En el Reino de Blur todo se penaliza: la suciedad, los ruidos, los olores, los pecados, incluso el amor. No podemos escoger a quien amar y desde pequeña que me lo enseñaron así y así lo asumí. Así crecí. Pero de todas formas, ¿qué era el amor?. Un par de veces leí la palabra en unos libros que luego fueron denunciados a las autoridades y ocultados de mi presencia.
—Ya verás que lo que el Reino hace por la sociedad es para procurar su orden, pulcritud y bienestar —me decía mi padre mientras trabajaba en su computador viendo las finanzas junto con el tesorero del Reino—. Ya sabes, para evitarnos dolor.
—Mamá ¿qué es el amor? —le pregunté directamente una vez durante la cena, pero ella solo dio giros en círculos con sus palabras y no comprendí nada.
—Es como lo que sientes por papá y mamá —dijo papá.
—¿Aprecio?
—Exactamente. Pero para tu seguridad, no tendrás que experimentarlo en vano. Lo entenderás cuando te casemos con un buen prospecto. Aguanta hasta entonces.
Cuando crecí, mi mamá me envió a un colegio de mujeres.
—A ver si te enderezas un poco— me dijo.
Ya estaba cansada de mis actitudes impropias. Yo era un torbellino que corría, jugaba y subía a los árboles, leía lo que se me pasara por enfrente y solía cuestionar todo. Era realmente una vergüenza para ellos y muchas veces hice llorar a mi madre de la ira.
—De paso evitamos que te… —bajó la voz—, enamores de un cualquiera —dijo con culpa, como si estuviera pecando con tan solo decir esa palabra.
Esta última amenaza no me dolió tanto como la anterior. Lo que realmente quería era jugar, hacer deporte, disparar armas, lanzar flechas, hacer grandes saltos, luchar cuerpo a cuerpo, tal como veía en televisión y leía en mis libros. Pero esas cosas no estaban permitidas para una mujer.
A ratos odiaba tanto haber nacido mujer que vestía pantalones, botas y camisa. Mi mamá se desmayó la primera vez que me vio así.
—Nada de vestirse de chico —me gritó antes de dejarme en el internado.
¿Cómo me iba a vestir de chico si no llevaba más ropa que los uniformes del claustro?
Allí pasé miserables cuatro años de mi adolescencia. Miserables porque odiaba estar allí, quería hacer algo más de mi vida que coser, cocinar y planchar. Pero ahí estuve, preparándome para ser la esposa perfecta.
A veces veíamos pasar a los chicos del internado del frente trotando por la calle, pero yo no estaba interesada en los hombres. De hecho, casi me cuesta la expulsión haberme involucrado indebidamente con una chica. Digamos que solo fue curiosidad por dar un beso, un beso que le costó caro a mi mamá que tuvo que pagar una multa y un soborno a la directora para que no tuviéramos represalias sociales que “llevarían nuestro nombre a lo más bajo”, como decía ella. Su mirada de horror y vergüenza al verme ese día me hirió el alma tan profundamente, que entendí que un beso era algo terrible de hacer con alguien.
Así fue como pasé mis años reprimida y ahogada. No niego que hice travesuras con las amigas circunstanciales que hice allí, pero nada que vaya a recordar próximamente cuando me emparejen con alguien y me someta a la mayor prisión que yo jamás podría soportar: el matrimonio, el forzoso matrimonio el cual nos obligaban a tomar una vez terminado el colegio.
—El matrimonio hace florecer a la mujer—, decían mis tías cuando me visitaban en mis días de descanso en casa—. Es como si uno estuviera cumpliendo con su misión en la vida.
Me contaban de las bondades de la vida matrimonial: la paz, la estabilidad, los hijos, pero toda plática acababa cuando preguntaba cómo se hacían los bebés. Al parecer era algo pudoroso y secreto que nadie comentaba en voz alta. De hecho, una vez se me ocurrió preguntarle a una profesora de confianza y se ruborizó diciéndome que cuando me casara sabría exactamente cómo. El tema me había intrigado tanto que con una amiga nos pasamos una tarde examinando libros de anatomía sin obtener ninguna respuesta. Curiosamente en ningún libro se explicaba lo que teníamos entre las piernas, así que probablemente estaría involucrado en el tema.
