Nota de autor:
Aunque esta historia aparece como completa, su final es abierto dado que tendrá segunda parte que publicaré una vez esté completa.
Aún recuerdo la primera vez que lo vi.
Hace tres semanas.
Fue un día importante para mí, no solo porque fue el día que le conocí, si no porque aquel día fue el motivo por el que recibí la mayor sorpresa de mi vida.
Empezó como cualquier otro día.
Mi novio de siempre, Alberto, me invitó a cenar. Eso no era algo inusual.
Desde que empecé a trabajar como residente de enfermería apenas le veía, y él siempre trataba de hacer planes para estar juntos.
Por fortuna, aquella noche salí temprano y pude aceptar la invitación.
Recuerdo que me arreglé a toda prisa, y que salí con el cabello alborotado y con el primer conjunto que encontré.
Aún así, al llegar al modesto restaurante Alberto me dedicó una sonrisa encantadora, con los ojos brillantes.
—Te ves fantástica, Olivia.
Realmente lo dudaba, pero era un detalle de su parte hacer tal cumplido.
Le di un beso en la mejilla y, cogidos de la mano, entramos al restaurante y una hermosa camarera nos condujo hacia nuestra mesa.
Alberto estuvo nervioso todo el rato, me di cuenta, pero no mencioné nada, atribuyéndoselo a su trabajo de reportero.
Comimos los entrantes y el primer plato con normalidad. Fue en el descanso entre el segundo plato que Alberto pareció coger fuerzas para decir lo que llevaba queriendo decir toda la noche.
—Olivia, nosotros... Llevamos mucho tiempo juntos, ¿verdad?
—Nueve años — le digo sonriendo. Tengo 27, llevamos juntos desde el primer año de universidad. Alberto asintió.
—Sí, eso precisamente. Llevamos muchos años juntos, te amo, pero parece que nuestra relación está estancada, ¿sabes? El estómago se me encogió, y perdí el apetito.
—¿Qué ocurre, Al? — le pregunté.
Alberto aspiró aire con fuerza.
—Liv, tengo que decirte algo muy importante.
En ese momento trajeron el vino. Sonreí con torpeza a la camarera mientras nos lo servía; noté como Alberto jugaba con las manos bajo la mesa.
Cuando la camarera se marchó, él parecía más decidido que antes.
—Olivia, tengo algo que decirte. Aceptaré cualquier reacción por tu parte.
—¡Alberto, por la diosa, me estás poniendo nerviosa! ¿Qué ocurre?
—¿Recuerdas a Rebecca Montoya?
Sí, la recuerdo. Coincidí con ella en una o dos fiestas del trabajo de Alberto. Era una fotógrafa de las que persiguen siempre la historia sin importarle las consecuencias.
Asentí con la cabeza en respuesta a su pregunta.
—Comenzó hará dos meses, en la fiesta de Navidad de la empresa. Fue un beso tonto, de broma, pero luego ha ido yendo a más y, bueno... ¡Lo siento Liv!
¿Sentía? ¿Qué sentía? ¿El haberme engañado durante meses o el tener que contármelo?
—Te mereces a alguien mejor, Liv— ¿por qué seguía hablando? —. Yo no te merezco. Eres una persona maravillosa y yo soy un imbécil por...
—Sí, lo eres— le corté. No quería oírlo más —. Eres un imbécil. Espero que te vaya bien con Rebecca Montoya. Esperaré con ansias la invitación a vuestra boda.
Me levanté de la mesa y fui directa hacia la salida del restaurante.
Me dirigí hacia un callejón y vomité la comida que había ingerido. Odio el pescado desde entonces.
Después no quise volver a casa. Sabía que me sentiría estúpida por no notar nada sobre el engaño de Alberto y en su lugar me dirigí hacia el primer bar que encontré.
Me senté en la barra y pedí la cerveza más fuerte que tuvieran.
Fue entonces cuando escuché su voz por primera vez.
—¿Ahogando las penas?
Miré con furia hacia mi derecha. Un hombre guapo, de unos cuarenta años, estaba sentado allí. Tenía el cabello castaño claro y una fuerte mandíbula que podría romper vidrio con ella.
—¿A ti qué te importa? — le reprendí—. Métete en tus asuntos.
—Me importa porque este no es un lugar seguro donde una dama deba beber hasta el olvido.
