Valeria.
La rutina no siempre es mala. De hecho, los hábitos son los que en ocasiones dan sentido al más mínimo orden de la realidad. Para ella, la rutina era un mapa que la orientaba, hora a hora y minuto a minuto. A pesar de las noches sin dormir, tecleando frente a la computadora, se despertaba todos los días junto con el primer rayo del sol.
Una mancha de luz blanquecina con tintes de estrella y luna se colaba por las ventanas de la casa. El reloj cantaba las horas en el comedor, y su mirada marrón examinaba el rubí con semillas de corazón que reposaba sobre un líquido espeso y frutal.
Cuando tenía cinco años, solía ponerse los zapatos de su padre y caminar sobre sus piecitos disfrazados de piloto recién egresado. Era una actividad que realizaba siempre que podía. No sabía por qué, pero le daba calma sentirse en ellos. De todos los recuerdos de su infancia, los zapatos grandes en sus pies blancos e inocentes eran los que más amaba.
El reloj cantaba las horas en el comedor, tic-tac, sonaban las manecillas rojas sobre fondo blanco. Tic-tac, y las maletas de su padre se cerraban como un relámpago atroz que le rompía el corazón. Tic-tac, sólo el áspero engranaje que deslizaba la saeta del tiempo, el viaje de última hora que volvía a romper lo incontrolable de su indómito autocontrol.
Valeria miraba la manzana con detenimiento absoluto, como si estuviera tomando fotografías mentales de la fruta que estaba dispuesta a comerse. Cuando comía, masticaba con calma y de vez en cuando arrugaba la nariz tiernamente. Su madre la miró desconcertada. Ambas sabían la preocupación que dominaba el ambiente de la cocina, ambas lo sabían porque era una preocupación mutua que las perseguía desde hace meses.
Según los psicólogos, o los que se hacen llamar así, existe una época del ser humano moderno, justo antes de terminar la educación universitaria en la que se define la personalidad del hombre. En esta crisis de vida, cae sobre la espalda un balde de agua fría, una primera y eterna preocupación que los adultos llaman el mundo real. En este trágico episodio de la vida, los jóvenes que soñaban comerse al mundo se dan cuenta de que el mundo como lo concebían es una ilusión que jamás ha existido. En este mundo marginal, lo fantástico rompe en el hiperrealismo, el drama en la fragilidad de lo absurdo y la felicidad en la oscuridad más cruel y despiadada. En esta nueva y fría verdad, los títulos universitarios en los que se invirtió tanto tiempo y dinero, sirven poco (o nada) para enfrentar una cuestión tan básica como vivir.
Valeria sonreía con un destello inocente, típico de las niñas de su edad, pero con un sabor amargo de preocupación e incertidumbre, disfrazado de felicidad absoluta. Valeria le hablaba a su madre de un trabajo de medio tiempo en el extranjero y de una maestría que prometía algo, aunque no sabía exactamente qué era, pero la universidad aseguraba que era algo bueno. Valeria se imaginaba rodeada de amor verdadero, amigos y familia. Se veía a sí misma como una empresaria exitosa o una bailarina famosa, disfrutando de lujosas comodidades que tanto quería, pero que no podría costear con los sueldos actuales del mercado laboral. Afortunadamente, su habilidad con los idiomas podría ser la clave para construir el mundo que deseaba.
Mientras tanto, la madre de Valeria se ocupaba de sus labores cotidianas, preguntándole a qué hora entraría a la escuela, si comería en casa y si llegaría temprano. Valeria asintió y recordó que su hermano vendría de visita. Su amor compartido por las películas, a menudo ayudaba a aliviar el dolor de la partida de su piloto.
Esa misma noche, Valeria tuvo un sueño muy extraño en el que caminaba desnuda sobre una cuerda floja hecha de boyas amarillas.
Alejandro.
En Querétaro el invierno es contradictorio. Hay veces en las que el calor se vuelve realmente insoportable, especialmente después del mediodía cuando las manecillas del reloj se mofan de los ciudadanos hambrientos y enervados por la aplastante canícula del sol. Cuando esto sucede, los vendedores salen a las calles con su repertorio impreso en un material plastificado.
«Tenemos enchiladas, agua de jamaica y agua de horchata. ¡Pásenle! ¡Pásenle!»
