—Ray —escuché la voz de mi mamá justo antes de entreabrir la puerta de mi habitación— Me voy a hacer unas compras, levantate.
Respondí con un gruñido apagado, apenas un “mmm”, y me di la vuelta para seguir durmiendo.
—Ahora —repitió, esta vez con ese tono que no acepta réplica. Cerró la puerta, no de golpe, pero sí con firmeza.
Resoplé con fastidio y me senté en la cama, dejando que el silencio me despabilara poco a poco. Me estiré con desgano y bajé los pies a la alfombra. Me quedé un momento así, quieto, con la mirada perdida en la nada, antes de arrastrarme hasta el baño. Mientras me cepillaba los dientes, el recuerdo de un sueño volvió a mí, como un eco molesto: esa chica rubia de nuevo.
Era extraño. Siempre eran sueños breves, sin sentido, donde estábamos juntos... haciendo nada. Solo estábamos ahí, como si el aire que nos rodeaba ocultara algo oscuro. Una sensación densa, casi amenazante. Ya había leído que el cerebro suele recrear rostros de personas que vimos alguna vez, sin prestarles atención. Tal vez la vi en la calle. Tal vez me pareció linda y por eso se quedó. Tiene sentido, ¿no?
—¿Me estás escuchando? —parpadeé, confundido. Mi mamá estaba frente a mí, en la cocina. ¿Cuándo llegué acá?
—Perdón —respondí, sacudiendo la cabeza. Ella soltó una risa suave.
—Te decía que vas a estar solo la próxima semana.
—¿Trabajás durante las vacaciones? —pregunté, un poco molesto. Asintió sin decir nada— ¿O es que estás saliendo con alguien y no querés decirme hasta que sea oficial? —alcé una ceja, medio en broma.
Me miró, pensativa, como si considerara seriamente mi comentario.
—Esa es una pregunta muy específica, ¿no te parece? —respondió. Me encogí de hombros, indiferente —¿No será que vos te estás viendo con alguien? ¿Una chica, tal vez? —iba a contestar, pero me interrumpió— O un chico, yo no te juzgo. Sos mi hijo, y te amo como sea.
—Estoy bastante seguro de que soy heterosexual, pero gracias por tu apoyo —respondí con una sonrisa. Ella rió y retiró su mano de la mía.
—Antes de que me olvide: cuando termines de desayunar, ordená la oficina, ¿sí? —rodeó el desayunador, me dio un beso en la frente y tomó su bolso— Me voy. Desayuná bien.
La puerta se cerró detrás de ella y la casa quedó en silencio.
Agarro la bolsa de cereales y como directamente de ahí. ¿Platos? ¿Para qué? Me encierro en mi cuarto y me dejo caer en la silla del escritorio. Nadie va a venir, así que ¿para qué fingir otra cosa? Dejo el cereal a un lado, sacudo las manos para quitar las migas y agarro el libro que vengo sufriendo hace días. Una historia romántica... o al menos eso pretende. En realidad, es la enésima romantización de una relación tóxica disfrazada de amor: ella inocente, él un imbécil con problemas de ira que se aprovecha de su ingenuidad. Pero claro, él la “ama”, y eso lo justifica todo. Qué peligroso.
Podría estar buscando trabajo para aprovechar las vacaciones, pero ya empecé este libro y, como todo masoquista lector, siento que tengo que terminarlo. Por suerte, ya falta poco.
Una hora más tarde, lo cierro de golpe. Me froto los ojos, molesto, y presiono el puente de mi nariz. No entiendo cómo este tipo de historias siguen teniendo tanto público. No hay evolución, no hay consecuencias. Solo clichés envueltos en papel brillante.
—¡Llegué! —la voz de mi mamá me sobresalta y, con ella, el recuerdo de lo que debía hacer.
La oficina. Me quedo congelado.
—¿Ordenaste la oficina? —pregunta desde el pasillo.
