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Destiny

1

—Creo que estamos más que perdidos— declara mamá, examinando con frustración el enredado mapa que nos entregaron en una pequeña tienda de artesanías hace aproximadamente cuatro horas. La noche se cierne sobre nosotros, y nuestro GPS nos abandonó desde que ingresamos al espeso bosque. La falta de señal dejó a nuestros teléfonos inservibles, tanto para internet como para llamadas; la cobertura es inexistente.

—¿Sabes por qué estamos aquí, en medio de la nada? Porque no quisiste seguir las instrucciones del anciano y tomaste el camino equivocado. Ahora quién sabe cuándo llegaremos a casa de tus primos y cuánto tiempo durará la gasolina del tanque?— vuelve a hablar. Sus palabras reflejan la tensión, y papá, siempre tranquilo, intenta mantener la calma y encontrar el lado positivo de la situación.

—No deberías haber tomado ningún atajo. Los atajos son malos, ¿No ves películas de terror? Esos hombres deformes que comen gente... Estamos en un maldito bosque, a merced de caníbales que se llevarán a tu mujer e hijos, pero te dejarán vivo para que cargues con eso toda tu vida. Deberías haberme hecho caso cuando te dije que tomáramos el camino largo. Lo fácil siempre es malo.

—Oh, no, Martha, no me vas a regañar ahora, especialmente cuando estuviste de acuerdo en tomar ese atajo, aunque haya sido después de insistir"— se defiende papá ante las acusaciones de su esposa. Mamá baja la cabeza, recordando que al principio se negó a tomar la ruta más corta pero menos transitada, y luego aceptó.

—Lo único que debemos hacer ahora es seguir conduciendo hasta encontrar otra tienda de artesanías o la casa de alguna abuela. Esperemos que no sea una psicópata, ¿Verdad?— bromea mi padre, intentando aliviar la tensión. Sin embargo, solo logra que todos resoplemos con molestia.

—¿Recuerdas cuándo fue la última vez que vimos una tienda o gasolinera? ¡Fue hace como cuatro o cinco horas!— exclama mi madre, con una pelota antiestrés en sus manos, apretándola repetidamente mientras intenta regular su respiración.

—Lo mejor que podemos hacer ahora es continuar nuestro camino. Estamos en una carretera, nos debe llevar a alguna parte— intenta tranquilizar papá.

—Claro que nos llevará a alguna parte, pero ese lugar será nuestra muerte— murmura Arianna. Le doy un manotazo en el dorso de la mano después de su comentario oscuro. —¿Cómo puedes decir algo así en esta situación? ¿Y con una hermana tan miedosa como yo, que no puede dormir con las luces apagadas?—

—Es cierto, hemos visto “Camino equivocado“, sabes lo que puede pasar— agrega Arianna. La tensión en el auto es palpable mientras continuamos nuestro incierto camino, rodeados por la oscuridad del bosque.

—Hoy, lamentablemente, no encuentro tu contribución muy útil, Arianna — murmuro con un deje de resentimiento, girando mi rostro hacia la otra ventanilla, enfrentando las desventajas de ocupar el asiento central.

Antony, absorto en sus pensamientos, observa por la ventanilla correspondiente, aparentemente ajeno a la conversación que envuelve a nuestros padres en torno a temas tan sombríos como psicópatas y pérdidas. La condición de ser melliza de Antony me brinda un conocimiento íntimo sobre él, superando incluso el que nuestra propia madre podría poseer. En ocasiones, experimento ansias o una alegría intensa, emociones que no son mías, sino que pertenecen a mi hermano. Todos lo llaman la conexión especial entre gemelos, y eso me complace, pues sé que está preocupado por habernos extraviado, conduciendo sin un rumbo o destino claro.

Arianna, la hermana mayor de dieciocho años, puede resultar algo pesada en ocasiones, pero, a pesar de ello, es una hermana comprometida que vela por nosotros por encima de todo. Su expresividad es limitada; en este sentido, ella y Antony comparten la tendencia de mamá a no manifestar sus opiniones y preferir adaptarse a los cambios del mundo para encajar en él. Esta actitud no es positiva, ya que gradualmente te transforma en alguien que no eres, olvidando tu verdadera identidad, hasta convertirte en una mera copia de otra persona.

Yo soy la única a la que papá afirma que se asemeja a él, todo debido a mi cabello del mismo color que el suyo, un rojizo natural que me fascina, ya que en la ciudad no es común encontrar pelirrojos naturales. Mis ojos cafés, también herencia paterna, contrastan con los ojos oscuros de mis hermanos, que tomaron esa característica de mamá. Todos se parecen más a ella que a papá. Considero que esto desencadenó que fuera tan mimada por parte de papá desde temprana edad. No quiero insinuar que sea su favorita; siempre nos brindó el mismo cariño a los tres. Además, gracias a mi cabello rojo, de vez en cuando me llama Fiona. Pregunto, ¿a quién le gusta que le llamen Fiona? A nadie. Ella es una ogra. ¿O acaso me llama ogro indirectamente?

La complejidad de nuestros pensamientos se enreda aún más en medio de esta confusa travesía, donde la incertidumbre se fusiona con la oscuridad del bosque que nos rodea.

—¿Pero qué...?— Inclino mi cuerpo sobre el de mi hermano para asomar la cabeza por la ventanilla y observar lo que hay fuera del auto, en medio de un bosque que ahora parece haber cedido su lugar a un escenario completamente surrealista.

—¿Qué demonios hace un muro en medio de la jodida nada?— La pregunta de mi madre resuena con la misma confusión que todos compartimos, al ver ante nosotros, a unos escasos metros del auto, un imponente muro blanco. Su impecable estado denota reciente construcción, y su altura da la ilusión de que el sol mismo está cautivo al otro lado. Sin embargo, lo que me hiela la sangre es la visión de alambres de púas en la cima, organizados como en una prisión, indicando claramente que está diseñado para evitar cualquier intento de fuga desde dentro. No puedo discernir el final del muro, mi vista no alcanza más allá de su límite.

