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HEREDEROS DE TU OLVIDO

To Regent Square

De la mano de su padre, la pequeña Maeve admiró las nacientes del río Ohio, al juntarse con las aguas del Allegheny, desde el Point State Park, luego, caminaron hasta la parada más próxima del tranvía y se dirigieron hasta Regent Square, uno de los barrios más ricos y aristocráticos de Pittsburgh, una de las ciudades más importantes y bellas del estado de Pennsylvania en los Estados Unidos de Norteamérica.

Al tocar el timbre en estilo de campanilla antigua de la mansión señorial de miss Blewitt , un mayordomo excelentemente trajeado salió por la puerta principal y caminó los cuarenta metros hasta el portón de hierro repujado en diseños de grandiosa alcurnia y herrería irlandesa.

— ¿Yes sir?

— Busco a la tía Deirdre Blewitt.

— ¿La tía?

— Sí, es la tía de esta pequeña: Maeve: Hija de su hermana Eilin.

— Please one momento– solicitó el mayordomo Hugh y volvió a la mansión.

Seis minutos después retornó, abrió la puerta menor del portón y pidió gestualmente que ingresen.

La niña Maeve, de apenas seis años, tenía la mano apretando fuertemente la de su querido padre, que caminó aguantando lágrimas. Algunas rodaron por sus mejillas y las limpió con la mano derecha que portaba un pequeño maletín negro.

Se detuvieron en medio patio.

— Me quedaré aquí...

– Sí hija querida, estarás bien aquí, serás feliz, mira, tanto campo hermoso, jugarás con esas aves, mucho te gustarán las flores, qué bellos jardines, mira.

— No me deje, papá. Voy a llorar si no lo veo más.

— No hija mía, la tristeza va a pasar, pronto te sentirás bien aquí...

— No, no, no... Es muy lejos de casa, papá cuando volverá por mí, ¿dónde va usted?

— Yo... debo ir, debo ir lejos, por un tiempo, pero volveré a verte, estaré pendiente de tu vida, que estudies y seas buena niña, excelente señorita y seas feliz, quizá una doctora, hijita mía...

La abraza, la besa y luego la vuelve a abrazar muy fuerte y sostiene su abrazo mientras sus lágrimas caen en torrencial llanto silencioso.

La niña llora también.

Se separan pues ya viene el mayordomo nuevamente.

El hombre se pone en pie y limpia las mejillas de ambos.

— Debe dejarla entrar. La señora espera a la niña, pide disculpa por no salir y no permitirle pasar. Dice que será mejor para todos.

— Sí, claro que sí. Adios hija, ve adentro. Tu tía te espera.

El mayordomo toma la mano de la niña y camina de frente a la mansión de dos plantas y balcones.

La niña mira hacia atrás, su padre ya está saliendo, tranca el portón como le hizo señas el mayordomo y pasa por última vez su mano por el rostro.

Su hija intenta zafarse de la mano del hombre, pero este la jala suavemente y ella entiende que tiene que subir las escalinatas hasta la puerta.

El mayordomo cierra la puerta y la niña espía por última vez... su padre ha desaparecido por la acera arborizada que rodea la gran mansión, la cual ocupa, una manzana completa con jardines a los cuatro lados.

La tía le esperaba junto a una gran ventana por la cual se veía el lado del que ellos habían venido desde el centro de la ciudad.

La mujer miró a la niña que fue llevada hasta allí y el mayordomo le soltó la mano y reverencioso, caminó hacia atrás e hizo una delicada venia, sale y cierra de ese modo la puerta.

— Siéntate allí, frente a mí... — un gran escritorio las separó.

— Sí, sí, señora.

— No... debeis decirme señora, me direis, tía, siempre, entendiste, desde hoy... tía. No quiero repetir.

— Sí tía.

— Bien, así, de esa manera, sonriendo. Nunca con mala cara; no con malos gestos, jamás en tonos brutos, y peor gritando.

— Sí tía.