—Eeh… no —respondo con culpa. Escucho sus pasos acercarse y me tenso. No es que me grite o me pegue, pero cuando se enoja, impone. A veces hasta lo hago A propósito, solo para verla frustrada. Es divertido, lo admito.
—Ray —aparece en el marco de la puerta, cruzada de brazos— La oficina la usamos los dos, así que ambos tenemos que hacernos cargo. Los dos —remarca esa última parte con tono pedagógico.
—Yo ordeno... ¿y vos?
—Yo pago la luz y el internet —me frunce el ceño. Y tiene razón. No le discuto —Esta es la parte en la que te levantás y vas a hacer lo que ya deberías haber hecho —dice, dándose media vuelta.
Contengo un suspiro y obedezco.
Una vez dentro de la oficina, cerré la puerta tras de mí. Me quedé un momento en silencio, con las manos apoyadas en las caderas, observando el caos. Nadie había tocado esa habitación desde que nos mudamos, y eso fue hace más de seis meses. Cajas apiladas, estanterías vacías, adornos envueltos en papel de diario… Un cuarto olvidado por la rutina. Suspiré. Bueno, no tenía nada mejor que hacer. Tal vez no fuera divertido, pero hurgar un poco entre cajas viejas podía ser interesante. Quién sabe, tal vez hasta encontrara algo raro, o vergonzoso, o ambas.
Empecé por lo básico. Acomodé los libros en las estanterías, separándolos por género, como si eso me diera puntos de organización. Coloqué la computadora en el escritorio y acerqué la silla, aunque dudo que alguien la use pronto. Los adornos de porcelana y algunos cuadros los dejé donde me pareció que se veían decentes, aunque tengo cero gusto para decorar. Los portafolios y papeles del trabajo de mi mamá los guardé en los cajones sin mirar demasiado. Y al final, solo quedó una caja. Estaba sellada con cinta marrón gruesa, y en uno de sus costados se leía un nombre escrito a mano con marcador negro: Victoria.
Me detuve.
Victoria, el nombre de mi madre. No decía “oficina” ni “archivos”, ni nada genérico, solo Victoria, como si esa caja contuviera algo muy personal. Mi curiosidad se encendió de inmediato. Mamá nunca hablaba mucho sobre su adolescencia, salvo por la historia ya repetida de que se enamoró del tipo equivocado y quedó embarazada “por error”. “Mi hermoso error”, como suele decir con una sonrisa de resignación.
No lo pensé demasiado. Tomé un cúter que había cerca y corté la cinta con cuidado, como si estuviera abriendo algo frágil. Mi corazón latía con una pizca de adrenalina. ¿Fotos? ¿Cartas? ¿Algo que nunca quiso contarme?
—Ray, a cenar —la voz de mi madre me hizo dar un pequeño brinco. Me giré. Estaba parada en el umbral.
Sus ojos bajaron a la caja abierta y su expresión cambió. El cansancio que arrastraba todo el día se transformó en una mezcla de sorpresa y nostalgia.
—No puede ser... ahí estaba mi caja —se acercó, y al ver que la había abierto, me lanzó una sonrisa entre divertida y acusadora—¡Chusma!
—Salí a mi madre —respondí con media sonrisa. Me dio un golpecito suave en el hombro, como si me estuviera regañando... aunque se le notaba que no estaba molesta.
—¿Qué hay adentro? —me levanté del piso, curioso.
—Tonterías de mi pasado. Vamos, a cenar —dijo, dándose media vuelta.
—Pero mamá…
—A cenar, dije —repitió sin volverse, y se fue pasillo afuera con la misma autoridad con la que me despertó esa mañana.
Me quedé mirando la caja unos segundos más. No sabía qué había exactamente ahí dentro, pero sí sabía que no eran simples tonterías.
