El estrecho de Bering había sido el territorio argelino que compartía más extensión de fronteras con Karmin, por lo que una vez que el reino lo perdió, pasó a ser un nuevo territorio karminense aunque estuviera bajo dominio del imperio de Azuri. Por muchos años, el rey Anatole intentó en vano recuperarlo después del fracaso tan vergonzoso que sufrió su primo Alfonso al defender la frontera, pero todo fue en vano.
Cuando conoció a la esposa de su mejor amigo y general del ejército, la cual era una maga experta en materialización, sintió una pizca de esperanza. Podrían al fin tener poder sobre Azuri; no obstante, no sabía qué sentir en ese momento. Estaba tranquilo, ya que el primer monarca y el dios Aión también lo estaban apoyando, pero cada día recibía reportes de los abusos cometidos a las personas que quedaron dentro del estrecho y no pudieron retornar a Argeli.
Cerró con fuerza sus ojos, mientras estaba sentado frente al mapa de su reino. Una gran zona roja estaba resaltada en este, que era todo el territorio perdido y que estaba sufriendo por el déspota del emperador Aberlado I. No sabía que hacer, el dolor de cabeza lo agobiaba constantemente.
—De todos mis descendientes, tú has sido el que más frunce el ceño—escuchó la voz del monarca de repente.
—Yo, Anatole...—intentó reverenciar al primer rey de Argeli, pero un fuerte mareo se lo impidió
—No te preocupes, niño. No tienes que tener ningún protocolo conmigo y más en la situación en la que te encuentras—sintió pena por el estado tan demacrado de Anatole—sígueme, quiero presentarte a alguien.
Caminó hasta un espejo dorado que se ubicaba en una de las esquinas del despacho y al tocarlo le influyó una gran cantidad de energía mágica, convirtiéndolo así en un portal unidireccional para conectar a dos personas únicamente, sin importar en que lugar estaban.
—¿Qué tanto sabes sobre la muerte de Aletheia?—preguntó mientras ambos caminaban por un sendero en un bosque oscuro.
—La antigua diosa Aletheia, una de las líderes de la liga universal, murió junto con la antigua paladín en un modo de detener el avance del dios Ápate y darle tiempo a que los sobrevivientes de la invasión de Azuri dejaran Karmin en un arca rumbo a otro mundo—la respondió sin entender a donde iba la conversación.
—Hace mucho tiempo, antes de que el alma de Aletheia se fuera para iniciar su ciclo de purificación, nos comentó una vieja profecía—paró hasta llegar a un pequeño claro, donde se podía observar la luna y alzó su mano a esta, como intentando tocarla—para un dios, la muerte es distinta que para un humano. Somos seres primigenios encargados de llevar vida y muerte a cada rincón del universo, de transformar la materia en todo ser vivo que habita en cada mundo. Por eso nuestras almas pasan a un clico de purificación donde se nos juzga, si cumplimos nuestra tarea en pro de esa misión se nos retornaría o "reencarnaría" pero de lo contrario seríamos enviados a un "inframundo" que sería una especie de infierno para ustedes.
Las palabras de su antepasado lo sacaron un poco de onda, hasta ese momento no se había enterado de que un dios también podía reencarnar. Siendo ese el caso, si Ápate lograba encontrar una forma de volver, sería la perdición para todos. Aquello lo llenó de pánico, si Karmin no pudo contra el pueblo que idolatraba ese dios, mucho menos lo haría Argeli.
—La profecía que nos contó Aletheia—habló sacando de su trance al rey—hablaba que dos gemelas nacerían al año de que la última paladín muriera, dos gemelas hijas de un líder de la secta pro Ápate que sería designado por el emperador Abelardo I como terrateniente de un territorio argelino que conquistaría década más tarde.
