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El Jardín De Las Hortensias Que Lloran

Acto 1: Capítulo Uno

Mi abuela solía contarme aquellas historias, ya sabes, de esas historias que son un legado familiar y que se transmiten en el tiempo; de generación en generación casi sin sufrir cambios porque todo de ellas es precioso y es casi un crimen si se modifican sus líneas. Ella me las solía contar en esos días largos de lluvia, después de ir a buscarme a la escuela y tras una larga caminata bajo aquel colorido paraguas.

Aquella mujer, ya entrada en sus años dorados de experiencia y sabiduría, contaba que entre nuestros ancestros hubo uno que marcó la historia familiar, uno que fué un personaje importante para la época en que había vivido; uno que había sido un importante general en un reino lejano. Esa persona había sido de esos hombres valientes y correctos que siempre son guardados en los libros de historia debido a su honor y su grandeza; él había vivido en esos tiempos de grandes imperios, palacios y monarcas; tiempos de princesas y hermosos poemas dichos a la luna llena.

Mi querida abuela dijo alguna vez que ese hombre había servido a una princesa durante su juventud y su tiempo como reina de aquel lejano pueblo. Me había contado que ella fué de esas mujeres que parecen quedar atesoradas en el tiempo más que en los libros que se escribieron sobre ellas y más en la memoria del pueblo que en los registros reales de lo que queda del palacio.

En concreto, una vez contó que esa joven nació en un día normal pero que con sólo su nacimiento, ese día se volvió uno de festivales y cantos con el paso del tiempo; mi abuela nunca se puso de acuerdo en cómo ella había sido ya que algunas veces me dijo que fué muy hermosa y otras que fue una rareza para la época en que había vivido; yo quiero creer que fué alguien que trajo grandes cambios a su pueblo más allá de la belleza con la que nació. Ya sabes, de esas personas que tienen un corazón inmenso y cálido como el mismo sol; ese sol que aún hoy en día sigue allí brindando su calor al mundo y que seguirá allí aún cuando el último de todos nosotros se vaya a la otra vida.

Quiero creer que fué ese tipo de princesas que cambia la historia y que ese ancestro mío había servido con tal devoción y entrega como para ser recordado también o al menos ser inmortalizado en un viejo libro de historia. Pero no estamos contando su historia, al menos, no por ahora...

Sentía la brisa fresca de la mañana lluviosa acariciar sus mejillas, oía el correr de aquella línea de agua hasta ese estanque donde la lluvia aportaba sus gotas; brillantes hojas de azules hortencias flotaban en el agua pintando aquella escena melancólica donde la mujer recordaba los tiempos viejos. Próximo a ella, había una pequeña mesa donde descansaba un libro y un poco de té para acompañar aquel fresco ambiente; también no muy lejos de ella un hombre aguardaba tranquilo con sus azules ojos contemplaba a la mujer, podia sentir la paz que ella irradiaba; después de todo era la madre de su mundo.

—Mi señora, ¿No debería usted estar en cama?.—preguntó con diversión.

—Es un hermoso día, no quiero que ella se pierda de la última lluvia de invierno.—respondió sin dejar de ver aquel estanque siendo llenado por la lluvia.

—¿Ella?, ¿No te gustaría que fuera un niño?.—volvió a preguntar con curiosidad.

La mujer río suavemente y procedió a acariciar su panza, estaba enorme y no dejaba de pensar en lo bendecida que se sentía.

—Si es un niño o una niña no importa, seré felíz sí nace con buena salud— expresó con sinceridad. —Tendrá un destino muy importante.

El hombre colocó con suavidad aquel abrigo sobre los hombros de su esposa, sonriendo con calidez pensaba en lo que saldría de aquella enorme barriga. Aún recordaba haber recibido la noticia del embarazo de su esposa, a pesar de no ser un hombre emocional, aquella noche sólo pudo llorar de felicidad.

—Entonces, mi señora, no pase frío.—finalizó diciendo.

Su señora esposa, la reina Leticia de los Toros era una mujer serena y de gran amabilidad; una noble que amaba la literatura y a quien no fue fácil conquistar, pero a quien era fácil abrirle su corazón. Tenía la presencia natural de una buena madre y era muy apreciada por los demás niños del palacio, las demás mujeres nobles siempre venían a pedirle consejo sobre la crianza de sus hijos y aunque aún era novata en su rol como madre siempre demostraba estar más que capaz para esa tarea. Su embarazo fué un milagro, más por que ella había nacido con un corazón un poco débil, pero debido a su fortaleza allí estaba cursando los últimos días y esperando con ansias el momento de conocer a quien tanto llevaba esperando.