La escena evoca reminiscencias de épocas antiguas, con sus enormes palacios y vestimentas voluminosas. La incertidumbre se apodera de mí al estar en este lugar, y el temor se intensifica al observar a dos hombres armados en la cima del muro, apuntando directamente a nuestro auto. ¿Dónde demonios estamos metidos? Este lugar no figura en el mapa, pero el camino estaba ahí, justo al lado de la carretera. ¿Será esta la guarida de algún narcotraficante o una instalación gubernamental secreta? Ay, madre mía, temo que nos hemos adentrado en algo más oscuro y peligroso de lo que imaginamos.

El suelo comienza a temblar bajo nosotros, más precisamente, debajo del auto. Mis ojos se agrandan al máximo cuando el muro, de manera casi mágica, empieza a abrirse como una puerta doble, una parte hacia un lado, la otra hacia el otro. Del lado opuesto del muro emergen otros diez hombres, todos fuertemente armados con pistolas, apuntando directamente a nuestro auto. La desconcertante realidad de lo que se avecina se manifiesta ante nosotros, y el miedo se instala profundamente en cada uno de nosotros, tejiendo una trama de incertidumbre y peligro en este inesperado giro de los acontecimientos.

—Niños, manténganse dentro del vehículo —ordena mi padre, desciende y se dirige hacia esos individuos. Parece creer que puede gestionar la situación mediante el diálogo, pero estos individuos no parecen propensos a resolver las cosas con palabras, sino más bien con intimidación y violencia.

Un grito se escapa de mí cuando uno de los hombres golpea a mi padre en la cabeza con su arma. A pesar de mantenerse consciente, cae al suelo aturdido por el impacto. Mi madre reacciona rápidamente, asegurando todas las puertas al percatarse de que dos de esos individuos se dirigen hacia el vehículo, intentando forzar la entrada por todas las puertas.

Mi alarido se repite cuando el hombre junto a la puerta de Antony la arranca con un solo movimiento de su brazo, lanzándola contra el tronco de un árbol. La puerta se estrella contra el suelo después de ser desgarrada con una fuerza impresionante. No tengo tiempo para procesar lo que veo; estoy en estado de shock, mi mente luchando por asimilar la violencia de la escena. Un hombre acaba de arrancar la puerta del auto con una sola mano y la ha arrojado con tal fuerza que derribó un árbol.

Una mano fuerte agarra mi tobillo y tira con violencia. Mis piernas tocan la tierra mojada, cubriéndome de lodo y ocasionando raspaduras en mi extremidad y codo izquierdos. La sangre fluye y la herida se contamina con la tierra. A ese hombre no le importan mis gritos de dolor; me arrastra por el cabello hasta reunirme con mi familia. Nos tienen apiñados como si fuéramos ganado a punto de ser sacrificado, apuntándonos con sus armas.

El dolor en mis heridas es punzante, mi cabeza late por haber sido arrastrada unos metros por el cabello. Mi pierna sangra profusamente, al igual que mi cabeza, pues no me había percatado de que el tirón provocó que me golpeara con el filo de la puerta arrancada, añadiendo una herida más a mi ya lastimado estado. La incertidumbre y el miedo se intensifican, mientras enfrentamos la brutal y desconcertante realidad de nuestra situación.

—¿Qué acciones debemos emprender, Beta? —interroga uno de los individuos, posicionado frente a Arianna, quien se deleita de manera deplorable con sus piernas. La intensidad de su mirada eleva mi temor a dimensiones desconocidas —¿Acabamos con todos ellos?

—No —dicta el hombre, desviando su mirada hacia otro de sus cómplices —Aguardaremos al Alpha; él sabrá cómo lidiar con estos seres humanos. Los recluiremos en el calabozo esta noche. El Alpha llegará temprano mañana, y dudo que se encuentre tan fatigado como para no brindarnos un espectáculo aniquilando a estos seres humanos inmundos —todos los hombres ríen sádicamente.

Un nuevo individuo emerge con cadenas imponentes en sus manos. Nuevamente, me toman del cabello y me obligan a erguirme. Las heridas en mis piernas arden como el averno, y percibo un dolor en el hombro que había pasado desapercibido. Todo aconteció cuando el individuo despiadado me arrastró fuera del automóvil sin miramiento alguno, desgarrando mi indumentaria y causando estragos en la piel de mi hombro.

Oigo el sonido de cadenas y luego experimento cómo me obligan a alzar la cabeza para contemplar el cielo. Las lágrimas no cesan, y mis súplicas por la vida de mi familia y la mía caen en el vacío, ignoradas por todos los seres presentes y por los que aún han de existir en esta tierra. Un clic resuena, y siento algo pesado envolver mi cuello. Con mis manos, busco dilucidar qué me han hecho. Se trata de uno de esos collares metálicos para perros, pero más pesado y dotado de púas afiladas. Todos portan esos collares, pero solo el de Arianna y el mío ostentan esas púas cortantes, provocándonos heridas y haciéndonos sangrar con cada movimiento.

Guiados por violentos tirones, somos arrastrados al otro lado del muro, revelándose ante nosotros una escena que, en circunstancias diferentes, sería hermosa. Se trata de un pequeño pueblo anclado en el tiempo, donde elementos modernos, como farolas que iluminan las calles, coexisten armoniosamente. La arquitectura de las casas, en su mayoría construidas con piedra o ladrillos, exhibe una disposición precisa y estéticamente agradable. Las calles, igualmente, están pavimentadas con pulida y lisa piedra; la vida animal y aviar anima el entorno, mientras que los niños juegan con despreocupación.

Sin embargo, esta vitalidad se desvanece abruptamente al notar nuestra presencia.