Caminaron hasta llegar a un campo abierto donde se encontraba una casa en llamas y varias personas luchando, mientras que unos combatían otros se alejaban con niños en brazos hasta unas carrozas ubicadas detrás de una barrera. En el centro de la batalla pudo ubicar al capitán Akitson, uno de los líderes azurianos que tenían control del estrecho de Bering. Sin embargo, el hombre se encontraba luchando con una joven mujer la cual solo podía distinguir su largo cabello rosa platinado.
—Mientras que la menor de las gemelas se casaría con un general argelino y daría a luz a la reencarnación de la última paladín—escuchaba cada palabra sin dejar de observar el movimiento casi maestro que tenía la joven por encima del experimentado capitán, que con cada golpe lo dejaba más y más aturdido—la mayor iniciaría una guerra civil para destruir la secta pro Ápate, ya que al ser su reencarnación poseería el poder para hacer retroceder a un ejército completo.
La mujer aventó contra un árbol al capitán quién ya no podía seguir huyendo, este al observar como su verdugo se acercaba sin compasión con su espada desenvainada comenzó a reírse.
—Debí haber obligado a mi hermano a convertirte en mi esposa, por más niña sacerdotisa que fueras—intentaba lastimar a la joven frente suyo, en un intento de al menos morir con una victoria.
—¿Cuántas veces tengo que decirles que con los niños no se meten?—apunto su espada en contra del corazón del hombre—así sea que tenga que ver al mundo arder, pero ese hombre que llamas "Mi padre" irá al infierno junto contigo.
Anatole observó como la chica atravesaba sin piedad el pecho del capitán hasta dejarlo sin vida. El primer monarca le indicó que se acercasen hasta el lugar, cosa que hizo pero lleno de nerviosismo. Desde que había visto a esa chica algo le obligaba a mantener su mirada en ella. El semblante de esa mujer se mantenía intacto, por más que detrás de ella una casa entera se estuviera incendiando.
—Hemos llegado—se detuvieron unos cuantos pasos delante de ella, haciendo que el rostro de la joven lo mirara.
En todos sus años como príncipe y rey, múltiples mujeres se le habían presentado delante de él como futura candidata a reina. No lo iba a negar, él ya había estado con muchas. Era un hombre y necesitaba desahogarse; sin embargo, con la guerra contra Azuri no quería desposar a nadie hasta haberla acabado. Pero esa mujer, de cabello rosa y ojos azules como el zafiro, había captado más su atención que un impulso por tenerla comenzó a agobiarlo.
—Rey Anatole, le presento a la hermana mayor de la duquesa de Leticia—la mujer se acercó más hasta él—lady Clara Minrok, hija del líder de la secta del viento escarlata y reencarnación de la diosa Aletheia. Y su futura esposa.
Las palabras del primer monarca lo sacaron de base de manera muy fuerte, tanto que perdió el equilibrio. Si ya de por sí estaba anonadado por la revelación de que delante de él se encontraba la misma diosa Aletheia reencarnada, ¿Ahora resultaba que sería su esposa?
—Ya veo porque de todos los reyes, es el que más te agrada—dijo Clara con una sonrisa—no se asuste, mi rey. La razón por la que necesitamos que usted se case conmigo es por cuestiones políticas, debido a mi origen muchas de las personas que quiero como mis aliadas no confían en mí. Pero, si la hija que ha iniciado una guerra contra su padre se casa con el mayor de sus enemigos, allí si me apoyarían.
—¿Por qué no le dice que usted es la reencarnación de la diosa?—preguntó con una mezcla de incertidumbre, palidez y vergüenza.
La chica con una sonrisa agarró una de las mejillas del rey y comenzó a acariciarlo mientras se mordía los labios. La cara del monarca, quién debía mantenerse estoica ante todo, era un poema frente a ella. Una mezcla de dulzura, vergüenza, incertidumbre, palidez y sonrojo estaba pintado su rostro. Con todos los hombres con los que había estado, este era el más sincero y tierno que se le mostraba frente suyo. Al haber crecido y visto cosas tan oscuras, ese rey era como un pequeño bálsamo que curaba un poco todo el peso que tenía que llevar desde eones.
