-La señorita Paola Márquez-, me anunció Janeth, mi secretaria, delante del directorio. Todos me miraron con las caras ajadas, los rostros fruncidos y la ira pincelada en sus pupilas. Destilaban rabia.
Yo estaba vestida toda de oscuro. Me había puesto un sastre elegante y sutil, una blusa entallada, una minifalda, pantimedias y zapatos abiertos con taco 14. Se me veía enorme. Llevaba un maletín y lentes oscuros. Me había hecho la permanente con mi pelo y llené mis dedos de anillos. Un medallón de oro colgaba en mi pecho, emancipado por la tensión del momento. Estaba nerviosa, además.
Entré a la reunión taconeando los zapatos, a paso lento y muy segura de mí misma, la boca estrujada y me aseguré, por coquetería, que me miraran las piernas. Todos menearon la cabeza siguiendo mis caderas.
Cuando llegué a la cabeza la mesa, puse el maletín en la mesa y me saqué los lentes. Miré a todos los accionistas, a los directores y los gerentes que no dejaban de contemplarme, desde la raíz de los pelos hasta el dedo gordo del pie. En realidad, a ninguno le hacía gracia que tomara el mando de la compañía. Me miraban enfurecidos. Sus alientos pedantes cortaban en rodajas el ambiente. Me odiaban, no me querían y hubieran deseado que uno de ellos tomara las riendas en vez de la hija de Adalberto Márquez. No era difícil deletrear sus exhalaciones llenas de ira y desilusión a la vez.
Mi papá me enseñó siempre a ser orgullosa pero no altanera, destacar pero no atacar y ser justa pero no tolerante. A ellos les disgustaba, entonces, que una advenediza petulante, con ínfulas de poder, se empinara delante de ellos, quizás como una fantasma. Pero a mí me gustaba toda esa tensión y la ira de ellos.
Me senté en la silla, dejé el maletín sobre la mesa y crucé las piernas. Jugué un rato con mi lengua pasándola entre mis labios. Todos estaban incómodos. Pensaban que el éxito de El Destello era por ellos y no por mi padre, que yo les debía la fortuna familiar por sus logros, pero no era cierto. Era al revés. Ellos vivieron a costillas de la empresa, aprovechándose de la amistad y confianza hipócrita que le daban a mi papá y él, siempre caritativo, humano, los dejó robar, incluso bajo sus propias narices. Por eso yo los detestaba a todos.
-Hay mucho zángano en esta empresa, fui diciendo, mi padre era una persona condescendiente, buena, y por eso permitió que ustedes lo sangraran como sanguijuelas. Lamento informarles que yo soy diferente-
Nadie dijo nada. Cada uno se pensaba leal y que no sería, siquiera, tocado. Sin embargo, yo ya había revisado los files de cada uno de los accionistas, directores y gerentes. Sabía quién era bueno y quién malo, lo que podrían hacer, incluso sus confabulaciones y hasta los clanes que habían dentro de la empresa. Todo.
Abrí mi maleta y saqué un tablet. Se lo mostré a todos. -Aquí están los que se van y los que se quedan. Mi secretaria les pasará el e-mail a los que no me sirven y espero no verlos más en mi vida-, subrayé. Recién hubo bufidos, caras largas, cejas arrugadas y bocas estrujadas. Eché a reír.
-No saben cuánto me encanta la adrenalina-, dije, mientras mi corazón bombeaba de prisa en mi pecho viendo la furia dibujada en sus ojos.
El desafío recién había empezado.
*****
Era una ventana alta, aupada en una pared angosta y rodeada de árboles frondosos. Delante había una pequeña cerca y más allá una alambrada que rodeaba los arbustos. La luz era tenue pero un foco muy amarillento rodeaba la esquina. Un perro dormitaba bajo una pila de maderas, en el jardín. Había un columpio quieto, una pelota de plástico y una piscina desmontable, vacía, llena de polvo y hojas secas. Miré a todos lados y mordí mis labios. Era el momento propicio.
Me hice un moño con el pelo y colgué el morral en mis hombros. Así fui de puntitas hacia la cerca. El problema era el perro. Debía ser cauta, precisa, grácil como una garza. Me subí sigilosamente y pude colgarme entre los arbustos, tratando que no rechinen. Después me columpié al árbol y logré agazaparme en uno de sus brazos. En mi canguro llevaba un desarmador. Repté de espaldas y me acerqué a la ventana. Allí estaba la aldaba mal clavada como ya lo suponía. Fue fácil, entonces abrirla.
