—Mírame a los ojos —dijo Harl, con voz mezclada de odio y preocupación —. Sire, muéstrame las manos—, agregó. El hombre tenía la cabeza rapada, ojos de color miel, la piel quemada por las largas horas bajo el sol, un mentón cuadrado y nariz ancha, con casi dos metros de alto.
Él levantó la cabeza, la sombra de su padre lo cubría por completo. Harl extendió una mano con la palma hacia arriba, y el niño colocó las suyas sobre ellas, con la piel enrojecida por el ardor de exponerlas al fuego.
—Te has quemado por una apuesta —gruñó entre palabras.
—Era un juego, no una apuesta —replicó, intentando contener el sollozo.
—Juego o apuesta, no importa. Fue algo estúpido —dejó salir un suspiro mientras cubría las palmas con un ungüento.
Recordó que en su niñez apostó con otros niños por quién aguantaba más la respiración. Kul, un pequeño pelirrojo y pecoso de cuerpo huesudo, fue el primero en desmayarse. Al despertar, era un inútil, gritaba todas las noches por las pesadillas, lloraba suplicando que se detuvieran y susurraba todo el tiempo, aunque nadie sabía a quién le hablaba. No importaba lo lejos que estuviera de la cabaña de Kul, lo escuchaba todas las noches. Al final, lo enviaron a la catedral de Maél Solaris y jamás volvieron a saber de él.
Todos los niños hacían travesuras, todos se hacían alguna herida. Harl lo sabía, pero no era divertido cuando era su hijo quien se lastimaba.
—Trabajo todos los días en la siembra y no puedo volver corriendo cada vez que te lastimas —soltó un suspiro mientras terminaba de pasar el ungüento—. Necesito que seas obediente. Solo te tengo a ti, y no quiero verte herido. No estaré contigo toda la vida, llegará el día en que seas un adulto y necesitas ser fuerte, valerte por ti mismo —Harl miró fijamente al niño que tenía los ojos brillantes intentando contener las lágrimas—. Cada vez que te lastimas, soy yo quien más sufre —puso la mano del niño en el pecho sintiendo el latido del corazón—. Aquí. Promete que serás obediente, ve al templo, el Ductor Jargal dice que eres un niño listo y podrías ser como él.
El niño asintió con la cabeza, luego saltó en un abrazo que no envolvía al gigantesco hombre pero lo cubría de afecto.
La choza era de piedra adobada, con un respiradero en el techo por donde escapaba el humo del fuego de la cocina. Una pila de pieles de bestias hacían de cama, en un rincón tres cuencos de arcilla y una caja de madera donde guardaban el resto de la comida.
Sire reposó sobre las pieles, Harl preparó el fuego y comenzó a cocinar antes de la llegada de la noche.
—Pronto terminará la cosecha y comenzaremos la tala del bosque. Hay que preparar la leña para la llegada del invierno. ¿Quieres ir conmigo? —los ojos grises del niño brillaron de alegría—, pero —remarcó— debes prometer que irás al templo hasta la llegada de las gélidas.
Luego de una lucha interna reflejada en aquel rostro infantil, asintió.
Harl rió al ver la seriedad de aquella decisión, como si fuera a enfrentar a un monstruo con las manos desarmadas.
Conocía el motivo por el cual los niños temían al Ductor Jargal, ya que los adultos le temían de igual manera.
En el templo, el Ductor era quien impartía las leyes, la justicia y el castigo.
Un año atrás, un grupo de cinco hombres fue culpable de abusar de una joven de 16 años, decían que habían pagado por aquel servicio, pero el cuerpo magullado demostraba lo contrario. Al Ductor anterior no le importaban este tipo de cosas y muchos pensaban que este sería igual.
Jargal era regordete, de 1,65 metros de altura, cabello castaño y espeso que le agrandaba la cabeza. Al sonreír, los pómulos convertían los ojos en rendijas, de labios gruesos y rozados, cubierto por pieles de lana blanca con una faja ceñida a la panza y un medallón de bronce con una pirámide dorada colgando del cuello, reposando en un asiento de piedra caliza con un hacha doble descansando a un costado, el mango era de acero con anillos de oro con diversos símbolos tallados.
Luego de considerarlos culpables, les ordenó realizar la construcción de una choza de piedra. Eso le serviría a la joven como dote para cuando alguien la tomara como pareja. Debido a que le arrebataron la primera noche, en caso que quedara embarazada, mantendrían al niño hasta que sea un adulto, dando un cuarto de los alimentos asignados.
