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LOUREN EN EL OCASO

PRÓLOGO

Zalys, un pequeño y pacífico reino en el gran imperio de Karxtrein. Tan bello como fácil de ignorar, pues no amerita ni la más pequeña e insignificante mirada del emperador o sus poderosos súbditos. Al menos era útil para viajar y olvidar cualquier preocupación. Su rey era gentil, viejo y pacifista, disfrutaba más de festivales y banquetes que de guerras o duelos a muerte. Le gustaba escuchar a un buen narrador de profunda y poderosa voz narrar cuentos, leyendas o mitos de los reinos ajenos al suyo. Pues su pequeño reino Zalys tenía pocas cosas que contar en comparación con el heroísmo o terror de sus grandes vecinos.

Entre un día soleado y una noche estrellada del 4 de marzo, nació una bebé de cabellos castaños y ojos miel. Aunque la madre no estuvo feliz de su nacimiento, su abuela sí. La cargó con cuidado y sonrió ante cualquier movimiento de la recién nacida. Pues lamentaba su destino de haber nacido en un ocaso con una rosa Louren en la entrada de su cabaña decaída y solitaria. Solo cuando su pequeña nieta alcanzó la inocente edad de los 6 años, la enferma abuela le contó el porqué le tenía tanto amor así como lastima:

“Mi dulce niña, ¿sabes el destino de todos los que nacen en un ocaso y cerca de una rosa de Louren? Hace tiempo, se dice que existió un rey muy cruel que no amaba ni al más pequeño e indefenso ser. Y de todos sus actos crueles, los Dioses no pudieron perdonar el más vil de todos: la muerte de sus hijos. Entonces, como castigo, lo maldijeron a él y a toda su descendencia cada dos generaciones. Todos ellos, nacerían en el ocaso y con una rosa de Louren atestiguando su nacimiento. ¿Cuál fue la maldición? Pues, cada dos generaciones, al nacer en ese ocaso, ellos vivirán en el Sendero del Corazón para siempre. Amarían y perdonarían toda crueldad que el mundo les dé, sin importar las lágrimas, ni el dolor o la desesperación. ¿Algún día serán amados de vuelta? Temo que eso no sé, pero de ser amados, también el dolor se haría presente. Sufrí por amor, mi niña, tú también sufrirás”.

Aquella niña, nacida en un ocaso y cerca de una rosa Louren, fue amada por su abuela. Sin embargo, la única que persona que le mostró cariño también fue cruel. Pues con sus palabras sinceras sobre su destino amargo, condenó a su nieta a conformarse con cada cosa que le pase, sin importar que tan bueno o cruel fuera. Ese mismo día que relató su maldición, la niña perdió a su abuela. Su madre, solo se molestó porque la anciana no murió afuera para ahorrarle la molestia de recoger su cuerpo. Al final, tiraron su cadáver al barranco con tan solo una sábana vieja y sucia para envolverla.

—Abuela… —solo su pequeña nieta de 6 años lloró—, abuela…

Mireya Britton nació con un cabello castaño oscuro y tan lacio que siempre lo mantenía corto. Sus ojos miel eran el único atributo que llamaba la atención de la gente de su pequeño pueblo. Pero, lo que más la hacía ser observada, era el hecho de que vivía día tras día bajo el odio y violencia de su madre y padrastro. No había día en que la pequeña no fuera regañada, golpeada o abandonada. Pero ella regresaba a su madre, sin importar el dolor de saber que su progenitora la detestaba con toda su alma. Sus heridas solían variar cada día, a veces eran pocas, otras muchas. Pero era más raro ver su rostro ileso. Y aun así, siempre volvía. ¿A dónde iría alguien como ella? Mireya le teme a todo, desde su propio “hogar” hasta el mundo exterior más allá de su pequeño pueblo. Golpes y heridas es todo lo que conoce, trabaja más que nadie, pero siempre se siente inútil. Tal vez nunca saldría de esa vida y moriría de tanto dolor… o tal vez no.

Capítulo 1: Nacida en el Ocaso

Mireya respiraba lenta y dolorosamente, abrió sus ojos poco a poco. Lo primero que vio fue una araña caminando delante de ella, esta se quedó quieta al ser observada, pero ante un soplido débil, se fue rápido. La joven de 22 años tosió fuertemente, su pecho le dolió pero aun así hizo el esfuerzo de levantarse.

—Agh… —gimió ante el dolor de sus piernas, brazos y estómago.

Su hermano menor de 7 años se había caído al correr mientras ella lavaba la ropa. Cuando su padrastro se enteró, gritó a su esposa, quien culpó a su hija. Así que la arrinconó a su habitación y comenzó a golpearla mientras le recriminaba no haber cuidado a su hermano menor.

—¡¿Por qué descuidaste a mi hijo?! ¡Maldita desagradecida! —primero la golpeó en el rostro, luego agarró el palo de la escoba vieja para golpear violentamente sus brazos y piernas. Cuando Mireya cayó al suelo, la pateó en el estómago una y otra vez— ¡Cuide de ti a pesar de no tener mi sangre! ¡Desagradecida!