El día siguiente amaneció tan común como cualquier otro. Afuera, el cielo despejado dejaba entrar una luz suave que atravesaba las cortinas del living. Adentro, el tiempo parecía moverse más lento, como si el verano hubiera detenido el reloj solo para burlarse de mi aburrimiento.
Las vacaciones habían empezado hacía apenas dos días, pero yo me las había adelantado una semana con la excusa de adelantar trabajos para la universidad. En realidad, quería evitar a la gente. Las aulas, los pasillos, el estrés de fingir que tenía todo bajo control. Ahora, con tanto tiempo libre, me encontraba haciendo nada útil. Ni siquiera tenía un empleo. Mamá insiste en que me concentre en los estudios, aunque a veces sueño con tener mi plata, un poco de independencia.
—Ray —la voz de mamá me sacó de mis pensamientos. Estaba de pie en la entrada del living, con una expresión mezcla de entusiasmo y duda— ¿Te acordás que te mencioné lo del viaje de trabajo?
—Sí —respondí, más por cortesía que por memoria real.
—Bueno… surgió una gran oportunidad. Es un negocio importante —se sentó a mi lado en el sillón, tomándose un segundo para organizar sus palabras— Pero es fuera del pueblo. Y… por una semana.
—¿Y? No es la primera vez que me dejás solo en casa por unos días —dije, restándole importancia.
—No, pero si todo sale bien, vamos a tener que mudarnos —soltó, como quien lanza una bomba sin saber si va a explotar. Me incorporé de golpe.
—¿Mudarnos? ¿Y la universidad? No voy a viajar cuatro horas todos los días para cursar —crucé los brazos, frunciendo el ceño— Me costó adaptarme, mamá. No pienso empezar todo de nuevo.
—Donde vamos hay más oportunidades. Es una ciudad grande, con más opciones, más caminos...
—Tengo veinte años —la interrumpí— No voy a empezar otra carrera desde cero. Estoy bien acá, además, puedo buscar trabajo y mantenerme. ¿O no confiás en mí?
—No es eso —respondió, bajando un poco la mirada— Es solo que... no es tan fácil como parece. Estudiar y trabajar, no es como en las películas —se recostó en el sillón, mirando hacia algún punto invisible en el suelo— A veces se hace cuesta arriba.
Hubo un breve silencio. Me dolía un poco verla tan preocupada por algo que parecía no tener una solución simple.
—¿Cuándo te vas? —pregunté.
—Pasado mañana.
—Entonces tenemos un día entero y dos noches para pensarlo bien.
—Ray… no hay nada que pensar.
—Mamá, por favor. A este paso voy a independizarme a los treinta —dije medio en broma, medio en serio. Era cierto, ella estaba en todas, y yo… en ninguna.
Ella me miró con ternura y una sonrisa apenas dibujada.
—Sos mi único hijo. No me importaría —musitó.
—Mamá… —me quejé suavemente y ella rió bajito.
—Está bien, está bien… lo voy a pensar. Pero solo porque te amo —se inclinó para darme un beso en la frente y luego se levantó— Voy a dormir un rato. No hagas mucho ruido.
—Que descanses —dije, mientras ella desaparecía por el pasillo. Y así volví a mi soledad, igual que antes.
Entonces, como un rayo cruzándome la mente, recordé la caja. Esa caja con el nombre Victoria escrito a mano. Me había olvidado por completo de ella. Seguía ahí, abierta, en la oficina. Dudé. No era mía, y si los roles estuvieran invertidos, odiaría que alguien husmeara entre mis cosas sin permiso. Pero algo me llamaba, tal vez era el aburrimiento, o tal vez esa sensación inquietante que quedó desde que la encontré. Curioso, hace unos minutos ni me acordaba de su existencia, y ahora no podía dejar de pensar en qué contenía. Supongo que esto es lo que pasa cuando no tenés vida social: el lado chusma se intensifica sin control. Qué irritante, no soy así, o eso me gusta pensar. Yo respeto la privacidad, es un principio, una regla personal. Bueno... romperla una vez no me va a matar mamá está dormida, y no creo que haya nada traumático ahí dentro. ¿Qué podría haber? ¿Fotos de papá? ¿Un secreto familiar? ¿Un crimen?, aunque eso sería interesante. Capaz sea como una especie de Caja de Pandora, una vez abierta, nada vuelve a ser igual.