Los hombres decidieron que era más fácil matar al Ductor y huir al bosque en lugar de pagar dicho castigo, en su ignorancia, en el momento que sacaron los cuchillos, el hacha que parecía un adorno, los dejó sin cabeza.
Todos los presentes comprendieron porque siempre que juzgaba a alguien los tenía a tres pasos de distancia del asiento, era el alcance justo en el cual el simple balanceo sería suficiente para ser mortal y ese día lo demostró con creces.
Jargal sacó un pañuelo con el cual solía secarse el sudor de la frente, pero esta vez lo usó para limpiar la sangre que corría por el hacha. Llevaba cinco años siendo el Ductor del asentamiento de Valak, un hombre que parecía inofensivo también podía ser letal.
Harl comprendía que debía ser así, de lo contrario cada vez más habitantes estarían dispuestos a romper la ley del Dux Maggies. Los adultos lo veían de esa forma, los niños solo vieron a cinco hombres perder la cabeza y la sangre que cubría las losas de piedra correr por los surcos hacia ellos.
Desde ese día, ningún niño se atrevió a desobedecer, caminando en silencio para no llamar la atención. Para Sire, era más aterrador, su memoria era prodigiosa, conocía a la perfección las 100 leyes del Dux, los 50 cantos de gloria, los 9 ritos, los nombres de las 12 lunas y 7 anillos de Voco con solo escucharlos una vez, lo que llamó la atención del Ductor. Quería que el niño fuera uno de los asistentes del templo, educarlo para ser un Ductor, pero eso no hacía que el miedo desapareciera.
Harl luchaba con sentimientos contradictorios. Ellos eran Servus, cuya única obligación era ser obedientes al Ductor y los decretos del Dux. Si tenían suerte, estaría bajo el mando de alguien como Jargal, pero otros eran más ambiciosos y miraban a todos con la superioridad que el cargo les otorgaba. El anterior Ductor tenía 8 mujeres y 17 hijos. Cuando tomó a la novena, llegaron personas de la orden del templo, siendo llevado junto a toda la familia a una barcaza donde viajaron río abajo, y nunca más supieron de ellos.
Sentado en aquella loza fría con las piernas cruzadas, miró al hombre regordete que sonreía.
—Me alegra tenerte aquí, Sire —el hombre estaba en aquel asiento con el hacha a un costado y una cuenca de agua en las manos.
—Gracias a usted por aceptarme —dijo Sire con voz suave y nerviosa.
—Aun no te he aceptado, solo te doy una oportunidad —. Un joven envuelto en pieles grises caminó con una jarra de agua rellenando el cuenco. Tenía 19 años, era delgado de 1.72 metros y cabeza rapada, como era habitual en la época del verano—. Todos aquí están a prueba, pertenecer a la orden del templo requiere mucho más que ser elegido, tienes que tener el talento y a veces eso no es suficiente.
Inclinó el cuerpo hacia adelante mientras bebía otro sorbo.
—Ya has pasado el primer requisito, conoces de memoria todos los sermones, al igual que el resto de jóvenes que están conmigo —. Sacó un rollo de piel blanquecina, pasándolo al asistente que lo desenvolvió y lo puso frente al niño, quien lo miró por tres respiraciones. Luego levantó la vista desconcertado hacia Jargal; la piel estaba llena de extraños símbolos dispuestos uno al lado del otro, separados a veces por pequeños espacios.
—Lo has memorizado —susurró Jargal.
"Preguntó o lo afirmó", pensó Sire. No estaba seguro por aquel tono tranquilo. El niño dudó por unos segundos, pero no tenía el coraje de mentir. El hacha estaba allí, aunque quisiera evitar pensar en ella, seguía viendo brillar aquellos anillos dorados.
—Sí, Ductor Jargal —dijo con tanta firmeza como le fue posible obtener.
Jargal soltó una carcajada que hizo eco en el templo. El joven asistente estaba atónito al escuchar esas palabras.
—Ahora viene la parte difícil —volvió la cabeza al asistente—. Nur, dale un cincel y que practique en las tablas de barro — reflexionó por un momento —. Avísame cuando termine.
El cincel era una madera cilíndrica con una punta aguda en un extremo.
Los primeros intentos fueron lamentables. Le temblaban las manos mientras dibujaba sobre el barro semi seco en una caja de unos 30 centímetros de largo y 20 de ancho, apoyado sobre una mesa de piedra inclinada en 45 grados.
Nur le alcanzaba un trapo húmedo con el cual borraba todos los símbolos mal dibujados para empezar de nuevo. Recordaba las formas, pero imitarlas era más difícil de lo esperado. Trazos rectos, curvos, círculos o una mezcla de ambos.
