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Decisiones Equivocadas

Apariencias

El espejo no podía mentir. El vestido rojo entallado a su esbelta figura la hacía ver deslumbrante.

Erika tomó en su poder un grupo de sus más costosas joyas, y eligió aquel juego de pequeños diamantes. Otro de los gustos que podía darse al ser la esposa de un hombre rico.

El dinero era la mejor parte.

Pero faltaba algo. Algo que no estaba guardado en uno de los cajones de su buró de madera italiana ni que no podía comprar con dinero y, que peor aún, no había manera ni fuerza en el mundo que pudiese otorgárselo: la posibilidad de ser madre.

«¿Desde cuándo quería tener hijos?» se preguntó Erika.

En sus años de juventud, aquella idea parecía no existir en su mente. Un bebé llorar era algo tedioso para sus sensibles oídos, y ni hablar de la responsabilidad que un niño conllevaba.

No, ella no era una mujer con instintos maternales. Al menos no, hasta darse cuenta, de que aquello era algo que no podía tener y las negativas no le gustaban.

Muchas veces a lo largo de su vida, le habían dicho que no.

"No eres suficiente"

"No lo mereces"

"¡Basura!"

Lo oía de todas partes. En especial de sus padres, de las personas que debieron amarla y cuidarla. Ellos fueron los primeros en hacerle daño.

Pero, un día todo terminó. Su madre quedó reducida a la nada, gracias a las drogas. Y a su padre no le interesó dejarle la responsabilidad de su crianza a otra persona. Una persona que tuvo buenas intenciones, más no supo cómo llegar a ella, sin que su lado rebelde saliera a flote.

Su abuela Sylvia con su cabello canoso y su espalda encorvada, quiso inculcarle valores. Muchas de aquellas enseñanzas ni siquiera llegaron a sus oídos, puesto que su único objetivo era salir de aquella pequeña choza.

Y lo consiguió.

Aprendió a decirse "sí" a sí misma y a que el universo respondiera también a su favor. Nunca más nadie le cerraría la puerta en la cara, ni le diría que era comparable a la basura.

Ella había llegado muy lejos y pensaba seguir haciéndolo. Sería madre sin importar el método.

—¿Aún no estás lista?

Erika se giró al escuchar la voz de su esposo.

—Sí—asintió dándose la vuelta y encarando aquel rostro de facciones varoniles, pero hermosas.

Se sentía afortunada, su marido no solamente tenía riqueza, sino que además, era muy guapo, con un nombre resaltante y una cuenta bancaria igual de grande.

Heinrich Müller se adelantó. Sus pasos resonaban en el pulido piso y su perfil estoico podía apreciarlo desde su distancia. Era un hombre inteligente, frío y calculador…

Sus caminos se cruzaron en una campaña publicitaria. Gracias a su fama como modelo pudo estar en el lugar y momento adecuado. Un momento en el que se sintió impactada por aquellos ojos grises, unos que parecían silenciosos, no hablaban, pero atraían con una especie de magnetismo.

Erika quedó flechada, sin embargo, cupido no supo hacer bien su trabajo, puesto que el corazón de Müller parecía un cubo de hielo, impenetrable.

Pero aun así, se convirtió en su esposa. En la mujer más envidiada de toda Alemania y en la única persona, que podía salir en millones de revistas colgada de su brazo. Del brazo de un hombre que no era nada común, no únicamente era el heredero de un emporio, sino que además era el hombre más respetado en los bajos mundos, sin embargo, aquella información Erika no la conocía.

Heinrich era un mafioso que sabía muy bien cómo ocultar sus negocios sucios, sin embargo, aquel no era el único secreto que parecía ocultar aquel hombre…

[...]

El sonido de sus tacones resonó en el salón de reuniones. Muchos rostros conocidos y, algunos otros que nunca había visto, se giraron.

Erika sonrió, sus dientes blancos eclipsando a un centenar de ejemplares masculinos y también a un grupo resaltante de mujeres, las cuales la miraban con notoria envidia.

¿Qué podría salir mal?

Su vida era simplemente perfecta.

—Más te vale no hacerme quedar en ridículo—siseó el hombre a su lado.