En Epigmenio González los estudiantes caminan en un éxodo durante su descanso. Los ejecutivos, los que usan corbatas rojas y las oficinistas de los centros comerciales, corren apresurados para no llegar tarde al trabajo.
En medio de todo ese caos, los trabajadores de las cafeterías no dejan de hacer sus labores, irónica y estúpida realidad en la que el descanso de unos se convierte en la jornada laboral de otros.
Inmersos en el tumulto del cruce de peatones y los pitidos agudos, estaban Lucía y Alejandro, ambos callados dentro de esas pintorescas casas que se visten como fondas por las tardes.
La mujer de dedos finos y ojos color miel observó a su exesposo con suspicacia, mientras que Alejandro se limitaba a mirar en dirección opuesta. Del otro lado, un sonido: un conjunto amorfo de individuos dentro de una masa espesa y gelatinosa, preocupaciones y deberes, tal vez un viejo amigo a quien pagarle el préstamo, y un brillante destello de esperanza. Del otro lado, nada, un país podrido y muerto.
—¿En qué carajos piensas, Alejandro? —le preguntó Lucía.
¿En qué pensaba?
Pensaba en aquel departamento de los años ochenta, en su vecina Sofía y en las salidas exprés al Liverpool de Satélite. Pensaba en Miranda y en su rostro rojizo, sus mejillas rojas y su calvicie prematura. En las primitivas computadoras y en los gritos de las secretarias que se escuchaban cuando entraba al edificio. Pensaba en ellos como un retrato imperfecto, como una película que narraba la historia de un amorío de oposición de clases, un romance de contradicciones semánticas y culturales. Pensaba en su vida meciéndose en un bolígrafo sobre el escritorio de Lucía.
¿Y ahora en qué pensaba?
Las noches en los moteles, los golpes dados contra el muro, el olor a tequila y orines en la ropa. Las reuniones en casa de Montes de Oca hasta las cuatro de la mañana, y el sonido constante de los hielos cayendo sobre los vasos. Pensaba en esa continua vocecilla que le anunciaba el fracaso de su matrimonio, esa voz que le recordaba que el destino no le sonreía al amor entre un vagabundo y una dama. Todos esos pensamientos eran la mezcla perfecta, el sabor adecuado, el condimento necesario para sazonar su tortura en un pasado latente. Pensaba en él, sonriendo fiero como el hierro ardiente en las fundidoras, riendo con aquel par de anteojos de fondo de botella, brillante, imponente y extraordinario.
Lucía alzó la voz.
—¿No me vas a decir nada?
Alejandro volteó la cara de mala gana. Qué rostro tan diferente el de su ex esposa. Hace 30 años era la luz, la inocencia detrás de sus ojos, los besos a escondidas dentro del Volkswagen y la voz de Helena desde la ventana. Tantas cosas que ahora parecían tan lejanas, tan desafortunadas.
—¿Qué quieres que te diga, Lucía?
Los comensales inquietos, miraban el espectáculo pretendiendo no prestar atención. Los dueños del lugar se comunicaban entre ellos con miradas cautelosas.
Lucía colocó el vaso sobre la mesa con desdén.
—¡Carajo!, entiende que esto no se trata de nosotros.
Alejandro soltó una risa fingida.
—¿Mis hijos?, ¿qué quieren?, ¿dinero?
Los ojos de Lucía se iluminaron con rabia, pero no con el tipo de rabia que le da a uno cuando pierde su billetera en el camión. No, sus ojos de rabia reflejaban memorias: los golpes en la cara, el aliento alcohólico antes de una pelea, la ropa rota, la corbata desaliñada después del trato de puta. Aún podía ver a aquel adolescente que le alzaba la mano a su madre para soltarle una bofetada. Aún podía ver a los niños llorando; y a su madre, Helena, abrazando con cariño a sus nietos mientras Alejandro preparaba su arma preferida, el cinturón de cuero de sus trajes finos.
—¡Eres un pendejo! —gritó Lucía.
Los espectadores los miraban.
Alejandro hizo una mueca de asco.
—¿Qué quieres ahora?
Nuevamente las lágrimas, recuerdo de los viejos tiempos, el silencio, cinco minutos o más. Finalmente se rompe el hielo.
—Al, está en la ciudad —dijo su ex esposa mientras se secaba las lágrimas con una servilleta.
El señor Alejandro Legaspi parecía repentinamente nervioso.