—Seremos como los pollos —dijo una de mis amigas
—O como lo peces —dijo otra.
Era lo más probable.
Los días transcurrieron tan agotadores y pesados que hasta llegué a pensar que el matrimonio era una buena opción para ser “libre”. ¿Podría convencer a mi cónyuge de dejarme montar una bicicleta?
El último día del claustro estaba sola en mi cuarto arreglando mi bolso con mis pertenencias. Mi cuerpo se veía a través de la ventana y así me gustaba. Me agradaba mi figura femenina en la larga sombra que se proyectaba con la luz que entraba a través de los vidrios. Me sentía como una bailarina larga y elegante.
Me quité la blusa y me quedé en ropa interior para ponerme la túnica de graduación. Para ponérmela me giré levemente hacia la ventana para sentir el viento que entraba desde el vidrio de más arriba. Fue cuando vi de reojo a un chico que me observaba penetrantemente desde el piso de abajo con los ojos abiertos a más no poder. Extrañamente se encontraba fuera del camino, junto a un árbol desde el cual se podía ver todo hacia mi habitación. Nos miramos durante unos segundos sin poder reaccionar. Durante ese tiempo pude grabar en mi mente sus rasgos juveniles: su manzana de adán resaltaba en su flaco cuerpo, sus ojos caídos eran de un verde brillante y su nariz recta y perfecta sobresalían levantándole el flequillo. En una ráfaga de realidad me lancé al suelo avergonzada. Me habían enseñado a cubrir mi cuerpo desde los hombros hasta la rodilla, nunca nadie me había visto desnuda más que mi madre hasta los ocho años. Me vestí rápidamente y miré tímidamente por la ventana, pero él ya no estaba.
—Ey, Seda, ¡despierta! —reaccioné al llamado de mi amiga Rosa.
—¿Qué pasa? —le dije desconcertada. Mi cabeza estaba en las nubes.
—Felicidades por tu graduación. Por quinta vez, te hablo y no me escuchas. ¿Qué estás pensando?
—Ah… nada —mentí. La verdad era que desde ayer que no podía quitarme de la cabeza al chico que me vio en ropa interior. Quería verlo para tomarlo fuertemente de la ropa y amenazarlo para que no contara nada a nadie y olvidara todo lo que había visto. Mi dignidad, sentía que se había llevado mi dignidad misma.
—¿Y? —me dijo mi amiga de la niñez.
—¿Y qué? —pregunté aún perdida en mis pensamientos.
—¿No vas a felicitarme también por graduarme?
—Ah, sí. ¡Felicidades! —me lancé sobre ella sobrereaccionando e intentando despejar mi mente.
Rosa intentaba quitarme de encima de ella entre risas y yo me aferraba cada vez más fuerte de su ropa.
Escuchamos un silbato de una persona en bicicleta. Era un supervisor de orden público que me llamaba la atención por tener expresiones de afecto efusivas con alguien en la calle.
Pidió mi identificación y al ver que era menor de edad sólo me dio una reprimenda y me indicó que desde los dieciocho años iba a tener que registrarlo, así que mejor me cuidara y me refrenara.
Me disculpé con él y nos despedimos.
—Vamos, Seda, deja de actuar así.
Efectivamente mi nombre era Seda. Mis padres querían una hija suave y delicada, no una marimacho como yo, y mi nombre me lo recordaba a diario.
—¿No ves que me quedan unas semanas de libertad antes del matrimonio? Tengo que aprovechar.
Rosa rió de mis ocurrencias y nos fuimos caminando al centro para tomar un helado y celebrar nuestra salida del colegio.
El sol brillaba en un fantástico día de verano
Vi unos chicos corriendo felices celebrando las vacaciones que comenzaban y me dio envidia saber que ellos no tendrían una boda, al menos hasta cumplir la mayoría de edad.
Entramos al local de bebidas y helados y nos sentamos en nuestro lugar favorito junto a una fuente de agua en el exterior. La brisa veraniega me llegaba en la cara. Amaba ese lugar.
El sol comenzaba a bajar cuando vi pasar a aquellos rasgos que reconocería con los ojos cerrados. Era el chico que me había visto desde fuera de la ventana del internado mientras me cambiaba.