La mujer, tan acostumbrada a escuchar ese tipo de amenazas, no hizo otra cosa que sonreír. Sonreír con la especialidad de una actriz contratada, porque, al final de cuenta eso era.

Y sí, lo amaba. Pero no era un secreto para nadie, que aquel sentimiento no era recíproco.

Heinrich Müller había necesitado casarse y ella estuvo allí, en el lugar y momento correcto. Una mujer hermosa, joven y conocida por los medios, justo lo que el primogénito del emporio Müller necesitaba para ser el heredero.

—Erika—su suegro se acercó a saludarla, sacándola del bullicio de sus pensamientos.

—Señor Hermann, un gusto verlo—sus manos se estrecharon en un saludo—. Y a usted también, señora Müller. Se ve muy hermosa como de costumbre.

Amelina Müller sonrió ampliamente. Aquella refinada dama de cabellos tan negros como la noche y ojos color café, era una mujer de facciones gentiles, muy diferente de la rigidez que siempre caracterizaba al patriarca de los Müller.

Para Erika era evidente la tensión que existía entre padre e hijo. Había cierta atmósfera que denotaba superioridad, cada uno se mantenía enfrascado en su propia lucha. Su esposo Heinrich, siempre buscaba demostrarle a su padre que era una persona capaz, y que por mucho, había superado sus habilidades. Sin embargo, Hermann era un hombre orgulloso y que no daría su brazo a torcer de manera fácil.

Los números hablaban por sí solos, pero aquello no parecía ser prueba suficiente para demostrarle al hombre mayor que su hijo estaba enteramente preparado para reemplazarlo. No, el mayor de los Müller quería algo más, quería…

—Un nieto.

Erika palideció al escuchar aquella palabra, la mujer sumida en su mente no captó el momento exacto en el que la conversación se guio por aquellos rumbos.

—Deja de bromear, padre. No te luce—habló Heinrich con voz firme—. Sabes perfectamente bien, que los números hablan por sí solos. ¿Acaso no era esto lo que querías? La empresa está en su mejor momento, no lo arruines con tus tonterías.

—También quiero ver a mi hijo formar una familia—eludió el hombre con naturalidad el argumento de su primogénito.

Hermann era un hombre terco.

—Por favor—bufó el menor de los Müller con frialdad. Sus ojos grises detallando fijamente a su padre.

No había duda de que aquello era una broma de mal gusto. Bastante había tenido que soportar cuando le había exigido casarse, como para que ahora también le exigiera tener un hijo.

La situación era tan irónica que no pudo evitar reírse, porque, justamente la mujer que había escogido para desempeñar dicho papel era estéril.

La risa sardónica de Heinrich retumbó en aquel lugar. Era corta y precisa, pero tan cargada, que hizo que el cuerpo de Erika sintiera un escalofrío. Los ojos de su marido parecieron convertirse en hielo, y ella no hizo otra cosa que tragar saliva. No le gustaba cuando su mirada se transformaba de esa manera, porque aquello solo podía significar una cosa: problemas…

Esperanza

Las paredes de aquella mansión eran altas y elegantes, las mismas se encontraban decoradas con miríficas obras de arte, de artistas de fama emblemática.

A veces le daba la impresión de estar encerrada en una prisión con barrotes de oro. Una que ella misma había escogido y, que quería convertir en su santuario, sin embargo, aquello parecía ser simplemente una fantasía, porque su esposo no era ningún santo…

—Deberíamos intentarlo—señaló la mujer con vaga esperanza.

—No pienso cumplir ninguna más de sus exigencias—habló Heinrich, refiriéndose a su padre.

Erika suspiró.

Ella no quería que lo viera simplemente como un requisito que debía ser cumplido. Quería que lo viera como la posibilidad de sacar a flote aquella farsa de matrimonio.

—Esto no solo se trata de la empresa—dijo.

—¿No?—el hombre la escaneó lentamente por unos segundos que parecieron interminables.

—No, se trata de nosotros y de…

—¿De nuevo con eso, Erika?

Heinrich Müller dio un paso al frente. La mujer quedó muda ante su intensa mirada, y ante la frialdad característica desbordándose de sus ojos.

—¿Nosotros?—preguntó pasando uno de sus largos dedos por su cuello.