Algunos niños reaccionan con gritos y huyen hacia sus hogares, mientras otros se quedan parados, sus rostros revelando sorpresa. A nuestro alrededor, se forma un tumulto de espectadores; mi expectativa de recibir ayuda tras la brutalidad sufrida se desvanece al observar la pasividad de quienes nos rodean. Contrario a lo esperado, los niños no muestran compasión; en cambio, lanzan gritos eufóricos y dan saltos. De manera súbita, una piedra mediana impacta directamente en mi cabeza, seguida por otras, desencadenando un torrente de lágrimas en mi familia y en mí. ¿Qué hemos hecho para merecer semejante trato? ¿En qué lugar infernal nos encontramos? ¿Qué ruta tomó papá para conducirnos a este tormento?

—Aria… —con dolor en el cuello, giro la cabeza para mirar a Antony, siempre más sensible y vulnerable en comparación con Arianna y conmigo. Me pregunto qué horrores atormentan su mente en estos momentos —¿Vamos a morir?

—Por supuesto que sí —responde con desdén el hombre a nuestro lado, enfatizando la cruda realidad con una obviedad cruel.

—No te dejes afectar por sus palabras, hermano, no lo permitas —respondo, buscando calmar a Antony, cuyas lágrimas fluyen con intensidad. La contemplación de mi hermano llorando siempre ha desencadenado en mí una profunda aflicción —No vamos a morir, ¿entendido? Saldremos de esto, de una forma u otra. Te lo prometo.

—¿Sabías que mentir es algo malo, humana? —interviene nuevamente el hombre, dando un tirón brusco a mi cadena, provocando un quejido doloroso —Entonces aprende eso. Nuestro Alpha los exterminará apenas regrese de la manada del sur, y estaré más que complacido de ser testigo de cómo les arrancan la piel del cuerpo o les sacan los ojos. Nuestro Alpha siempre ha demostrado creatividad en cuanto a torturas; la última vez, sumergió la lengua y el pene en aceite hirviendo solo por mirar a su pareja —el hombre parece regodearse con cada palabra, como si los horrores infligidos por su supuesto Alpha fueran acciones virtuosas y significativas.

Al dirigir nuevamente mi atención al entorno, una marea de náuseas me envuelve, acompañada de un efímero deseo de encontrar la muerte en ese instante. Nos encontramos en un calabozo vasto, que evoca las épocas contemporáneas, donde despiadados reyes gobiernan con imponentes castillos. Las paredes, en contraste con las casas, están erigidas con piedra de manera caótica, deliberadamente otorgándoles una apariencia fea y siniestra. La sangre seca y la mugre impregnan estas paredes, junto con marcas de garras en el suelo y los muros.

Instrumentos de tortura ocupan cada celda, incluidos aquellos que protagonizan las películas de terror, todos engalanados con púas negras que perforarían por completo con tan solo caer. De manera sorprendente, las celdas yacen desiertas, como si la presencia de cualquier alma hubiera sido erradicada.

—Muy bien, humanos —anuncia el hombre que aparentemente lidera al grupo, sentado en un banco en el suelo, esbozando una sonrisa malévola que incrementa el temor en nuestro interior —Este será su hogar durante las próximas trece horas hasta que nuestro Alpha llegue. ¿Saben lo mejor? Ya sabe que están aquí. Originalmente, no iba a llegar hasta pasado mañana, pero ahora tiene un incentivo para llegar mañana por la mañana. ¿No es emocionante? —nos habla como si fuéramos niños en una fiesta de cumpleaños y anuncian que llega el mago. Es como si fuéramos parte de un espectáculo macabro —Bueno, vamos a organizarlos así: los padres se quedarán con el hijo llorón. Eres un hombre; los hombres no lloran, aprendan eso. Las dos mujeres jóvenes estarán en celdas separadas.

Las cadenas que mantenían nuestra unión son desgarradas de cuajo con un solo tirón, dejándome en un estado de aturdimiento. La fuerza necesaria para tal hazaña confirma mis sospechas: nos encontramos en manos de una organización dirigida por un influyente narcotraficante que, de alguna manera, potencia a sus hombres con sustancias para conferirles una fuerza sobrehumana. La realidad que encaro parece extraída de los giros más oscuros de una mala película, una pesadilla palpable.

Las púas se incrustan con mayor intensidad en mi nuca cuando uno de esos individuos tira de ella para forzarme a caminar. Siento un líquido serpentear por mi espalda, manchando la camisa que llevaba puesta y agudizando el dolor en mi cuello. Sin embargo, todo esto palidece ante el temor que arraigo en lo más profundo de mi ser. El hombre me arrastra por pasillos tétricos, saturados de lodo, humedad, suciedad y rastros de sangre seca. Cada centímetro de las paredes narra los horrores que han acontecido aquí, mostrándolos de forma cruda y despiadada. En este recinto, no existe ni un ápice de belleza; solo persisten las marcas indelebles de dolor, crueldad, sangre y muerte.

¿Qué destino nos aguarda en este rincón lúgubre y desolado?

2

El cruel despertar se ve envuelto en la oscura malevolencia de la realidad. El agua gélida, como el toque helado de la muerte, se aferra a mi piel, desgarrando la efímera ilusión de un sueño idílico. En mi ensoñación, el sendero erróneo es solo una quimera, y la llegada a la morada de los primos paternos se convierte en el prólogo de un verano mágico, atrapado entre las maravillas naturales de un pueblo de encanto.

La realidad, sin embargo, se presenta como un espectro despiadado. Arianna, en su desdén, proclama su inconformidad por la ausencia de señal, maldiciendo a todos por este destierro al confín del mundo, mientras su queja resuena como un lamento en la penumbra. Antony, con su rostro escarlata, encarna la fragilidad ante las alergias, una manifestación tangible de la vulnerabilidad humana en medio de la naturaleza indiferente.

Mi padre, anclado en la insipidez de la televisión, parece atrapado en un túnel sin fin de monotonía, mientras la cocina, epicentro de planes y esperanzas, se convierte en un rincón de incertidumbre y posible castigo. La cruda realidad, cual sombra lúgubre, se ciñe sobre mí, despojándome de la calidez de los sueños y sumiéndome en un abismo de frío y desasosiego.

