. Era imposible que un niño de cinco años pudiera recitar tales pasajes.
Aun sabiendo esto, cuando el niño no fue capaz de responderle adecuadamente, el Rey Johan lo disciplinó de manera violenta.
Evidentemente, la reina se quejó, pero las mujeres prácticamente no tenían ningún poder en el Reino de Castilla, y menos ante el rey. A pesar de ser la madre, no pudo hacer nada.
Tres años después, una noticia increíble llegó a oídos de los nobles, la iglesia y el pueblo entero: el príncipe Drew, de apenas ocho años, estaba siendo acusado de planear una rebelión contra su padre, el Rey Johan.
La pena por traición y rebelión no era otra que la muerte, siempre y cuando se probara la culpabilidad del acusado o de los acusados.
De alguna forma, el Rey Johan llevó a su hijo ante la corte, donde probó que el pequeño, junto a otros nobles, planeaba su asesinato para que él ocupara el trono.
A los ocho años, Drew de Castilla y muchos otros nobles fueron acusados de traición, condenados y ejecutados.
Aquel suceso conmocionó a todo el reino, que nunca había visto algo igual. Aun después de probarse el supuesto intento de rebelión, la gente encontraba difícil creer que un niño hubiera hecho tal cosa. El hecho de que su propio padre lo condenara a muerte fue demasiado impactante.
La noticia de que su hijo sería ejecutado volvió loca a la reina, quien, al mismo tiempo que su hijo era despojado de la vida, se suicidó.
El suicidio de la reina era, incluso, comprensible; ninguna madre soportaría la pérdida de un hijo, y menos cuando fue el propio padre quien lo condenó. ¿De qué manera podría Judith volver a mirar a Johan? Era imposible.
No pasó ni medio año desde la muerte del pequeño Drew y de la reina cuando el Rey volvió a contraer matrimonio, esta vez con Lady Sofía de Astapor, hija del Marqués de Astapor.
Pronto la nueva reina cumplió con su deber y dio a luz a otro varón: el príncipe Aston, nacido en perfectas condiciones, con ojos plateados y cabello del mismo color.
La Reina Sofía pensó que esta vez sería diferente, que el Rey amaría incondicionalmente al pequeño que ella trajo al mundo. Pero también se equivocó.
El Rey no miró de forma diferente a Aston de como había mirado a Drew. De hecho, podría decirse que esta vez no ocultó su desprecio por el niño.
Y la vida del pequeño Aston fue aún más corta que la de Drew. La forma en que murió denotaba la locura del Rey.
El Rey ordenó al pequeño Aston, de apenas cinco años, que participara en el torneo de caza que se celebraba en honor al cumpleaños del monarca, y le exigió que, como regalo, le trajera la bestia más imponente que pudiera encontrarse.
Nadie podía contradecir las órdenes del Rey. Aunque le dijeron que era una locura y que la vida del niño estaba en riesgo; aunque la reina se arrojó a sus pies y suplicó desesperadamente que cancelara su orden o que, al menos, permitiera que ella fuera en su lugar, el Rey actuó como si no escuchara nada y mantuvo firme su decisión.
El resultado de enviar al pequeño príncipe a un bosque donde habitaban animales y bestias peligrosas fue desastroso. Aston fue atacado y gravemente herido por la bestia que su padre le ordenó cazar, y aunque lo sacaron con vida del bosque, cinco días después murió debido a la gravedad de sus heridas.
La Reina Sofía enloqueció por el dolor, y su familia pidió el divorcio, llevándola de regreso a Astapor, donde vivió el resto de sus días sin volver a aparecer en la corte.
De nuevo, no habían pasado seis meses cuando el Rey volvió a casarse, esta vez con Lady Olivia de Borgia. Pero en este punto, Johan ya había perdido cualquier hilo de cordura que le quedara.
Día tras día, el Rey despertaba escuchando voces en su cabeza que le decían que su hijo no nacido aún le quitaría el trono. Entonces, lo que el Rey hizo superó cualquier atrocidad conocida.
La Reina Olivia creía que el Rey estaba muy enamorado de ella y que estaba feliz por el hijo que esperaban, ya que Johan le dedicaba mucho tiempo y la atendía con dedicación. Parecía sobreprotector, comían juntos y no permitía que le dieran nada a la reina que no viniera de su cocina.