Miré hacia abajo, el perro seguía dormitando apaciblemente, achinando sus ojos, seguramente soñando en un delicioso hueso o quizás la perrita cocker del vecino.
Abrí la ventana con cuidado. Y así de espaldas, avancé usando mis codos como remos, hasta que pude meter, primero la espalda, luego las caderas y finalmente mis pies, hasta quedar en el cuarto. Estaba demasiado oscuro. Avancé con mucho cuidado, afinando mis ojos para ver en las sombras. Ya estoy acostumbrado a eso. También deslizarme en las puntas de los pies, dejando los talones alzados, como si llevara tacos invisibles. Por eso se me es fácil.
Había estudiado bien la casa. Sabía que las joyas estaban en la cómoda del patrón. Él, Richard Watkins, el segundo mayor accionista de la empresa de mi padre, pero también el que más desfalcó las arcas de El Destello, había salido con la señora a una fiesta y en la casa estaban los empleados de la casa, durmiendo. Al menor ruido, no tendría escape.
Empujé la puerta con las yemas de los dedos y seguí hacia el mueble. Con el desarmador logré abrir uno de los cajones y allí estaban los cofrecitos con las joyas. Rápidamente los eché al morral y luego cerré el cajón.
El camino de regreso fue más fácil. Seguí mis huellas hasta el árbol, pero cuando llegué a su brazo, echada boca arriba, justo pasó una ambulancia ululando sus sirenas. Eso despertó al perro.
Me quedé quieta, sin respirar, sin mover un músculo, sin pestañear siquiera. Volví a morder los labios (siempre lo hago cuando estoy asustada) y sentí bombear a prisa mi corazón, acelerando los latidos.
Luego de un rato, otra vez, el silencio se apoderó de la esquina. Sin embargo el perro tardó en dormirse otra vez. Fue una agonía. Cada segundo se me hizo una eternidad y sentía mi boca seca, la sangre chapoteando incesante en mis venas y un feo friecito se me subió por entre las piernas. De remate, en el piso de abajo se encendió una luz. A los pocos instantes, volvió a apagarse.
Luego de un buen rato, volví a culebrearme del árbol y con el mismo sigilo con que entré, me deslicé hasta detrás de la cerca y arrastrándome me fui alejando hasta la vereda de enfrente. Recién, entonces, solté el aliento.
La mañana siguiente, en la puerta de la comandancia de la policía, había un paquetito, bien envuelto, con un listoncito rosado y una nota escueta que decía, " investiguen procedencia africana, con cariño: fantasma".
Eran las joyas que me había robado la noche anterior.
La policía, entonces, indagó sobre aquellas joyas y descubrió que habían sido trasladadas en contrabando desde Sudáfrica, por ese inescrupuloso millonario, y que eran en realidad propiedad de Wolfang Weber, un gran amigo de mi madre y que tenía en gran consideración y que había sido robado y hasta golpeado por los malandrines pagados por Watkins.
Él se había apropiado de una verdadera fortuna de El Destello para satisfacer sus placeres ocultos. La policía jamás pudo demostrarle nada y mi padre lo aceptó, siempre a regañadientes. Sus desfalcos eran cuantiosos y tenía la complicidad de importantes gerentes de la empresa.
-Me voy a vengar de ti-, me dijo cuando lo eché de la empresa.
-Has robado a la empresa y al amigo de mi madre-, lo encaré.
-No puedes probar eso-, me retó.
Ahora la policía lo tenía detenido y toda su fortuna, había sido devuelta a El Destello.
*****
-El fantasma vuelve a atacar-, leí en el diario. Estaba en primera plana. Me detuve frente al quiosco cuando fui a comprar el pan. Rodolfo, mi seguridad personal, me vigilaba de lejos, sin perderme detalle. Me había puesto una camiseta blanca y un short muy cortito. Solté mi pelo y me puse zapatillas. Los chicos no dejaban de mirarme. Me gusta mucho cuando lo hacen.
-Insólito: Misterioso ladrón entró a casa y se lleva cuantiosa fortuna en joyas y se descubre que millonario los introdujo de manera ilegal desde Sudáfrica. Fantasma hizo el trabajo de los policías. Ahora el empresario está tras las rejas-, decía la noticia. Sonreí, saqué y mordí mi legua y luego me fui, moviendo mi cintura toda coqueta, a comprar el pan.