Me reí.
—¿Dama, dices? ¡Diosa, tiene gracia! No me siento como una dama en absoluto, así que este es el lugar adecuado para mí.
Le di entonces un trago a mi cerveza,pero el hombre no se dio por vencido.
—Escucha, soy de este barrio y créeme cuando te digo que no es seguro para alguien como tú. Deja que te saque de este lugar y...
—¿Y acompañarme a mi casa como un buen samaritano? No dejaré que me engañen dos veces en un mismo día.
En ese momento me dejó en paz, pero sentí su mirada en mí durante todo el tiempo que estuve allí.
No recuerdo cuánto bebí, es lo único que no consigo recordar de aquella noche.
Si recuerdo que, cuando me levanté del taburete, el desconocido se hallaba repentinamente a mi lado.
Desistí de decirle que me dejase en paz, y simplemente me limité a ignorarlo mientras me dirigía hacia mi coche.
—No pensarás conducir en tu estado, ¿verdad? — me preguntó.
Aspiré aire con fuerza, y le arrojé las llaves.
—Avenida South, bloque 3—le dije.
Él asintió y se sentó en el lado del conductor.
El viaje fue tranquilo. El sueño se iba apoderando de mí, y cada vez me costaba más mantenerme despierta.
—Ya hemos llegado — informó el buen samaritano.
Giré la cabeza y comprobé que, efectivamente, nos hallábamos ante mi bloque de apartamentos.
La sola idea de entrar ahí sola hacía que se me revolvieran las tripas.
—¿Quieres entrar? — le pregunté.
Me miró con sorpresa y, podría jurar, un poco avergonzado.
—No creo... Tú no estás...
Le callé con un beso en los labios.
Él me lo devolvió.
—¿Quieres entrar? — repetí, dejando claro que no volvería a ofrecerlo. Él asintió.
Subimos a mi piso entre besos y tocamientos desesperados, no sé en qué pensaba él, yo solo quería olvidar a Alberto.
Fue increíble.
Aún se me eriza la piel cuando recuerdo sus besos y sus manos sobre mi piel desnuda.
Desperté a la mañana siguiente con un dolor de cabeza horrible, y me dirigí inmediatamente al baño para vomitar.
Cuando no quedaba nada más en mi estómago que echar abrí el gabinete donde guardaba las medicinas, me tomé dos ibuprofenos y me dirigí de vuelta al dormitorio.
No había nadie más.
Admito que me sentí un poco desilusionada, pero me encogí de hombros y me vestí para ir al trabajo.
Los siguientes días fueron normales.
Empecé a notar los primeros síntomas a las dos semanas.
Cada mañana me despertaba con ganas de vomitar, aunque no hubiese comido nada la noche anterior,y empecé a detestar el olor a tabaco cuando nunca me había molestado.
Fue mi compañera de trabajo Mónica la primera que lo notó, aunque fuese como un comentario en broma hacia mis quejas por el pescado de la cafetería del hospital.
—¡A lo mejor estás embarazada! — dijo entre risas.
Eso me alarmó. Recordé aquella noche — fue la última vez que tuve sexo con alguien — y me llamé imbécil de mil maneras distintas por no exigirle que se pusiera un condón.
Cuando salí del trabajo me dirigí hacia la primera farmacia de guardia que hallé y, un poco cohibida, compré dos tests de embarazo, solo para asegurarme.
La farmacéutica no dijo nada, pero su mirada despectiva se me quedó clavada.
Conducí hasta mi piso y, nada más entrar, me fui al baño para hacerme la primera prueba.
Esperé pacientemente y miré con horror como la rayita del tubo se ponía rosa.
Me hice la segunda prueba, el corazón a mil por hora, y casi lloro de horror cuando volvió a salir el mismo color.
Mi mayor temor — en ese entonces— quedó plasmado en aquel tubo de plástico.
Estaba embarazada.
En la actualidad.
No sé cuánto tiempo me quedé en mi baño mirando la prueba de embarazo.
Por fin me levanté del suelo y, nerviosa, me acerqué al espejo.
—De acuerdo, Liv, cálmate. Lo mejor que puedes hacer es pedir cita con un ginecólogo para confirmarlo. Pero no de tu hospital. El cotilleo allí es horrible.