Pero lo que el Rey realmente hacía era envenenar a su esposa embarazada. Día a día aumentaba la dosis, y la Reina pronto comenzó a sufrir los efectos del veneno.
Una noche, mientras cenaban, la Reina cayó al suelo con un fuerte dolor y comenzó a desangrarse bajo la atenta mirada del Rey, quien había ordenado que todos abandonaran el comedor real. Observó cómo su esposa y el hijo que llevaba en su vientre morían.
Para entonces, en Castilla ya todos sabían que el Rey no estaba cuerdo y que todas las muertes de sus hijos y esposas se debían a él.
Los nobles, temerosos de que sus hijas fueran las siguientes víctimas, acudieron a la iglesia y rogaron que interviniera.
La iglesia tomó cartas en el asunto y eligió una nueva esposa para el Rey, con la promesa de que, una vez que la reina concibiera un hijo, protegerían a ella y al bebé.
Elena de Braganza, la hija del Marqués de Braganza, una joven de apenas dieciocho años, fue casada con un Rey de cuarenta. La familia Braganza no estaba de acuerdo, pero la iglesia utilizó su poder para doblegar la voluntad de los Braganza.
Elena fue la única mujer a la que el Rey amó, quizás por su dulzura, su personalidad tranquila y su amabilidad. Sin mencionar su belleza, con su cabello rubio y ojos verdes.
Pero la locura del Rey era más fuerte que su amor por ella. Cuando supo que Elena estaba embarazada, su actitud hacia ella cambió. Pero algo inesperado ocurrió.
El Rey cayó enfermo de manera repentina, aquejado por un mal desconocido. Aunque estaba postrado en su lecho de muerte, seguía gritando que su hijo debía morir, culpándolo de su condición.
Como prometió, la iglesia protegió a Elena hasta que dio a luz. Sin embargo, nadie, ni siquiera la iglesia, pudo prever lo que sucedería.
El mismo día en que Elena dio a luz fue el día en que el Rey Johan murió, y no solo él; Elena también falleció poco después del parto.
El Papa de ese momento, presente durante el nacimiento, tomó una decisión que cambiaría el curso de la historia.
Elena había dado a luz a una hija. Pero al Reino no le servía una hija, sino un hijo, o al menos eso creía el Papa Benedicto. Entonces, el Reino entero se enteró de la noticia: el Rey había muerto, pero al mismo tiempo había nacido su sucesor.
—¡Alexander de Castilla, el nuevo rey es Alexander de Castilla!— fue el anuncio que se escuchó por todo el reino.
El Papa, quien se encargaría de la crianza del recién nacido, hizo creer a todos que Alexandra era en realidad Alexander.
El fin del reinado de Johan fue un alivio, pero dejó una gran incertidumbre en el reino. ¿Cómo podría mantenerse estable un reino cuyo gobernante era un recién nacido?
Muchos problemas surgieron a partir de entonces, y las soluciones fueron poco comunes, incompletas o simplemente momentáneas.
En la madrugada, en el palacio de la Reina, podían escucharse los quejidos de una mujer. Era Elena, la Reina, que estaba en trabajo de parto.
El Papa Benedic fue informado de ello y rápidamente partió de la Santa Sede hacia el Palacio Real.
Con la Reina Elena estaban solo dos criadas de extrema confianza. Esto era para evitar que alguien actuara en nombre del Rey y pudiera hacer daño al recién nacido. Las mujeres eran doncellas que vinieron con ella desde el Marquesado de Braganza y eran las únicas que asistían a la Reina en su parto.
En el palacio del Rey, se vivía un ambiente desconcertante. El Rey había colapsado por completo esa madrugada; la fiebre había subido tanto que deliraba, gritando:
— ¡Maten a ese demonio! ¡Es por su culpa! ¡Es por su culpa! ¡Codicia mi trono antes de salir del vientre de su madre!
Los gritos agónicos del Rey se fueron apagando mientras perdía las fuerzas.
En el palacio de la Reina, las doncellas comenzaron a notar que algo no estaba bien. La Reina estaba tardando demasiado en dar a luz y perdía la conciencia a cada instante. En cualquier momento, tanto la Reina como el bebé podían morir.
