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Las travesuras del conde

Capítulo 1

EL CONDE Jose estaba concentrado en el contrato de Aguas Unidas hasta que oyó a Elton John cantando corazon frio. Era la operación más importante de su trayectoria profesional y no iba a permitir que hubiera ni una frase mal redactada en las veintidos páginas. Tocó la pantalla del celular para aceptar la videollamada. —¿No es un poco pronto para ti? —le saludó Jose a su hermano. Felipe y su esposa vivían en suecia y eso significaba que eran cuatro horas más temprano que en Nueva York, donde vivía él. —Allí son las siete y media —su hermano resopló con incredulidad—, pero ya estás en la oficina. —¿Y? Me imaginaba que seguirías en la cama con tu encantadora esposa. Él no tenía ni una esposa ni unos hijos que lo retuvieran en su ático para desayunar o quedarse en la cama. Había llegado a la oficina a las seis de la mañana y se quedaría hasta las seis de la tarde. Su director general y su equipo llegarían a las ocho. —Necesitas algún tipo de vida al margen del trabajo —le regañó su hermano. Jose se dejó caer en el respaldo para desentumecer el cuello. —Que seas mayor que yo no quiere decir que tengas que ser mi consejero sentimental. —No soy el consejero sentimental de nadie, pero soy tu hermano mayor y deberías hacerme caso. Tienes que hacer algo además de trabajar. —Voy al gimnasio seis días a la semana y participo en triatlones. —Si estuvieras en un equipo, eso podría significar algo, pero compites tú solo.

—Pero es algo al margen del trabajo. —Eras un chico muy simpático, pero te has aislado. —Todos acabamos creciendo. Había disfrutado con su papel de hermano pequeño y conde, hacía amigos con facilidad y era mucho más sociable, hasta que entró en el Ejército. Él, al revés que sus hermanos mayores, había entrado en combate, y eso le había cambiado. Había perdido a su mejor amigo y a otros compañeros en la guerra. Había perdido a la mujer con la creyó que se casaría algun dia. Le lección que empezó a aprender a los siete años, cuando su madre murió de leucemia, se confirmó a los veintitantos. La vida era una pérdida constante. Cuantas más personas entraban en su vida, más personas perdía. Así de sencillo. Ya no dejaba que entrara nadie más y las posibilidades de que le hicieran daño se habían reducido al mínimo. —¿Qué tal los chicos? —siguió Jose. Su sobrino Hector era seis años y medio menor que su hermano Anthony, que tenía nueve. El hijo de Felipe era tan buen hermano mayor como su padre lo había sido con Jose, que había tenido mucha suerte con sus dos hermanos mayores aunque no pensaba reconocérselo a ninguno de ellos. —Anthony es aterradoramente maduro para su edad y Hector es feliz cuando van de expedición —Felipe no pudo disimular el orgullo—. Los dos echan de menos a su tío. —Pronto programaré un viaje a Suecia. —Esperemos. —No puedo creerme que hayas dejado a Gera en la cama para asegurate de que iré a visitar a mis sobrinos. —Crecer no significa que tengas que privarte del placer de la amistad y esas cosas de la vida. —Has estado hablando con papá —replicó Jose oliéndoselo. —Quiere verte feliz. Su padre tenía demasiado tiempo libre desde que había abdicado el título de rey en España. —Soy feliz. —¿De verdad? —preguntó Felipe con incredulidad.

Sin embargo, Jose se negó a entrar en esa conversación. Tenía momentos de soledad, pero no iba a hablarlo ni con su padre ni con sus hermanos sobre esos temas. Eran una familia unida. Aunque eso no significaba que quisiera tener una conversación tan cargada de sentimientos con su hermano. Sus conversaciones eran de la empresa o sarcásticas y quería que siguieran así. —Sí. —Podrías ser más feliz. —¿De verdad? —repitió Jose mirándolo con incredulidad—. Quién fue a decirlo… —Pero no me he levantado a estas horas y me he escabullido para hacer una llamada por esto. —¿Te has escabullido? Parece grave. Pero era más grave todavía que su hermano hubiese postergado el verdadero motivo de la llamada. Fuera lo que fuese, Felipe no quería hablar de eso y eso le alarmaba. —No me imagino a Gera controlando tus llamadas —añadió Jose en broma. —No, pero no quiero que oiga esta. En este momento, está tan unida a Michell como lo está Paola, son como tres hermanas de madres distintas. —¿Y? ¿Qué pintaba ahí la sexy mejor amiga de su cuñada, la reina de Irlanda? —¿Le pasa algo a Paola? —añadió él. Su cuñada había perdido un hijo, con riesgo para su vida, después de que él hubiese vuelto del Ejército. Ni siquiera había sabido que estuviese embarazada. Como solo llevaba tres meses, ni Franco ni ella habían dicho nada. Quizá, menos a Michell, la periodista de moda que era como una hermana para Paola y ahora, al parecer, para Maria, la esposa de Ruben. Él no se había dado cuenta de que las tres estaban tan unidas, pero tenía la oficina en la otra punta del continente y de Suecia y no pasaba tanto tiempo con la familia como le gustaría a su padre. Sin embargo, el trabajo lo mantenía ocupado. Estaba decidido a garantizar la estabilidad de Suecia Global y, de paso, del país del que era conde, era un honor y su deber.