La celda, emblema de desesperación, exhala una humedad pegajosa que impregna mis sentidos. Cada segundo transcurre en la penumbra, alimentando la agonía de una noche despiadada. Los accesos de tos, como un eco siniestro, resuenan en la caverna inhóspita, dejando una estela de dolor de garganta, una melodía disonante que se entrelaza con la sombría realidad que me rodea.

—Buenos días, humana.— el carcelero se arrodilla con una presencia ominosa, su sonrisa burlesca y maliciosa emana una oscura energía mientras se iguala a mi altura. Al reincorporarse, su mirada penetrante se posa en mi estómago y piernas, invocando un temor palpable. Un grito ahogado escapa de mis labios ante la insoportable presión de su pie en mi mano, las lágrimas fluyen sin restricciones, revelando mi vulnerabilidad.

—Jamás he abrazado la hipocresía, así que te revelaré mi deseo ferviente: que tu estancia en nuestra magnífica manada sea la más sombría de todas, y que se convierta en la última página de tu existencia aquí.

—Pudrete— murmuro, aún sintiendo el dolor punzante en mi mano, mientras su pie incrementa su implacable presión. La insolencia de mis palabras despierta la furia del carcelero, quien toma mi cabello con una fuerza sobrenatural, elevándome ligeramente. Un chillido gutural escapa de mis labios cuando su mano impacta mi mejilla con una descomunal cachetada, sumiéndome en un aturdimiento tenebroso que parece prolongarse en la eternidad.

Siento cómo la sangre fluye desde el interior de mi boca hasta el suelo, mi mejilla arde con una intensidad desconocida, y las lágrimas brotan de mis ojos sin restricciones. Cada respiración levanta una sutil capa de polvo y tierra en la habitación, provocando una corriente de coriza. Ni siquiera mi madre me había infligido un golpe tan brutal; aún me encuentro mareada por la resonancia de esa bofetada, mi visión nublada por el impacto.

Me pregunto cuánta fuerza posee este hombre para golpearme de tal manera y dejarme sumida en un aturdimiento perturbador. Su demostración de poder al destrozar la puerta del automóvil con un simple movimiento de su brazo, lanzándola contra un árbol, resonaba en mi mente, mientras la cachetada me obligaba a ver más allá de los límites de mi percepción, con la realidad dando vueltas.

Regreso a la conciencia cuando experimento un dolor más agudo en la zona de mi vientre, una presión inhumana que supera con creces la sufrida por mi mano. Su pie aplasta mi estómago con desprecio, como si fuera un desecho, y yo me siento precisamente así. El alivio momentáneo llega cuando retira su peso, pero la ilusión se desvanece rápidamente. El aire abandona mi cuerpo cuando su pie impacta en mi estómago con la ferocidad de un lanzamiento de fútbol, directo a la boca misma de mi estómago. Las lágrimas fluyen con facilidad, el oxígeno escasea y solo puedo sumergirme en la vorágine de dolor. Estos golpes parecen destinados a arrebatar la vida misma.

—¡Ay, humana, humana...!— un grito dolorido brota de mis labios cuando sujeta mi cabello con una ferocidad despiadada, manipulándome como si fuera un títere que no merece piedad —Tienes una suerte desmedida, demasiada. No me permiten infringirte daño, no tanto más bien, pero el Alpha no tardará en llegar—

Su otra mano se dirige al collar con espinas que aprisiona mi cuello, y un tirón en la cadena clava aún más espinas en mi nuca, provocando una quemazón intensa. Estas marcas, como un testimonio mudo de mi tormento, perdurarán toda mi existencia.

—Eres un espécimen de hembra bastante atractivo, no lo suficiente para mi gusto, pero lo bastante como para que me divierta con tu cuerpo. Podría compararte con una omega, pero jamás rebajaría a alguien de mi especie con algo tan repulsivo como tú—. Suelta mi cabello. Breve alivio crece en mí, pero es efímero; otro tirón a la cadena y contengo el grito que amenaza con escapar.

De forma grotesca, acerca su nariz a mi cuello y, como un ser retorcido y enfermo, aspira con avidez. Mi piel se estremece mientras intento alejarme inútilmente, su mano aferrada a mi cabello impide cualquier movimiento. Mi estómago se retuerce cuando su nariz sigue la línea de mi cuello, aspirando como si quisiera grabar mi olor en su mente, un olor que debe ser tan nauseabundo como este lugar

—Quizás suplique al Alpha que me conceda unas pocas horas para disfrutar de tu cuerpo, luego rogaré que me permita poner fin a tu vida con mis propias manos.

La punta de su nariz recorre cada centímetro de mi cuello, respira en el lugar y el asco me consume por completo. Aunque las ganas de golpearle son intensas, sé que debo contenerme; él posee una fuerza que supera con creces la mía. Siento un escalofrío cuando su mano aprieta mi cuello, no lo suficiente para extinguirme, pero sí para asfixiarme lentamente

—¿Quieres saber algo? Si ignoro tu pestilencia humana, puedo percibir el aroma a miel que emana de ti. Siempre he disfrutado arrebatar la virginidad a las hembras, pero contigo cumpliría mi fantasía de degustar un coño virgen de humana. Dicen que son deliciosos, aunque no duran mucho—. Cada palabra que pronuncia agita mi alma con repugnancia, mientras el dolor persistente se entrelaza con el odio que siento hacia este carcelero despiadado.

—Por favor, déjame— suplico en medio de sollozos. No es sólo el asco de sentirlo tan cerca de mi, también es el dolor en todo mi cuerpo que no parece detenerse —No me haga daño. Se lo suplico por favor— mi voz sale entrecortada por mis innumerables sollozos. El carcelero solo puede sonreír

 

—Eso, si, quiero que me supliques, humana, hazlo— mi estómago se revuelve cuando vuelve a acercar su nariz a mí cuello, notando como su voz se iba tiendo de excitación —De la misma forma vas a suplicar cuando tenga mi pene dentro de ti— tiemblo cuando su mano desciende desde mi cuello hasta mi hombro, acariciarando de una forma morbosa mi hombro por encima de la blusa

—Tengo muchos deseos de saber que es lo que se esconde debajo de toda esta ropa de sucia mojigata— me muevo incómoda cuando su mano empieza a descender hasta mis senos.