Una de las doncellas se acercó hasta el oído de la Reina, tomó su mano y le dijo:
— Majestad, usted puede. Haga un último esfuerzo, y podrá ver el hermoso rostro de su bebé, podrá cargarlo, podrá escucharlo. Pero para eso debe hacer un último esfuerzo.
Elena pareció entender lo que la criada le decía, y con sus últimas fuerzas, dio a luz.
La doncella que recibió al bebé sonrió ampliamente al ver que el recién nacido estaba en perfectas condiciones, pero al darse cuenta de que era una niña, no supo cómo reaccionar.
— Majestad, es una... niña —dijo la doncella mientras acercaba al bebé a la Reina, quien sonrió con alivio, pero al mismo tiempo se veía muy débil.
La doncella colocó a la niña, medio envuelta en un paño, al lado de la Reina, que no podía ni siquiera levantar la cabeza.
La Reina giró hacia la pequeña, y con una sonrisa de alivio y lágrimas en los ojos, pronunció las únicas palabras que su hija escucharía de ella:
— Una niña... gracias a Dios que es una niña. No sabes cuánto le pedí a Dios que fueras una niña. "Si es una niña, vivirá", pensé. Y le pedí a Dios que fueras una niña. Él cumplió. Te permitió vivir. Entonces, vive, mi pequeña Alexandra.
Con esas últimas palabras y una suave sonrisa en su rostro, Elena cerró los ojos para no volver a abrirlos.
Cuando las doncellas se dieron cuenta de que la Reina estaba muriendo, una de ellas salió corriendo en busca de un médico, pero en el camino se encontró con el Papa, que le impidió hacerlo.
— Es la voluntad de Dios —dijo el Papa, haciendo que la doncella regresara con él.
Al acercarse a la habitación de la Reina, el Papa pudo escuchar un llanto persistente.
La doncella no le había mencionado al Papa el sexo del recién nacido hasta que llegaron a la habitación.
— Es una niña... —dijo la doncella mientras miraba el cuerpo inmóvil de la Reina y a la recién nacida.
— Alexandra... la Reina la nombró Alexandra —añadió.
El Papa permaneció inmóvil, observando tanto a la Reina como a la pequeña sin decir nada, hasta que alguien golpeó frenéticamente la puerta de la habitación.
Una de las doncellas fue a abrir y se encontró con un caballero de la Guardia Real, quien le dio una noticia que la hizo perder el equilibrio. Trastabilló hacia atrás y miró al Papa con una enorme angustia en el rostro. Con voz temblorosa, informó:
— Su Majestad... el Rey ha fallecido.
Solo entonces la expresión tranquila del Papa se perturbó. Caminó hacia la Reina, a quien también se le había escapado la vida, y tomó al pequeño bulto que estaba a su lado.
El pequeño se retorcía y lloraba, como si sintiera que acababa de quedar huérfano.
El Papa la observó detenidamente; su cabello, aunque aún era poco, era de un plateado brillante, y sus ojos también.
— Tú eres... el Rey Alexander —dijo el Papa.
— ¿Rey? Su Santidad, le he dicho que es una niña... —respondió la doncella.
La mirada escalofriante del Papa se posó sobre la doncella, quien tembló de miedo. Instintivamente agachó la cabeza y se disculpó.
— Lo lamento, Su Santidad, por hablar sin que me lo haya ordenado...
El Papa ordenó a las dos doncellas que levantaran la cara y les dijo:
— La Reina Elena dio a luz a Alexander de Castilla, futuro Rey de Castilla, y ustedes dos lo cuidarán por un tiempo. ¿Entendido?
— ¡Sí, Su Santidad! —respondieron las doncellas.
Las mujeres comprendieron de inmediato lo que estaba ocurriendo. Para un reino como Castilla, donde solo los hombres heredaban títulos, y donde acababan de perder al Rey y la Reina al mismo tiempo, una niña solo traería más problemas.
Si el pueblo y los nobles creían que había nacido un niño, estarían conformes, pues el simple hecho de ser varón no cuestionaría sus capacidades para ocupar el trono. Además, habría menos incertidumbre en cuanto al gobierno, ya que los hombres siempre habían gobernado.