Está embarazada otra vez —contestó Felipe con una expresión de preocupación. —Es una buena noticia… —Claro, pero, después de lo que pasó, no puede tener el más mínimo estrés. —¿Crees que puedo hacer algo para mitigar ese estrés? —Sí. —No sé qué… Aunque, naturalmente, haré lo que pueda. —No esperaba menos. Como era normal. A los tres hermanos les habían inculcado un profundo sentido del deber y el tiempo que había pasado él en combate le había aumentado el sentido de la responsabilidad. Ser el oficial del que dependían vidas le había enseñado que cometer el más mínimo error de juicio podía resultar muy caro. —Alguien cercano a la familia está filtrando información confidencial a la prensa —siguió Ruben. Jose se incorporó y tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse. Intentaba que no se le notara lo que pensaba o sentía y lo hacía de una forma natural hasta con su familia. —¿Personal o de la empresa? —le preguntó a Felipe en un tono neutro. No le había preguntado cómo había llegado a esa conclusión, le bastaba saber que había llegado. —De las dos. —¿Y no sabes quién es? —preguntó Jose después de soltar un improperio muy elocuente. Lo había planteado como una pregunta aunque sabía la respuesta. Si Felipe hubiese sabido quién era, habría dicho su nombre. —No, no del todo. —¿Qué quieres decir? —Las filtraciones se produjeron después de que Michell hubiese ido a visitar a Paola. Algo le atenazó dolorosamente por dentro. Todos habían aceptado a Sama en el círculo más íntimo de la familia. Si los hubiese traicionado, no

solo Paola quedaría desolada. Su padre consideraba a esa preciosa periodista de moda como a su hija, como hacía con Paola. Samantha había sido una visitante habitual del palacio desde que Paola y Franco se prometieron. Ella y el padre de él tenían la misma afición por los reality shows, algo que tenía desconcertado a todo el mundo. Jose había llegado a pensar que estaba burlándose del exrey, hasta que se dio cuenta que la vida de esos desconocidos le interesaban tanto como a su padre. —Imposible —replicó Jose después de pensarlo—. Samantha traicionaría a su querida Paola. Samantha había demostrado su lealtad infinidad de veces. Había expresado lo mucho que le honraba formar parte de la familia real, pero también había dejado claro que no quería ser una de ellos. Era muy feminista yo no le interesaba ser condesa. —Yo también habría dicho que es imposible —Ruben suspiró—, pero no puede negarse la coincidencia en el tiempo y ha pasado demasiadas veces para que sea una casualidad. —O está filtrándolo ella… —murmuró Jose sin convencimiento alguno— o está haciéndolo alguien en quien ella confía lo bastante como para hablar de nosotros y exponer todo lo que pasa en nuestras vidas. —Es lo mismo que he pensado yo. —¿Se lo has preguntado? —¿Estás bromeando? ¿Qué crees que sería lo primero que haría? —Llamaría a Paola—y angustiaría a la reina—. ¿De verdad crees que Samantha le haría algo así? —Es posible que no intencionadamente, pero ¿no crees que angustiaría a nuestra cuñada aunque se limite a insinuar que sospechamos de ella? —Desde luego. Pero no creo que alguien tan inteligente y considerado como Samantha insinuaría algo así cuando sabe que podría perjudicar a la salud de Paola por el estrés que eso provocaria. —Si no a Paola, entonces a mi esposa… Jose comprendió que eso sería un estrés para Felipe.