Aquel contacto podría parecer una caricia, pero Erika sabía que no era así, era la antesala para algo peor y ya no se sentía tan valiente.

—No existe ningún nosotros—la voz de Heinrich salió como una cachetada, fuerte y cruda.

La mujer soltó un alarido de dolor, cuando sus largos dedos se enredaron en su cuello. De nuevo se había ido y había dejado en su lugar al monstruo que tanto miedo le tenía. Aquel que no dejaba de mirarla con disfrute, mientras luchaba por obtener un poco de aliento.

Los segundos se volvieron interminables. Hasta que finalmente la soltó de un movimiento brusco dejándola libre, pero también dejándole en claro que no existía ni existiría nada que los uniera más allá de un simple papel firmado.

Erika regresó a su habitación con sus ojos aguados. No se consideraba una mujer sentimental ni débil, pero su corazón no dejaba de sufrir por los constantes desprecios de su esposo.

Sin embargo, no siempre fue así. Hubo un tiempo donde las cosas parecieron fluir, dónde se sintió conectada a aquel hombre… El sexo siempre había sido satisfactorio y parecía ser la única fuente de enlace entre ellos. Aunque de un tiempo para acá aquellos encuentros se volvieron mínimos y su indiferencia se volvió más evidente.

A veces se sorprendía a sí misma justificando todos sus desplantes, disculpando sus faltas de respeto. Sabía que la carga que pesaba sobre sus hombros era grande, debía mantener su corona a como diera lugar.

Erika también sabía que existían otras razones, unas mucho más profundas. Un día lo descubrió por mera casualidad, fue un accidente… Aquel frasco de pastillas le dio a entender que algo no marchaba bien con su marido, al menos no a nivel mental.

Desde ese momento comenzó a prestar más atención a sus reacciones, pudo apreciar al Heinrich centrado que sabía solucionar los problemas con suma tranquilidad, y también pudo conocer al Heinrich que tenía instintos más maquiavélicos.

Ella un día trató de preguntar, sin embargo, el hombre de mirada fría le dejó en claro que no debía meterse en sus asuntos.

—¿Te gusta hurgar en mis cosas, Erika?—había preguntado Heinrich con una sonrisa siniestra.

Erika ese día descubrió de primera mano el alcance de su lado más inhumano. Otra en su lugar hubiese huido, hubiese corrido para escapar muy lejos de sus garras, sin embargo, ella no lo hizo. De igual forma, estaba dispuesta a lo que sea con tal de mantener su corona en su sitio. Aquella corona que le había otorgado el simple hecho de ser su esposa y que ella había aceptado en el altar…

[...]

Cuando la mujer despertó ese domingo, no se sorprendió de encontrarse sola en la cama. Aquello era algo a lo que se había acostumbrado en ese tiempo, sin embargo…

—¿Dices que no durmió aquí?—cuestionó Erika a la empleada del servicio.

—Así es señora—confirmó la mujer su duda.

Erika soltó un resoplido, frustrada. Nuevamente, su esposo se había ido a pasar la noche con otra mujer. Aquella era otra de las cosas que ya no le sorprendían, pero sí le escocían el alma.

De regreso a su habitación se miró con atención en el espejo. Sus rizos rojos estaban completamente alisados y sus ojos verdes relucían igual que un par de esmeraldas. Le gustaba su apariencia. Era precisamente gracias a su belleza que había podido llegar tan lejos, sin embargo, la misma en esta ocasión no parecía ser suficiente.

Al menos no para su esposo.

La mujer salió de sus cavilaciones, cuando el sonido de su móvil la distrajo de sus pensamientos. Erika miró un momento el número que titilaba en la pantalla, se trataba de un número proveniente de Suiza…

—¿Diga?—contestó la llamada.

Hubo un instante de silencio antes de que se escuchará una voz femenina:

—¿Prima?

Erika abrió sus ojos de forma desmesurada, esperaba cualquier tipo de llamada, menos una proveniente de la familia que había abandonado en el pasado.

—¿Isa?

A pesar de los años transcurridos no le quedaban dudas de que aquella voz pertenecía a su pequeña prima. Un sentimiento de añoranza se instaló en su corazón, cuando la persona al otro lado confirmó sus sospechas.