Respiré inhalaciones cortas para que mi corazón recuperase su ritmo normal.
¿Y luego qué?
¿Tendré al bebé? Por supuesto. Se me revolvió el estómago ante la simple idea de abortar.
O, diosa, por favor, que el padre no sea Alberto. No quisiera tener nada que me ate a él.
Aunque supongo que eso no había forma de averiguarlo.
No iba a ir a buscarlo para pedirle una muestra de sangre para poder verificarlo. Tendría que explicarle lo que pasa y no, a Alberto no, no quiero volver a ver a ese imbécil.
Pero había otra posibilidad.
¿Y si el padre era aquel desconocido? Tampoco es que vaya a empezar a acechar aquel bar en su búsqueda. Fue un polvo de una noche y nada más.
Muy bien, decisión tomada. Criaré a este bebé por mi cuenta. No necesito saber quien es el padre para hacer eso.
Asentí al espejo, y tiré los tests a la papelera del baño antes de volver al salón. Sin embargo, un impulso me hizo detenerme y regresar a coger uno de los tubos. Idiota.
Suspirando,guardé el objeto en un cajón de mi habitación y cogí el teléfono para concertar una cita con Bastian, mi ginecólogo. Me la dio para dentro de tres días.
Me dejé caer en el sillón con un suspiro, tocándome mi largo cabello pelirrojo.
Fui una estúpida esa noche. Yo jamás había actuado de esa forma antes.
Pero estaba tan dolida, sintiendo que había tirado nueve años de mi vida a la basura.
Ahora solo me queda aceptar las consecuencias de mis actos.
Este bebé es una señal.
No tengo porqué envejecer sola — algo que di por sentado desde mi ruptura con Alberto —, centrada únicamente en mi trabajo.
Tendré a alguien que me amará incondicionalmente, a quien corresponderé de igual manera.
Sonreí.
En verdad me entró ganas de buscar al desconocido, solo para darle las gracias por esto.
Me tumbé en el sillón, mirando el techo blanco de mi salón.
Ya tengo ganas de que pasen estos nueve meses. Sé que serán horribles y estresantes, sobre todo porque no tengo nadie para ayudarme en el proceso, pero al final valdrá la pena.
Toqué mi barriga,con la vaga esperanza de sentir alguna cosa.
Nada, por supuesto. Aún era demasiado pronto.
El cansancio se apoderó de mí y cerré los ojos, con imágenes de bebés sonrientes en mi cabeza.
Desperté mareada,un sonido estridente retumbándome en los oídos.
Me senté con cuidado y miré hacia la ventana, era ya de noche. Había dormido toda la tarde.
El sonido estridente volvió a escucharse, y parpadeé dormida mientras alcanzaba mi móvil, que estaba en la mesita al lado del sillón.
—¿Diga? — respondí con voz ronca.
—¡Oh, Olivia, querida, gracias a la diosa que has contestado, empezaba a preocuparme!
Fruncí el ceño ante la voz de Micaela, la madre de Alberto.
—Hola— dije en un susurro, sujetándome con fuerza al forro del sillón. ¿Para qué me llamaba?
—¿Como estás, querida? Hace tiempo que no hablamos y no puedo evitar preocuparme por ti. Estás tan sola...
Suspiré.
Sí, de acuerdo, mi ex—suegra y yo tenemos una buena relación. ¿Es eso tan raro? Solo que con la ruptura con su hijo di por sentado que la incluía a ella. Al parecer Micaela no pensaba igual.
—Estoy bien, Mica, gracias por preguntar.
—¡Olivia, no tienes que agradecer nada! Eres como una hija para mí. Si conocieras a la nueva pareja de mi hijo... Es una perra.
Me reí, no pude evitarlo. Micaela era así, franca y sin filtros entre lo que pensaba y decía.
—Sí, estoy de acuerdo. Son tal para cual, ¿no? — dije, sabiendo que no se ofendería por el insulto velado hacia su hijo.
—¡Alberto es un imbécil! ¿Cómo ha podido cambiar a alguien tan bueno como tú por esa zorra? Tendrías que verla, pegada a él, manoseándolo todo el tiempo. ¡No la soporto! Sonreí.
—Mica, si Alberto quiere estar con ella, tienes que respetar su decisión.
— le aconsejé.