Me levanté del sillón y caminé en puntas de pie hacia la oficina. Cerré la puerta con suavidad tras entrar y mis ojos fueron directo a ella: seguía en el mismo lugar, como si me esperara. Me senté en el suelo, frente a la caja, y la abrí por completo. Dentro, encontré otra caja más pequeña, cuadernos, figuritas, algunos juguetes sueltos. No me detuve en los cuadernos, aunque sentí la tentación, en lugar de eso, abrí la caja más chica. Fotos, sueltas, desordenadas. Mi mamá en el colegio, su diploma, en algunas imágenes estaba sola o con amigas en otras, abrazada a un chico que supuse era mi padre. También aparecían mis abuelos, y la clásica foto grupal de compañeros de clase.
Me quedé mirando. No se parecía en nada a la adolescente que yo fui —digo, soy. En las fotos, ella se veía segura, extrovertida, siempre sonriendo. Agarré la foto grupal, la acerqué a mi rostro y empecé a buscarla entre todas esas caras... hasta que me detuve. Me congelé.
No puede ser.
Una chica, sentada justo al frente de mi madre, me miraba desde la imagen. Sonreía apenas, con una expresión serena, casi encantadora. Era ella. La chica de mis sueños.
Un escalofrío me recorrió la espalda. No podía apartar la mirada. Sus ojos —aunque estáticos en papel— parecían clavarse en los míos. No había forma de que esto fuera una coincidencia, era exactamente igual a la que aparecía en mis sueños, noche tras noche, y estoy seguro de que nunca vi esta foto antes. La recordaría. No había forma de olvidarla.
Saqué el celular con manos temblorosas y le tomé una foto, enfocándola solo a ella tal vez con la búsqueda inversa pudiera encontrar algo en internet. Me quedé un momento más mirándola hasta que reuní el valor para soltarla y volver todo a su lugar. Cerré la caja como si nada hubiera pasado, como si no acabara de descubrir algo imposible. Volví a mi cuarto, encendí la computadora y pasé la foto. Justo cuando estaba por buscarla, la puerta se abrió de golpe.
—Ray, hijo —entró mamá. Apagué el monitor instintivamente. ¿Va a aprender alguna vez a tocar la puerta? —No pude dormir por nuestra mini discusión —dijo con voz cansada— Así que lo estuve pensando mejor.
—¿Justo ahora querés hablar de eso? —murmuré, girándome hacia ella.
—Si la negociación sale bien, podés quedarte. Pero hay condiciones. No vas a trabajar, yo voy a mandarte plata todos los meses —declaró, como si fuera un trato entre ejecutivos.
—La idea era independizarme —repliqué.
—Shhh —me interrumpió, levantando un dedo— O eso, o te venís conmigo. Además, la universidad es cara. ¿De qué pensás trabajar, de camarero? No pagan bien en este pueblo, hijo— Suspiré. No tenía demasiadas opciones.
—Está bien. Acepto.
—También hay una condición más —añadió, y levanté una ceja— Tenés que llamarme al menos tres veces al día.
—¿Tres llamadas? ¿No podemos negociar una llamada y tres mensajes?
—Mínimo —dijo con seriedad. Asentí, rendido— Trato hecho— dijo, y sin previo aviso, me abrazó con fuerza.
—Ay, mamá… me vas a asfixiar.