Al amanecer, la noticia de la muerte del Rey Johan y la Reina Elena sacudió a todo el reino. Pero la noticia del nacimiento de un heredero brindó cierta calma.
El Papa no permitió que nadie, aparte de las doncellas que asistieron a la Reina en el parto, tuviera contacto con la recién nacida. Esto, al menos, hasta que se llevara a cabo una reunión de emergencia con los nobles.
Un mes después del nacimiento de Alexandra, la capital se llenó de nobles que llegaban de todo el reino para la gran reunión. Sin embargo, el Papa, que en ese momento tenía mayor autoridad que incluso los duques, redujo la gran reunión a una mesa de debate conformada por diez personas: cuatro duques, cuatro marqueses y dos condes. Entre ellos se encontraba Aryan de Braganza, hermano de la difunta Reina Elena.
Por horas, las puertas de la oficina del Rey permanecieron cerradas. En la plaza frente al Palacio Real, miles de personas se reunieron, esperando saber qué ocurría.
Cuando los últimos rayos de sol iluminaban Castilla, las personas vieron abrirse las puertas del balcón del Rey.
El Papa Benedic salió al balcón, y aunque estaba a lo lejos, la multitud notó que llevaba algo en brazos.
Al llegar al borde del balcón, el Papa alzó por encima de él el pequeño bulto que cargaba, revelando que era un bebé. El cabello plateado del bebé lo hizo reconocible de inmediato.
El Papa habló fuertemente al pueblo:
— ¡He aquí el niño que nació siendo rey! ¡Alexander de Castilla! ¡Rey de Castilla! ¡Nuestro único rayo de esperanza!
Al ver al pequeño Rey, el pueblo recuperó la esperanza de que Castilla saldría adelante, todo bajo las mentiras del Papa.
En la mesa de reunión, por un lado estaban los que pensaban que el recién nacido no podía ser nombrado rey, los que querían hacerse cargo de él, y los que deseaban tomar el poder de la corona con la excusa de ocupar ese lugar hasta que el pequeño rey fuera capaz de manejarlo por sí solo. Irónicamente, además del papa, que escuchaba el debate en silencio, la otra persona que no dijo una sola palabra fue el marqués de Braganza, tío del recién nacido.
En la mesa, los que debatían trataban de elevar su tono de voz, uno más que otro, como si eso validara sus argumentos.
Los hombres hablaban como si fueran la máxima autoridad, olvidando la presencia del papa, que los observaba y escuchaba con atención.
El debate se había prolongado demasiado a los ojos del papa, y no había escuchado nada convincente.
El papa habló, provocando un silencio sepulcral en la mesa de debate. Solo entonces, los hombres recordaron que quien tenía más autoridad en ese momento era él.
Las miradas de los hombres se dirigieron al que ocupaba el lugar principal, con su característica sotana de un blanco puro, su cabello castaño que ya estaba perdiendo color por la edad, y sus intensos ojos negros. El papa habló.
—Desde que entramos en esta mesa de debate, no he escuchado a nadie articular una oración con sentido... y me sorprende. Me sorprende que personalidades como ustedes estén siendo tan incoherentes en este momento.
El papa, que siempre mostraba un rostro amable y suave, ahora se veía serio y dominante. Su cambio de actitud denotaba la gravedad del asunto.
El duque Osier Justine, quien gobernaba grandes tierras al este de la capital y poseía minas de diversos metales utilizados en la creación de armaduras, espadas y escudos, tenía un pensamiento crudo y expuso sin reparos su postura.
—Siempre he admirado a su santidad por la forma en que ha llevado a la iglesia, siempre correcta y tomando decisiones en base al bien común. Sin duda, es un digno representante de nuestro Dios, pero... ahora me temo que el juicio de su santidad está errado. ¿De qué forma cree que un niño en el trono es una buena idea? Lo mejor es que alguien capacitado ocupe ese lugar definitivamente, y tal vez por fin...
—¿Por fin qué, duque? —interrumpió el papa—. ¿Y a quién propone para ocupar ese lugar? ¿Cuando se refiere a alguien adecuado, habla de usted? Recuerde, duque, que aunque no lo diga en voz alta, nuestro Señor conoce incluso sus pensamientos más oscuros. Así que replantee qué está mal en ellos... Y hay algo que todos parecen olvidar: la familia Castilla es diferente a nosotros, fueron bendecidos con la gracia de Dios y elegidos para guiarnos.
