Ese es el sonido que se aprecia cuando la vida que creíste tener, simplemente se quiebra. No es fácil mirar hacia el futuro, cuando tu presente está lleno de cajas de mudanza, responsabilidades, paquetes de pañales y cero horas de sueño corrido.
Hola, ¿qué tal?, mi nombre es Rosario, Charo para los amigos. Vivo en algún lugar de Latinoamérica, y esta (como muchas otras) es MI HISTORIA.
Hace unos años perdí a mi padre, un poco también a mi madre y la perfecta visión de futuro que tenía, se colapsó. Ser adolescente, estudiante y un poco niña mimada, no es compatible con la incertidumbre. Así que terminé mis estudios secundarios, salí a trabajar en cualquier cosa y a intentar comprarme un pedacito de la vida que me había sido arrebatada.
Muy pronto entendí que la educación abre muchas puertas, pero que la ingenuidad te puede hacer cruzar las puertas equivocadas.
Trabajé un tiempo como secretaria, asistente, promotora y finalmente aterricé en un bar, trabajando en un poco de todo.
Fue en ese bar donde conocí al "cuco". Y lo llamo así para no ponerle algún sobrenombre peor.
El cuco tenía labia, sabía conquistar con las palabras (no en vano se dedicaba a la radio y la publicidad) y eso le facilitó el acceso a mi trato amable. Yo no quería involucrarme con un cliente, pero el cuco sabía convencer. Era persistente y era capaz de venderle agua a los inundados. El caso es que, más temprano que tarde, terminé saliendo con él. Terminé involucrándome con la imagen de sí mismo que él me quiso mostrar...
Él tenía dos hijos, solitarios y adorables, que se estaban criando con él debido a conflictos con su madre. Me enamoré de ellos rápidamente. Me enamoré de la expectativa de una vida tranquila, de una sociedad colaborativa con el cuco, para querernos, cuidarnos y ayudarnos a crecer.
Me enamoré de un espejismo, que solamente yo vi.
Al poco tiempo de salir, quedé embarazada. Fue una noticia un poco abrumadora, pero feliz. Yo quería tener esa niña (siempre supe que sería una niña) Y quería construir para ella un hogar estable y feliz.
El cuco parecía contento, los chicos parecían contentos y todo comenzaba a tomar forma para mí.
A pesar de lo que mi madre y mis amistades decían, yo no me cuestionaba la oportunidad de ser feliz. Estaba convencida de que si trabajaba duro, era flexible y amorosa, cualquier obstáculo se podía sortear. Obviamente me equivoqué.
El cuco era mucho mayor que yo, y eso hacía que yo desconfiara de mi aptitud para tomar ciertas decisiones sola. De a poquito, comencé a consultar todo con él. Sin querer, fui cediendo muchas cosas, para no discutir y empecé a cambiar mi carácter, casi sin darme cuenta...
Cada día me fui volviendo más sería, más responsable, más precavida, menos espontánea, menos risueña, menos decidida...
Es común oír a la gente decir, que uno está donde quiere estar. También se dice que cada quien cava su propia tumba, con las decisiones que toma. Lo cierto es, que no siempre sabes lo que haces. A veces solo quieres confiar en que estás haciendo lo mejor posible y dando lo mejor de ti, y que tal vez con eso, será suficiente para que las cosas vayan bien.
Obviamente no basta con las buenas intenciones...
Apenas comencé a convivir con el cuco, las cosas comenzaron a cambiar.
Lo que antes surgía como una necesidad de intimidad entre los dos, muy pronto se convirtió en mi obligación por mantenerlo contento.
Ya no había relaciones espontáneas y románticas, era cosa de cada noche, con el mismo libreto, sin importar la calidad del día que hubiera transcurrido.
Si yo había tenido un día agotador, él siempre lo había pasado peor. Si yo estaba estresada, también él. Si yo no tenía ganas, había falta de interés de mi parte...
Cada día que pasaba, las cosas se ponían más densas entre nosotros. La mala energía tendía a contagiarse a los chicos, aunque yo intentara lo contrario.
Se fue volviendo una persona exigente, irritable, celosa y problemática.
Cada noche yo pensaba en qué debía esforzarme más, para que no discutiéramos, para que hubiera paz. Y luego, cada mañana me daba cuenta de que no era suficiente. Nunca nada era suficiente para tener paz.
Mi embarazo fue de cuidado desde un principio. Mi presión arterial tendía a bajar demasiado, ocasionándome cansancio, mareos y malestar. Pero mi niña crecía a ritmo constante y saludable en mi vientre.