Capítulo 2

—Sigo sin creer que Samantha haya filtrado nada o que haya hablado de nosotros con alguien de su confianza —insistió Jose—. Es espabilada, es periodista… —El momento elegido. Tantas coincidencias no podían ser casualidad y eso no podía ser casualidad, como el momento elegido para la filtración de información. —Estoy en medio de una negociación importante para unir a distintos países pequeños en una empresa conjunta —le comunicó Jose a su hermano. —¿Por qué no me han dicho nada? —Porque todavía estoy reuniendo la información para entregárlo a Franco y a ti. —Hay muchos motivos para que una filtración sea perjudicial, pero añadiré ese. —De acuerdo. Aparte, ¿qué es exactamente lo que quieres de mí? — le preguntó Jose. —Que te enteres de si es Samantha y si no, quién es. —Me parece un cometido para un especialista en seguridad. —Franco quiere que todo quede entre nosotros. Si es Samantha, él no quiere que se sepa. Su hermano, el rey, quería proteger los sentimientos de su esposa por encima de todo. Jose admiraba lo considerado que era su hermano con su esposa, pero también se alegraba de no tener que serlo y así poder ser despiadado cuando perseguía un objetivo. —Tú vives en Suecia, ¿por qué voy a tener que ocuparme yo? —He hecho todo lo posible para saber la verdad, pero mi esposa va a acabar sospechando de mí. —¿Y no crees que Samantha sospechará si me presento en su casa para interrogarla? —Estoy seguro de que puedes ser mucho más sutil. —¿Quieres que salga con ella? —¿Sería un sacrificio muy grande? Jose intentó disimular la reacción. Acostarse con esa mujer tan hermosa no sería un sacrificio, pero él no salía con las mujeres, no tenía esa relación… y eso sería algo muy rastrero y despresiable. Era implacable, pero el honor también le ponía ciertos límites, aunque no hacía falta que se lo contara a su hermano. —Mira, Jose, me da igual si sales con ella o la invitas a un triatlón, pero acércate lo bastante para saber si es la fuente de las filtraciones. —No es triatleta. —Corre y nada, enséñale a montar en bicicleta para una competición. —Iré a Suecia a finales de semana. Sin embargo, llevaría el asunto como le pareciera mejor. Samantha Dudamel el teléfono tan emocionada como preocupada por su amiga. Paola, reina de España, estaba embarazada otra vez. Su último embarazo se había malogrado y la hemorragia había estado a punto de costarle la vida, y Samantha había dado por supuesto que no intentaría quedarse embarazada otra vez… aunque se había equivocado. Aunque Paola a había dado a luz a la heredera, Ana Maria, de seis años, y al segundón, Daniel, de tres, a la reina le encantaba ser madre y quería tener más hijos, en plural. No se había sabido por qué había perdido el anterior hijo ni el motivo de la hemorragia, por lo que había las misma posibilidades de que se repitiera como de que no. Eso le preocupaba, pero también estaba muy contenta por su amiga… y Paola estaba feliz. Tendría que ir pronto a Suecia para cerciorarse de que su amiga estaba tan bien como decía. El corazón se le aceleró un poco solo de pensar que vería a otro integrante de la familia real, a Jose, el conde Jose. El más joven de los tres príncipes y, en su opinión el más sexy. Tenía un cuerpo de triatleta impresionante, pelo negro y unos preciosos ojos negros sabache. Era su tipo, pero también era cinco años menor que ella y el cuñado de su mejor amiga… además de conde. No llegaría a su altura ni en el ascensor de un rascacielos… y no pensaba tomarlo. Dejó de pensar en él y se concentró en el artículo sobre moda sostenible que iba a publicar su revista. La modelo de tallas grandes que le había abierto su guardarropa para la sesión de fotos tenía una legión de seguidores que había aumentado cuando había captado la atención de un ídolo del rock. La entrevista y las fotos podrían ser al artículo más visto hasta la fecha, más incluso que los que había escrito sobre la boda e idilio de Paola. —Hola, Samantha, hay alguien que quiere verte. Ella levantó la mirada para preguntar quién era y se encontró con esos ojos negros que veía en sueños… unos sueños que la dejaban ardiendo y sin aliento. —¡Jose! —exclamó ella—. ¿Qué haces aquí? Era como si sus pensamientos hubiesen llamado al único hombre al que no podía aspirar. Llevaba un traje de verano sin corbata, muy informal para ser él, y parecía relajado. —Ruben me ha pedido que venga a ver a sus hijos. Sus escoltas estarían en el pasillo, aunque, conociéndolo, también podrían estar en el vestíbulo. Era mucho menos rígido en ese sentido que sus hermanos. —Me refiero a mi oficina. Aunque Dima no iba por la Costa Oeste tanto como le gustaría a su familia, tampoco era ninguna sorpresa que estuviese en la ciudad. —Tenía algo de tiempo… —¿Y has venido aquí? Él esbozó esa sonrisa que tanto salía en las revistas, aunque ella se había dado cuenta de que no se le reflejaba en los ojos desde que estuvo en el ejército. Al parecer, nadie de la familia real se había dado cuenta de lo mucho que había cambiado Jose… aunque Paola, sí. Le gustaría preguntarle sobre eso, pero sabía que los uniría más… y era algo que no podía permitirse con esa ridícula fijación sexual que tenía con él. —¿Y has venido aquí cuando deberías estar viendo a los chicos? — añadió ella. —Están en el colegio y Ruben y Maria están trabajando. Parecía lo más natural del mundo, pero tenía que haber algo más.