Mireya gritaba y suplicaba a su padrastro, su madre la ignoraba en la cocina mientras calmaba a su hijo de su pequeño dolor de rodillas. El niño lloró porque no le prestaban atención. El ruido era molesto: llantos de un niño, maldiciones, gritos de una joven y  golpes a una hijastra. Esos ruidos eran tan escandalosos que los transeúntes pasaban de largo diciendo que no deberían involucrarse.

Cuando dejó de golpearla, se retiró de la habitación luego de mirar sus piernas blancas descubiertas. Almorzó con su esposa e hijo y se fue a trabajar. La madre salió con el niño al mercado, nadie fue a ver a Mireya ni porque se quedó callada. Después de tantos años, era lógico pensar que una terrible golpiza como la que tuvo no la mataría. Ha sido tratada así desde muy joven, así que aún debería vivir.

Mireya se levantó cuando nadie estaba, camino lento y cojeando hasta el pozo de afuera. Para su suerte, había un balde con agua, se lavó la cara y bebió solo para escupir de dolor con sangre. Se apoyó en el pozo y miró al cielo despejado, recordó a su abuela y la extraña leyenda sobre su destino.

“¿De un rey?” se rió internamente “No vengo de un rey, solo tengo mala suerte”.

Mireya ya no creía en las palabras de su abuela, se conformó con que le tocó vivir esa vida y ya. Así que, como si fuera lo más normal del mundo, se paró y caminó hasta el otro lado de la casa para seguir lavando la ropa. Terminó tarde en la noche, ni su estómago gruñendo la hizo parar. Al entrar a casa, todos dormían, en la mesa no había más que platos sucios que lavar y sobras.  Comió lo poco que había: pedazos de pan, pollo, algunos frijoles y sorbos de sopa. Lavo rápidamente los platos y bajó al sótano para dormir. Su cama era el suelo, una almohada de paja, una sábana con agujeros y delgada. El frío entraba al sótano, pero al menos había un horno que la calentaba.

Al día siguiente despertó por el balde de agua que su madre le tiró. La regañó por despertarse tarde y no tener el desayuno listo. Sus brazos aun le dolían, cojeaba del dolor, pero no se quejó. Pidió perdón y se apresuró a subir para comenzar a preparar un delicioso desayuno que al final no podría comer. Lo único que le preocupaba era cometer un error mínimo y ser golpeada por su padrastro.

—¿Puedes creer que aumentaron los impuestos? —se quejó su padrastro ante su madre mientras su hijo querido desayunaba avena y pan envuelto en deliciosa mermelada.

—¿Otra vez? —preguntó su madre indignada— Esos nobles arrogantes hacen lo que se les dé la gana. Aumentan los impuestos y nunca pagan bien. Trabajamos en sus tierras, construimos sus casas y cuidamos a sus hijos, pero siempre estaremos por debajo de ellos. ¡Que se pudran! —siguió diciendo un montón de maldiciones hacia los nobles—. No olvides recoger la ropa… —le dijo a su hija mientras veía los moretones de sus brazos—. Parece que hoy lloverá y aleja tu cara horrenda de aquí, asustas a mi hijo.

—Si… perdón —respondió Mireya.

—Sírveme más avena —le dijo su padrastro justo cuando ella quería irse. Mireya tomó su plato y sirvió la caliente avena, el aroma entraba por su nariz y su estómago gruño. Un sonido que todos escucharon—. Aquí está… perdón… —tuvo miedo de ser regañada por sentir hambre, ya una vez le golpearon por ese sonido—. Iré a… meter la ropa…

—Espera —la detuvo la voz fuerte y aterradora de su padrastro—. Llévate avena y come.

No solo Mireya se sorprendió, su madre y su hermano menor también. No hubo tiempo de decir algo, la joven inclinó la cabeza, susurró un gracias, se sirvió avena y salió rápido para comer en caso de que su padrastro cambiara de opinión.

“Esta rica…” pensó Mireya mientras probaba cada cucharada de avena. Sonreía como si hubiera recibido el mejor regalo del mundo. Pero para ella así lo era, comer un plato completo de algo era un lujo que nunca despreciaría.

Al volver a la cocina con la ropa, su madre ya no estaba. Comenzó a acomodar la ropa, a paso lento, todavía le dolía el cuerpo. Cuando entró a la habitación de su hermano, sintió que la miraban, al voltear se encontró con la pesada mirada de su padre mientras bebía cerveza. Él estaba sentado en su sillón, con las piernas abiertas y la camisa abierta. Una imagen desagradable, pues el hombre tenía la barba sin rasurar, poco cabello en la cabeza y su estómago hinchado a la vista.

—¿Qué haces? —le pregunto al ver que Mireya se detuvo—. Sigue acomodando la ropa.

—Si… si… —Mireya se dio la vuelta, pero cada movimiento que hacía le era pesado. Sentía la mirada de su padrastro y escuchaba ruidos que provenían de él. Pero no se dio la vuelta, algo le decía que de mirar, pagaría un precio alto.