La noche había caído sin que me diera cuenta. Afuera, el silencio del pueblo era espeso, interrumpido solo por el lejano zumbido de algún auto que pasaba de largo. Mamá dormía. Y yo, en cambio, no podía dejar de pensar en esa imagen. La única luz en mi habitación era la del monitor de la computadora. Frente a mí, decenas de fotos llenaban la pantalla, todas de ella. Sonriente, elegante, etérea, parecía sacada de un comercial de perfume. Alta, delgada, con esa belleza hegemónica que roza lo irreal. Claro que era modelo, era evidente. Lo raro era que nunca la hubiera visto antes, hasta en mis sueños.
Abrí uno de los primeros resultados. Una nota de archivo, fechada en el año 2000. El título me erizó la piel:
“Joven modelo desaparece sin dejar rastro.”
Mi mamá tenía dieciocho en ese entonces, y si eran compañeras, Elizabeth también. Bajé el cursor con cuidado, como si cada palabra fuera más pesada que la anterior.
“Elizabeth Nilsson, una joven modelo en ascenso, desapareció sin dejar rastros. Los primeros sospechosos fueron sus padres…”
Elizabeth. El nombre le calzaba perfecto. Suena elegante, refinado. Como ella.
“Isabelle Martin, madre de la joven, asegura que la última persona que vio a su hija fue su padre, Richard Nilsson. También afirma que ambas fueron víctimas de maltrato físico y psicológico por parte de él…”
Tragué saliva. ¿Su propio padre la hizo desaparecer? Bueno, el mío se borró del mapa también, pero no es el mismo caso. Seguí leyendo.
“Richard Nilsson se negó a declarar y actualmente se encuentra escondido, protegido en una locación confidencial. A continuación, las duras palabras que Isabelle le dedicó públicamente a Richard:”
“Después de todo lo que le hiciste, ella iba a ser libre. Libre de tus garras, animal. Pero no la dejaste. ¿Qué tan miserable tenés que ser para no dejarla vivir? ¿Querés que viva para siempre? ¿Qué tenés en la cabeza? Devolveme a mi hija, a mi bebé… dámela, por lo que más quieras. No puedo seguir si sé que está con vos.”
Me quedé en silencio. Releí esa última parte una y otra vez. ¿“Vivir para siempre”...?
¿La asesinó? ¿La encerró? ¿Qué quiso decir con eso?
Cuanto más leía, menos entendía. Revisé otras páginas. Todos los artículos repetían lo mismo: la promesa, la belleza, la desaparición, el escándalo. Fotos de la vieja mansión Nilsson no faltaban. Incluso tenía dirección. Pensé, por un instante, en ir, ver con mis propios ojos. Buscar un diario, una carta, cualquier pista, pero, ¿realmente sería capaz? ¿Qué estaba buscando, exactamente?
Cerré todas las ventanas del navegador y apagué la computadora. Me tiré en la cama, con la cabeza llena de preguntas y los ojos clavados en el techo.
****Elizabeth****, su cara, su nombre, su historia. No podía dormir. Ella ya no era solo un sueño, era real. Y eso, en lugar de tranquilizarme, me inquietaba aún más.
Cuando por fin me rendí al sueño, debían ser casi las seis de la mañana. No supe en qué momento me venció el cansancio, solo que el nombre de Elizabeth se me quedó dando vueltas en la cabeza como un eco persistente.
—Ray, cariño…
Abrí los ojos a medias, solo para cerrarlos de inmediato por culpa de la luz que inundaba la habitación. Supuse que era el sol. Tenía tanto sueño que dolía.
—Levantate, vamos a desayunar afuera. Aprovechemos este día juntos, que mañana me voy —dijo mi mamá con un tono dulce, de esos que no permiten negarse.
Tanteé la mesita de noche con una mano hasta encontrar el celular. Entreabrí los ojos y leí la hora con dificultad. Las nueve de la mañana.
—Ay, mamá... ¿tan temprano? —murmuré, arrastrando las palabras.