Esos días fueron tranquilos debido a la lluvia que había cubierto al pueblo, los campos se encontraban un poco silenciosos; el mercado aún recibía a aquellos que buscaban surtir sus despensas y las tabernas estaban rebosantes de vida debido a las bebidas que rápidamente reconfortaban al cuerpo tras un poco de frío. El pueblo vivía en abundancia y eran tiempos de paz entre los reinos, pronto llegaría la primavera y el reino volvería a la vida tan pronto empezaran de nuevo con los trabajos.

Aquél bebé nacería para ver ese mundo en paz que su padre había creado, donde no habían distinciones y sobraba trabajo; la mujer siempre le hablaba a aquella personita en su vientre, le contaba sobre el mundo y lo maravilloso que era, le hablaba de los hermosos paisajes de los campos o de los bosques en otoño y más que nada le hablaba de la difícil tarea que tendría cuando ya fuera un adulto.

"Tendrás que entregarle tu vida al pueblo, más allá de todo dolor o felicidad y vendrá la pena; porque a pesar de ser sólo una estrella más, serás una estrella que cruce el cielo muy pocas veces en la vida."

Los cálidos rayos del sol comenzaban a salir en el horizonte, un enorme árbol de verdes y imponentes hojas se erguía sobre aquél casi infinito campo; con cuidado y delicadeza ambos caminaban hasta aquel lugar que había sido preparado bajo el árbol. El hombre no lo entendía, pero sabía que era una especie de ritual para su esposa; él iba primero guiando el camino, en los brazos de la mujer descansaba una criatura envuelta en unas blancas y abrigadoras mantas. Pronto esa pareja tomó asiento en ese lugar que la mujer días antes había preparado, el hombre solo la miraba y sentía su cuerpo llenarse de una increíble calidez a medida que veía como ella parecía llenarse de vida con sólo realizar aquello.

Tan pronto como la mujer bajo con cuidado a la niña sobre esa manta, un rayo de sol cubrió su cuerpo, la pequeña hasta pareció sonreír todo el tiempo que duró esa luz en su cuerpo, el hombre notó quedándose sin aliento como los ojos de su esposa brillaban cual estrellas en una noche de luna creciente. Sabía que ella estaba felíz.

Comenzó a copiar lo que su esposa hacia, juntando sus manos la oyó decir una plegaria que aún en un murmullo él repitió. Era una plegaria antigua, proveniente del pueblo de la mujer, aquella frase se traducía como que el sol que te dio la vida te guíe a un corazón y una vida serenas.

La vio pronto sucumbir al cansancio y rápidamente la recostó contra su cuerpo, sus ojos a penas se mantenían abiertos y en su rostro había vuelto aquel pálido blanco.

—Deberíamos volver, tendrías que estar en cama descansando.—pronuncio viéndola.

—Mi abuela decía que el primer rayo de sol es muy importante para un niño—respondió la mujer.—No podía simplemente no hacerlo, además ella nació con la luna; necesitaba también la bendición del sol.

El hombre solo acaricio sus cabellos comprendía que quisiera hacer aquello, pero tan sólo esa noche anterior había dado a luz a la pequeña; jamás la había visto tan débil como en ese momento. Pero quizás y ella tenía razón, para él en su pueblo sí un niño nacía bajo la luna y el brillo de esta lo cubría significaba que sería un niño bendecido; ambos querían que su hija fuera una niña sana y fuerte.

Pero en aquel momento el hombre solo sonrió encantado, tanto su esposa como la niña habían caído rendidos al sueño a su lado y no podía desear más que ese momento durara para siempre. Atesoraba esos días en donde podía ser ese hombre del que ella se había enamorado y ahora aún más que tendría una niña al que debía enseñarle el mundo. Sólo temía que pronto debía volver a sus deberes como monarca y ya no podría pasar tanto tiempo con ambas.

Una lágrima cayó por su mejilla, llorando casi en silencio sin saber sí era por miedo o por esa felicidad que descansaba junto al amor de su vida.

Ya entrada la noche los veía dormir a ambos, mientras estudiaba aquellos libros, la noche silenciosa lo acompañaba mientras en el cielo la luna le recordaba silenciosamente sus días libre de aquel cargo. Dejó sus libros de lado, no deseaba más que pasar tiempo con su esposa y sentir el calor de ese pequeño cuerpito que se había ganado un lugar entre ambos; él era un gigante comparado a la pequeña, pero aún así se acercaba a ella con ternura buscando brindarle su calor.