—Es así —replicó el duque Osier—. Qué ironía. Tan bien nos han guiado que uno de ellos es conocido como un hombre sin escrúpulos, que asesinó a su propia sangre y debilitó al reino, arrastrándolo con su locura.
—¿Y las acciones del rey son culpa de este niño? —dijo el papa, elevando la voz—. Nadie defendería las atrocidades del rey, pero nosotros no podemos juzgarlo, ya que estamos por debajo de él. Así como Dios ve lo que hay en nuestros corazones, no es diferente con la familia real. El rey actuó de mala forma, y lo pagó. Y, duque, usted sabe por qué la sangre de Castilla debe permanecer en el trono. Todos lo sabemos, así que me parece estúpido discutir sobre la ocupación del trono. Nadie sabe cuándo se desatará la gran guerra, y si este niño será quien guiará al ejército santo. Nadie lo sabe, solo nuestro Dios... Entonces, solo los que tengan esa sangre pueden ocupar el trono.
Las palabras del papa eran claras. Daba a entender que el rey Joshua murió como castigo de Dios por sus actos, y que su muerte no fue tranquila: el rey sufrió y agonizó durante mucho tiempo, lo que parecía, en efecto, un castigo divino.
El duque Osier intentaba proponer la destitución completa de la familia real y su reemplazo, pero eso no era posible. Había una profecía en Castilla que decía que, un día, el mundo intentaría rebelarse contra el Dios verdadero, y solo aquel guerrero que portara la sangre bendecida por Él podría detenerlos y someterlos. Por eso, la iglesia había tolerado tantas de las acciones del rey Joshua.
—Entonces, su santidad —intervino el conde Karman—, ¿cuál es el propósito de esta reunión, si usted ya sabía que la ocupación del trono era algo indiscutible?
—Claro que hay otro propósito —respondió el papa—. Ustedes, lores, deberán encargarse de los asuntos de estado hasta que el rey sea capaz de hacerlo. Aunque solo yo podré firmar con el sello real.
—El sello real redobla su poder, santidad —interrumpió el marqués de Casares—. No quiero creer que está siendo tentado por la miseria de los instintos terrenales...
—Nadie está libre de ser juzgado —replicó el papa, sin alterarse—. Puede que a sus ojos me vea así, pero yo seré el tutor de su majestad Alexander...
—¿Alexander? —dijeron todos a la vez.
—Sí, Alexander es como lo nombró su majestad, la reina. ¿Qué le parece, marqués de Braganza? Alexander, que significa "defensor de los hombres", es un buen nombre para un rey. Su majestad Elena, a pesar de su juventud, era sabia.
El joven marqués de Braganza miró al papa con ojos llenos de enojo, y sin dudarlo dijo:
—Si mi hermana fuera sabia, no hubiera dado a luz al que la mató. No tengo nada más que decir. Cumpliré con mi obligación.
Después de una larga charla en la que se ajustaron los detalles del rol que cumpliría cada uno, el papa procedió a salir con "Alexander" en brazos para presentarlo al pueblo como su nuevo rey.
El papa mostró por unos minutos al recién nacido y regresó. Alexander de Castilla nació siendo rey, y a falta de sus padres, la máxima autoridad de la iglesia se hizo cargo de él.
La confirmación de un consejo real, formado por las diez personas más influyentes del imperio y el líder de la iglesia, pareció traer tranquilidad a Castilla, al menos durante cinco años fue así.
Sin embargo, un rumor corría por el reino y era repetido a viva voz: el pequeño rey Alexander estaba enfermo o era tan feo que por eso debía usar una máscara.
En realidad, nadie había visto al joven rey, solo el papa y las dos doncellas que estaban a su cuidado.
—Es por su seguridad —dijo el papa en un comunicado para calmar al pueblo.
Pero la agitación no cesaba, y la curiosidad del pueblo, junto con la impaciencia de los nobles que exigían ver al rey, continuaba. Incluso el consejo real presionó al papa para que mostrara al pequeño, lo que lo obligó a presentar por primera vez al joven rey.
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