Se me vino la sangre a la cara y me sentí nerviosa como nunca antes me había sentido. Ni las pruebas del colegio, ni enfrentar a mis padres me había hecho jamás sentir así de cohibida. Si hubiera sido cualquier otra persona lo hubiera enfrentado sin temor, pero este chico… este chico me parecía… lindo.
"¿Lindo? ¿No encontraste otra palabra para describirlo? Te entendería que te pusieras nerviosa si fuera intimidante o aterrador ¿Pero lindo?".
Me quedé viéndolo mientras se sentaba dentro del local a comer con sus padres, supuse. Llevaba un anillo en el dedo índice de la mano derecha que me hacía mirar sus dedos largos y huesudos que me tenían fascinada.
Algo estaba despertando en mi interior y yo no comprendía lo que era. Justo antes de girar la mirada de regreso a mi copa de helado, nuestros ojos se cruzaron y me di vuelta rápidamente.
"¡Maldición me vio!", pensé. (Si hubiera dicho "Maldición" en público, me hubieran regañado). El color de mis mejillas no desaparecía, estaba absolutamente avergonzada. Me sentía desnuda y expuesta como si estuviera en ropa interior tal como él me había visto, pero frente a todos.
—¿Qué te pasa? —me preguntó finalmente Rosa.
—No es nada. Solo me dio calor… Ya sabes, el verano, debiéramos ir a bañarnos en tu piscina
—¿Qué dices? Bueno, sí, hace calor aún aunque el sol ya se puso… Supongo que liberas energía diferente al resto de nosotros, como eres tan activa…
—Eso debe ser —engullí mi helado con salvajismo esperando que el frío me bajara el calor del rostro.
Nos quedamos conversando y yo solo ignoré al chico. "Fue algo que no tiene importancia", me repetía. Sólo debía dejar de pensar en él y olvidar qué había ocurrido, pero justo antes de levantarme de la mesa vi su anillo pasando justo a mi lado. El chico se quedó detenido un rato al lado de mi mesa y sentía que el corazón se me iba a salir de la boca. "¿Y si le contaba a alguien más? ¿Si no le gusté cómo lucía?". Este último pensamiento me hizo sorprenderme de mí misma. ¿Qué rayos? ¿Por qué pensaba en… gustarle?
—Esperen, dejen que me amarre los cordones de las zapatillas —dijo con una voz que se me hizo la más armónica que jamás hubiera oído. Se agachó a mi lado para cumplir su cometido dejando una brisa aromática suave, amaderada y cítrica. De pronto sentí que me tocaba la mano que tenía bajo la mesa con la suya. Me quedé estática en confusión y shock. ¡Qué clase de indecoroso acto estaba realizando al tocarme sin conocerme!. Depositó algo en mi palma y se levantó rápidamente sin mirar atrás hasta alejarse completamente.
Reconocí que me había dejado un papel o algo parecido en la mano y lo guardé rápidamente en mi bolsillo para que Rosa no se diera cuenta. Miré hacia ella para conversarle y así evitar mirar al chico de ojos verdes y cabello castaño claro fingiendo que no había pasado nada.
Terminé con nuestra cita de amigas apenas pude y corrí a casa para encerrarme en mi habitación.
—¿Qué te pasa? —preguntó mi madre con increíble intuición.
—Estoy muy cansada. Y quiero dibujar un poco, me sentí inspirada por tan bella tarde —el dibujo era arte neutro, lo practicaban tanto hombres como mujeres, así que podría distraerla sin que se disgustara ni sospechara.
—Bien, pero baja a cenar.
—Es que comí helado.
—Bueno, cuando llegue tu papá ve a saludarlo al menos
—Obvio.
Esperé que sus pasos se alejaran de la puerta y procedí a examinar lo que me había dado el chico lindo. En efecto era un papel que tenía una dirección y un horario. Mañana a las 11 de la mañana junto al muelle ¿Sería capaz de llegar sin levantar sospechas? Claro, era donde se ubicaba el mercado. Solo teníamos que ir a comprar algo para hablar un segundo. ¿Hablar? ¿Sobre qué? ¿Por qué sentía que estaba haciendo algo incorrecto? No era como que hablar con un chico estuviera prohibido, pero por alguna razón me hacía sentir culpable, como si me hubiera exhibido a propósito para que él me viera, aunque no era el caso.