"Me gusta este hombre, lo quiero"
dijo en sus pensamientos para comunicarse con el primer monarca, a lo que este solo se limitó a suspirar antes de responderle:
"Procura no pasarte con él, de todos los reyes de Argeli es quién tiene el alma más pura. Es mi descendiente más querido, así que ten cuidado"
Respondió el primer monarca muy serio, sabía que la experiencia de esa chica superaría por montones a su único descendiente con vida, pese a que físicamente este le doblara la edad a esta.
—Digamos que por ciertas razones he decidido mantener mi identidad oculta—llevó sus dedos a los labios del rey para luego apartarse de él—puede tomarme como concubina o reina, no me importa. Lo que necesito es el apoyo de su nombre y usted necesita mi poder para recuperar el estrecho de Bering, entonces ¿Se convertirá en mi esposo?
Esa misma noche, en medio de un fuerte incendió, el rey le extendió su mano a Clara a modo de acuerdo. La chica sonrió sin apartar su vista del monarca, haciendo que este se sonrojara aún más. Era un poco gracioso para ella, cualquiera pensaría que quien fuese realmente la parte sumisa de la relación fuera él, pese a ser un hombre de casi cuarenta años de edad. Frente a ella, que estaba por cumplir sus 21 años, poseía una fuerza interna producto de su longeva existencia.
—En unos días iré a su palacio para nuestra boda—se acercó a su oído con el fin de molestarlo un poco, sentía mucho gozo al ver la dulzura y vergüenza desbordar de ese hombre—no está de más decirle que nadie, ni siquiera los duques de Leticia o su madre, la reina madre, debe enterarse de mi verdadera identidad.
Anatole asintió con nerviosismo mientras la chica susurraba varias palabras en su oído, quería tenerla, pero ese no era el momento apropiado y su preocupación por la guerra lo mortificaba a niveles que era un milagro que su cuerpo sintiera atracción más allá del cansancio por el estrés acumulado.
—Bueno, mi futuro esposo—dijo antes de marcharse a los carruajes—debo ir con mis compañeros, al ser la líder de la guerra civil se volverían locos si me voy por mucho tiempo.
El primer monarca frunció muy molesto el ceño, mientras intentaba calmarse masajeando sus sienes. Apenas si había podido mantener lucido a Anatole, quién se caía del cansancio, ahora debía ayudarlo a volver debido a que había quedado muy débil frente a la fuerte presencia de Aletheia. Desde que había vuelto de la muerte y reencarnado en el cuerpo de Clara, la antigua diosa que antes se caracterizaba por su seriedad ahora se había vuelto muy descarada y sin pudor alguno.
Llevó de regreso a Anatole al punto exacto del bosque, ubicado en terrenos del estrecho de Bering, para llevarlo de regreso a su palacio por medio del espejo. Ese sería su transporte principal que comunicaría la capital de Argeli, Lumina, con el terreno conquistado por Azuri. Dicho medio solo podía ser usado como por él, Anatole y Aletheia, así que se quedaba tranquilo al dejar solo ese objeto.
Una vez llegaron a su despacho, el rey no pudo más y se terminó desmayando por el cansancio. Con cuidado lo dejó en el sofá y lo arropó, mientras miraba con preocupación a su descendiente.
—Solo espero que este matrimonio sirva—tragó duro ante ese hecho—necesitamos terminar de una vez por toda esta maldita guerra y evitar que la historia de Karmin se repita en Argeli.
El primer monarca estaba tan metido en sus pensamientos, que duró varios minutos observando al rey Anatole dormir. Había prometido a su esposa, la primera reina de Argeli, proteger su linaje. Al ser un dios, todos sus descendientes heredarían capacidades excepcionales, pero Anatole era la excepción. No solo había nacido sin raíz mágica, por lo que no era un mago, sino que no había heredado su lado semidivino.