—¿Y por qué no estás trabajando tú? Esa vez, la sonrisa se le reflejó en los ojos con un brillo burlón, a costa de ella. —A lo mejor no te has dado cuenta, pero es la hora del almuerzo. Ella miró la pantalla del computafor y, efectivamente, eran las doce y media. —A lo mejor no almuerzo hasta la una… —Seguro que no almuerzas y te quedas pegada al computafor con una barrita energética. Samantha se acordó de que tenían público. Sofia, la ayudante de redacción que le había llevado a Jose sin previo aviso, habría sido una recepcionista desastrosa… —Por cierto, ¿dónde está Rosa? La recepcionista defendía su mostrador y todo lo que había detrás con uñas y dientes. —Está almorzando —contestó su ayudante en un tono casi suplicante. —Como deberías estar haciendo tú. Jose sería el menor de los tres, pero dominaba la arrogancia real. —¿Has venido para ocuparte de que coma? —le preguntó ella con sorna. —Me parece que alguien debería hacerlo —Jose miró a Sofia con complicidad—. ¿Barritas energéticas…? —Algunos podemos vivir sin un cocinero personal. Era posible que hubiese resultado un poco despectiva, pero el sarcasmo le salía de forma natural y nunca le había ofendido a Jose… y, a juzgar por la curva de sus labios, tampoco le había ofendido ahora. —¿Cuánto puedes tardar en cerrarlo todo? —Estás dando por supuesto que voy a ir a almorzar contigo. —No inmediatamente —replicó él como si esperara que diera saltos de alegría. —Menudo elemento, alteza.

Capítulo 3

Prefiero que me llames Jos. —¿Desde cuándo? Ella empleaba el tratamiento como una barrera entre los dos, como un recordatorio de la diferencia de edad y de su relación familiar con Paola. —Desde que te lo oigo decir en ese tono desdeñoso. Parece más el nombre de un perro que una referencia a mi papel como el menor de mi familia. Ella se quedó pasmada por su sinceridad y se dio cuenta de que había conseguido lo contrario de lo que se había propuesto. —¿Tenéis algo…? —preguntó a Sofia sin disimular la curiosidad. Jos le dirigió una mirada que podría haber congelado el cemento. —¿Trabajas para una revista de moda o para un periodicucho de cotilleos? —Algunas veces son lo mismo —contestó la joven con una sonrisa coqueta. —No en esta revista —intervino Samantha —. No practicamos el cotilleo y no deberías ni insinuarlo. Samantha, que había perdido la esperanza de trabajar algo hasta que hubiese almorzado con Jos, apagó el ordenador y se levantó. —Para tu información, su alteza y yo no estamos saliendo juntos, no nos acostamos y si oigo que alguien dice lo contrario, sabré a quién echarle la bronca. Samantha solía echar la bronca a nadie, pero esperaba que Sofia tomara nota. La joven la miró con incredulidad, pero no atemorizada. —No creo que sea la única que no ha salido a almorzar y que está pensando lo mismo. —¿No tienes instinto de conservación? —le preguntó Jos. —Samantha no es el tipo de jefa que me castigaría con tareas insoportables solo porque la he enojado. A Samantha le importaba constatar que tenía fama de ser ecuánime y pragmática, pero tampoco le gustaba saber que su ayudante de redacción creyera que no podía descargar toda su ira sobre ella porque lo haría.