Luego de una semana de hacer lo mismo, logró completar la tablilla. Los trazos no eran tan delicados como los vistos en el pergamino, pero Nur esta vez no le dio el trapo para borrar su trabajo.
El joven aprendiz no era muy hablador. Si asentir o negar con la cabeza podía considerarse hablar, estaba a cargo de observar que todos hicieran las tareas asignadas, paseaba en silencio y solo emitía sonido para llamar la atención. Siempre caminando con la espalda recta, la cabeza en alto, dando pasos rápidos y simétricos.
Luego estaba Khala, una mujer de 21 años, cubierta por pieles negras que resaltaban los rizos rojizos sujetados en dos coletas, de ojos azules adornados por salpicaduras de pecas en la cara blanca lechosa, o al menos así lo pensaba Sire. Más baja que Jargal, pero más alegre que Nur, no sabía qué labores realizaba, pero la escuchaba burlarse de todos en los descansos para la comida.
El templo tenía un gran salón de piedra caliza de unos 20 metros de largo por 15 metros de ancho. El techo sostenido por pilares de madera con diversas habitaciones en la parte trasera, siendo la más importante el almacén donde guardaban barriles llenos de trigo, cebada, miel y cerveza, siendo los más abundantes.
Un total de 20 aprendices realizaban diversas labores: limpiar, cocinar, cocer, cuidar el jardín o llevar las cuentas de las cosechas para el pago del tributo, mientras el trabajo del Ductor era mantener el orden.
Una torre que podía ser vista desde cualquier punto del asentamiento, era el campanario, ubicado en una plaza frente al templo. A veces podía verse a Jargal parado en la cima observando los alrededores.
—Haz completado la tarea a la perfección —no escuchó llegar a Jargal, la voz congeló al niño que se puso firme como una roca.
En la penumbra de la estancia, Jargal se encontraba frente a los misteriosos Glifos Aereus. Aquellos símbolos, que como aves en vuelo, trazaban palabras en el aire, eran la puerta a un conocimiento profundo, con una mirada sagaz, impartía su sabiduría.
—Estos Glifos Aereus —explicó el maestro con solemnidad— representan palabras. Existen otros más complejos, pero iremos paso a paso. Es la forma ideal de aprender, aunque en tu caso... —una sonrisa irónica danzó en sus labios. El resto tardaría meses en asimilar la mitad de los glifos que el joven Jargal logró en apenas tres respiraciones. El maestro esperaba que el aprendiz cometiera errores, deseando que no cayera en la complacencia consigo mismo—. Tu caso es particular, pero no seas arrogante. Puedes descansar por el resto del día. Mañana te enseñaré a leer el significado de cada uno.
Al alba del día siguiente, Jargal se dio cuenta de que su capacidad de asimilar no se limitaba a lo visual, sino que abarcaba todos los sentidos. Podía recordar no solo lo que veía, sino también lo que escuchaba, olía o tocaba.
"Si lo envío a la catedral, lo nombrarán Ductor, incluso si falla el rito", pensó Jargal, considerando las posibilidades que se abrían ante él.
Otra opción se presentaba en la forma de la Orden de Acus, una sociedad secreta bajo las órdenes directas del Dux y, sin embargo, por encima del Ductor, pero eso no era información que los Servus debieran poseer.
"El niño está muy apegado al padre. Eso podría ser un problema si los separo a la fuerza", reflexionó, observando el hacha colgada en la pared. Ostir, su hermano mayor, la forjó para él. Ambos anhelaban ingresar al Acus, pero la prueba resultó infructuosa. Al final, Jargal se conformó con ser un Ductor, al menos por el momento.
"Paso a paso", murmuró para sí mismo, recostándose en el colchón de pieles. Tenía tres posibilidades para ingresar al Acus, y ya había desperdiciado dos. De fallar nuevamente... "No pienses en fallar", le susurró una voz interior.
"Existen cosas peores que fallar una prueba. Rendirse antes de intentarlo es el mayor fracaso", pensó, renovando su determinación en la oscura quietud de la noche.
Dos meses pasaron en un abrir y cerrar de ojos, la llegada de las gélidas detuvo las cosechas y comenzó la época de tala, los árboles bordeaban la zona norte a menos de un kilómetro de distancia.
Sire observaría por primera vez el mundo fuera del asentamiento, Harl lo llevaba sobre los hombros marchando somnoliento.
Los hombres y mujeres ya estaban en la entrada norte esperando la apertura de las puertas.