El cuco trataba de estar siempre presente en mis visitas al médico, en las ecografías y en los controles. Tendía a ser un padre entusiasta y amoroso delante de los profesionales, y un marido desinteresado y frío a solas. Mis necesidades no eran prioridad, las compras para la bebé siempre se iban postergando y mi día a día giraba en torno a la casa, los chicos y tener todo siempre listo y a punto para él.
Poco a poco fui alejándome de mi madre y mis amigos. Siempre estaba ocupada, cansada y con pocas oportunidades de reunirme con ellos, si no era con el cuco.
Lentamente, me fui convirtiendo en alguien que deseaba lo mejor, se esforzaba por dar lo mejor de sí y nunca hallaba un remanso de tranquilidad.
Mis sueños se volvieron algo tibio que compartía solo con mi bebé. Fui creando un mundo para las dos, que fuera un espacio para reír, cantar y bailar sin razón. Donde los quehaceres fueran algo secundario y simplemente pudiéramos compartir la dicha de vivir juntas. Mirarnos las dos. Aprender la una de la otra. Soñaba con un ambiente que me permitiera amar a mi hija y brindarle el mundo sin que interfirieran los gritos, los reclamos, las peleas y las escenas absurdas.
Cuando mi vientre se hizo más notorio, la gente comenzó a preguntar cosas casuales, como si ya habíamos comprado la cuna, si ya sabíamos donde daría a luz, notaban que la ropa casi no me servía y comentaban que los cuidados y las cosas materiales para los bebés eran muy costosas.
El cuco cada vez nos veía más como una carga. Escatimaba los gastos y ponía límites a todos los integrantes de la casa, como si fuéramos súbditos que debíamos acatar sus decisiones y velar por sus intereses únicamente.
Cuando salía a pasear un poco con los chicos, siempre encontraba motivos para molestarse, tenía desconfianzas estúpidas y celos infundados. Nada le venía bien.
Cuando lo esperábamos para salir a alguna parte, siempre mostraba mala voluntad o se negaba, alegando que él estaba cansado, que él estaba todo el día trabajando afuera de casa, para que nosotros estemos en casa sin hacer nada. Desmerecía cualquier esfuerzo de los demás, pero engrandecía los suyos.
Se volvió cada vez más severo y frío con sus hijos, hasta el punto en que yo debía arbitrar todas las conversaciones, y cada pedido debía retransmitirlo a solas, para que no se desquitara con ellos de todos sus enojos.
Yo asistía a las reuniones de padres, compraba libros y revisaba tareas. Colaboraba en sus actividades y escuchaba sus historias. Curaba sus raspones y chichón, secaba lágrimas y abrazaba fuerte.
Él rara vez compartía por voluntad propia una salida infantil, y cuando lo hacía, compensaba con dinero todas sus ausencias.
Mi madre intervino un día en que me descompuse en la calle, y él no respondió al teléfono. Ella me alcanzó en el hospital, me acompaño a casa, retiró a los chicos del colegio y se sentó a esperarlo para hablar sobre dejarme sola con todo.
Cuando llegó y se pusieron a hablar, prometió ser más cuidadoso, más atento y ¡propuso que ella viniera a vivir con nosotros!
Era perfecto para su comodidad. Mi mamá podría ayudar con los niños, la casa y la bebé en camino.
Ella se dejó envolver, con la perspectiva de estar al lado de su única hija durante este momento tan especial. Sin querer, la dejé cruzar el mismo umbral infernal que yo había cruzado unos meses atrás.
Era tanta mi soledad y mi desconcierto, que yo me sentí muy bien con la idea de tener a mi mamá cerca. Era una manera de estar en contacto con lo que un día fui y hoy ya no veía por ningún lado. Yo no quise contarle a mi madre mis angustias, mis vivencias amargas, para no reconocer que había estado muy equivocada. Solo bastaron unos días, para que ella supiera todo lo que había ocultado.
Es duro vivir y lidiar con cosas que uno desconoce, pero es aún más duro decirle al mundo que no puedes con ello...
Desde qué mi madre llegó a casa, las cosas comenzaron a cambiar. Algunas para bien, y otras para mal.
Principalmente, los chicos estaban felices de tener una nueva mirada amorosa bajo el mismo techo. Una aliada contra la mala vibra que parecía instalarse cada vez más en casa.
Por el otro lado, yo me sentí un poco aliviada por su presencia. Las madres tenemos ese superpoder de apoyar a nuestros hijos aunque no estemos de acuerdo con sus decisiones. Mamá era mamá. Una caricia tibia y una sonrisa en los momentos más desoladores. Era fuerza y optimismo en medio de mi desaliento.