—Claro que no, no necesitamos nada y se aproxima la fecha de tu matrimonio— dijo mi mamá tajante cuando le dije que saldría al mercado—. Es más seguro que no te expongas para que no piensen mal de ti.
—¿Por qué pensarían mal? Además no tengo prometido aún.
—Claro que sí. Tu papá te está emparejando con el hijo del Tesorero general ¿No te emociona?
—¿Qué? ¿Por qué no me habían dicho?
—Porque no importa si sabes o no, vas a hacerlo de todas formas y quizás así te negarías menos, pero ya lo sabes, así que ve haciéndote la idea.
Quedé perpleja. Leonard, el hijo del tesorero, era un tipo alto, fornido y pretencioso. Sin duda era guapo, pero creo que no tendría nada en común con él. Tampoco sentía afecto por él como por… ¿Qué estaba pensando? Me había creado toda una idea loca sobre el chico lindo y yo y eso no era sano. Ya me habían instruido en los posibles efectos de las hormonas relacionadas con los chicos, así que sacudí la cabeza y decidí terminar con esto, pero a mi modo. Por eso necesitaba hablar con él para cerrar el tema y seguir adelante.
—Como sea —dije en dirección a mi habitación y esperé a que mi mamá se descuidara para salir sin que lo notara.
Corrí lo más rápido que pude con mis zapatillas rosadas y una polera ancha a la que se le bajaba uno de los tirantes hasta descubrirme un hombro provocativamente y tenía que jalar hacia arriba una y otra vez.
Miré la hora: las 11:16. "Diablos, llegué tarde". Miré alrededor y no lo vi. Recorrí el lugar, pero no pude encontrar al chico rubio. Di media vuelta para irme derrotada de regreso a casa. Pasé por los pescados y por la fruta fresca hasta quedarme mirando cómo un hombre armaba un algodón de dulce. Se me abrió el apetito y me crujió el estómago. Quizás sólo debía irme antes de que mamá notara mi ausencia.
—¿Tienes hambre? —sonó como una melodía en mi oído. Miré atrás, desde donde nació el sonido, y lo vi parado a mi espalda, largo y alto con su manzana de Adán mucho más sobresaliente de lo que la recordaba, con un pantalón de mezclilla y una polera negra de la que emanaba su perfume.
—No, yo… —se me vino a la cabeza mi imagen quitándome la ropa y el rostro con el que me miraba el chico aquel día, y me puse roja como tomate antes de poder hablar algo más.
Avanzó y compró dos algodones de dulce. Me dio uno y lo acepté cabizbaja.
—Lamento haberte visto… ese día —dijo de pronto como si estuviera yendo al grano de una vez. Se cubrió la boca con un puño y miró hacia el lado sonrojado.
—Ah… Lamento haberte puesto en esta posición, solo… me confié. No creas que soy una… exhibicionista o algo así.
—Eso era todo.
—Bien —respondí desilusionada.
—Me voy a casar en dos días y… rayos… ojalá hubieras sido tú porque… —lo miré con ojos brillantes y abiertos. El corazón me latía tan fuerte que podía oírlo—. Porque no puedo sacarte de mi cabeza.
Sus palabras arrasaron con años de crianza y dejaron un desierto en el cual solo estábamos él y yo.
—Yo… yo… también me casaré… —me miró a los ojos —Y… —las palabras no salían. Quería decirle que yo también sentía lo mismo por él, pero no pude. ¿Cómo había logrado ser tan directo?—. Por favor olvida que me viste —asintió con la cabeza mientras miraba alrededor, quizás para asegurarse de que sus padres no nos vieran. Luego se quedó prendido mirando mi hombro que sobresalía desnudo y lo cubrí velozmente a la vez que él desviaba la mirada sonrojado.
Qué horrible del universo unirnos por una tonta coincidencia solo para separarnos.
—Adiós entonces… —se quedó esperando—. ¿Tu nombre? —dijo tras mi silencio.
—¡Ah! Soy Seda…
—Un gusta, Seda. Soy Angelo. Suerte con tu nueva vida.
Y se alejó hasta perderse entre el gentío del mercado junto con lo último que me quedaba de cordura.
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