Un muro de piedra rodeaba Valak, tenía dos metros de alto y una escalera llevaba a una plataforma donde estaban los vigilantes, ubicados en cada extremo de la puerta, con un cuerno colgando de la cintura en caso de ataque de las bestias.
Era la época más peligrosa del año, antes de la caída de las lluvias las bestias feroces buscarían comida para llenar el estómago y poder invernar en paz.
Sire escucho a Jargal decir que existían dos tipos de animales salvajes, las bestias feroces que solo comían carne, y las bestias guardianas que preferían las frutas y plantas, pero eso no las hacia menos peligrosas si alguien invadía su territorio.
Generalmente luchaban entre ellas pero a veces las bestias feroces encontraban los asentamientos humanos y entonces era necesario eliminar a toda la manada, porque no olvidan un lugar de caza, regresando una y otra vez.
El asentamiento tenía unas doscientas personas, pero menos de la mitad eran aptos para este tipo de trabajo, una carretilla empujada por un toro era la encargada de llevar las herramientas.
La única arma que un Servus tenía permitido llevar para defenderse era un cuchillo de cobre o bronce.
Las hachas, lanzas, mazas, y arcos estaban asignadas a los 12 cazadores liderados por él Ductor, el trabajo más peligroso según la mayoría, al mismo tiempo los cazadores eran los protectores, eliminando a toda bestia feroz que estuviera cerca del asentamiento y las zonas de trabajo.
Jargal iba al frente junto a 6 cazadores que cargaban arcos y lanzas, mientras el resto los seguía por la senda de tierra alisada por el paseo continuo de los carros, el primero llevaba las herramientas de trabajo, mientras el segundo era tirado por dos toros con una larga carreta para cargar la leña recolectada.
Los más altos eran los primeros en caer, el crujido de la madera era seguido del grito ¨uno abajo¨ para evitar aplastar alguien distraído o que estuviera descansando.
Sire, junto a otros niños estaban con las mujeres, llevaban canastas de madera que llenaban con hongos, frutos y raíces para hacer medicina.
Las siguientes dos semanas el trabajo era monótono, el niño aprendió a diferenciar las plantas de medicina, de las venenosas. Algunas veces los cazadores cargaban en los carros algunos conejos, ciervos o rara vez un lobo, hasta que fueron atacados por un oso negro, al día siguiente Jargal prohibió ir al bosque, el aroma de la sangre atraía a las bestias feroces, armaría un grupo de caza para dejar trampas en el bosque que advirtieran si más bestias se acercaban.
Pasaron tres días hasta que les permitieron volver al bosque, pero esta vez los niños permanecerían en el asentamiento.
- Sire - Nur\, llamo en un tono bajo y aburrido - Él Ductor quiere que des el sermón de esta tarde.
No era la primera vez, ya no era un asistente, ahora era reconocido como un aprendiz, algunos días daría el sermón, otros estudiaría los pergaminos de medicina, construcción, forja, el salón de estudios tenía grandes ventanales de madera cubiertos por rejillas de hierro para evitar que alguien ingresara a robar.
- Idiotas hay en todas partes - respondió Jargal\, cuando Sire pregunto por los barrotes pero el niño no creía que alguien tuviera el valor de robar el templo. - Dije idiotas\, no valientes - replicó\, el niño siguió sin entender la diferencia.
Cuando las lunas eran adornadas por un halo plateado, el clima gélido llegó a Valak.
El sol brillaba igual todo el año, por otro lado el viento era cambiante, cálido, refrescante, frio, suave o furioso, cambiada tan a menudo que nadie podía predecir de que dirección llegaría.
- Es igual que las personas - dijo Jargal\, luego de que Sire le preguntara sobre un pergamino que hablaba de los vientos capaces de crear remolinos que arrancarían los árboles de raíces.
- No entiendo - respondió Sire\, que ya podía hablar con Jargal sin que le temblara la voz.
- Cambian con el tiempo\, todos lo hacen.
- Mi padre no es así\, él me quiere y yo a él\, eso no cambia.
- Claro que lo hace\, dime\, lo has hecho enojar alguna vez\, sentir triste o cansado.
El niño inclinó la cabeza en arrepentimiento.
- Lo importante es que no dejes de quererlo a pesar de donde venga el viento. Es lo que un padre hace y lo que un hijo debe aprender - Jargal descubrió que él niño era ágil en la memoria pero lento en la comprensión.
Era difícil para él niño entender entre líneas, lo cual, por algún motivo, hizo que sintiera que Maél Solaris era justo cuando impartía los dones. ¨No existe el ser perfecto¨ pensó, sintiendo alivio.