—Me alegro de saberlo, pero yo soy un hombre que se toma muy en serio su intimidad y no soy tan indulgente —replicó Jose. Samantha sabía que podía confiarle su vida a Jose, pero no le habría gustado ser el objetivo de esa mirada. Era el conde implacable que habían conocido muy pocos, pero quienes sí lo conocían, aunque fuese remotamente, sabían que se ocultaba detrás de su mesurada superficie. No habría podido llevar a cabo las operaciones que había llevado a cabo desde que se hizo cargo de la delegación de Suecia Global en Nueva York si no supiera ser implacable. —No voy a ir difundiendo rumores —se apresuró a aclarar Sofia—. Solo era curiosidad. Jos no se quedó muy convencido y Samantha tampoco. Esa redactora en concreto era famosa por su afición a los cotilleos. Aunque, en ese caso, tragó saliva, sonrió levemente y se marchó. —Creo que la has atemorizado —comentó Samantha mientras tomaba el bolso y una chaqueta. —Soy un conde. Debería haberlo estado desde que me vio. —No sé si lo dices en serio o no. —¿Por qué no iba a decirlo en serio? La realeza impresiona a la mayoría de las personas. —Supongo que ese es el enésimo motivo para que me alegre de que la reina lo sea mi mejor amiga y no yo. —Eres única, Samantha —comentó él con un brillo de satisfacción en los ojos—. Mi familia no te ha impresionado nunca. Todavía me acuerdo de cuando llamabas rey bombón a mi hermano. Samantha se rio. Todavía se lo llamaba algunas veces para tomarle el pelo a Paola, para tomarle el pelo a un rey que se tomaba la vida más en serio a medida que se hacía mayor.

Entraron en un restaurante de cocina fusión con una estrella Orinoco Grill. —He oído maravillas de este sitio —comentó Samantha. —Me alegra saberlo, pero me extraña que no hayas venido antes. Samantha sonrió y sacudió la cabeza. Seguramente, ese almuerzo costaría más que la letra de su carro, por no decir nada de los meses de lista de espera… Entonces, ¿cómo había conseguido sitio para un almuerzo improvisado? —Has tenido que reservar… —comentó ella. —El chef es un viejo amigo y reserva esta mesa para sus invitados. La mesa estaba cerca de la cocina, pero muy bien situada, como todas las mesas. —¿Tienes viejos amigos? —bromeó ella—. Casi no tienes ni treinta años. —¿Eso es como estar casi embarazada? —preguntó él con sorna—. Lo estás o no lo estás. Tengo treinta años y tú estuviste comiendo aquella ridícula tarta que Paola se empeñó en hacer. Paola había organizado una fiesta para el caduco, una fiesta en broma porque cumplir treinta años no era ser caduco y era el menor de los hermanos. —La tarta era amorfa y parecía estiércol —añadió él. Aunque ese desastre clamoroso había sido una de las partes más divertidas de la fiesta. —Sin embargo, estaba muy buena. Él rodeó discretamente y le separó la silla. —No sabía como parecía y creo que debería estar agradecido.

—Ella quería darle una oportunidad a un pastelero nuevo. Samantha sonrió a Jose y se sentó.

—Pues no creo que ese pastelero recibiera muchos encargos después de aquella monstruosidad. —Entonces, eres muy corto de miras —replicó Samantha —. Paola me contó que había recibido un montón de encargos después de que las fotos de la fiesta se vieran por todos lados. —Hay gente para todo. —Qué puedes ser —comentó ella entre risas. —¿Porque no quiero comer algo que parece ya digerido? —No seas desagradable. Me gustaría comer sin tener esa imagen en la cabeza. —Perdóname, no quería quitarte el apetito. —No te preocupes —Samantha rio—, tengo el apetito de un cocodrilo. —A mí no me lo pareces… —replicó él con un brillo malicioso en los ojos. —No me mires así, eres casi como mi hermano. —Otra vez igual. Lo eres o no lo eres —le corrigió él con ironía—. Tú y yo no tenemos ningún vínculo de sangre ni ninguna relación legal. —Eres el cuñado pequeño de mi mejor amiga. Llevaba toda la vida contándose eso para disuadir, pero él volvió a dirigirle una mirada muy adulta. —No tan pequeño… —Vaya, estás lanzado —y estaba dándole resultado porque ya le vibraba todo el cuerpo—, pero ¿por qué? —¿Por qué te miro como si fueras una mujer hermosa? Porque lo eres. ¿Por qué te miro como si te deseara? Porque te deseo. —¿Qué? —ella miró alrededor, pero nadie estaba mirándolos—. No puedes soltar ese tipo de cosas. —¿Por qué? —Porque no.