“¿Qué es ese ruido?” sentía que cada ropa era eterna “¿Qué es lo que hace?”

Cuando terminó de acomodar la ropa de su hermano, sabía que tenía que darse la vuelta, pero aun escuchaba esos ruidos extraños. “Ya basta… no quiero oír más”. Movió sus manos asustadas, comenzó a romper sus uñas poco a poco. Pero sus miedos pararon cuando su madre llegó, escuchó a su padrastro levantarse del sillón e irse con pasos pesados y lentos..

“Está bien… seguro no fue nada”.

Pero desde ese día pasaron varios momentos incómodos alrededor de Mireya. Las miradas pesadas siguieron, luego los pequeños favores: a veces él le dejaba comer avena o frutas y hasta le dejaba descansar. Un buen trato que por poco le daba esperanzas a Mireya, pero fue una noche en la que descubrió que todo eso era falso.

Una noche la despertaron ruidos de pisadas. Era su padrastro, pero fingió seguir dormida. Le alivió saber que no se acercó más, pero de nuevo escuchó esos mismos ruidos, se arrancó las uñas de a poco, hasta que uno de sus dedos comenzó a sangrar.

Desde esa noche, ciertos días, su padrastro bajaba al sótano, no la despertaba pero a ella no le gustaba ninguno de esos sonidos. Aun así, no dijo nada, quiso mantener distancia y como consecuencias la golpeó por ignorarlo.

—¡¿Aumentaron más los impuestos?! —gritaron las personas en el mercado al ver el nuevo anuncio— ¡¿Qué le pasa al emperador?!

El aumento de impuestos no era algo fuera de lo común, todos sabían de sus vicios, tiranía y hasta locura. Pero nadie se quejaba tan abiertamente, solo en pequeños pueblos tenían tal libertad de vez en cuando. Mireya compraba las verduras faltantes mientras escuchaba a la gente calumniar al emperador. Lo poco que sabía del mundo era gracias a esas platicas fuertes a su alrededor.

—¡No deberían aumentar los impuestos! —decía un señor mayor—. Nuestro señor, el duque Rouwrey, ganó la guerra contra los salvajes del este.

—Deberíamos celebrar el fin de la invasión de esos bárbaros —continuó su amigo—. Pero nos gobierna un tirano vicioso, Al menos no hay guardias ebrios y tontos que nos vigilen. Somos un pueblo pequeño. Ni siquiera pertenecemos a una gran ciudad.

“El duque ganó otra vez…” Mireya estaba por terminar sus compras. “Siempre gana cada batalla. Me pregunto, ¿Cómo será él?”

—¡¿Lo dices en serio?! —gritó una joven animada junto a otra— ¡¿Trabajaras en el castillo del duque?! ¡Eso es increíble!

—Lo sé —respondió la otra con una mirada orgullosa mientras agitaba una carta—. Mi tía trabajó en el castillo hace años. Al parecer requieren otra sirvienta, así que decidió enviarme la carta de notificación a mí. Lo único que debo hacer es poner mi nombre, tomaré un carruaje de la ciudad mañana temprano y llegaré en ocho días aproximadamente. Mi madre estaba alardeando de esto todo el día, me molesto al principio pero ahora entiendo porque lo hace.

—Pues claro, no cualquiera de aquí logra conseguir un trabajo en el castillo. ¡Y con el mismo duque, nuestro señor!

Ambas jóvenes siguieron alardeando junto a Mireya, quien fue ignorada por la vendedora para unirse a tal  noticia. Las jóvenes cotorreaban sin parar presumiendo tal oportunidad de trabajo. Mireya quería decir que le dieran la lechuga, pues ya había pagado antes. Pero, ante cualquier sonido, era observada de mala manera. Decidió callar, bajar la cabeza y dejar que las jóvenes siguieran hablando y presumiendo. Aunque comenzó a asustarse, el tiempo pasaba y no debía llegar tarde. Cuando intento tomar la lechuga, la señora le detuvo.

—¡¿Qué crees que haces?! —le gritó— ¡Has estado parada como tonta y ahora quieres robar!

—Pero…pero… —tuvo miedo de ser observada por tantos ojos— le-le pague antes…

—¿Qué? —la vendedora se dio cuenta de su descuido—. Ah… —tomó la lechuga y se la pasó bruscamente a Mireya—. Bueno, aquí tienes, ¡ya lárgate! No debes escuchar conversaciones ajenas.

Mireya agradeció y luego se lamentó por molestarlas. Cuando se iba, escucho como hablaban sobre ella sin importar que aún estuviera cerca, no se molestaron ni en bajar la voz.

—Qué joven tan lamentable —comenzó la vendedora— ¿Sabían que su madre no estaba casada con su padre? El tipo la abandonó cuando supo que estaba embarazada. Gritaba sobre que no era el padre de la criatura.