- Mañana trabajarás con Khala sanando a los enfermos.
- ¿Y la anciana Tissa? - era la sanadora del templo\, ayudó en el nacimiento de Sire según Harl.
- Es demasiado mayor y la memoria ha empezado a fallarle\, por eso traje a Khala como nueva sanadora y tu irás con ella como ayudante. Los pergaminos te dicen lo que debes saber y el trabajo te dará la experiencia.
Jargal lo meditó por mucho tiempo, él niño tenía diez años y delgado como un junco, carente de fuerza y temeroso de la sangre, aunque crecería con el tiempo, se fortalecería con el alimento y el miedo calaría en el alma, algo que lo acompañaría de por vida de no ser enfrentado.
Khala humedecía un paño de lana para limpiar el sudor de un joven que agonizaba por la fiebre.
- Vamos Sire\, deja de estar parado allí como un tronco\, tráeme los ungüentos para las fiebres.
Él corrió hasta un estante donde había diversas vasijas con símbolos tallados en ellos.
¨Fiebre, fiebre, ¿Dónde está el ungüento de la fiebre? ¨ pensó mientras leía.
Una vez que lo tubo en las manos, volvió corriendo hasta Khala, en un ágil movimiento quitó la tapa de arcilla y con una cuchara de madera esparció aquella medicina gelatinosa de color verdusco por la frente.
¨Nunca toques a los enfermos con tus manos desnudas.¨ Decía uno de los pergaminos, existían enfermedades capaces de saltar entre las personas con solo tocarlas.
También llevaban bozales, a diferencia de los usados en los animales estos cubrían la nariz y la boca. ¨Nunca respires en un lugar lleno de enfermos.¨ Escribía en otro pergamino. ¨Enfermedades en la piel, enfermedades en el aire, enfermedades en las tripas, la carne, los huesos y la sangre. Tantas enfermedades y tan pocos remedios. ¨ Reflexionó él niño.
En la época invernal los vientos fríos congelaban los pulmones mientras la gente dormía, y algunos no volvían a despertar.
Harl, no estaba feliz que Sire trabajara con la sanadora, temía que enfermara, desde la mañana a la tarde ayudaba a los enfermos que estaban ubicados en un salón cerca del templo, ningún enfermo debía permanecer en la choza, en especial los ancianos que eran los más propensos a morir y esparcir enfermedades, según las leyes del Dux.
Una vez sanados eran devueltos a sus chozas y las camas de paja en la que descansaban usada para prender el fuego.
Al principio lo avergonzaba tener que pasar los ungüentos en los cuerpos desnudos, hombres, mujeres o niños, pero a los enfermos no les importaba y con el pasar de las semanas se convirtió en algo natural de realizar.
Asistió dos partos que le causaron vómitos y el enojo de Khala, gracias a las ancianas pudo completar el labor sin complicaciones, para el final de las gélidas estaba acostumbrado a tratar las quemaduras, las amputaciones y las fiebres.
Regresando a casa del templo antes del anochecer, miró a Lux, una de las doce lunas, brillaba con un tenue halo verdoso y las sombras en la superficie tenía la forma de una ave con las alas extendidas.
El año era dividido en dos estaciones, verano e invierno, tiempo de siempre y cosecha.
Una vez que el Halo verdoso borrara el plateado y el cambio de estación estaría completo.
Mientras salía del templo Sire pensó en que pasaría el año siguiente, seguiría siendo un aprendiz o marcharía a la catedral de Maél Solaris para convertirse en Ductor, abandonando Valak, a Jargal, Khala, Nur y a... Harl, ¨No, a él no ¨ miró el camino por delante y corrió a casa.
Antes de empezar la siembra debían aflojar la tierra, la temporada gélida endurecía la tierra dando lugar a las malas hiervas.
Cada hombre tenía asignado una parcela de tierra para surcar, de ese modo nadie podría quejarse que trabajaba más que otro, y era más fácil separar las plantaciones de cebada, trigo y maíz, el cultivo principal del asentamiento, de sobrar tiempo plantarían papas, batatas y otras verduras, luego cercarían los cultivos con estacas de madera para evitar que las bestias los devoraran por la noche.
Sire estaba en el salón de los enfermos cuando escuchó sonar el cuerno de los vigías, seguido de las campanas que llamaban a todos a regresar con urgencia.
Quiso salir a ver qué estaba pasando pero Khala lo tomó por la mano.