—Te faltan muchas palabras para ser periodista… —No tendría que decírtelo. ¿No te ha parecido suficiente la reacción de Sofia? Digamos lo que digamos, los rumores de que estamos saliendo ya circularán por todos lados antes de que lleguemos a casa. —¿Y? —¡No estamos saliendo! —Pero podríamos… —¿Qué? ¿Quieres salir conmigo? —No te preocupes, no he dicho que quiera cortejarte aun, sé muy bien cuánto te espanta ser condesa. Podemos salir… —él hizo una pausa mientras la tensión sexual brotaba entre ellos por todos lados— y otras cosas si queremos. Tú no tienes pareja y yo tampoco tengo compromisos de ese tipo. Ninguno de los dos pretende casarse ni tener un compromiso duradero. —¿No? —ella lo preguntó porque él estaba dando muchas cosas por supuesto—. ¿Por qué? ¿Porque no soy noble? —Porque has dejado muy claro una y otra vez que no quieres formar parte de una familia real, por muy cerca que lo estés de la mía. —Eso es verdad. Se acercó el camarero y dejó un plato con los entrantes delante de cada uno. —Espero que no te importe, pero cuando vengo aquí, el chef me elige el menú. —Me gusta la idea, pero me extraña que tú cedas el control. Él hizo un gesto con los labios que no podía llamarse una sonrisa, pero que le iluminó los ojos y Samantha se lo tomó como una victoria. —El control es un espejismo la mayoría de las veces no crees. —No era lo que decías… —Aprendes mucho sobre lo que controlas y lo que no cuando hay vidas en juego. Además, ¿quién iba a elegirme mejor la comida que quien la ha preparado? —Dijiste que era un viejo amigo, confiarás mucho en él. —He tenido que confiarle mi vida. —¿Estuvo contigo en el ejército?

—Estaba en una compañía estadounidense que combatía muy cerca de la nuestra. —Entonces, no es un amigo tan viejo. —Mi último combate fue hace cinco años. —Es no es ni una década —replicó ella en tono burlón. —Puedes morir en un instante y vivir toda una vida en un año. Samantha no pudo rebatirlo. —Tampoco quiero casarme antes —siguió Jose retomando la conversación donde la había dejado cuando llegó el camarero—. Independientemente de los planes que tenga mi padre. —Quieres decir que no te hará firmar un contrato como el que firmó Felipe. —No. —Pareces muy convencido —ella no lo estaba tanto—. El sentido del deber es tan importante para ti como para tus hermanos. —Y cumpliré con mi deber… cuando yo lo decida. —Creía que era imposible —Samantha rio—, pero eres más arrogante que tus hermanos mayores. —Es la ventaja de ser el pequeño —replicó él encogiéndose de hombros. —¿No niegas que seas arrogante? —Yo lo llamaría seguro de mí mismo, pero la arrogancia tampoco me parece tan mala. Se necesita seguridad en uno mismo para alcanzar las metas trazadas en la vida. —Algunas veces, se necesita paciencia. —También tengo mucha cuando la necesito. Si no me crees, pregúntaselo a los hombres que tuve a mis órdenes. Hay que esperar mucho en la guerra. —¿De verdad? —preguntó Samantha, que no sabía casi nada del ejército. —Sí. Sobre todo, en el tipo de misiones que llevaba a cabo mi compañía de élite.