—No me sorprende —continúo la que presumía de su nuevo trabajo—. Mi madre me dijo que su abuela no era de aquí. Esa mujer llegó embarazada de quien saben quién y dio a luz completamente sola. No es raro que su hija acabe igual, ahora seguro que ella terminará de la misma forma.

—Obvio que si —termino con la amiga de la afortunada—. Aunque su madre la está educando con mano firme para que no termine como ella y su abuela. Pero ¿Quién sabe? Esa clase de mujeres nunca cambian ni por más que las golpees todos los días.

Mireya apretó la bolsa, trato de ignorar los insultos. Ya estaba acostumbrada a que dijeran esas cosas. Su abuela había llegado embarazada, pago por un buen lugar, así que todos dijeron que debió ser la amante de algún noble que la echo. Su madre se embarazó de un mercenario, el cual la dejó apenas se enteró y usó la mala reputación de la mujer para afirmar que su bebé no era suyo. Por eso Mireya era odiada por su madre, ella siempre le recuerda que el hombre que amo la abandonó por su culpa.

“Todos esperan lo mismo de mí. Pero… ni siquiera he hablado con un chico”.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando esas mismas jóvenes pasaron corriendo y empujándola. La bolsa se le cayó y sus compras se esparcieron por el suelo. Aunque las dos culpables miraron para atrás, solo se rieron y continuaron corriendo. Mireya ni siquiera se disculpó, pero seguro que habría pedido perdón de haber tenido la oportunidad. La joven estaba más preocupada por las verduras, las recogió rápido antes de que alguien las pisara. Afortunadamente, era un pueblo pequeño y solo dos personas le pisaron la mano.

—¿Y esto?

Una carta se le atravesó en su camino, la miró de un lado a otro y reconoció que era la misma que aquella joven alardeaba. Mireya sabía leer poco gracias a su abuela, a pesar de que aprendió solo a sus seis años, reconocía la mayoría de las palabras y como escribir su nombre.

“Se le debió caer al correr. Bueno, no sé dónde vive, así que se lo devolveré mañana. Ahora debo darme prisa, me castigaran si llego tarde”.

Al regresar a casa, la encontró vacía, acomodó las verduras con cuidado hasta que la puerta principal fue azotada violentamente. Mireya dio un brinco del susto, su padrastro llegó más ebrio que nunca, con la camisa sucia y gotas de cerveza cayendo de su barba. Oculto la carta debajo de una repisa y regreso a lo suyo. Él se tambaleó hasta la mesa y miró a Mireya haciendo su trabajo.

—¡Dame agua! —le gritó escupiendo.

Mireya se apresuró en darle un vaso con agua, cuando su mano dejó el vaso, quiso alejarse rápidamente. Pero su muñeca fue atrapada, su padrastro la arrastró hasta él y le miró mientras ella intentaba ver a otro lado.

—¡¿Qué demonios te ocurre?! ¡¿Te atreves a ignorarme?! ¡¿Tú también piensas que apesto a alcohol?! —Mireya intentó decir que no, pero no pudo responder. Su padrastro la arrastró del cabello hasta el sótano donde la empujó para que rodara por las escaleras— ¡He sido bueno contigo estos días! ¡Ya es momento de que me lo pagues!

—Por favor… —se arrastró hasta la pared—, no-no quise… yo no… —las palabras se trataban en su garganta—. Lo-lo… ha-hare… por favor…

—¡Ya cállate y deja de llorar! —se abalanzó sobre ella y comenzó a olfatear su cuello como un animal—. Siempre hueles bien, mejor que tu madre o cualquier mujerzuela de este pueblo.

—Yo-yo… no… no… por favor… —no luchó, nunca lo ha hecho porque olvidó como hacerlo. Tan solo sabía suplicar, pero sus manos nunca devolvían o detenían alguna agresión.

—Siempre estás afuera o aquí con el horno, pero hueles bien… —le lamió el cuello y ella se paralizó por completo. Comenzó a respirar rápidamente como si el aire se le escapara de sus pulmones—. Todas están viejas, apestan o están feas… pero tú siempre estás linda ¿Por qué será?

—No… no… por favor… —sus manos temblaban, pero se quedaban quietas en el suelo. Solo podía mirar el viejo techo de madera del sótano. Otra lamida pasó por su cuello y sus uñas comenzaron a rascar el suelo desesperadamente.

“Es mi culpa” decía entre lágrimas y aun respirando fatal “Todo es mi culpa… no debí creer que no pagaría las cosas buenas que recibí” sintió la gorda mano de su padrastro tocar su pierna y subir hasta su muslo “Es mi culpa… es mi culpa… es mi culpa”.

—¡¿Qué crees que haces?! —el grito de su madre paró todo. Su padrastro se levantó de inmediato y subió su pantalón— ¡Por eso eras tan bueno con ella, solo querías estar entre sus piernas, animal!

—¡¿Acaso es mi culpa?! —le grito y luego cacheteo—. Estás más vieja cada día, no me causa placer acostarme con una mujer como tú. ¡He cuidado de ti y de tu bastarda todo este tiempo! ¡Merezco ser recompensado por todo mi esfuerzo!