La pequeña Maeve, detuvo su vista en la nada. Veía a la señora que abría los cajones del escritorio con mucha delicadeza.

Era una mujer como de sesenta y tantos años, las canas bordeando sus sienes, de moño bien hecho, con algunas ondas bien agarradas, en dos bollos bien peinados que se asentaban en las orejas.

Una vincha de oro le sostenía el cabello por adelante y miró sus aretes que brillaban encima de perlas y un collar igual que ellos.

Su rostro sonrosado, no era rubia, era morena clara, sus ojos azules, su nariz algo aguileña, no era fea más bien, como ella se imaginaba cuando su padre le hablaba de esa única tía.

Su vestido era negro por completo

Solamente por las mangas como en el cuello, salían unos bordes de blusa fina con volados de gasa trabajada delicadamente.

Los botones desde arriba hasta abajo eran de oro.

Y una bella cadena del mismo precioso metal, sostenía un crucifijo perfectamente esculpido, pesado por lo visto, pues tenía casi el tamaño de una cajita de fósforos.

La mujer había acabado de poner un portafolio cubierto con elegante terciopelo guinda.

Lo abrió, pasó cuidadosamente la carátula y primeras páginas y se detuvo mirando ambos folios abiertos.

Entonces, levantó la vista y acomodó el par de lentes para verla mejor.

— Te pareces a tu madre. Cuántos años tienes.

— Seis, mi...mi cumpleaños es, en un mes.

— Ah, qué bien, cumplirás siete años, ya tienes uso de razón.

La pequeña Maeve, no sabría aún que significaba uso de razón.

Pero bueno, entendió que ya entendería lo que estaba haciendo allí, en esa casona inmensa al parecer, como un verdadero castillo, de cuyas ventanas y balcones, a los cuatro lados, se veía aquella ciudad llamada Pittsburgh. Y esa señora era la dueña de ese mundo que comenzaría a ver de allí ¿hasta cuando? Bueno, eso era algo extraño para ella, aunque ya tuviese, eso, ¿cómo dijo? Razón.

— Contesta. ¿Por qué te quedas muda?

— Sí, no... tía...sí.

— No seas indecisa. Para responder no debe uno tardar más de tres segundos y peor titubear. Tu madre no era así en niña. Fue muy vivaz. Te veo algo tonta.

No quiero una sobrina demasiado callada. Para ejercitarte, desde ahora, vas a leer en voz alta, el catequismo... de crin a cola. Allí en los corredores... en los jardines o donde queráis; os levantaréis bien temprano a estudiar, el Santoral.

Acomodaréis mis pertenencias más sagradas, mis rosarios de oro y plata, de primero, con tanto cuidado como si fueran tus propios dedos. Luego, acomodarás mis escapularios, mis libretos de oraciones y limpiaréis con mucho cuidado mis velos y sabrás plancharlos sin quemar ninguno pues vienen desde Venecia.

— Sí tía.

— A las seis de la mañana de cada domingo, os levantaréis y aprontaréis para acompañarme a la misa de 6:30.

Los días ordinarios de la semana, vamos solamente a misa de 19:00 horas. En ayuno, los domingos y de noche sin haber cenado.

Pronto que se pueda deberéis hacer la primera comunión, pues comulgaréis junto conmigo. Cada domingo y cada día común. ¿Es mucho todo esto para comenzar?

— No... tía.

— Qué bien.

— Sí tía Deirdre.

...***...

Deirdre Blewitt y Maeve Blewitt

Maeve caminó sus primeros pasos tímidos, temerosos, casi temblando, por un pasillo que le pareció sin fin.

Cuadros, armas, muebles tan bellos como tan antiguos. Bronce, plata y oro, por todos lados.

El mayordomo Hugh le fue a mostrar todos los ambientes, moviendo solamente la mano, e indicando que eran para la tía, apuntando hacia atrás, pues más allá venía ella: doña Deirdre Blewitt, la solterona más rica de la ciudad.

Maeve, antevió su vida allí.