Siempre me ha extrañado que entraras en combate. Ninguno de tus hermanos lo hizo. —Era mi deber al ser el pequeño. La idea le espantaba, pero Samantha hizo un esfuerzo para que no se le notara. Las familias reales hacían las cosas de otra manera. —No lo entiendo. ¿Por qué era tu deber? —Mis hermanos no podían correr el riego de acudir a una zona de guerra, pero habría sido una cobardía que ningún integrante de mi familia participara cuando se lo pedíamos a los demás. —¿Qué habría pasado si solo hubieseis sido dos hermanos? —Felipe habría esperado a hacer el servicio militar hasta que Franco hubiese tenido un hijo. —¿Felipe habría entrado en combate? —Sí. —Ser de la realeza conlleva muchas eventualidades y tareas. —Sobre todo, para un familia real en el trono. —¿Te das cuenta de que es medieval poder gobernar solo por las circunstancias de tu nacimiento? —También es del siglo veintiuno —replicó él con cierta indulgencia—. No somos la única familia real en el trono. —Aun así, no entiendo por qué tu hermano, que parece progresista, no ha instaurado una monarquía constitucional. —A lo mejor te sorprende saber que mi padre sí se lo planteó. —Caray… Jose, como si lo hubiese previsto, dejó de hablar y el camarero les retiró los platos. Otro camarero les dejó el plato principal y desapareció sin decir ni una palabra. —Está muy bueno —comentó Jose después de haber probado los pasta con verduras. —Es una mezcla de sabores italianos y chinos —confirmó Samantha asintiendo con la cabeza. Comieron un momento en silencio, hasta que Samantha le preguntó por esa asombrosa revelación.

—Fue antes de que yo naciera y no tuve nada que ver. Aunque se había comentado después, o Jose no lo habría sabido. —Aunque su alteza te lo contó. —¿Te das cuenta de que a mi padre solo le tratas por su título? —Creo que él lo prefiere. —Es posible —Jose dio un sorbo de vino—. En respuesta a tu pregunta, sí mi padre nos lo contó a mis hermanos y a mí. —¿Por qué no lo hizo? No se lo habría planteado si no le pareciese una buena idea… —Tienes razón, pero mi padre y sus asesores creyeron que el riesgo era muy grande. —Qué raro. Samantha dijo con ironía, pero había conocido a muchas personas que se resistían a ceder el poder que habían acumulado. —Lo dices en un tono despectivo, pero te aseguro que él, y mi hermano más tarde, lo estudiaron muy detenidamente. —Pero era más fácil retener el poder. —Retener el poder, como tú dices, estuvo a punto de costarle la vida a mi padre, y fue el motivo principal para que el primer matrimonio de mi hermano mayor fuese infeliz. Mi familia ha pagado un precio alto por mantener la monarquía reinante, pero, en definitiva, lo que importa es el bien de España. —El bien como tú lo defines. —Sí. Una de las cosas que le gustaban de Jose era que no se disculpaba por lo que creía. Era una buena persona, pero también arrogante. —Yo no podría tomar decisiones por otras personas sin pedirles su opinión. —España no es una dictadura. Mi hermano atiende a las preocupaciones de los ciudadanos durante un día todas las semanas. Además, al contrario que en una dictadura, nuestros ciudadanos pueden emigrar a donde quieran. —Pero eso no es una democracia.

—¿Dónde los oligarcas toman la mayoría de las decisiones entre operaciones económicas que no se conocen nunca? —preguntó él con sarcasmo. —No siempre es así. —Tu optimismo es conmovedor. —Y tú estás siendo arrogante otra vez. —No sabía que hubiese dejado de serlo… Ella sacudió la cabeza como si le hubiese concedido ese punto. —Cena esta noche conmigo. La expresión de Jose dejaba muy claro cómo quería que acabara la noche, y parecía ávido. A ella, le gustaba, pero no iba a ceder tan fácilmente y menos con un hombre que estaba acostumbrado a conseguir lo que quería y cuando quería, como todos los nobles de la familia Motta. Eran ricos, guapos y carismáticos, una combinación fatal para ser humildes. —Todavía no hemos terminado el almuerzo —replicó ella. —No estaba pensando en la comida. —No voy meterme en tu cama, Jose. Aunque su cuerpo estuviera deseándolo. —Pero lo deseas… —¿Siempre eres tan directo? —No. —¿Por qué yo…? —¿Por qué te deseo? —No. ¿Por qué eres tan directo conmigo? —Te gusta la sinceridad. —Es verdad —reconoció ella dándose cuenta de que él la escuchaba. —¿Entonces? —le preguntó él arqueando una de sus sexys cejas. —Eres sincero hasta el descaro. —¿Preferirías que fuese más sutil o mentiroso? —le preguntó él como si le importara la respuesta. —No… prefiero el descaro.

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