—¡¿Pero por qué con ella?! ¡Podrías buscarte una puta de la calle!

—¡¿Y quién la va pagar?! ¡¿Tu?! ¡Gano más que tú, desagradecida! —su padrastro comenzó a golpear a su madre. La aventó al suelo, la golpeó en el rostro y luego la pateó. Ella suplicó que se detuviera, pero él siguió hasta parar por el cansancio y la ebriedad..

—¡Zorras malagradecidas! —subió la escalera enojado— ¡Un bar es mejor que esta casa que yo mantengo! ¡Mañana tomaré a tu bastarda por todo lo que hice por ti!

Mireya se levantó con cuidado, vio a su madre llorando y se arrastró hasta ella. No hacía más que culparse por todo lo que sufrió, así que lloró más por heridas ajenas a ella.

—Mamá… —intentó alcanzarla, pero no pudo.

—¡No me toques! —ella apartó su mano bruscamente— ¡Eres una maldita zorra! —se levantó, pero cayó de rodillas por las heridas. Aun así, estaba más cerca de su hija, así que la agarró por su cabello y comenzó a lastimarla— ¡¿Cómo te atreves a seducir a mi marido?! ¡Haces que tu padre, el único hombre que ame, me deje por tu culpa! ¡¿Y ahora quieres robarme a mi marido?!

—¡No es así, mamá...! ¡Te lo juro, yo no hice nada! —grito por el dolor y llorando más fuerte— ¡Por favor, mamá, me duele! ¡Ya no más… por favor! ¡Me duele, duele…!

—¡¿Te duele?! —la empujo, se puso encima de ella y comenzó a golpearla en su cuerpo y cachetearla de vez en cuando— ¡¿Tienes idea de cuánto sufrí?! ¡¿Por tu maldita abuela que fue amante de un hombre casado?! ¡¿Por ti, maldita rata, robándome a dos de mis hombres?! ¡Debí haberte matado con mis propias manos antes de que nacieras!

—¡Lo siento, mamá, lo siento! —Mireya grito, lloro, suplico y siguió así— ¡Perdón…!

—¡Lárgate de aquí, o te juro que te mato yo misma mañana en la noche! ¡Prefiero matarte antes de que mi marido te tome como su mujer! ¡No dejaré que me reemplaces, antes te mato!

Capítulo 2: Una salida desesperada

Mireya estuvo sollozando desde que su madre se fue del sótano. No sabía si seguía dentro de la casa, estaba más preocupada por lo que iba a pasar. ¿A dónde iba a ir? No conocía a nadie más que su “familia” y apenas a su pequeño pueblo. Además, en el fondo, ella no quería irse, solo pensaba en pedir perdón a su madre para que le dejara seguir a su lado.

“No quiero irme…” se abrazó a sí misma “Mamá, perdóname, por favor ¿Qué hice mal?”

De pronto sintió la mano de su abuela en su cabeza, recordó cuando era una niña que no estaba sola. Ella le contaba dulcemente la canción de la leona y luego le decía que todo iba a mejorar. Pero ahora no estaba para acompañarla y darle ánimos. Así que sabía que nada iba a mejorar, menos al sentir que su madre quería matarla.

“No quiero morir…” Se levantó con cuidado, gimiendo de dolor ante los golpes “No quiero morir… por favor…”

Fue cuando recordó la conversación de esas dos chicas, el nuevo trabajo lejos del pueblo y la carta de recomendación que se le cayó. Pero la idea comenzó a batallar en su mente: ¿debía hacerlo o no? La carta era para alguien más, una persona a la que se le dio una oportunidad única en la vida. Mientras que a ella no se le dio algo así, no tenía derecho a tomar ese futuro.

“Se supone que iba devolverlo mañana” se mordió las uñas desesperadamente “¿Cómo puedo pensar siquiera en quedarme con la carta?”

Las palabras de su madre aún resonaban fuertemente en su cabeza. Sobre todo lo que pasó con su padrastro, no paraba de temblar aterrada de solo recordarlo. Ni siquiera pudo luchar contra él, se quedó tiesa sin saber qué hacer. “No quiero volver a sentir eso, no…”

Se tomó mucho tiempo en tomar una decisión, pero al final opto por seguir viviendo. Cuando se percató de que no había nadie en la casa, regresó a la cocina para sacar la carta y de nuevo bajar al sótano. A escondidas, leyó la carta lo mejor que pudo, tardó un poco y apenas entendía la mitad.

“Sé escribir mi nombre…” Tomó una pluma y la vertió en tinta para escribir en el espacio vacío de la carta. Ya no había marcha atrás, era momento de irse. Se llevó un saco viejo y metió la poca ropa que tenía, algo de comida y una manta para cubrirse del frío. “Debo irme…”

Mireya sentía que alguien entraría en cualquier momento por la carta, le cortaría sus manos acusándola de ladrona y la golpearía. Así que, soportando el dolor, salió de su cabaña con cuidado y atenta en todos lados.