Acarició un poco el cabello de Anatole, como si de una madre se tratase. De no haber sido porque siempre se destacó por su inteligencia y nobleza, ya le hubieran hecho un golpe de estado. Para sus adentros esperaba que también su matrimonio con Aletheia, ahora Clara, le aumentara un poco su estatus.
Se alejó del rey y apagó cada vela del despacho, para que pudiera dormir tranquilo y se fue del lugar de manera silenciosa.
Clara, quién se manejaba con la seguridad que su divinidad le aportaba, caminó dando pequeños saltitos mientras silbaba una pequeña melodía. Frente suyo se encontraba un puente que esa misma noche sería utilizado por su tío para transportar a los niños que había secuestrado para ser usados como esclavos.
Sin dejar de silbar, movía su cabeza de un lado a otro mientras observaba a lo lejos como varios carruajes se acercaban. Estos, al ver que había gente esperando en el otro lado del punto, se detuvieron de inmediato. Del carruaje principal un apuesto hombre, de casi treinta años de edad, bajó con seguridad. Sus ojos, del mismo color que los de ella, solo eran un maldito recordatorio de cuál había sido su origen como humana.
—¿Qué opinas?—preguntó con una sonrisa, alzando un poco su voz—nada mal para ser tu hija, te he ganado hasta en velocidad.
La risa de la chica molestaba cada vez más al hombre, el cual intentó atravesarla materializando varias estacas de hielo, pero de inmediato esta contrarrestó su ataque con esferas de fuego que no solo las derritieron, sino que lastimaron a varios de sus hombres.
—Sabes bien que tenemos la bendición del dios Ápate—respondió con autoridad—ningún humano, ni siquiera tú, será capaz de ir en contra de su voluntad. Es mejor que te rindas, este intento de guerra civil no llegará a ningún lado.
—¡JA,JA,JA!—se retorció de la risa, mientras alzaba las manos que resplandecían con un brillo carmesí—de verdad tengo que aplaudir su comedia, ¿En serio creyó que me daría miedo un dios muerto?—del fondo del río ramas que crecieron y destruyeron el puente, empezando a formar un muro entre ambos lados—recuerde mi promesa, aquella que le dije cuando era una niña: será mi propia mano la que lo lleve al infierno. Este mundo se librará del dominio de los dioses y sobre todo del miserable de Ápate. Recuerde que fue una humana la que lo mató la primera vez.
Con un aplauso aceleró el crecimiento de las ramas, mientras mantenía fija la mirada en el rostro de su padre, quién no la dejaba de ver amenazante. Aquel cruce de miradas solo era una amenaza más, de las múltiples que se habían dado, desde que inició su ataque contra su tiranía cuando tenía siete años.
Con paso decido, ensilló su caballo y se dirigió con sus hombres al refugio, alcanzando a los carruaje que transportaban a los niños que no dejaban de llorar. Al escucharlo solo hizo que su ira aumentara, pero respiró intentando calmarse. Esta segunda oportunidad que su padre, su verdadero progenitor, el único creador de todo el universo y los mundos dentro de él, le había dado, la usaría para cambiar las cosas.
No solo debía hacer que el bebé de su hermana, la reencarnación del único humano con el poder de derrotar a Ápate, tuviera entrenamiento temprano y se preparase para su destino, sino que debía usar su matrimonio político con el rey de Argeli para detener el avance del imperio de Azuri, quién avanzaba en pro del dios muerto, no solo para librar el estrecho de Bering, sino evitar que conquistara el resto del continente.
Apretó las riendas con fuerza, haciendo que el caballo acelerara. Pequeños recuerdos de su última batalla, al lado de la antigua paladín, invadían sin piedad su mente. Sobre todo, el monstruoso poder que tenía Ápate y que la llevó a morir. Como diosa de la verdad oculta, líder de la liga universal, teniendo a su disposición varias divinidades que estaban de acuerdo con liberar a la humanidad de la tiranía de los dioses malvados, incluyendo Ápate, le cortaría la cabeza al emperador de Azuri, aun si eso implicara morir por segunda vez.