—Señor... — a la celda se desliza otro individuo, moviéndose con una urgencia inquietante. El carcelero suelta mi cuello con violencia, alejando por sus manos de mi pecho, dejándome caer al suelo con una brusquedad que resuena en la oscuridad. Un golpe leve pero doloroso acompaña mi caída, mientras el carcelero, con una expresión molesta, me permite saborear el frío suelo. La llegada repentina de este hombre, el Alpha, parece traer consigo una sombra más densa.

—Esa noticia es, sin duda, un alivio —, responde el carcelero con una sonrisa retorcida que revela una malevolencia palpable. Mi miedo se agudiza al ver que sus ojos verdes adquieren un fulgor siniestro de forma abrupta. — ¿Te asustaste, humana? Puedo sentir los latidos acelerados de tu corazón; tu miedo es música para mis oídos. Si fueras como nosotros, esto sería tu pan de cada día. Lamentablemente, tú y tu familia no son más que una plaga que debe ser purgada de este mundo—

—¿Qué intentas decirme con eso?— logro articular con un hilo de voz, arrastrándome con esfuerzo hacia atrás hasta que mi espalda encuentra el frío consuelo de la pared. La inseguridad se apodera de mí al no comprender por qué los ojos del carcelero adquieren esa tonalidad tétrica, sumergiéndome en la penumbra de la incertidumbre.

—No es de tu incumbencia, humana. Vas a morir de cualquier manera, y no hay nada mejor que dejar a alguien con una duda antes de morir— responde con un desdén que resuena en las paredes carcomidas de la celda. El carcelero y su sombrío acompañante se desvanecen entre las sombras, abandonándome a la agonizante soledad de mi encierro.

Las garras de la incertidumbre se clavan en mi ser, torturándome con preguntas sin respuestas. ¿Qué destino aguarda a mi familia en este infierno? ¿Se debaten en un sufrimiento similar al mío o enfrentan un tormento aún más oscuro? Prefiero mil veces cargar con todo el peso de la calamidad sobre mis hombros antes que permitir que la sombra alcance a quienes amo. Mis padres, con certeza, deben estar atrapados en un desesperado juego de negociación con aquellos que nos han arrebatado la libertad. No los culpo; en esta penumbra, el instinto de supervivencia se tiñe de desesperación.

Surge en mi mente la perturbadora posibilidad de que ellos, como aquellos que me custodian, no sean completamente humanos. ¿Es esta una prisión del gobierno donde la ciencia ha desatado horrores inimaginables sobre nosotros? ¿Hemos sido sujetos de experimentación genética, mejorados y distorsionados para superar los límites de la humanidad, explicando su insistencia en llamarme "humana" como si ellos mismos hubieran perdido esa condición?

La penumbra de la celda revela que todos aquí comparten una característica inquietante: ojos que destellan en tonalidades diversas de azul, verde y rojo. Al principio, consideré la posibilidad de que aquellos con ojos rojos ocultaran tras lentes su naturaleza, pero ahora me aferro a la escalofriante realidad de que son seres modificados genéticamente, imbuidos con una superioridad ominosa.

Mientras me sumerjo en la oscura maraña de especulaciones sobre la verdadera esencia de mis captores, el dolor y la incertidumbre me envuelven, convirtiendo mi desgarradora realidad en un abismo sin fin de sufrimiento.

En este sombrío rincón, la desolación me envuelve como una sombra persistente. Cautiva entre paredes que parecen cerrarse sobre mí, la luz tenue cuelga como un destello lejano, incapaz de iluminar la oscuridad que se cierne a mi alrededor. Mis extremidades, enlazadas y sin libertad, me sumergen en una sensación de impotencia, como si un pozo insuperable me retuviera en su abismo insondable.

La repulsión hacia las personas que me rodean se manifiesta visceralmente, provocándome náuseas y lágrimas simultáneas. Aunque el entorno es opresivo, mi mente se ve invadida por una amalgama de emociones. El dolor, el sufrimiento, la tristeza, la ira, la felicidad y la melancolía se entrelazan, formando un torbellino inescrutable que nubla mi pensamiento.

En medio de esta vorágine emocional, la introspección me lleva a rememorar momentos de mi vida. Como si fuera un filme de lo más preciado, los recuerdos desfilan ante mis ojos, impregnados de detalles que definen mi existencia. Encontrar la felicidad en esos pequeños destellos se convierte en un ejercicio doloroso, ya que la tristeza se enreda con la nostalgia en cada rincón de mi ser.

Las prolongadas disputas con Antony, a menudo insignificantes pero cargadas de significado, se entrelazan con las peleas constantes con Arianna, donde la belleza se convertía en un campo de batalla entre hermanos. Los reprimendas maternas, marcadas por su omnipresencia, contrastan con el orgullo inquebrantable de mi padre, incluso en los momentos más difíciles. La timidez inherente de mi mellizo frente a la vida y el temperamento abrasador de Arianna frente al mundo crean un tapiz complejo de relaciones familiares.

A pesar del entorno lúgubre que me aprisiona, esos recuerdos, aunque agridulces, se revelan como pilares indelebles de mi vida. Cada conflicto y cada sonrisa grabados en mi memoria, configuran la narrativa de una existencia que, incluso en la penumbra, sigue resonando con la riqueza de experiencias que definen mi ser.

La estridente puerta metálica se abre con violencia, sacándome de mis pensamientos. Mis lágrimas son rápidamente disimuladas mientras me acurruco más contra la pared, con la esperanza de que este recién llegado no note mi presencia. El miedo y el frío dominan mi tembloroso cuerpo, pero la sensación de opresión se intensifica con cada paso que se escucha retumbar en la habitación.