Unos finos dedos rozaron su mejilla mientras él contemplaba a su niña, la mujer sonrió suavemente cuando sus ojos se encontraron, tomó con cuidado su mano sólo para dejar un beso en ella y colocarla de nuevo en su mejilla.

—Ten un buen descanso.—susurro ella viéndolo.

—Te amaba—respondio el hombre.—Y cuando creí que no podía hacerlo aún más, me diste una razón para hacerlo—agreg viéndola.

Sus ojos brillaban como perlas, antes de acompañarles en ese sueño, el hombre colocó un tierno beso en la frente de ambas; y se sumió en ese calor que más que abrigarle, le llenaba hasta el alma.

Un enorme mundo comenzaba para esa niña que recibía con alegría el calor y el amor de sus padres, una niña que veía a sus padres sonreír y sonreía también sin saber por qué lo hacían. Una niña a la que aquella mujer adoraba como sí de Dios se tratara, una niña a la que decidió tras mucho pensar, colocarle el nombre de quien más había influido en su vida. Entonces, la pequeña princesa fue llamada Adriana; en honor a quien había sido la abuela de su madre.

—Mi pequeña Adriana, tu vida será muy dura—dijo viendo a la pequeña dormir en su cuna.—Naciste con todos los lujos y privilegios, pero a cambio no tendrás nada que te de una vida serena; porque tu vida valdrá la pena sólo si haces que ese mundo fuera de este castillo sea próspero—pronunció con pesar.

"Cuando obtienes aquello que te da un poco de felicidad, siempre debes de perder algo. Sólo con las manos vacías puedes recibir lo que él destino tenga para ti."

La mujer escribía su diario mientras su pequeña hija descansaba, ese diario que esperaba le ayudara a su niña cuando la vida se tornara cruel con ella. Por ello le escribía aquello que ella no conocía aún y le dejaba sus mejores consejos, lo que ella había aprendido en su vida; todo lo que consideraba pudiera servirle en el mañana, cuando ella ya no estuviera allí para escucharla.

Quizás era triste y quizás no debería pensar en aquello, pero después de todo era el ciclo de la vida y la mujer lo aceptaba; ella ya no era una jovencita y su esposo tampoco, tenía sus obligaciones como la reina y pronto tendría que apartarse de esa niña. Más allá de todo eso, lo sentía en su cuerpo, en el paso de los días y llegaba a un pensamiento cruel pero a la vez motivador. Cada día que pasaba y su hija crecía sólo significaban otro día menos para compartir la vida a su lado.

"Por ello quiero hacerte la mujer más fuerte que podrás llegar a ser, porque mañana cuando seas monarca; habrán muchas personas a las que vas a perder, mi pequeña Adriana."

Capítulo Dos

Poco tiempo después de nacer la princesa, el rey recibió la noticia de que una de sus concubinas estaba esperando un hijo suyo; el palacio no podía estar más felíz, al fin la familia real crecía y lo hacía con criaturas que llenarían de bendiciones y abundancia al pueblo. Así, mientras la princesa heredera aprendía a decir sus primeras palabras nacerían sus hermanas; dos hermosas niñas rubias de tranquilos ojos verdes como los de su madre, la concubina real Antonia Delas la de mayor categoría entre todas las concubinas.

Una mujer algo baja y rubia, considerada una belleza en el palacio, amante de los bordados y la jardinería pero que oculta un temperamento bastante horrible; a causa de ello siempre habían rumores sobre lo ansiosa que ella se ponía con ser la nueva reina, razón por la que muchos sirvientes le tenían miedo o intentaban aún en vano, no obedecer sus extraños pedidos.

La reina pronto sintió que si protegía a su niña de alguien como esa mujer, todo sería un poco más fácil y más pronto que nunca; comenzó a notar que esa concubina podría ser capaz de hacer cualquier cosa con tal de que el trono quedara en su familia…

"No porque compartas con ellos la sangre de tu padre, ellos van a tener un corazón tan bondadoso como el tuyo Adriana. El trono está lleno de prestigio y lujo, pero así también de envidia y dolor."

Sentada en el jardín la pequeña de castaños cabellos, iguales a los de su madre, dibujaba aquellas letras que su profesor le enseñaba; su caligrafía aunque un poco torpe aún llevaba prometiendo una letra preciosa para su juventud. Era una niña con grandes habilidades para con el estudio, sus profesores no hacían más que admirar y comentar las múltiples hazañas de la aún pequeña princesa durante su corto tiempo de estudio; si la niña seguía así pronto dominaría varias áreas de la literatura y las matemáticas.