- Este es nuestro trabajo\, deja al resto que hagan el suyo - luego de dudar por un momento - prepara agua y mantas\, en caso de ser necesario.
Sire recordaba la última vez que escuchó el llamado de las campanas, hubo muchos muertos y heridos, al mes siguiente cambiaron al Ductor por ignorar su labor, eso también estaba escrito en los pergaminos.
El templo estaba en el centro del asentamiento, frente a la torre de la campana desde donde salían los cuatro caminos principales.
La gente corría desde la entrada norte, esa era la dirección del bosque, mientras el sur daba a los campos de siembra, en el este estaba el puerto de desembarco y oeste era el camino a la urbe central, Sire jamás vio que alguien lo utilizara.
Jargal miró la entrada del bosque, las figuras eran tan pequeñas que apenas emitían sombra.
- Valak - susurró Jargal\, los asentamientos no llevaban nombres al azar\, ni era el primero en explorar el territorio quien le daba el nombre\, el Acus usaría el nombre del animal más peligroso de la zona.
El Valak, era un animal de aspecto felino, de piel escamosa que no reflejaba luz alguna, ojos amarillentos con pupilas verticales, la nariz aplanada con colmillos inferiores sobresalientes, una cola corta que terminaba en punta, garras filosas que cortaban hasta los huesos, atacarían siempre en manada bajo el manto de la noche, y jamás abandonaban una zona de caza hasta acabar con todas las presas.
Jargal suspiró, miro a las personas que corrían a encerrarse en las chozas, no podría salvarlos a todos, una vez llegada la noche, comenzaría la cacería.
Divisó unas 20 figuras, seguro de que más estaban ocultas esperando la noche y los muros no los detendrían, las garras y el liviano peso les permitían escalar, la escamas eran blandas fáciles de atravesar pero la velocidad con la que se movían los convertían en blancos difíciles.
- Que todos tapen puertas y ventanas\, extiendan la voz - dijo Jargal a aquellos que aún permanecían curiosos observando a las bestias\, como si quisieran tomarlas de mascotas.
¨ Que Maél Solaris los proteja a todos, porque yo no puedo ¨ pensó, agarrando el hacha con fuerza.
Harl empuñaba una lanza tosca en sus manos, tras perfeccionar un bastón lo bastante largo y robusto como para evitar fracturas fáciles.
Sire vislumbró la seguridad en el recinto sagrado, pero los escritos advirtieron que aglutinar a la mayoría en un enclave común atraería a bestias más feroces. La táctica más acertada era dispersarlos y embestir cuando estuvieran en grupos reducidos.
Aquella noche, las fogatas, las narraciones, y el manjar caliente quedaban excluidos. El perfume seducía a las bestias, y la luz las molestaba. Las mujeres acunaban a los infantes junto a sus pechos para sofocar los sollozos, mientras los hombres permanecían en alerta frente a puertas y ventanas.
Desde la prominencia del campanario, Jargal observaba junto a los cazadores. Obstaculizar a las bestias en el muro solo lograría que se dispersaran hasta hallar un rincón sin resguardo. Entonces, podrían irrumpir y ser blanco de ataques desde ambos flancos. Era más sensato permitir su ingreso y asestar el golpe cuando estuvieran exhaustas de arañar las puertas y las murallas pétreas.
Desde esa atalaya, contempló el poblado, con sus cuatro vías principales y las moradas separadas por sendas angostas para posibilitar el tránsito de dos almas. Las cabañas, yacían amontonadas en bloques de cinco, creando cuadros armoniosos. Otra preceptiva del Dux: el orden. La población ansiaba esa disciplina en todos los ámbitos de su existencia, y los Ductor eran los responsables de inculcarla a todos los moradores del Vicus.
A las bestias les era indiferente el orden o el caos; solo perseguían el festín.
Las antorchas dispuestas en el muro cada quinquenio de pasos permitieron distinguir las siluetas saltar por la muralla y esfumarse en la penumbra. Gruñidos y arañazos resonaron en la zona norte. Jargal aguardó el momento adecuado con los hombres que lo acompañaban, cazadores tan mortíferos como las criaturas.
No emitieron ni un sonido; no se reflejaba el miedo en sus ojos, tan solo una calma tensa, a la espera del inicio de la caza.
Jargal pensó que, al menos en ese aspecto, estaban igualados con las bestias.
Cuando las sombras dejaron de danzar, todos esperaron unos minutos. En aquel silencio amargo, Jargal percibía el pulsar de su propio corazón. Indicó una de las casillas a unos veinte pasos de distancia. Un cazador apuntó con el arco, tensó la cuerda y detuvo su respiración. La sombra olfateaba a través de un resquicio en una puerta desgastada por el tiempo.