*****
¿Por qué lo hice? No sé. Yo me considero una justiciera por afición antes que por necesidad. Me encanta la adrenalina. A otras personas les gusta la velocidad, el póquer, lo deportes extremos o la caza furtiva, pero a mí me gusta vivir, siempre, al filo del peligro y enfrentar a bandidos poderosos y malvados. Ignoro por qué. Creo que es mi propia forma de ser, romper esquemas, ser diferente, retar al miedo y demostrarme, a mí misma, que todo lo puedo. Y nada mejor que ser una vengadora, porque a esa valentía combina sensualidad. Nada más sexy que ser una súper heroína que escala paredes para entrar a un edificio. Desde pequeña admiré a la Gatúbela, la enemiga acérrima de Batman, y mientras otras chicas soñaban en convertirse en doctoras o ingenieras, yo fantaseaba con vestirme de negro, usar antifaz, y jamás ser descubierta.
Al morir mi padre heredé el Grupo El Destello. Hacemos de todo. Desde correas, zapatos, carteras, hasta cruceros y flota de yates. El prestigio de El Destello ha traspasado fronteras y exportamos a casi un centenar de países. Lo que mi papá empezó como un sencillo zapatero remendón, se convirtió, en apenas un par de décadas después, en una gigantesca empresa con cinco millares de empleados, facturando, anualmente, millones de dólares.
Ya llevo seis años al mando de ese gigante. Yo era aún una chiquilla, apenas, cuando mi padre enfermó. Una grave dolencia lo fue calcinando por dentro, hasta hacerlo crónico e irreversible. Me pidió que fuera profesional porque tarde o temprano yo tendría que tomar las riendas del negocio. -Tú eres en quien más confío, Paola, me suplicó, todo será tuyo dentro de poco, debes estar preparada-
Mi padre tuvo una larga agonía, pero siempre se empino al castigo, no se rindió jamás y batalló contra la enfermedad y seguir engrandecimiento al Grupo El Destello hasta lograr un descomunal éxito. Pero ya no pudo más. Falleció en mis brazos una mañana de otoño, reiterándome que yo debía seguir sus pasos y rogándome que no lo defraudara.
Nadie me conocía en el directorio, tampoco. Nunca iba por más que me rogaba mi padre. Yo prefería ir a bailar con mis amigas, correr olas en El Silencio o meterme a la cama con Anthony, mi primer enamorado. Él me llevaba a las estrellas con sus besos y caricias y no necesitaba más en la vida. Pero, de repente, de un momento a otro, con el deceso de mi padre, mi existencia cambió para siempre.
Ya había terminado la carrera de administración de empresas en la universidad, hice una maestría de negocios internacionales y me doctoré en manejo de negocios. Estaba lista para el desafío.
Ver morir a mi padre en mis propios brazos, sin embargo, fue una aterradora experiencia para mí. Pensaba que él jamás se iría de mi lado. Era mi hombre de acero, mi héroe, el Superman que me cuidaba desde niña, el John Wayne pendiente de que no me pasara nada. Y entonces lo creí inmortal. El golpe de verlo sin aliento, tumbado en mis brazos, exánime y sin vida me hizo, quizás, más atrevida, desafiante y audaz, para no defraudarlo.
*****
Mamani, el secretario del sindicato de obreros, fue otro de los que eché de la empresa. Era el segundo en importancia en la representación de los trabajadores. El principal era Marco Alonso, pero Mamani había fraccionado al personal y logró nombrarse, con la anuencia del directorio, la cabeza visible de los obreros. A mí no debía importarme eso, pero mi secretaria, Janeth, me puso en autos de todo. A ella la conocía mucho porque iba muchas veces a la casa a hablar con mi padre de la marcha del conglomerado. Tiene mi edad y nos hicimos, desde el comienzo, buenas amigas, contándonos cuitas y chismes. Por eso, se quedó en sus puesto cuando asumí las riendas de El Destello. Y es más, la nombré supervisora general de la sociedad, pero ella se quedó, para siempre, como mi secretaria personal.
-Mamami es un hombre ambicioso, cruel, abusivo, incluso he escuchado que cobra cupos a los obreros-, me advirtió mostrándome el organigrama del consorcio.
Hablé con muchos obreros y me contaron lo mismo. Que Mamani imponía rifas, polladas, incluso solicitaba pagos para poder filtrar hojas de vida, con logros falsos, a recomendados y así lograr que recursos humanos los contratase y consolidar su poder desde adentro, del corazón de la empresa.
No dudé ni un minuto. Le bajé el dedo de inmediato.