—Vaya, vaya, vaya..— La voz, teñida de desprecio, me hace temblar aún más. Entre mis muslos, veo un pantalón de traje caro y unos zapatos pulcros. Mi garganta aprieta al tragar, y sé que este recién llegado no será más amable que mi carcelero. Su mirada se clava en mí, y me aprieto más contra la pared, intentando ser invisible.

—Hasta que al fin te dignas a aparecer, mate..— Su tono despiadado se mezcla con el desprecio palpable en cada palabra. El miedo me domina, y siento que estamos en un callejón sin salida, enfrentándonos a alguien más cruel y despiadado que el carcelero.

—Por favor, déjame en paz, no me hagas daño— susurro. Mi voz temblorosa y ronca se pierde en el eco de la habitación. Su respuesta es un tirón brusco de mi cabello, forzándome a mirarlo. Sus ojos dorados destilan desprecio, y un escalofrío recorre mi espina dorsal.

Fijo mi mirada en el dorado intenso de sus ojos, una mirada que me hiela la sangre. Su apariencia física, a pesar de su atractivo, se ve empañada por la crueldad que emana de él.

—Aquí, quien manda soy yo. ¿Entiendes?— aprieta mi cabello con más fuerza, y asiento en un intento desesperado de calmarlo. Su siguiente comentario fue sobre mi aroma, dicho con desdén, me hace sentir vulnerable y repugnante en su presencia.

Su mano libera mi cabello con brutalidad, haciendo que mi cabeza golpee la pared.

—Déjame contarte algo. Toda tu familia está reunida en un mismo sitio, listos para morir de la forma más sangrienta y dolorosa que tu limitada mente es capaz de imaginar— Su sonrisa diabólica me llena de terror, y mis súplicas no parecen surtir efecto.

—No, por favor, no les hagan nada a mi familia— imploro, pero su satisfacción crece. Se levanta, ajusta su traje impecable y me mira con desprecio evidente

—Es eso lo que quieres, que tu familia esté a salvo, ¿Verdad?— asiento desesperadamente —¿Por mantenerlos a salvo eres capaz de cualquier cosa?"— Mi asentimiento es débil —¿Incluso servirme hasta que mueras?—

Incapaz de responder, su sonrisa maliciosa se ensancha, como si mi propio silencio fuera la respuesta que esperaba.

—Me parece perfecto. Ahora eres mía.— El desprecio en su voz resuena en mis oídos, mientras el terror se apodera de cada fibra de mi ser.

¿Qué será de mí ahora?

3

—..La manera en que tratan a esta humana no es asunto mío, al contrario, es justo lo que merece. A lo largo de siglos, los humanos han sometido a especies que ellos consideran inferiores, incapaces de reconocer nuestra superioridad en todos los aspectos. Es tiempo de dejar claro que esta humana no es más que una subordinada, una criatura despreciable que merece la aversión que le prodigamos. Al explorar nuestra historia, revelamos la justificación de nuestra hostilidad hacia la humanidad, desafiando cualquier noción de igualdad y reforzando la supremacía de nuestra especie.

Mi valor se desvanece con cada palabra que pronuncia, y me siento incapaz de levantar la mirada del suelo. Cada frase de su discurso resuena en mi interior, provocando lágrimas que caen como testigos de mi impotencia. Al escucharlo, comprendo que mi destino aquí no augura más que sufrimiento. Una tristeza abrumadora se apodera de mí, y el temblor en mis manos revela la intensidad de la angustia que sus palabras generan. En su presencia, la certeza de un dolor inminente se cierne sobre mí, tejiendo un velo de desesperación que parece envolverme por completo.

—Es momento de darle un giro significativo a la historia. Ya no servimos a los humanos, ellos nos sirven a nosotros, y esta humana en especial, a mí.

No anticipaba menos de alguien de su calaña; en su mirada se refleja un odio hacia mi persona que resulta palpable, junto con la repulsión y el asco que comparten todos los demás. Este entorno está plagado de individuos malévolos e inhumanos, carentes de compasión, que me observan como si fuera un cero a la izquierda, una moneda sin valor, un muñeco desgastado o un adorno roto; en definitiva, como una entidad desechable. A pesar de que la idea de escapar parece la opción más sensata, un vínculo crucial me mantiene anclada aquí: mi familia. La posibilidad de que, al huir, él pueda infligirles daño me paraliza, y la carga de saber que mi escape podría desencadenar su sufrimiento es insoportable.

En este oscuro escenario, se impone una única directriz respecto a mi existencia: no debo morir. El temor se apodera de mis piernas, haciéndolas temblar ante la amenaza constante. Este imperativo, aunque preserva mi vida física, no logra disipar la angustia que me consume, atrapándome en un dilema desgarrador entre la libertad y la seguridad de los míos.

—Solo tienen una orden con respecto a la humana..— sus palabras resuenan con la frialdad de una sentencia, mi propia condena a muerte —No debe morir—

En el vasto recinto, una multitud laboriosa se afanaba incansablemente, cada individuo contribuyendo con esmero a mantener la grandiosidad del lugar, una suerte de palacio que, en su magnificencia, exigía la dedicación colectiva para preservar su lujo y excentricidad. Aunque impregnado de un aire antiguo, el entorno exhibía una simbiosis armoniosa entre lo clásico y lo contemporáneo.

Lámparas suntuosas pendían con gracia de techos y paredes, reminiscentes de las páginas de las revistas que cautivaban a mi madre. La modernidad se manifestaba a través de discretas cámaras de seguridad estratégicamente ubicadas, registrando con precisión cada rincón del edificio, fusionando así la opulencia del pasado con las exigencias de la era actual.