La flecha surcó el aire en silencio y clavó la sombra en el suelo. Un grito agudo, desagradable y gélido, resonó antes de que pudiera lanzar otro alarido. Otra sombra se precipitó sobre la bestia herida, desgarrándola con zarpas. Después, otra más acudió, hundiendo los colmillos en el cuello, cercenando todo sonido. A cada instante, más bestias se sumaban para morder.
La sangre las enloquecía. No importaba que pertenecieran a la misma camada; una vez que el aroma de la sangre las atrajera, no tendrían piedad. Las flechas continuaban su vuelo en todas direcciones. No podían amontonar a muchas bestias en el mismo sitio; no eran ingenuas y empezarían a husmear en los alrededores, revelando su posición.
—Seis lunas —susurró un cazador—, y apenas puedo vislumbrarlas.
Jargal alzó la vista al cielo. Lux, la luna más pequeña y lejana, destacaba.
"Una luna llena lejana, el resto en penumbra. Esta noche, los cielos son cómplices de las bestias", pensó.
Transcurrió más de una hora, y escucharon otros alaridos, esta vez cerca del embarcadero: un hombre, una mujer y niños.
—¡No! ¡No! ¡No! —vociferó el hombre—. Aléjate de ella —. Las sombras se desplazaron hacia esa área. Los lamentos infantiles duraron unos instantes, pero antes de que ubicaran la choza, volvió el silencio.
Jargal apretó con fuerza el hacha y contempló el horizonte, anhelando la salida del sol. La noche, por otra parte, no tenía apuro por abandonarlo.
Harl contuvo la respiración, apuntando con la lanza a la puerta. Oía los rasguños incesantes que horadaban la tierra. Miró por una pequeña abertura en la madera y halló la oscuridad, a pesar que los rasguños aumentaban en rapidez, como si la misma noche los estuviera buscando.
"La choza contigua", reflexionó Harl, intuyendo lo que acontecía. La noche se extendía más de lo acostumbrado. A veces escuchaba los lamentos, en especial de mujeres y niñas, sumando un total de once.
"La sangre", pensó Harl, sin saber si debía hallarse aliviado por la idea.
"Lorna, Kran y el infante", meditó sobre la familia vecina. El pequeño no había derramado lágrimas en toda la noche. Volteó la cabeza y observó a Sire, envuelto en pieles con la espalda contra la pared, con la mirada fija en la rendija del techo, apenas del tamaño de un puño.
Harl levantó la vista y unos ojos amarillentos lo escudriñaron con intensidad. "La loza", reflexionó. "Olvidé colocar la loza".
La bestia acercó el hocico a la abertura, inhalando profundamente. Harl estuvo a punto de atravesarla con la lanza, pero se contuvo; la sangre correría, y eso atraería a más bestias.
Esperó y mantuvo la mirada en aquellos ojos que parecían percibir los latidos del corazón. Intentó contener la respiración para apaciguar el temor, pero la bestia inhaló de nuevo. "¿Qué huele?", la mente de Harl no tardó en encontrar respuesta, al ver brillar aquellos ojos con algo semejante a la satisfacción. "Miedo, huele el miedo".
Un chillido agudo lo sobresaltó, a punto de acometer a la bestia. El animal miró hacia un costado y desapareció de la vista.
Harl tomó una bolsa de pieles con la que recolectaban las frutas y cubrió el hueco, quedando completamente a oscuras.
El llanto contenido provenía de un costado, reconoció la voz de Kran.
— ¡Por favor no! —luego hubo otro chillido más, y el sonido de las garras contra la tierra regresó — ¡Ayuda, por favor, ayuda! —gritó desesperado.
Harl tuvo una idea de lo que pasaba pero no quería imaginarlo, agarró la lanza con más fuerza mirando debajo de la puerta temiendo que la bestia también hiciera un hueco bajo ella.
Esta vez no hubo forma de contener el llanto del bebé.
— No lo dejes pasar —dijo Lorna —. Tapa el hueco con el barril —. Las bestias siguieron cavando al encontrar el camino truncado, insistieron hasta que el bebé dejó de llorar, buscando una presa más fácil abandonaron el lugar.
Harl siempre pensó que Lorna era mucha mujer para el joven Kran y al parecer tenía razón.
Le recordó a Mizza, la madre de Sire, la mujer no tenía miedo y si lo tenía sabía cómo enfrentarlo.