—¡De ninguna manera! Tiene que volver contigo, Olivia. Sois perfectos el uno para el otro.
—No lo creo— dije con amargura—. Muy tonta tendría que ser para volver con alguien que me ha puesto los cuernos.
—Olivia, por favor, no te cierres. Dale otra oportunidad.
—Micaela, no. Por favor, no insistas. Eso se acabó.
La escuché suspirar, y durante un segundo me sentí culpable.
Micaela ha sido como mi segunda madre durante nueve años, y me disgusta ser desagradable con ella.
—Oye, ¿qué te parece si quedamos para almorzar? Mañana a las tres y media, ¿qué me dices? — sugerí como ofrenda.
—¡Por supuesto querida! ¿Trabajas mañana?
—Sí, espero terminar el turno a tiempo. Pero por si acaso te cito media hora más tarde.
—De acuerdo, Olivia. Mañana a las tres y media te esperaré a la entrada de ese hospital tuyo. ¡Qué tengas dulces sueños!
Colgué con un suspiro.
Bien, almuerzo con mi ex—suegra. Seguro que no será incómodo ni nada por el estilo.
Volví a dejar el móvil sobre la mesita y, sin ganas de dirigirme a mi dormitorio,, me acomodé en el sillón y me dormí de nuevo en un sueño sin sueños.
Nick-Luke Arnold
Me desperté mareada y con ganas de vomitar.
Luego de vaciar mi estómago en el retrete, me dirigí hacia el lavabo y me miré en el espejo.
Estaba pálida — más de lo normal — y con pequeñas ojeras.
Me lavé la cara con agua fría y me puse maquillaje ligero para ocultar las ojeras, aunque nadie en el hospital se extrañaría, ya que era común que los residentes las tuvieran.
Me puse ropa cómoda, cogí la bata azul del hospital y me recogí el largo cabello en una coleta. Lista.
Conducí sin prisas hacia el trabajo, ya que me había levantado con tiempo de sobra.
Estacioné mi coche en el parking y cogí mi mochila.
Mi compañera Mónica fumaba tranquila apoyada en una columna cerca de la entrada.
La saludé al pasar y ella me devolvió el saludo con una sonrisa.
Caminé por los largos pasillos, esquivando a unos y saludando a otros.
Al llegar a los vestuarios, abrí mi taquilla y guardé con precaución la mochila. El test de embarazo estaba en su interior. No sé porqué, era una tontería, pero me daba tranquilidad llevarlo encima.
—Hola Liv. No tienes buen aspecto.
Sonreí a Daniel, otro residente de primer año, y éste me sonrió a su vez.
—No dormí bien anoche— dije cerrando la taquilla —. Mi ex—suegra me despertó por teléfono para quejarse de su nuera actual. Daniel se rio.
—Envidio la relación que tienes con ella. La mía parece que quiere matarme con la mirada.
Le palmeé el hombro.
—Y yo te envidio a ti. Quiere que vuelva con Alberto.
—Espero que no te lo estés replanteando.
—Por supuesto que no— dije con firmeza—. Ser cornuda ya es bastante, no pienso ser patética también.
Charlando con Dani el tiempo pasó rápido y llegó la hora de empezar mi turno.
Esa mañana me tocaba con la doctora Grace Smith.
Nunca trabajé con ella antes, y me gustó la novedad. Resultó ser una mujer seria, que nos pedía nuestra opinión sin ese tono condescendiente con el que nos hablaban la mayoría de los médicos.
Estaba cambiándole la vía intravenosa a un paciente en coma cuando mi teléfono sonó.
Enrojecí ante la mirada de mis compañeros y de la doctora Smith.
—¿Algún problema Temple? — Grace me miraba con los brazos cruzados y sacudí la cabeza —. Entonces sigue.
Ignorando el tono de mi móvil — menos mal que era un tono genérico continué con mi trabajo.
Una vez puesta la vía Smith nos sacó de esa sala y nos llevó a otra para pedir nuestra opinión sobre el diagnóstico de otro paciente en coma.
En el camino saqué mi móvil con disimulo para observar de quien era la llamada, y fruncí el ceño ante el número desconocido.
El resto de la mañana pasó sin nada más que resaltar; salvo que tuve que ir corriendo al baño para vomitar dos veces, fue todo normal y cuando quise darme cuenta eran las tres y diez y mi turno había acabado.