Junto a ella comencé a buscar elementos para la llegada de mi hija. Empezamos a barajar nombres, y fue quien finalmente propuso el primer nombre definitivo: Mili. Milagros. Mi milagro.
Lentamente, fui recuperando un poco de mi identidad perdida, las ganas de hacer las cosas bien, de buscar la forma de sobreponerme a la tormenta que habitaba mi interior. Mientras compraba batas y pantalón pantaloncitos, fui abriendo un diálogo interior con mi bebé. Trataba de calmar sus movimientos bruscos, contándole que la esperábamos con ansias. Le expresaba todo mi amor y le pedía perdón por mis angustias, que yo podía sentir como se filtraban hacia ella en parte. Empecé a ponerle música y cantarle, para que conociera a través de esas melodías desentonadas mi voz y mi devoción por ella.
Cuanto más me volcaba a preparar la llegada de Mili y procurarle todas las comodidades, más cuco se volvía su padre. Desarrolló celos de su hija no nata. Reclamaba para sí mismo el tiempo que yo dedicaba a coser y pintar para ella. Empezó a proponer salidas nocturnas, a solas, reuniones con amigos y socios, pedía mi ayuda u opinión en temas de trabajo, que nunca antes había tenido en cuenta. En resumen, trató de volcar hacia él ese afecto y dedicación que veía que yo iba gestando solo para con mi hija.
Yo no lo excluí, fue el quién se aisló. Yo quería una familia, y él quería ser el centro del universo familiar. Nada podía existir a su alrededor en armonía, si no estaba a su entero servicio. Cada día tenía nuevas exigencias y reclamos. Le molestaba mi cansancio y le molestaba si me sentía bien y lo aprovechaba en hacer cosas que no fueran para él.
Tan egoístas fueron sus actos, que mi naturaleza bondadosa se iba marchitando sin vuelta atrás. Nadie quiere brindarse a una persona que te ningunea día a día. Fue así como las tensiones en casa fueron alcanzando proporciones épicas, y también fue así como el cuco comenzó a mostrar su verdadera naturaleza.
¿¿Pensaron que ya habíamos descubierto al verdadero cuco? ¡NO! Recién comenzaba a aparecer la punta de su garra.
Un día, por la tarde, mi hijastro mayor no regresó en horario normal del colegio. El más pequeño llegó a casa y me aviso que su hermano se había quedado con sus compañeros en la plaza del barrio.
A pesar de ser una situación muy habitual en un muchachito casi adolescente, me preocupo de que no avisara de sus intenciones, y así se lo hice saber cuando regresó. Le expliqué que no tenía nada que ver con controlarlo, si no, que era más bien para estar tranquila sobre su paradero y poderlo justificar ante su padre de ser necesario. Pude notar en él, una actitud inquieta y huidiza. Lo justifiqué en mi mente, con la idea de que quizás estaba pendiente de alguna chica de su edad. O que quería un poco de libertad para alternar con sus compañeros fuera de clases. Intenté no pensar nada negativo, y centrarme en lo que comúnmente atraviesa cada jovencito a esa edad.
Unos días más tarde, Julián (mi hijastro mayor) me pidió permiso para regresar un poco más tarde del colegio. Quería quedarse un rato con sus amigos en la plaza. Me pareció bien, le recomendé que no demorase mucho y que se portara bien, para que lo volviera a dejar ir la próxima vez. No quiso llevar a su hermano menor con él (lo que me pareció lógico, si alguna chica le gustaba) así que me tocó sobornar a Cesar con un plan de galletas caseras dulces para la merienda.
Esta situación se fue repitiendo en varias ocasiones, a veces Julián cumplía con el horario, a veces estiraba un poco la hora de llegada. Comenzó a escuchar reproches de su padre y recomendaciones mías y de mi mamá, a quien siempre llamó abuela. Recibía los retos o castigos sin rechistar, con la mirada agachada y en silencio. También se distanció de su hermano, con quien mantenía una relación muy cercana hasta ese momento. Empezó a buscar la soledad y evitar las salidas familiares. En pocas palabras, parecía que estaba creciendo.
Conservaba los hábitos de ayudar a ordenar y mantener limpias sus cosas, sin rebeliones ni malos gestos. Todo eso me llevaba a pensar que era un adolescente normal, y bastante sano, a decir verdad, pero los problemas no tienden a disminuir en familias ensambladas, tienden a aumentar de manera drástica...
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