Pero aunque sus ojos se desplazaban con cierta curiosidad sobre aquellos textos, algo llamaba más su atención y lograba que sus curiosos ojitos se desviaran, y no era nada más que aquella libertad que había en ver a esas niñas junto a otros niños jugar en el campo o correr de aquí para allá riendo felices e incluso subir a los árboles como sí escaleras enormes montañas; se preguntaba que estarían pensando ellos al menos lo hizo hasta que recibió una pequeña reprimenda por parte de su profesor.

Había una pequeña semilla dentro de esa pequeña niña, una semilla tan diminuta como la cabeza de un alfiler; y mientras apartaba su vista de esa alegría lejana para volver a concentrarse en lo que se le estaba inculcando, no pudo evitar decir.

—Señor Profesor—pronunció con tranquilidad.—¿Podré yo, ir a jugar con ellos?.

El hombre posó sus ojos en ella y luego en los pequeños a la distancia, como sí buscara una forma de hacerle entender a la pequeña. Pronto suspiró con pesadez volviendo a verla.

—Princesa, ¿Qué cree que sucederá si no recibe ahora estos conocimientos?.—preguntó el hombre con curiosidad.

—Mi madre dice que debo estudiar para ser una monarca justa cuando sea grande.—respondió sinceramente la pequeña.

—Entonces si usted va ahora a jugar, no aprenderá algo nuevo y al no hacerlo, no sabrá como actuar cuando sea una adulta.—comentó viendo a la pequeña.

El hombre sabía que estaba siendo muy estricto con ella, pero la vida quería que ella fuera más que alguien que disfruta pasar tiempo con sus amigos. Su felicidad vendría cuando gobierne un pueblo próspero y abundante.

La pequeña siguió estudiando y al terminar la clase, los ojos del hombre se abrieron en sorpresa.

—Señor Profesor, ¿Podría usted dejarme más tarea para resolver?.—pronunció la joven con ánimos.

"Adriana, no espero que lo comprendas ahora; pero si sé que lo harás cuando seas mayor. Hubiera entregado mi vida por darte una más humilde, pero así como el mundo es maravilloso; se torna muy cruel con aquellos que nacen con poco."

Así pasó los primeros años de estudio de la princesa, así como aprendía cosas nuevas crecía en ella un sentimiento que no comprendía aún y un sentimiento al que su madre le había dicho que ignore. Pero cosas curiosas suceden cuando vienes al mundo a cambiar algún aspecto de el, aquello que va germinando y buscas esconder tarde o temprano cobra sentido.

Su madre le había enseñado aquel lugar especial, un jardín bastante privado donde ahora ella podría venir a leer o a hacer su tarea; la pequeña estaba más que maravillada con el hermoso estanque, con los enormes ramilletes de esas flores azuladas que parecían predominar en el lugar, era casi un jardín mágico del que quizás salían hadas.

—Estas son mis flores favoritas, ¿No te parecen preciosas?.—pregunto su madre acariciando con cuidado las flores.

—Son muy hermosas, parecen nubes azules.—respondió la niña.

La mujer río divertida y suspiró.

—Son mis flores favoritas, por ello pedí que en este jardín sólo estuvieran estas flores—comento viéndola.—Ahora este jardín te pertenece y puedes venir cuando quieras, así junto a ellas jamás te sentirás sola.

La reina sólo sonrió con ternura, esas flores le gustaban porque fueron el primer regalo que recibió de su esposo; unas hermosas flores azules que parecían los ojos del hombre y ahora, los ojos de su pequeña.

Desde entonces aquel jardín en visitado por la pequeña cada que tiene algún libro que estudiar o tarea que resolver, es más es un lugar donde la princesa deja salir sus más profundos pensamientos y en donde puede pasar horas y horas viendo el agua correr llevándose algunas flores marchitas.

Aunque su madre se preocupa por no haberla visto, sabe que ella está allí en ese jardín así que en parte su alma es consolada y siente que está en un lugar seguro.

Pero algo aún inquieta a la pequeña y es como si quisiera aquello, porque no puede evitar pensar en cómo sus hermanas pueden jugar en el campo y ella sólo puede estudiar. ¿Acaso, no puede ella hacer ambos?.

Tal vez las cosas son como su madre suele decirle.

—Adriana, ¿Porqué quieres ir a jugar con ellos?.—pregunta la mujer.

—Porque se ven felices y quiero saber si yo también puedo sentirme así al jugar con ellos.—comentó la jovencita.

—Entonces, ¿No te diviertes cuando estudias tus libros?.—volvió a decir.