La primera vez que la vio estaba recolectando papas, tenía el cabello castaño y ojos grises, un rostro regordete, alegre y labios finos, nunca olvidaría el toque de aquellos labios, mientras ella estaba de puntillas de pies y él inclinaba la cabeza, no era cómodo, pero era perfecto.
El recuerdo de ella vino repentinamente, una historia que le había contado muchas veces a Sire.
— Grandote, ven aquí —le dijo la primera vez —. Me has estado mirando toda la semana, así que te daré dos opciones, dejas de mirarme como un niño tonto o construyes una choza de piedra y pagas al templo por mi primera noche —. Luego cargó la bolsa en la espalda y caminó entre los cultivos.
Harl estaba sonrojado y en ese momento las palabras salieron sin pensarlas.
— Construiré la choza, pagaré tu primera noche... y todas las siguientes —gritó y los presentes comenzaron a reír y aplaudir, ella giró tan sonrojada como Harl, le sonrió y esos ojos grises brillaron como estrellas.
— Me llamo Mizza, estaré esperando que cumplas tu palabra.
No era la mujer más bonita que había visto, pero era la única a la que no podía dejar de mirar.
El recuerdo hizo que Harl se relajara, acarició la cabeza de su hijo y le sonrió, no estaba seguro si podía verlo en aquel tenue lugar, Sire salió debajo de las pieles dándole un abrazo. La noche era menos tenebrosa estando juntos.
Jargal miró el cielo que estaba tornándose rojizo, a pesar de estar despiertos toda la noche no tenían sueño, los ojos rojos reflejaban odio por todos los muertos, la luz del sol le arrebataría la ventaja a las bestias, no podrían ocultarse en la oscuridad para hacer ataques furtivos y la visión nocturna desaparecería.
Jargal y los doce cazadores llevaban sobre las pieles una cota de malla, escudos y lanzas de acero, eran artículos más pesados y ruidosos siendo más efectivos en la defensa que en el ataque.
Cuando el sol brilló por el horizonte los hombres bajaron las escaleras en forma de caracol, creando una formación semicircular de espaldas a la torre. Jargal tomó la soga del campanario y la jaló con fuerza, resonando la campana con aguda nitidez, las bestias volvieron la cabeza mirando al hombre en la cima de aquella torre y los ojos ardieron con sed de sangre.
— Es hora de la cacería —agarró el hacha con ambas manos y rugió —. Que ninguno salga con vida, es hora de la venganza, ¡Por Maél Solaris! —. Los cazadores golpearon las lanzas en los escudos, incitando a las bestias a cargar contra ellos.
— ¡Por Maél Solaris! —gritaron, mientras las bestias se movían como una marea oscura.
Jargal saltó desde la cima de 7 metros de alto envuelto en luz dorada, cayendo sobre las bestias que habían chocado contra la formación.
Aplastó cinco bestias en la caída, antes que pudiera volver a retomar el equilibrio dos bestias ya saltaban con las fauces abiertas y las garras listas, agitó el hacha partiéndolas por la mitad.
Dio un paso atrás para estar más cerca de la formación, una bestia enganchó las garras en la malla, atacando desde un punto ciego rompió el equilibrio dejando un pequeño corte en la piel, antes de volver la cabeza, una lanza le quitó de encima el animal. Volvió a retroceder, los anillos del hacha brillaron, en un movimiento horizontal dejaron salir llamas por donde pasó el corte, quemando las bestias más cercanas, dio otro paso atrás, ingresando a la formación mientras respiraba con dificultad y el brillo que emitía ahora era tenue.
Las bestias al ver las llamas se dispersaron, los cazadores dieron un paso al frente rematando a los heridos.
El aroma de sangre y carne quemada era todo lo que quedaba en aquella plaza. Jargal dio un rápido vistazo a los cuerpos contando las cabezas.
— ¿Cuántas escaparon?
— Conté siete — dijo Balcos, el primer cazador, mientras agitaba la lanza para quitar las tres bestias que había atravesado de una estocada.
— Recuperen el aliento, pronto iremos a buscarlos.
Jargal era consciente de que la batalla no duró más de unos segundos, pero el cansancio por el uso de la bendición lo agoto completamente. El corazón estaba acelerado, los músculos le dolían y la bendición otorgada por el hacha estaba agotada por el momento, el rasguño en la parte baja de la espalda le ardía. Uno de los cazadores regresó a la torre para buscar un ungüento y detener el sangrado.
No tenían prisa, no importaba donde se escondieran las bestias, las matarían sin piedad, tal como ellas lo hicieron en la noche.
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