Sabiendo que tenía el almuerzo con Micaela, me dirigí a los vestuarios para arreglarme y no oler a hospital.
Cogí mi mochila, me despedí de mis compañeros, dándole una palmada en el hombro a Daniel antes de cruzar la puerta y encaminarme hacia la entrada principal.
Me sorprendí al ver a Micaela ya allí.
Todavía faltaban diez minutos para nuestra cita.
La mujer me saludó sacudiendo la mano con entusiasmo.
—¡Olivia! Que alegría volver a verte. Vaya, estás guapísima.
—Hola, Mica— contesté dándole un abrazo,gesto que devolvió.
Micaela era una mujer de unos sesenta años, pero se conservaba bien.
Delgada, pero no esquelética, tenía el rostro anguloso y una sonrisa siempre en su rostro. Al menos cuando estaba conmigo.
—¿Dónde comeremos? No vayas a decirme que en la cafetería de este lugar.
Me revolví incómoda. Esa era mi intención.
Micaela lo notó.
—¡Olivia, cariño, tienes que salir más! Hay un restaurante de comida vegetariana a dos manzanas de aquí. ¿Has ido alguna vez?
Sacudí la cabeza.
—Pues iremos allí. Si no te importa, claro.
—Por supuesto que no, Mica. Vamos.
El restaurante tenía por nombre "Green Wood", y al parecer era popular en la zona, ya que tuvimos que esperar quince minutos para poder disponer de una mesa.
Una vez atendidas y servidas, Micaela no tardó en dejar claro sus intenciones.
—Olivia, sé que mi hijo ha sido un imbécil contigo, pero te pido por favor que pienses en darle otra oportunidad.
—Mica, no. — dije mirando mi ensalada de frutas—. No pienso arrastrarme.
—No te estarías arrastrando, estarías reclamando lo que te pertenece. —
Alberto no pertenece a nadie, no a Rebecca Montoya y menos a mí. Micaela junto las manos.
—Por favor hija, hazlo por mí. Esa tal "Rebe" es una interesada. No sé cómo mi hijo no se da cuenta de eso.
—Está enamorado, Micaela. — dije con amargura. Me pregunté si alguna vez lo estuvo de mí.
—¡Está idiotizado! ¿Sabes lo que hizo ella el otro día? Bajó a la cocina en bragas y sujetador y, cuando me vio allí, se pavoneo como una hiena,mostrando sin ningún pudor las marcas que mi hijo le dejó la noche anterior.
—Debió de ser incómodo — me compadecí ignorando como mi pecho se contraia.
—¡Fue asqueroso! No necesito saber lo que hacen. Por favor, Olivia, libérame de este calvario de pelo negro.
Me reí. No pude evitarlo.
—Lo siento Mica, la respuesta sigue siendo no.
La mujer suspiró, pero al parecer aceptó la derrota por el momento.
El resto del almuerzo fue agradable. Micaela siempre resultaba ser buena compañía.
Al salir del restaurante le pregunté si quería que la acercarse a su casa y me dijo que no me preocupase, que cogería un taxi.
Me besó las mejillas y se fue.
Caminé lentamente de vuelta al parking del hospital y al llegar a mi coche mi móvil volvió a sonar.
Era el número desconocido de nuevo.
—¿Diga? — pregunté confundida.
—¿Olivia Temple? ¿Estoy hablando con ella? — era una voz femenina. —Sí
— contesté, más confusa aún.
—Aléjate de él, ¿me escuchas? Alberto es mío ahora y no pienso dejar que una zorra como tú me lo quite. Si te veo cerca suya te vas a arrepentir.
Tras eso colgó.
Me quedé mirando el móvil, incrédula ante lo que acababa de suceder.
¿La actual novia de mi ex—novio me había amenazado? ¿Me creía con tan poca dignidad como para arrastrarme implorándole que vuelva conmigo?
Además, ¿cómo demonios obtuvo mi número?
Sacudiendo la cabeza, guardé el teléfono y me senté en el coche, poniéndolo en marcha.
Pasaría el resto del día tranquilamente en casa, haciendo planes para mi futuro bebé, quién era ahora mi máxima prioridad.
Rebecca Montoya estaba loca si pensaba que había una mínima posibilidad de que dejase que Alberto volviera conmigo.
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