No obstante, la paradoja se revelaba en las actitudes de los habitantes. A pesar del entorno impregnado de modernidad, sus comportamientos parecían anclados en una época remota, arraigados a tradiciones arcaicas y retrógradas. Una peculiaridad desconcertante radicaba en la mirada de juicio que emanaba de la comunidad, especialmente de los hombres, quienes ostentaban una aura de poder que eclipsaba la libertad y autonomía de las mujeres.

Esta dicotomía entre la apariencia moderna y la mentalidad anclada en el pasado generaba un intrigante contraste, como si el tiempo, en lugar de avanzar de manera uniforme, hubiera tejido un tapiz complejo donde convivían la pompa de antaño y la rigidez de unas mentalidades que resistían el progreso.

En un ominoso silencio, el hombre de ojos dorados se aproxima, su presencia se hace tangible a través de la sombra que proyecta ante mí. Una sensación de inquietud me embarga, incitándome a retroceder en un intento instintivo de resguardarme. Elevando la mirada, me encuentro con su gesto serio, una expresión que infunde temor.

El pánico colisiona con mi juicio cuando sus manos, en un movimiento calculado, se posan en mi cuello. Un grito involuntario escapa de mis labios al experimentar la aguda punzada de dolor causada por las púas incrustadas en mi piel. Un instante de alivio se apodera de mí al percibir la liberación de la presión en mi cuello, fracturado con la fuerza desmedida de un solo tirón.

Sin embargo, la fugaz sensación de alivio da paso a una nueva ola de angustia. El collar de púas, que se desvaneció en el instante anterior, es sustituido sin demora por otro, una variante incluso más pesada que la anterior. En ese momento, resuena la verdad ineludible: la efímera dicha es reemplazada por la implacable carga de un destino más gravoso. Así, en el oscuro juego de fuerzas, mi percepción se sume en la cruel ironía de que, como dicta la sabiduría popular, la felicidad es efímera en su naturaleza.

—Este método revolucionario para ejercer control sobre las personas, como ella, mediante el dolor es un arte oscuro. Al apretar este botón..— extrae del bolsillo de su pantalón un diminuto control remoto con tres botones, uno amarillo, otro verde y el último de color rojo —Una descarga eléctrica serpentea por su cuerpo, no lo suficiente para extinguirle la vida, pero sí para tejer en su carne el tormento y la angustia. Tan solo existen dos artefactos como este, uno en mi posesión y el segundo en manos de nuestra ama de llaves, María—

¿Cómo pueden contemplar esto sin que la empatía o la lástima por el sufrimiento ajeno les consuma? Pienso.

Todo me consterna, mis ojos fijos en la cruel escena, mientras una mujer mayor se abre paso entre la multitud de chicas jóvenes que observan con una mezcla de fascinación y repulsión. Parecen testigos de la degradación de alguien tratado peor que un mero animal. La mujer, de unos cuarenta o cincuenta años, ostenta una apariencia cuidada, su cabello castaño oscuro enmarcando un rostro que refleja la crueldad de sus ojos azul eléctrico.

No alcanzo a comprender por qué todos me miran con odio, desagrado y asco, cuando ni siquiera conocen mi verdadera esencia. Pienso.

Siento la oscura injusticia de una realidad que se desliza por un abismo de horror.

—Aquí, María, esto es para ti; úsalo para poner en su lugar a la humana cada vez que cometa alguna equivocación en su trabajo o moleste a alguien más— le entrega el diminuto control remoto con un gesto despiadado. María recibe el artefacto con deleite, sus labios se curvan en una sonrisa malévola mientras clava su mirada en mí con un destello perverso. Siento un temor penetrante.

—¿Te gustaría ser la encargada de mostrar que el collar cumple a la perfección con su función? — añade con cinismo, invitándola a demostrar la eficacia del cruel mecanismo. La atmósfera se carga con un aire siniestro, y el control remoto parece emerger como un símbolo de poder despiadado en manos de quien disfruta del sufrimiento ajeno.

En menos de un minuto, la mujer aprieta con firmeza el botón de color verde. Mi cuerpo se tensa completamente, asaltado por un calambre colosal que se desplaza a través de mis huesos. Caigo al suelo de manera incontrolable, sintiendo cómo mi cuello palpita y mis piernas tiemblan. La impotencia me envuelve, lágrimas de desesperación se deslizan por mis mejillas, incapaz de defenderme. Lo más doloroso, sin embargo, es la humillación ante la indiferencia de aquellos que se regodean en mi sufrimiento, llenando el aire con risas burlonas. Quise llorar, quise gritar, pero las fuerzas me abandonaron, dejándome sumida en la impotencia.

—Como han podido apreciar, el collar supera las expectativas..— me señala como si fuera una atracción de circo, y la masa a mi alrededor responde con aplausos y risas, perpetuando mi sensación de ser un mero entretenimiento para su deleite. Se coloca frente a mí y acaricia mi cabeza con desdén, dando palmaditas como si tratara a un perro.

—Para que la humana se acostumbre a la vida dentro del palacio, quiero que le asignen numerosas tareas. Necesita comprender su lugar aquí. Quiero dejar en claro que para mantener con vida a sus padres, debe aprender a hacer magia— sentencia con un tono que revela un desprecio arraigado, marcando mi destino como prisionera de un mundo donde mi vida es la moneda de cambio para la supervivencia de aquellos que amo.

El hombre se aleja del lugar con una serenidad que contrasta con la agitación de la multitud, como si no hubiera desatado una horda de adversarios hambrientos, listos para devorarme si la ocasión se presenta. El odio palpable en las miradas confirma mi estatus de desecho, carente de valor alguno. Me siento como un despojo inútil y desvalorizado en medio de la hostilidad que me rodea, alimentando el temor de lo que depara mi existencia inmersa en este caos. Cada individuo en este sitio desconocido me resulta un extraño, y mi inquietud se intensifica por el bienestar de mis padres y por mi propia seguridad.