“Los carruajes para salir del pueblo están al otro lado”, recordó algo angustiada. Tenía que caminar mientras aguantaba el dolor, los gritos y gemidos. Algo a lo que estaba acostumbrada, así que pretender estar bien era sencillo para ella. Logró ver un carruaje al salir del pueblo, agito su mano y aceleró su paso, cuando llego pregunto el destino.

—A la ciudad de Liomert —respondió y Mireya se alegró, pues el trabajo era ahí exactamente, pero su sonrisa no tardó en esfumarse—. Diez de plata, quince con equipaje, solo hay un lugar —dijo tajante y sospechando que la joven no tenía nada encima, pues su ropa era lamentable y tenía moretones en la cara—. Paga…

—Es… que… yo-yo no tengo —Mireya se maldijo por olvidar dinero, aunque no sabía de dónde iba a conseguirlo de recordarlo—. Tengo algunas cosas… —rebusco en su saco…

—¡Apártate, harapienta! —le gritó el chofer, sacudió las riendas de los caballos y estos avanzaron—. ¡No hay lugar para ti! —gritó una última vez.

—¡Espere, por favor…! —siguió al carruaje hasta tropezar. Lloro desconsolada de que pronto la atraparían— ¿Qué voy a hacer?

Se levantó resignada, pero por el ánimo, perdió las fuerzas. Camino cojeando tratando de seguir la dirección que el carruaje tomó. El sol comenzaba a ocultarse y aunque estaba lejos del pueblo, sabía que podían atraparla si corrían. Ahora estaba en medio de gigantes árboles, con vientos fríos y sin luz. “Debo seguir” se decía Mireya una y otra vez mientras se frotaba los brazos.

Afortunadamente, una carreta se acercaba hacia ella, Mireya se asustó al principio y trató de esconderse detrás de un árbol. Pero quien conducía se detuvo, la vio y tomó su linterna.

—¿Estás bien, niña? —era un anciano solitario con una carreta y un solo caballo. No tenía mucho, excepto una buena oportunidad de trabajo en otro lugar—. Tranquila, no soy un ladrón o asesino, te vi a lejos caminando muy mal. ¿Acaso te asaltaron? —pero Mireya se aferraba al tronco con temor—. Mira, no sé a dónde vas, pero yo me dirijo a Liomert, si quieres puedo llevarte hasta donde pueda, no puedo desviarme de mi viaje.

—¿Liomert? —Mireya se asomó para ver al anciano—. ¿Va a Liomert?

—Si… —el anciano entrecerró los ojos, acercó su linterna revelando el rostro de la joven—. ¡Oh, pobrecita! ¿Te asaltaron de camino? Pero solo mira cómo te dejaron.

—Yo… yo voy a Liomert —aun desconfiaba—, pero no tengo dinero.

—Oh, eso no importa —el anciano bajó de la carreta—, no puedo dejar a una jovencita en medio del bosque a estas horas. Ya está oscureciendo y peores bandidos podrían asaltarte. Anda, sube…

—¿De verdad no soy una molestia?

—¿Por qué lo serías? Simplemente vas al mismo lugar que yo, jovencita. Vamos, sube, el frío aumenta en las noches.

Mireya se acercó al anciano, este le extendió la mano para ayudarla y ella la tomó. Se sintió relajada por la gentileza que su salvador transmitía solo con su mano. Subió a la carreta, no había asientos así que tuvo que hacerse un lugar y sacar su vieja manta para cubrirse del frío.

—Bien, bien… —el anciano subió para seguir con su viaje—. Hay una vieja cabaña más adelante, servirá como refugio por la noche. Espero que no te moleste, pero no soy alguien que pueda darse el lujo de rentar una cálida habitación.

—Está bien —le dijo Mireya—, tengo suficiente por su ayuda. Más bien… ¿podría saber su nombre? Claro que si no quiere no tiene por qué decírmelo.

—Tranquila, jovencita. Me llamo Harold y voy a Liomert por trabajo, soy jardinero.

—¿De verdad? —Mireya sonrió poco—. Soy Mireya y seré sirvienta.

—Oh, pues felicidades. Es un buen trabajo y en Liomert pagan bastante bien. Tal vez no ganemos lo mismo que los empleados del castillo del duque, pero ya es un lujo para nosotros ir ahí.

—Seguro… —Mireya se lamentó otra vez por la joven que perdió su oportunidad.

Llegaron a una cabaña abandonada, Harold ató a su caballo, le dio de comer, luego recolectó ramas y troncos para una fogata. Mireya quiso ayudarlo, pero el anciano le pidió que descansara, pues sentía pena por sus golpes. Pero al menos logró convencerlo de que le dejara el estofado, el pobre anciano sentía que la joven se pondría peor si no la dejaba ayudar.

—Es un buen estofado —dijo Harold muy gustoso—. ¡Qué maravilla! Ahora veo porque te contrataron en Liomert. Tus nuevos señores se chuparan los dedos con tus delicias.