—Si lo hago, pero no sé si me veo así de felíz como ellos.—explicó.

La mujer sólo sonrió, sólo para luego acariciar los cabellos de la pequeña.

—Cuando estás estudiando, tus ojos brillan así como cuando miras ese estanque que tanto te gusta—contó viéndola.—Hay una pequeña sonrisa en tu rostro cuando cuentas algo nuevo que aprendiste y una risa alegre sale de tus labios cuando logras hacer algo.

La niña sólo se limitó a ver con curiosidad a su madre, la mujer volvió a sonreír conmovida por la ternura e inocencia de la pequeña.

—Así como tu los ves felices, ellos también pueden verte felíz, lo que sucede es que tú no puedes ver tu rostro y ellos no pueden ver el suyo.—explico su madre con calidez.

La pequeña recordó aquellas palabras y mientras miraba las tranquilas aguas del estanque, vio su reflejo sonreír así como ella le sonreía a su reflejo.

Con su cabecita más tranquila volvió a aquel libro y siguió leyéndolo, sonriendo.

Pero no todo en el palacio son privilegios, así como se disfruta de una vida más cómoda y tranquila; también se sufre si no cumples las expectativas que se te han impuesto. La princesa heredera tenía el mayor de los privilegios, una madre que le ayudaba a comprender el mundo en que había nacido. Que mayor envidia tenía aquella otra jovencita, que veía a lo lejos una madre que se preocupaba y respondía las preguntas de su hija; como desearía las expectativas de su madre fueran así de bajas. Aquellos ojos verdes veían con envidia a esa jovencita que lo siempre recibía los halagos, que tenía aquel hermoso jardín sólo para ella y que sobre todo era aquella quien cuando llegara a la adultez; sería la reina de ese pueblo. ¿Porqué tenía que ser ella?. ¿Qué había de diferente entre ambas?.

Llena de malestar esa joven hizo algo que nunca pensó hacer, más contra esa figura que era la hija de su padre. Quizás era momento de que aquella jovencita tuviera algo malo en su vida, pensó la pequeña mientras no hacía más que arrancar aquellas hermosas flores azules; algo menos a la lista de sus virtudes, un hermoso jardín en el cual refugiarse.

"Cuando la envidia es sembrada, sólo puede crecer hasta corromper el alma más fuerte. Nunca dejes que ese sentimiento aparezca en tu vida, porque jamás te dejará ser libre y sólo te hará esclavo de tu miseria."

Aquellas flores, aún cortadas, eran preciosas y la jovencita sólo pensó en que debían de ser aprovechadas por alguien que las necesitara. Así comenzó a juntar esas flores y las cargo en una canasta, la idea de la pequeña era llevarlas hasta la sala de su majestad; quizás allí su padre podría disfrutar de sus colores al menos por un tiempo y así esas hermosas flores serían vistas por muchas personas que cruzaran por esos pasillos.

Sin saberlo, la pequeña aprendió el significado de compartir lo que amas; de pensar en aquellos que no tienen y de compartir tus bendiciones. Porque aquellas flores no debían llorar una muerte trágica, debían ser admiradas en su entrega al dolor y permanecer como un recuerdo preciado o quizás también un consuelo para un alma necesitada.

Luego de descubrir lo sucedido y la solución propuesta por la pequeña, su majestad el rey sólo sintió su alma ser abrigada por la calidez con la que su hija trataba al mundo; en su mente se formó aquella esperanza con la que tanto había soñado, si la pequeña mostraba tanta bondad con esas flores, mostraría una bondad aún más grande para con el pueblo y más aún que toda su bondad, sentía que en su adultez ella sería una mujer justa.

El hombre sonrió y miró aquellas flores, más allá de lo que eran, más como una semilla que fue sembrada. Pero no pudo evitar sentir también la intención oculta con la que aquello fue hecho, sabía que sólo alguien que albergaba sentimientos malos podría hacer aquello, había envidia en el palacio y estaba centrada hacia su hija. Sabía que aquello tarde o temprano pasaría, era algo inevitable pero en su interior esperaba que fuera cuando la pequeña estuviera lo bastante crecida para entender por que sucedía y por qué no sería correcto que el interviniera.

"El trono es codiciado por muchos, la gran mayoría son lobos pero no deberías de preocuparte por ellos; el verdadero peligro son las ovejas que mansamente llegan a descansar a tu lado."

A los diez años, aunque no entiendes a la totalidad como funciona el mundo, si puedes tener algunas reflexiones interesantes. La jovencita lo entendía, porque ella también sintió lo sucedido; si sin hacer nada más que estar en aquel palacio habían lastimado algo que ella valoraba, no podía imaginarse cuando fuera más grande.