—Ahora, lo primero que debemos hacer es despojarte de esa ropa infecta. Esperemos que, al usar algo de aquí, tu mal olor disminuya al menos un poco— indica María, deteniéndose frente a mí. Solo logro distinguir sus elegantes zapatos de tacón negro, colocados estratégicamente justo ante mi rostro. La aversión en su mirada es palpable, un sentimiento compartido por los demás presentes. Siento una amenaza constante.

—Que alguna omega busque un uniforme de servicio en la lavandería— ordena —Que sea de los más pequeños, ya que este ser insípido no cuenta ni siquiera con un volumen de cuerpo aceptable, y que impregne su aroma en la ropa para soportar unos minutos sin tanta pestilencia— instruye con un tono despectivo, enfatizando mi insignificancia ante la audiencia. La degradante tarea que se avecina parece ser solo el preludio de una vida marcada por la humillación y la discriminación.

...💔💔💔...

Me encuentro sumergida en un mar de desprecio, donde las olas de las palabras hirientes azotan mi autoestima con una ferocidad inhumana. Cada día, él se deleita en desgarrar mi autoimagen, como si mis defectos fueran un lienzo en el que pinta sus insultos con una crueldad despiadada. Me llama asquerosa, sucia, apestosa, y sus palabras cortan más profundo que cualquier navaja afilada.

La etiqueta de fea me la impone sin piedad, restregándome en la cara la aparente desventaja de mi físico. Mi estatura baja, senos modestos, curvas apenas sugeridas, labios semi-gruesos, y unas pecas que adornan mis mejillas no escapan a su mirada despectiva. Solo logra encontrar mérito en el rojizo casi anaranjado de mi cabello y en mis ojos, que de un color miel casi avellana, no son suficientes para contrarrestar su implacable crítica.

El reflejo en el espejo se convierte en una sentencia diaria, una condena que me susurra la insuficiencia de mi existencia. Callar se convierte en la única opción, una estrategia de supervivencia para evitar un electroshock emocional aún más devastador. La amenaza se extiende a mi familia, y cada palabra no dicha es un nudo apretado en mi garganta.

Así, me veo atrapada en un silencio que grita mi dolor, mientras la sombra de la humillación oscurece cualquier atisbo de autoestima. En la soledad de este tormento, anhelo encontrar el valor para romper las cadenas de la opresión verbal y reclamar mi derecho a la dignidad.

—Tú, humana. La primera tarea del día es limpiar todos y cada uno de los baños del palacio— puedo escuchar detrás de mi las risas de otras personas, risas que no son disimuladas en lo absoluto —Se supone que es una tarea de todo un equipo, pero usarte a ti es mucho más económico y satisfactorio para mí—

Las risas se detienen de momento, y yo solo puedo ver cómo María hace una gran reverencia. En el proceso coloca su mano en mi espalda y me obliga a inclinarme de la misma forma que ella.

—Majestades— dice María, utilizando un tono de lealtad inquebrantable y profunda veneración.

—María..— La voz, con sus tonos roncos y dorados, envuelve mi piel en una sensación de terror palpable.

Reconozco al instante, aún sin verlo, al hombre que me ha esclavizado. Su presencia me causa no solo temor, sino también una melancolía adolorida, recordando el porqué soporto todo esto.

—Solo he venido para que mi Luna vea la humana. Estaba curiosa por conocerla, y yo solo puedo complacerla— El nerviosismo se apodera de mí mientras enfrento la inminencia de encontrarme con aquel que controla mi destino.

—Gracias, Alpha— escucho por primera vez la voz de la mujer que le hace compañía. Sin embargo, esa expresión de gratitud parece perder su significado al ser pronunciada en este entorno. No importa; sé que seré tratada de la misma manera que todos los demás, sin que ello haga alguna diferencia.

Al levantar la mirada, me encuentro con un par de piernas femeninas que se posicionan a escasos metros de distancia. Su cabello rubio, aunque notoriamente teñido, enmarca un rostro impecable, realzado por un maquillaje refinado que, aunque cuidadosamente aplicado, no logra ocultar del todo la dureza que subyace en su expresión. Sus ojos, de un azul brillante, se alinean con la norma de la mayoría de las mujeres que he visto aquí. A pesar de su innegable belleza, su mirada está impregnada de odio y rencor, una hostilidad que ya no me resulta novedosa. En ese momento, me enfrento a una paradoja visual donde la atracción estética se ve eclipsada por una profunda antipatía.

—Siendo sincera, esperaba que los humanos fueran un poco más..— me mira de arriba a abajo, y yo me siento intimidada por esa mirada cargada de apatía —Agradables a la vista—

De forma inesperada sujeta mi cabello con total fuerza, tirando hacia abajo, teniendo que doblar levemente mis rodillas y verme aún más pequeña que ella. En otro lugar, en otra circunstancia este gesto me habría hecho reaccionar de la misma forma hacia ella, pero la mirada atenta y dura del hombre que me aprisiona es suficiente para contener mis impulsos, para soportar.

—¿Podemos irnos ya, mi señor? Su hedor me desagrada— afirma una vez que me ha soltado al fin, caminando hacia su hombre, para abrazarlo por el cuello —Mi loba interior gruñe ante el deseo de hacerle daño, pero la advertencia de no causarle daño mortal me restringe—

La petición impaciente de abandonar el lugar resuena con un tono despectivo que incrementa mi irritación.

—Por supuesto— responde con tranquilidad.

Mi interior se resuelve de forma grotesca al ver cómo se besan, obligandome a apartar mi mirada a otra parte. Queriendo golpearlos con la escoba que siempre está en una esquina de la cocina.

La imposición de su autoridad sobre mi destino se manifiesta con una descripción despiadada de mis limitaciones. La palabra "esclava" resuena con un peso inquietante, y la noción de que mi vida está completamente en sus manos se convierte en una carga opresiva. Aunque mi deseo de venganza se intensifica, la prohibición de causarle daño mortal a él , o a cualquiera se interpone.

Tu voluntad dicta mi existencia, pero no subestimes la fuerza de la resistencia interior. Me digo a mi misma.

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