—Muchas gracias… —Mireya también comió como él. Pues era la primera vez que degustaba un plato completo. “No son sobras, es un plato completo”.

Siguieron su largo viaje, haciendo paradas por la noche en lugares abandonados, cuevas o solo en el bosque. Mireya noto que el señor Harold era muy listo, sabía cómo evadir bandidos por la noche. Le enseñó un mapa pequeño que hizo él mismo, el anciano se sintió avergonzado por los halagos de la joven. Su mapa era sencillo, pero ella lo admiraba como si fuera un gran mapa.

—Hay mejores mapas en los libros, jovencita —le dijo—. Coloridos y que muestran todo el imperio. Mi pequeño mapa solo es la ruta de viaje hacia Liomert, nada más.

Pero nada iba a quitarle a Mireya su admiración por lo que vio. Era la primera vez que veía un mapa, y casi no podía creer la gran distancia que viajaron desde su pueblo. Harold no hizo preguntas, no quería meterse en algo que no le incumbía y menos incomodar a su compañera de viaje. Un detalle que Mireya agradeció, logró sentirse cómoda el resto del viaje mientras los moretones e hinchazón de su cara comenzaban a desaparecer.

Luego de nueve días de viaje, llegaron a las murallas de la ciudad de Liomert, el hogar del duque del norte. Esperaron en una larga fila por el control de acceso. Los guardias de armaduras plateadas llevaban incrustados la cabeza de un lobo negro. Cuando fue su turno, Harold habló en confianza y entregó sus papeles. Casi le da un ataque de pánico a Mireya al recordar que ni eso traía, pero los guardias no le pidieron nada.

—Tranquila… —Harold le habló al pasar la gran puerta principal—, no es tu culpa que te hayan robado tus papeles. Y sé que no puedes pagar el impuesto de visitantes.

—Gracias, señor… —Mireya bajo la cabeza avergonzada.

Observó lo distinta que era una ciudad de su pequeño pueblo. Las casas eran más altas, las calles estrechas, había tantas personas que gritaban al mismo tiempo. Pasaron por el mercado principal donde el bullicio era más fuerte, Harold se detuvo y pidió que la esperara un momento. Mientras lo hacía, Mireya se perdió en observar todo: telas, semillas, verduras, frutas, adornos, animales, adivinos, juguetes, zapatos y muchas más cosas que apenas podía captar con sus ojos miel.

Los citadinos eran distintos a los pueblerinos, Mireya lo comprobó. No veía a nadie cosechando, regando plantas o durmiendo en hamacas afuera de sus casas en un agradable silencio. Se maravilló tanto que no noto cuando Harold la estaba llamando.

—Ten… —le dio una bolsa pequeña—, no puedes trabajar si estás herida, jovencita.

—Esto es… —Mireya había recibido medicina, no era mucha pero para ella así lo era—. No puedo aceptar esto, no tengo cómo pagarle…

—Ya basta de eso, no tienes que pagar a alguien que solo fue amable. No podría dormir en paz si te hubiera dejado en el bosque y menos si te dejo partir herida. No es mucha medicina, pero servirá para aliviar el dolor. Así podrás trabajar mejor, la gente de aquí es muy exigente.

—Gracias… —agacho la cabeza varias veces sacándole una risa a Harold.

—Ya basta, jovencita. Más bien, ¿sabes a donde debes ir? Yo debo ir a Venton para ser el jardinero de un noble señor. ¿Y tú…?

Mireya miro sus alrededores, el mercado era lindo pero tenía una gran sombra encima: el castillo grisáceo del duque se alzaba a lo alto de una colina. Se puso nerviosa, pero decidió seguir, ya no quería seguir abusando de la confianza del señor Harold.

—Sé a dónde ir, señor —le respondió con una pequeña sonrisa—. Descuide, estaré bien…

—Bueno, si tú lo dices, pero ve ya. Los guardias son muy estrictos en las noches y creen que todo el mundo es un ladrón. Cuídate, jovencita.

—Igualmente, señor.

Mireya se bajó de la carreta con su saco, Harold se despidió otra vez y avanzó por otra dirección contraria a la del castillo. La joven se sintió aliviada de haber llegado y juro que nunca olvidaría la gran amabilidad que recibió. No le pidió nada y aun así la trajo, hasta le regaló medicina.

“Por favor, Dios, protege al señor Harold por toda la bondad de su corazón”.

Cuando terminó su rezo silencioso, agarró su saco con fuerza y se congeló al no saber cómo avanzar. Toda la calle del mercado estaba repleta de gente, temía empujar o tocar a cualquiera. Si fuera por ella, se habría quedado quieta hasta la noche para tener la calle vacía, pero vio a dos jóvenes correr sin preocuparse por la multitud. Chocaban con algunos pero solo recibían un regaño y ellos continuaban su camino.

“De acuerdo…” dijo desconfiada, aún tenía mucho miedo “Ya estoy aquí, no puedo volver”.