—Su Alteza, ¿Se encuentra usted bien?.—pregunto aquella mujer viendo a la pequeña.

—Si, lo siento.—respondió con tranquilidad.

Había algo en su semblante, algo curioso y extraño que comenzaba a despertar; era algo que no comprendía pero que fluía en ella como sí de su sangre se tratara. Así pasaron los primeros diez años de vida de la princesa Adriana, así como aprendía cosas nuevas crecía en ella un sentimiento que no comprendía aún y un sentimiento al que su madre le había dicho que ignore. Pero cosas curiosas suceden cuando vienes al mundo a cambiar algún aspecto de el, aquello que va germinando y buscas esconder tarde o temprano cobra sentido.

Quizás es tonto repetirlo, pero a veces la historia se llena de obviedades cuando aparecen los personajes que serán los que la escriban; nos cuesta determinar el cuando pero si logramos llegar a comprender sus porqués.

Capítulo Tres

Caminaba de aquí para allá pensativa, su rostro sereno pero preocupado era iluminado por la luz leve del sol que ingresaba por aquel enorme ventanal que daba a uno de los jardines; en su mente repasaba aquellas palabras y terminaba aún más desconcertada. Sabía el estado de las cosas en el palacio y le preocupaba que escalara a más, la princesa aún era pequeña y era peligroso dejar que conviva con los enemigos a su lado. Su esposo le dejó tiempo para que reflexionara antes de hacerlo oficial y aunque no quería aceptarlo, tiempo atrás hubiera sido lo más normal; pero aunque ella quisiera estar todo el tiempo con su hija esa no sería la forma ideal para su desarrollo como persona.

"El separarte del camino que has estado recorriendo, sólo hace que tengas más territorio que descubrir y a veces, allí en lo desconocido se encuentra la verdad que tanto has estado buscando. Que te apartes del camino no significa que no puedas volver a él. Es sólo una despedida corta y a su vez una promesa sagrada."

Esa misma noche, durante la cena junto a sus padres, la jovencita oiria aquellas palabras que aún sin entenderlas y aunque vinieran envueltas en tristeza; serían las primeras piezas que se movían a su favor y las que permitirían que ella se volviera aún más maravillosa de lo que sus padres habían imaginado.

—Adriana, me haría muy felíz que sigas estudiando y aprendiendo aún más de lo que has hecho hasta ahora—comento el hombre viendo a la pequeña.—Por ello, junto con tu madre hemos tomado la decisión de que estudies lejos de este palacio.

Aquellos hermosos ojos azules se abrieron como hortensias en plena temporada de florecimiento, desconocía el por que sus padres tomaron aquella decisión; pero su corazón sintió el ansia de descubrir aquel mundo fuera de ese enorme palacio. Por fin podría conocer al mundo del que su madre tanto le había hablado... Pobre Adriana, en su ilusión era inocente y aquello sólo hacia que su partida fuera aún más triste.

—Señora Luisa, ¿Usted conoce el mundo allí afuera?.—pregunto la pequeña a la mujer junto a ella.

La mujer mayor, que ayudaba a la princesa en su baño sintió la ternura con la que la pequeña hacia aquella pregunta; siempre eran curiosas sus preguntas y por su parte estaba dispuesta a responderle siempre que le fuera posible. Una sonrisa se dibujó en su rostro mientras lavaba aquel hermoso cabello.

—Claro que si niña Adriana, allí afuera vive mi hijo junto a su padre, ambos trabajan en el campo cosechando el trigo con el que fabricamos el pan—respondio sinceramente.

—Puede contarme más, quiero saber como es el pueblo que mi padre protege.—expresó con una sonrisa.

La mujer se llenó aún más de ternura, la curiosidad de la pequeña era insaciable y aunque no podía explicarle mucho siempre buscaba una forma para que ella entendiera de lo que se le hablaba. Siempre era divertido hablar con la pequeña princesa, los sirvientes la adoraban y sentían que ella no los veía como lo que eran; para la princesa ellos quizás eran sus amigos y por ello le gustaba pasar tiempo con ellos, o se ofrecía a ayudarlos, ella era una niña más junto a ellos más allá de su sangre real. En los años en que había servido a aquel palacio jamás se había sentido tan libre sirviendo a la realeza, sin saberlo la pequeña le había enseñado que los niveles sociales no son nada cuando tu corazón es puro y nos ves más que compañeros en la vida.