Lo vi enfurecido, echando relámpagos por los ojos, cuando la señorita González (ya era casada y con hijos pero siempre señorita fue para nosotros) ordenó al personal de seguridad lo escoltara hacia la salida de la fábrica de pinturas donde ese sujeto tenía su búnker.
-¡Me las vas a pagar, mala!-, me amenazó mostrándome los puños.
Con él se fueron un centenar de sus secuaces. Al quedarse acéfalo el sindicato de obreros, unifiqué los gremios en uno solo, que quedó al mando de Marco Alonso, que se hizo, entonces, secretario general de los trabajadores o como yo les llamaba siempre, colaboradores.
-Cuídese mucho de ese sujeto, es un tipo cruel y despiadado-, me advirtió la señorita González.
Lo miré por la ventana haciendo gestos obscenos. -No es más que un pobre diablo-, le respondí sin darle mayor importancia.
Se multiplicaron las amenazas. No solo de Mamani y su mafia, sino de los otros empresarios que integraban el directorio y a quienes boté a patadas. Era gente poderosa, de muchos recursos económicos y que manejaban otras empresas, sin embargo preferían sangrar a El Destello porque el consorcio navegaba en un mar de dinero. Mi padre fue condescendiente con ellos, ya que al fin y al cabo, todos los negocios del conglomerado eran rentables y dejaban demasiadas ganancias. Jamás conocimos de pérdidas. Mi madre, incluso, amplió los horizontes en Europa y tras el deceso de papá se fue con mi hermana a Alemania para dirigir los negocios en el viejo mundo, huyéndole al inmenso dolor que le provocó la partida de quien fue lo que más amó en este mundo.
Janeth, mi secretaria, me mostraba las cartas escritas en sangre, amenazando con hacerme polvo, cajas con excrementos y hasta con ratas muertas. Yo me reía, balanceándome en mi silla giratoria.
-Eso me gusta-, decía divertida. Ya les he dicho cómo me encanta la adrenalina.
Es que no solo despedí a los empresarios que formaban la cúpula de mando de El Destello, sino que les entablé juicio por desfalco y aprovechamiento ilícito. En contabilidad encontré forados enormes, robos sistemáticos y hasta evidentes delitos de colusión y organización criminal. Robaban a manos llenas, a espaldas de mi padre.
Nombré contador general a mi primo Gerd, el hijo del tío Helmut, y él descubrió no solo forados, sino abismos sin fondo de robos, cuitas, fraudes, engaños y todo tipo de delito habido y por haber.
Fueron cincuenta accionistas a los que despedí y además les quité hasta el último centavo, ganándole los juicios, arruinándoles sus empresas, gracias a que el personal de seguridad, de mucha confianza de mi padre, amigos incluso de infancia, tenía videos grabados de sus robos descarados.
-¡Morirás, perra!-, gritaban cuando todos eran llevados esposados a la cárcel
Pocos se salvaron de ir a prisión. A Willy Carpio, Mauro León, Kevin Douglas, Uwe Overtah y Luis Valenciano les comprobaron sus delitos pero el juez solo los sentenció con cárcel suspendida por cuatro años. Pagaron fortunas considerables por daños y perjuicios a El Destello y juraron matarme.
-Nadie, ni tu padre, se atrevió a tanto-, me dijo mi seguridad personal, Rodolfo.
Yo me reía, coqueta y sexy, restándole importancia a las amenazas.
La purga y la limpieza en la empresa continuó. En una semana salieron de El Destello 623 funcionarios de todas las áreas porque habían confabulado en esos robos sistemáticos, facilitando los desfalcos y haciéndose de la vista gorda. Casi todos terminaron sus días en la cárcel.
Pero también perdoné a muchísimos. Recuerdo a un señor de edad, de bigotes canos que se encargaba de logística en el astillero que tenemos en el Callao. Había inflado recibos y facturas, según descubrió Gerd.
-Mi esposa se contagió de Covid al comienzo de la pandemia y me pedían 400 dólares por un balón de oxígeno-, lloró a gritos delante de mi oficina.
-No te preocupes, Jeremías, le dije, a Dios gracias tu esposa salió bien. Vuelve a tu trabajo y cuando necesites algo, me pides-
Cuando salió, Janeth se molestó conmigo.
-Cometió un grave delito, se aprovechó de la empresa-, me dijo seria, cruzando los brazos, tamborileando uno de sus pies en el piso.