—¿Él está en la ciudad?
Esa sonrisa irónica... las cosas después de todo no eran tan diferentes al pasado.
Tal y como solía acontecer en aquellos días, de nuevo aquel sujeto pasaba a convertirse en uno más del montón. Un pobre hombre que terminaba comiendo solo en el restaurante. Claro, ante los ojos del público, Alejandro sólo era una víctima más de una esposa neurótica que no comprendía el importantísimo rol que cumple el hombre dentro de la familia moderna.
Valeria.
La mañana era extraña, el clima se debatía en la ambigüedad de hacer frío o calor. Y en medio de todo ese alboroto estaban ellos, sentados en las mesas de piedra de la universidad. Ricardo estaba detrás de Valeria, abrazándola por la cintura con firmeza. Cecilia; por su parte, hablaba con Valeria mientras navegaba con su laptop.
Moviéndose rápido y como un león que ataca a su presa, el chico dirigió un beso fugaz cerca de la oreja de Valeria. Por desgracia para Ricardo, la joven se apartó al instante.
—Amor, espérate —hizo una pausa—. ¡Bien! La navidad fue en Querétaro y el año nuevo en Guanajuato. ¿Te acuerdas de mi primo Marco?
Cómo olvidarlo, se lo cogió dos veces y se la chupó en el coche.
Cecilia asintió.
Hay veces en que los hombres son estúpidos; y en esta ocasión, Ricardo no fue la excepción. Sin dudarlo ni un poco, el chico volvió a insistir en besar a Valeria.
—Ricardo, espérate.
Esa fue la respuesta de su novia.
Una última oportunidad, una última tentativa; y de nuevo, la negación de la chica.
—¡Ricardo, ya!
Resignado, Ricardo Quintana se alejó de ella. Unos segundos después la miró y le dijo:
—¿Te cuento un secreto?
Cecilia los miraba de reojo. Valeria se aproximó a los labios de Ricardo para escuchar el secreto. Quintana susurró algo ininteligible al oído de su chica y Valeria adquirió un gesto extraño.
—Estás loco, ¿sabes qué?, tengo hambre. Ven, vayamos por algo al Oxxo.
Antes de irse, la chica se volvió hacia Cecilia.
—¿Quieres algo, Ceci?
Caminaron tomados de la mano en dirección a la tienda. El ambiente olía a sueños, a inexperiencia, a decepciones e ineptitud. La papelería se alzaba como una isla en medio de los pasillos abarrotados de estudiantes. Al llegar al muro que separaba los edificios, Ricardo empujó a Valeria contra la pared e intentó besarla una vez más.
—Ricardo, ¿qué te dije?, sabes que me caga eso.
—Ay, estábamos en frente de tu mejor amiga, a ella ni le importa.
—¿Y qué? ahorita no quiero y punto. Además es tu hermana, ¿qué va a pensar?
—Valeria, por el amor de Dios, somos novios.
—Sí, pero no por eso tienes que estarme besando y tocando cuando tú quieras. Odio que me presiones.
—Lo que pasa es que a veces siento que no me quieres.
—¡Ay, por favor!, ¿otra vez con eso?, mira, Ricardo, hay personas que demuestran su afecto de otra manera. Lo sabes, siempre lo supiste. Cuando estábamos quedando siempre querías despedirte de beso y sabías que me incomodaba, pero insistías e insistías. Ya me cansé, me irrita tanto que invadas mi espacio.
¿No conoces todas las formas que tengo para decirte te amo, tontito?
Quintana la miró.
Era en esos momentos en los que recordaba por qué lo había elegido a él de entre todos. Era con él con quien quería estar, con nadie más. Y le gustaba eso, le gustaba la extraña entidad que representaban, esa relación de agua y aceite.
Somos tan diferentes. En el fondo, eso es lo que lo vuelve interesante.
Y mientras pensaba en todo esto, Valeria le regaló a Ricardo el beso más tierno que jamás una mujer le dio a un hombre.
—Je t'aime, ya, no seas tontito.
Ambos sonrieron y continuaron caminando tomados de la mano. Al final era eso lo que importaba, estar juntos y volver a encontrarse como realmente eran.
—Entonces, ¿te cuento un secreto? —dijo Ricardo mientras reía.
—¡Ricardo! —dijo Valeria mientras lo empujaba juguetona.
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