—Cuando no esté vas a tener que levantarte todos los días a esta hora para ir a hacer las compras —respondió con una sonrisita— Siempre hay menos gente a esa hora. Dale, te espero en la sala.
Salió cerrando la puerta detrás de sí, dejándome con el alma en pena y el cuerpo negado a existir. Odiaba las despedidas, más aún si venían acompañadas de madrugar.
Me arreglé como pude y salimos. Mis ojeras eran imposibles de ocultar, lo confirmé en el reflejo de una vidriera. Pero ¿qué podía hacer? No tengo cremas ni correctores mágicos. Solo dignidad en piloto automático. Paramos en la nueva cafetería del pueblo, Nisenboim’s Sweet Creations, una franquicia famosa en todo el país, aunque recién llegada a este rincón olvidado del mundo.
—Ray, ¿no dormiste? Te estás quedando dormido con los ojos abiertos —me dijo mamá, notando mi estado zombi.
—Dormí tres horas, pero es culpa mía. No te preocupes —respondí, sabiendo que la verdad era otra, el caso de Elizabeth me había desvelado por completo. De hecho, ya me había olvidado por un momento. Hasta que la nombré en mi mente.
—Seguro fue con la computadora o el celular. Te vas a arruinar la vista, corazón.
Mejor eso que explicarte que estoy investigando a tu excompañera de secundaria porque aparece en mis sueños, pensé, mordiéndome la lengua.
—Ya sé, ya sé. No va a volver a pasar. Mejor hablemos de cómo la vamos a pasar hoy, ¿sí? —le sonreí. Mamá me devolvió una sonrisa cálida.
Nos tomaron el pedido y, cuando el desayuno llegó, el aroma era tan delicioso que sentí que estaba a punto de perdonarle al universo todas mis noches de insomnio. Las medialunas eran una obra de arte. El café con leche, celestial. Ya entendía por qué ese lugar tenía tanta fama, y por qué los precios daban miedo.
Mientras comíamos, mamá me dio toda su lista de consejos, cómo limpiar la casa, tips de cocina (aunque no es la reina de los fogones), y las clásicas advertencias sobre mantener puertas y ventanas bien cerradas en la noche. Lo básico, cosas que ya sabía, pero que igual me gustaba escuchar.
Después de comer hasta quedar a punto de estallar, decidimos quedarnos un rato más sentados. Yo miraba por la ventana, luchando por no dormirme con los ojos abiertos. El ir y venir de la gente me adormecía todavía más.
Hasta que la vi. Entre la multitud. Sonriendo. Elizabeth...
Estaba parada justo del otro lado del cristal, con esa sonrisa juguetona que me resultaba tan familiar. Me observaba como si supiera algo que yo no. Luego, sin decir una palabra, giró y empezó a alejarse, perdiéndose entre la gente al final del ventanal. Me quedé paralizado.
¿Era ella? ¿De verdad?
No, no puede ser. Capaz estaba alucinando. Sí, eso debía ser. Tres horas de sueño, demasiada cafeína, y una obsesión que crecía sin control. Esa combinación podía hacer ver cualquier cosa.
—Ray, no Seas maleducado —la voz de mi madre me sacó del trance. Giré para mirarla— Está medio dormido, pobrecito —agregó, señalando discretamente con la cabeza hacia un costado.
Seguí su indicación y vi a alguien parado junto a nuestra mesa. Llevaba delantal, un camarero. Levanté la vista.
—Charlie… —dije, sorprendido.
—Tanto tiempo, Ray. Ni un mensaje me mandás —respondió con una sonrisa. Yo también intenté sonreír, y fallé.
—¿Por qué lo haría? —dije, sin mucha convicción.
—¡Ray! —me reprendió mamá.
—¿Qué?
—No se preocupe, Victoria —dijo Charlie, bromeando— Sé que su hijo me quiere. Soy su único amigo, después de todo.
Suspiré, resignado. ¿Justo ahora tenía que aparecer?
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