Llegó hasta una ciudad oculta entre varias montañas, con acceso a un lago, que anteriormente se llamaba chechillia, pero que había sido bautizada como Refugio. Ese lugar estaba lleno de miles de sobrevivientes de la guerra, muchos de ellos huérfanos que perdieron a sus padres a manos del déspota de su padre. Cabalgó hasta el centro de la ciudad, donde se ubicaba la entrada de la clínica.
—Levanten su rostro—gritó una vez se bajó del caballo, mientras varios padres abrazaban con tristeza a sus hijos demacrados y otros eran atendidos por varias elfas enfermeras que serían figuras maternas para los otros infantes que habían perdido para siempre a sus familias—quién debe agachar la cabeza en señal de perdón es el desgraciado de Nerón. Ustedes no tuvieron la culpa, son víctimas que merecen volver a levantarse.
Todos, hasta las elfas y los soldados, se calmaron un poco ante las palabras de su líder. Tenían miedo y tristeza, pero sabían que aquella ciudad sería defendida contra viento y marea, hasta la muerte, por Clara.
La diosa, quién era solo vista como una poderosa sacerdotisa que le había declarado la guerra a su cruel padre, observó como todos poco a poco ingresaban a la clínica. Viendo sus frágiles cuerpos, masacrados hasta el cansancio, no pudo evitar sentir empatía por ellos. En especial por su cuerpo humano, que le hacía sentir la debilidad propia de un mortal. Aquella imagen le hizo recordar a sus antiguos compañeros caídos y la imagen moribunda de su última paladín, una humana que tenía el mismo anhelo que ella: "La libertad".
—Mi señorita—se acercó a ella una anciana, la cual tenía varios rasgos similares a los de ella—¿Está usted bien?
Conmovida por la hora en que la abuelita había salido, pese a ser muy débil, besó su frente con mucha ternura. La ayudó hasta llegar a una pequeña casa e ingresó con ella, agradeciendo de paso la calidez que había dentro. Se sentó en la mesa, luego de quitarse con pesadez sus botas, y tomó un poco del chocolate que la mujer le había preparado.
—Estoy bien, señora Perséfone—sonrió para calmarla un poco—solo estoy un poco cansada, hoy fue una noche muy larga.
Aquella mujer frente suyo era un familiar lejano que había logrado rescatar de las garras de la secta, en una de las tomas que hizo donde destruyó una base muy importante para su padre. La señora Perséfone, en agradecimiento se quedó a su lado para servirle, aunque en realidad ella no le pedía nada. Le gustaba verla vivir en su casa, cobijada y segura, una imagen muy distinta a como la había visto cuando la rescató.
—Me alegra tanto—suspiró con tranquilidad, sin esperar las palabras siguientes de la chica.
—Por cierto, necesito que me ayudes en estos días—la mujer la observó con sorpresa, era la primera vez que le pedía un favor—en un días será mi boda y necesito a alguien que sepa de esas cosas.
Abrió los ojos tan grande que Clara pensó que le estaba dando un infarto, a lo que se puso de inmediato a su lado para asistirla. Sin embargo, cuando vio que solo fue por la sorpresa, se rio un poco por la reacción de Perséfone.
—¿Usted... casarse... con quién?—preguntó sin salir de su asombro.
—¿Tan raro es que me case?—cuestionó un poco irónica.
—Usted es el terror de los hombres—le respondió sin titubear—¿En serio se va a casar?
Clara no pudo aguantar la risa, mientras abrasaba a la sorprendida mujer. La dulzura del rey Anatole y la incredulidad de Perséfone le habían hecho olvidar un poco el amargo que sentía por dentro debido a su cruda realidad.
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