Aquella mujer sonrió con tristeza, aquella había sido una de las últimas charlas que tendría con la pequeña, viéndola ahora dormida en su cama le hacía pensar que la próxima vez que la viera ella ya sería una mujer y estaría pronto a asumir el trono. Sólo deseaba dos cosas, que en aquella futura mujer aún se encontrara ese corazón inocente y bondadoso; y que la vida le diera el tiempo suficiente para verla asumir al trono, después de eso le gustaría ir a descansar a su vieja casa con su hijo.

Pronto llegaría el día marcado y aquel carruaje saldría del palacio escoltado por aquellos valientes soldados; por ahora la pequeña tenía un poco más de libertad y aunque acompañada por una sirvienta, podía caminar por aquellos pasillos algo silenciosos y por los cuales no había caminado nunca. Sentía curiosidad por aquellos salones y pronto unas voces llamaron su atención, apresuró su paso y tras abrir junto con aquella joven esa pesada puerta descubrió un patio inmenso; había varios soldados luchando y otros practicaban sus habilidades.

Algo en ella se agitó ante aquello, y quiso saber más, habiendo dado unos pasos unos brazos la detuvieron.

—Perdóneme Princesa, pero su madre me ha pedido la aleje de las cosas peligrosas.—expresó la joven.

—Pero yo quiero ver más sobre eso.—pronunció viéndola.

—Si es así, déjeme llevarla a uno de los palcos donde podrá ver mejor y estará segura.—contó ahora su acompañante.

—Esta bien, ¿Me llevas allí?.—pidió con amabilidad.

La joven comenzó a caminar guiando a la pequeña, en el camino ella le preguntaba sobre lo que allí hacían y aunque ella no entendía mucho le contaba lo que había oído.

Sus ojos se abrieron al llegar allí, desde aquella altura podía verlo todo con detalle. Veía como practicaban con espadas y como peleaban cuerpo a cuerpo; también habían profesores enseñándole a algunos, pero entre todos; un pequeño niño llamo su atención.

—Señorita, ¿Qué está haciendo aquel niño?.—pregunto curiosa sin dejar de verlo.

—Esta aprendiendo a luchar, creo que ese niño es el hijo del General Antonio.—respondió no muy seguros la joven.

—¿Los niños también tienen que aprender a luchar?.—volvió a decir la pequeña confundida.

Una divertida risa se oyó cerca de ellos. Tras voltear la pequeña se encontró a su padre sonriendole.

—Buenos días su majestad.—saludo la joven que la acompañaba haciendo una reverencia.

—Ese pequeño niño está aprendiendo para que cuando sea más grande, pueda protegerte hija.—contó el hombre tomando asiento.

—Pero aún es pequeño.—respondió la pequeña volviendo a verlo.

El pequeño ahora caminaba junto a un hombre mayor, había dejado de luchar y parecían dirigirse hacia donde ellos se encontraban.

—¡Buenos días su majestad!.—resonó el estrepitoso saludo de aquellos hombres.

El hombre saludo a los guerreros y pronto volvió a su asiento sólo para retomar su charla.

—Tú eres aún pequeña y estudias, ¿No es así?.—pronunció viéndola con curiosidad.

—Mi madre dice que debo estudiar mucho para ser una buena monarca cuando sea grande.—respondió con sinceridad.

El hombre río divertido.

—Bueno, así como tú estudias para ser como yo cuando seas grande—explicó amablemente.—Ese niño estudia para ser como su padre, cuando sea grande también.

La jovencita comenzaba a entenderlo, o eso parecía; de nuevo sus ojos quedaron atrapados por aquellos combates y esos movimientos que ejecutaban, se veían divertidos y aunque no se imaginaba blandiendo una espada si se preguntaba como se sentiría luchar contra el enemigo.

—Padre, ¿Podré yo aprender eso?.—preguntó con curiosidad.

Oyó al hombre reír divertido por sus palabras.

—Aún eres pequeña para hacer eso, cuando seas grande tu deber no será ir a una batalla como ellos.—respondió viéndola.

Pero él es pequeño y ya está aprendiendo, yo también podría aprenderlo. Pensó la niña.

Quería negarlo, pero conocía ese brillo en los ojos de su hija; que más quisiera él que ella aprendiera a combatir pero sus palabras eran ciertas, cuando ella sea monarca no será su deber entregar su vida en el campo de batalla. Además ella es una niña y las mujeres no pueden combatir, cuando ella sea mayor deberá formar su familia y tendrá sus propios hijos. Al menos quería aferrarse a esos pensamientos, pero también le era imposible negar que la convicción en los ojos de su hija hacían temblar sus ideales; si ese era su don, ella podría ser una monarca aún más grande de lo que él había sido.