Se abrió paso entre la gente, no pudo correr así que avanzó deslizándose y pidiendo perdón. La mayoría la ignoraba, así que varias veces se cayó al suelo, fue empujada a cada momento y era regañada por otros transeúntes para que se hiciera a un lado.

“¿Cómo puede la gente vivir así?” Mireya logró salir de la multitud, halló unas largas escaleras con guardias. Pregunto y le dijeron que llevaban directo al castillo. Avanzó jadeando del cansancio y se detuvo para aplicar la medicina en sus heridas, más que todo en sus piernas. Cuando llegó, casi se desmaya por el tamaño del gran castillo, pero ahogó su grito cuando vio cabezas decapitadas en altos picos. Se tragó su propio vomito al ver a los cuervos degustando poco a poco. No pudo evitar imaginar que su cabeza estaba entre esas de ahí, como castigo por robar. Pues debajo de las cabezas estaban clavados tablones de madera que tenían escritos: ladrón, estafador, violador, asesino y más.

—¿Qué quieres? —le pregunto el guardia sacándola de su trance.

—Yo… —recupero la respiración—. Vine por trabajo…—respondió asustada—, este… —rebusco en su saco, mareada por el graznido de los cuervos, el desesperante sonido de las moscas y el olor de la carne podrida— tengo esto… —extendió la carta.

El guardia tomó la carta y reconoció el sello, así que mandó a llamar al ama de llaves. La mujer que apareció en unos minutos era mayor de alrededor 60 años, tenía el cabello negro opaco y amarrado en un perfecto moño. Se llamaba Henriett, y era una mujer muy difícil de complacer así como de impresionar. Su dura y fría mirada le causó temor a Mireya, sentía como la juzgaba por su aspecto sucio y andrajoso.

“Me va a descubrir…” pensó aterrada “Sabrá que robe la carta, me mataran sin duda… Me quitarán la cabeza”.

Henrietta leyó la carta, miró a Mireya y le preguntó su nombre, qué experiencia tenía sirviendo, si tenía familia y que le pasó. La joven, tragando saliva, respondió a todo con la verdad, menos a la última pregunta. Ahí mintió, dijo que la asaltaron en el camino pero que un señor amable la ayudó y trajo hasta la ciudad.

Mireya temía que el ama de llaves verificará su identidad. Pero Henrietta estaba muy ocupada como para escribir una carta a la sobrina lejana de una ex sirvienta del castillo de hace varios años. Además, los novatos siempre son vigilados en sus primeros meses trabajando. Si no cumplían con las fuertes expectativas, eran echados luego de tres meses.

Cualquiera que viera a Mireya diría que sería echada, pero Henrietta no sabía, que aun con su cuerpo flaco y aspecto andrajoso, la joven castaña trabajó más que nadie desde muy pequeña en peores condiciones. El ama de llaves le dijo que esperara afuera, que enviara a una sirvienta para que la llevara a su habitación, le explicara las cosas, le daría su uniforme y donde trabajaría.

Mireya se sentó a las puertas del enorme castillo esperando por casi dos horas. La joven que salió a recibirla se veía molesta a pesar de que esas dos horas se la pasó charlando con sus amigas criticando el por qué debería instruir a la nueva. Y su molestia pasó al asco cuando vio la suciedad y harapos que cubrían a la recién llegada.

“Esta no durará ni un mes” pensó Josefa “Mejor, una andrajosa como ella no debería trabajar en el castillo del duque”.

—Arriba —ordenó—, soy Josefa, debo instruirte, novata.

—Mu-muchas gracias… —Mireya se levantó asustada y agradeció asustada.

—En primer lugar… —Josefa no pudo evitar mirar esos ojos miel que resaltaban demasiado entre tanta suciedad—. ¿Cuál es tu nombre?

—Mireya…

—Pues, Mireya —se acercó intimidante y empujó su frente con un dedo—. No eres una sirvienta oficial, tan solo una novata. Trabajaras por tres meses en los alrededores del castillo, no adentro. Si no cumples con las expectativas, te irás de aquí sin ningún sueldo. ¿Entendiste?

—Si-si…

—Pareces una rata asustada —se burló. Josefa se puso contenta al ver que la nueva no respondía. Le había dejado claro cuál era su lugar—. Bien, sígueme.

Josefa le mostró los alrededores del castillo, no la llevó dentro. Primero le enseñó los jardines frontales muy abandonados. Luego los distintos almacenes de provisiones, las granjas de animales tales como vacas, ovejas, cerdos, gallinas, conejos; siguió con los establos, las perreras y el invernadero abandonado. Finalmente, el recorrido acabó con los campos de entrenamiento, las casas de los caballeros, aprendices y empleados.

—Y aquí es donde duermen los novatos, tú uniforme está ahí y, por favor, date un baño.

Josefa se fue azotando la puerta mientras se reía. Mientras que Mireya no podía creer el lugar donde dormiría. Las lágrimas se le salieron por la emoción mientras acariciaba su uniforme.

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