—Murió, prima—el sollozo de la chica se escuchó desgarrador—. Murió la abuela, prima. Ya no está, se ha ido para siempre—recalcó el motivo de su llamada.

La mente de Erika quedó completamente en blanco. No había tenido la mejor relación con su abuela Sylvia, sin embargo, aquello no negaba el hecho de que había sido importante en su vida. Era la única persona que cuidó de ella, porque realmente la había apreciado.

—Estoy sola de nuevo—murmuró la joven tras la otra línea.

—No estás sola, Isa. Me tienes a mí—respondió Erika con el corazón en la mano.

Una lágrima se deslizó de su mejilla, mientras procesaba la información del fallecimiento de su abuela. Su pequeña prima Isa, había quedado huérfana desde muy pequeña y ella no pensaba dejarla sola.

—Isa, ven conmigo—propuso de repente, sin darse cuenta.

—¿Contigo?—la chica se sorprendió.

—Sí—confirmó ella—. Te enviaré dinero. Ven a vivir conmigo, Isa—invitó.

Un corto "sí" fue toda la respuesta que obtuvo.

Cuando la llamada terminó, Erika se permitió llorar a sus anchas. La mujer no solamente lloraba por su abuela muerta, sino que aquella noticia pareció ser el detonante para que el dolor saliera desbordado en forma de lágrimas.

Sin embargo, luego de que las lágrimas se secaran, se percató de que aquella llamada representaba una nueva posibilidad… Isa, el nombre de su prima era corto, pero estaba cargado de esperanza.

Ella era la respuesta que tanto necesitaba. La solución a su problema y aquella luz que guiaría su camino.

¿Podría Isa prestarle su vientre en alquiler?

Isa

Se dice que el tiempo es un transcurrir constante, un ir y venir en este camino al que solemos llamarle vida. La vida de Isa siempre fue feliz, sus padres Eugenio y Linda fueron complacientes con su unigénita.

Isa era una niña alegre. Una niña que creció en un ambiente saludable, cargado del amor de su familia. Solía visitar a su abuela Sylvia los fines de semana, la mujer mayor la llenaba de afecto y de regalos que más que objetos materiales, parecían tener un peso sentimental bastante grande en su vida.

En su colegio solía ser aquella pequeña que siempre tenía una sonrisa y que no dejaba de colaborarle a sus compañeros. Isa no conocía la palabra egoísmo, su corazón era amplio y su inocencia una fuerte característica.

Cuando sus padres murieron, la niña entró en una fuerte depresión que duró varios años. Un psicólogo atendió su caso y las terapias de reintegración fueron constantes. Pero ella no estuvo sola en ese proceso de duelo, en todo momento aquella mujer canosa la acompañó, su abuela se esmeró en darle amor para que no se sintiera desprotegida.

Sylvia sabía que no podía llenar el vacío que había dejado la muerte de sus padres en el corazón de su nieta, pero aun así, hizo todo su esfuerzo para poder ocupar aquel espacio. Isa se apoyó de su abuela como si fuese su balsa salvavidas, ella la necesitaba, su presencia se volvió esencial en su vida. Y de esa forma se convirtieron en únicamente ellas dos, dos amigas, dos compañeras de vida que se tenían la una a la otra en todo momento.

Isa se mudó con su abuela a la zona montañosa aledaña al lago Lemán. Todos los días por las mañanas podía admirar las tonalidades de verdes que adornaban las montañas y que parecían también reflejarse en el extenso lago. Corriendo entre aquel paisaje, Isa dejó de ser una niña y se convirtió en una joven mujer.

Su vida era pacífica, feliz, hasta que un día, todo terminó. Su abuela enfermó de neumonía y ese fue el inicio de su calvario. El miedo de perder a su abuela atacó a la joven, no quería quedarse sola de nuevo, no quería que la abandonaran otra vez.

Cuando su prima Erika se mudó con ellas, Isa vio en la pelirroja otra compañera, rápidamente se encariñó con su prima, pero un día Erika se marchó sin decir adiós, solamente dejando una nota con un número de contacto de una empresa de modelaje en la que pretendía trabajar en Alemania. De esa manera, Isa supo que su prima se había ido a cumplir su sueño, aquel del que tanto pregonaba en sus años de estancia en la casa de su abuela.