"No hay nada que no puedas hacer Adriana, en este mundo no hay nada escrito y si lo hay, puedes ser el precedente que lo cambie. Nada dice que el viento no pueda ayudarte a volar y nada dice que el mar no puede estar en en cielo."

Así creció la curiosidad de la pequeña y los próximos días sus tardes de lectura fueron reemplazadas por pequeños paseos a aquel campo de entrenamiento y sólo se resumía en ver lo que hacían porque no entendía como luchaban pero eso no quitaba que no se viera asombroso. Y eso no hacía más que aumentar sus ganas de aprender.

—¿De nuevo por aquí, mi señora?.—habló aquel hombre. Era el que había visto junto al pequeño.

—Buenas tardes Señor.—respondió viéndolo.

—Perdóneme que lo pregunte, ¿Pero por qué viene a ver a los soldados luchar?—preguntó el hombre con curiosidad.—No es el lugar ideal para una princesa.

La pequeña sintió algo extraño en ella, como sí esas palabras la molestaran, no creía que hubiera nada malo en que ella viniera a ver; si así lo fuera tanto su madre como su padre le hubieran prohibido ir allí. Pero más que aquello, sintió como si le molestaba que se refirieran a ella como la "princesa" .

—Creo que es asombroso—respondió sin verlo.—Aunque no lo entienda puedo ver su valentía y determinación.

El hombre guardó silencio conmovido por las palabras de la jovencita.

—Pero aún así, no es lugar para alguien como usted.—añadió el hombre.

La jovencita volteó a ver al hombre, tenía un rostro curioso, lleno de sinceridad y verdad. El hombre extrañamente se sintió intimidado por esa expresión, era una que jamás había visto.

—Ninguno de esos hombres se preocupa por que este aquí, ¿Porque usted lo hace?.—preguntó la pequeña.

—Por que yo juré entregar mi vida por protegerla.—respondió el hombre sintiéndose un poco aturdido.

—Y esos hombres también lo hicieron.—agregó ella.

Aquel hombre no supo que responder, sentía que se había quedado sin palabras y entonces optó por retirarse.

—Si no fuera una princesa...—murmuró la jovencita viendo aquel combate.—¿Podría aprenderlo también?.

Pronto oyó una voz detrás suyo y se sintió curiosa por saber a quién pertenecía.

—No puedes aprenderlo porque eres una niña—dijo una voz burlona.—Y las niñas no pueden luchar.

Cuando ella volteó se encontró con aquél niño que había visto días atrás, parecía burlarse de ella y sus palabras la lastimaron.

—Las niñas también pueden luchar.—expresó ella viéndolo.

El pronto río burlonamente—No pueden, porque las niñas son tontas.—volvió a decir.

Ella se molestó y antes de volver a decirle una palabra sólo se retiró de allí, no tenía caso seguir hablando con alguien tan malo como el.

El resto de días pasó y ella jamás volvió a aquél lugar, no quería volver a ver a ese niño malvado que la había llamado tonta; así que sólo se quedó en su jardín leyendo sus libros y haciendo su tarea. Su madre había notado que algo parecía molestar a la pequeña y pronto llegó a aquel jardín donde se encontraba su hija.

—Adriana.—llamó su madre haciendo que ella volteara y dejara su libro sobre aquella mesa.

—Si, Madre.—respondió viéndola.

—He notado que algo te molesta, ¿Te gustaría contarme?.—preguntó la mujer tomando asiento junto a ella.

La pequeña pareció pensarlo y pronto comenzó a contarle a su madre lo sucedido, y grande fué su sorpresa cuando la oyó reír divertida.

—Cuando conocí a tu padre, él me dijo que yo no podía haber leído más libros que el—comentó la mujer sintiendo un poco de nostalgia.—Cuando nos volvimos a ver, él trajo todos los libros que había leido.

—¿Y qué sucedió?.—preguntó la pequeña.

—El colocó en el suelo sus libros y pronto yo comencé a acomodar los mios—contó divertida.—Al final yo tenía más libros leídos que él.

La pequeña se quedó pensando en esa anécdota, entonces pensó en ese niño y en que quería hacer lo mismo que hizo su madre.

"Aquellas palabras que parecen lastimarnos por dentro, no son más que las semillas que permiten desarrollar nuestras habilidades. Adriana, nunca te quedes con el dolor que esas palabras pueden causar, porque entonces estarás siendo lo que ellos quieren que seas."

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