-Sí, lo sé, pero estoy segura que no volverá hacerlo-, reí chupando mi lapicero.
No me equivoqué. Jeremías ha ganado, ya, cinco años seguidos el título de mejor empleado del año, galardón que empecé a entregar apenas asumí el mando del Grupo, evaluando a todos los trabajadores, los casi 8 mil, que laboran en El Destello.
*****
El capitán Elías Robledo arrugó su boca cuando le informaron que las joyas robadas por el fantasma habían sido entregadas a la policía y se había descubierto que la víctima del peculiar hurto era, en realidad, un audaz traficante de diamantes. -Las dejó en nuestras propias narices con una nota. Estaba escrita en computadora. Ya la tienen los peritos, ojalá encontremos huellas o algo que nos ayude-, le detalló el teniente Méndez.
Robledo prendió un cigarrillo. -Analicen el mensaje, el tipo de letras, el papel, el listoncito también, la bolsa, todo, no dejen nada sin que pase bajo la lupa-, ordenó echando largas balotas de humo. Miró a Méndez con ironía.
-¿Quién puede ser este sujeto? O es un imbécil o está jugando con nosotros-, dijo arrugando su boca.
-Seguramente se arrepintió o se alucina el justiciero vengador-, especuló Méndez.
-No. No es eso, es alguien que está empecinado en dejarnos en ridículo-, masculló él con enfado.
*****
El primer intento por asesinarme, fue de un tal Piedrahita. Era el jefe de logística en una de las fábricas. Robaba a sus anchas en la empresa, incluso con el mayor descaro y vivía a cuerpo de rey, gracias a todo lo que desfalcaba en contabilidad. Cuando entré, repentinamente, a su oficina, encontré lujos extremos desde un refrigerador, aire acondicionado de alta gama, alfombra persa, macetas con platas exóticas y cortinas elegantes. Eso me llenó de ira.
-Tu oficina es mejor que la de muchos gerentes-, le dije paseándome frente a él, mirando todos esos gastos superfluos.
-Me gusta estar cómodo-, me dijo encendiendo un habano.
-Pero a la empresa no le gusta pagar para que tú estés cómodo-, lo enrostré.
-No puedes echarme, soy tu empleado más valioso-, me desafió.
Sonreí. -Muchachos-, dije y entró el personal de seguridad. Lo tomaron de los brazos a Piedrahita, recogieron sus cosas personales y lo sacaron para siempre de El Destello.
Piedrahita tuvo el descaro de hacernos juicio y Gerd demostró que había desfalcado a la empresa por casi un millón de dólares. Perdió su casa, su carro, sus ahorros y hasta la ropa que tenía puesta, para cumplir con la indemnización a mi empresa.
Furioso me esperó cerca a mi casa y cuando me dirigía hacia la oficina, en la camioneta, abrió fuego con una UZI, ametrallando las puertas. Pero mi vehículo es blindado. Las balas rebotaban en el acero y Piedrahita quedó aún más furioso. Intentó romper los vidrios con su arma, hasta que llegó la policía y lo llevó detenido.
Fue condenado a 35 años de prisión por intento de homicidio, pero a los quince días se ahorcó, por no soportar la humillación de estar metido en un calabozo después de haber vivido mejor que un jeque.
Después, otro sujeto, un tal Malásquez, que fue despedido también al comprobarse que inflaba las facturas para su beneficio personal, intentó atacarme en la tribuna de socios del hipódromo, armando de un machete enorme, pero Rodolfo, mi seguridad personal, logró derribarlo antes que pudiera asestarme algún golpe. Vencido, corrió hacia el filo de las graderías y se lanzó de cabeza al pavimento, muriendo en el acto.
Otro tipo que cobraba cupos a los obreros, ardió como bonzo al querer lanzarme una bomba molotov y un sujeto estalló en mil pedazos preparando una bomba casera que pretendía enviarme de regalo en una caja de bombones.
-Se ha hecho muy odiosa, señorita Márquez-, me dijo Janeth mientras comíamos un delicioso chifa en la oficina.
-Pensaban que jamás se les acabaría las gollerías-, sonreí.
Janeth limpió su boca con una servilleta. -Después que usted pasó el e-mail dando la prerrogativa de que aquellos que tienen la conciencia cochina mejor renuncien antes de ir a la cárcel, presentaron su dimisión mil 345 personas-, sonrió con la mirada.
Me dio risa. -Corrieron igual que las cucarachas-, dije y brindamos con la limonada que mi secretaria había preparado.
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