—Me volveré famosa, tendré mucho dinero y las sacaré de aquí a las dos—fueron las palabras de Erika en una tarde lluviosa.

Efectivamente, Erika se volvió reconocida en su profesión como modelo y aunque quiso invitarlas a vivir a Alemania, la abuela siempre se rehusó.

Cuando Isa cumplió sus quince años recibió una llamada inesperada, era su prima felicitándola:

—Ahora eres toda una señorita, Isa—canturreo la pelirroja al teléfono.

Isa sonrió durante todo el día, le emocionaba saber que su prima no la había olvidado, sino que, por el contrario, mantenía en su memoria su fecha de cumpleaños. Y aunque la llamada fue corta, se alegró de saber que Erika seguía triunfando como modelo.

—Deberías venir a vivir conmigo, te iría mejor aquí.

—No puedo dejar a la abuela sola, prima.

—Y no estoy diciendo que lo hagas, tráela contigo, quisiera tenerlas a la dos junto a mí.

La joven le dijo a su abuela lo emocionada que se oía su prima con la idea de volver a vivir todas juntas, sin embargo, Sylvia no reaccionó de la misma manera.

—Ese camino que ha escogido Erika, no es el mejor. La fama, las riquezas, todo no es tan bello como aparenta—había dicho la mujer con resentimiento en su voz—. No pienso permitir que te contamines con toda esa corrupción. Estamos bien aquí, Isa, olvida esas locas ideas.

Con mucho pesar Isa informó a su prima que la abuela había declinado la invitación y desde ese momento la comunicación con su prima se redujo completamente. Erika no volvió a llamar y ella tampoco pudo hacerlo, hasta que su abuela simplemente partió del mundo de los vivos y la dejó inmersa en un profundo dolor.

—Murió, prima—el sollozo que emanó de su garganta fue desgarrador—. Murió la abuela, prima. Ya no está, se ha ido para siempre—recalcó la chica el motivo de su llamada.

De esa manera, Isa y Erika volvieron a mantener contacto. La mayor la había invitado nuevamente a ir con ella y esa vez Isa no tenía nada que lo impidiera, amaba aquel paisaje natural y la pequeña casa de su abuela, pero ya nada sería como antes, su abuela Sylvia no reviviría, y no podía quedarse para siempre sumergida en su recuerdo, necesitaba avanzar y aferrarse a la única familia que le quedaba, su querida prima Erika.

[...]

—Señorita, su identificación, por favor.

Isa sacó aquel manojo de documentos de su cartera. La mujer que la atendía hizo un rápido chequeó antes de indicarle que continuara a la siguiente sala.

Mientras su equipaje era revisado, la joven no pudo evitar sentir una oleada de nervios, estaba a punto de subirse a un avión, de dejar su país, sus orígenes, y embarcarse a una vida desconocida. Tenía miedo de olvidar a su abuela y de olvidar los años felices que vivió a su lado, no quería dejarlo todo atrás, quería mantener la esperanza de que regresaría algún día.

Era por esa razón que Isa se rehusó a vender la casa de su abuela, necesitaba mantener intacto aquel lugar, porque estaba convencida de que volvería y rememoraría los años más felices de su juventud, sin sentir el dolor que le causaba la pérdida de su abuela.

Cuando Isa abordó aquel avión se concentró en mirar por la ventanilla de su asiento, cuando finalmente él mismo despegó, detalló lo majestuoso que se veía el cielo, tan grande que no parecía tener un comienzo ni un final, simplemente era extenso.

Por un momento, la joven pensó en que también quería ser así, conocer la plenitud de una vida sin pesares ni dolor, solamente en libertad. La libertad que otorgaba el saber que podías ser tú mismo sin que nadie controlará tu vida o te redujera a algo en lo que no quieres convertirte. Y tal vez aquello no tenía nada que ver con la blancura de las nubes y lo amplío que el cielo se veía, pero era una idea que llegó a su mente de manera fugaz y que quiso atesorar como una realización en su vida.

Ser libre, desde ese día, Isa lo sería… o al menos, eso creía.

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