De pronto deseó ser mayor y lo imaginó, vestida con trajes oscuros, mayormente negros, y plomos encendidos, se supuso, pues vio algunas mantillas plomas oscuras colgadas en los percheros cercanos a la biblioteca de su tía.

Pero, la mayor parte de lo que veía era negro. Muebles todos negros, cortinas beiges y fondos de cortinas blancas, pero, por aquí y por allí surgía el duelo, el luto.

Bajo de los cuadros de hombres antiguos, algunos más ancianos, otros más jóvenes, unos cuántos adolescentes y pocos niños, un niño muy bonito, una joven bella. ¿Era su madre? Sí era ella, se aproximó y contemplando intuyó que era su madre, sí, sí, qué linda pero qué extraño todo, varias fotografías en escalera o en forma de semi círculos y su madre en el centro, con varias ropas y peinados, de varias edades, una idéntica a ella, pero con un peinado sofisticado de rulos y tirabuzones.

El mayordomo le movió la cabeza afirmativamente varias veces, diciéndole: sí es ella. ¿Y está de aquí? Sí es ella... y así... una pared completa con fotos de su madre ¿Pero por qué ella nunca hubo visto una foto de su madre en su casa? Qué extraño. ¿Sabía que esa tía era muy rica, ¿pero su madre, murió en la pobreza? ¿Cómo podía ser eso? Ella no lo recuerda, estaba recién viendo la luz de la Tierra cuando nació.

Eso fue lejos de esa ciudad. ¿Por qué?

La pequeña Maeve, así pasaría su infancia y transcurrió de verdad sin darse cuenta, a la adolescencia, entre jardines que regar, aves para enjaular, libros que leer, ver como se ponía la mesa, los cubiertos, las servilletas de seda y organdís, las tazas para el té de su tía y sus muchas visitas, de señoras antiguas y tan beatas o más que ella.

Les ayudaba a pasar, a sentarse, a cubrirse las rodillas con aquellas mantillas de colores oscuros y a cubrir sus pies en el otoño e invierno con pantuflas o chancletas de terciopelo rojo guindo, lo único guinda que se ponía, luego servía limonada en el verano y cortaba las tortas y queques, en primavera, bajo las parras de uva y flores y enredaderas; a batir el omelete de mañanas y a vaciar galletas de Kentucky, en botes de finos vidrios, a rociar las gardenias y rosas minúsculas en los balcones... A ayudar a la peinadora a levantar el moño de su tía y bueno, lo primero que ella le pidió: ver todo lo que era religioso.

Así la bella Maeve se hizo señorita pronto.

Maeve, se acabó de vestir su modelo de siempre: un vestido sencillo, que llevaba unos dobladillos en la parte de los senos, lo que le armaba una cintura perfecta, unas caderas bien hechas que cubría el vestido hasta un dedo más abajo del tope de las rodillas.

Su figura era perfectamente bella. Sus piernas y pantorrillas se exaltaban ante la altura del tacón mediano de zapatos serios para chicas jóvenes como ella, como lo había muchas en esos tiempos: jovencitas beatas, acompañantes de tías y abuelas ricas.

— Ya, ya, ya, vamos Maeve, qué tanto espejo, te los voy a hacer quitar de tu recámara... Sabes que no me gusta, que pases minutos ante el espejo... eso es, es, uyyy, del… Diablo… No... no... no, no me hagas más, eso...

me haces hablar esas palabras...

—¡Tía, tía, no se desmaye... le prometo... haga que don Hugh, arroje el espejo al fuego!

— No, no, no me desmayo, pero no me hagas eso de enojarme y hablar cosas malas... Vamos, vamos, vamos, que ya nos falta unos treinta minutos para comenzar el rosario de la semana de Santa Efigenia.

Y así, recién bajaban del segundo piso para ir nuevamente y cada día al mismo lugar, siempre o casi siempre también al mismo templo, en pleno hermoso centro de la ciudad de Pittsburgh.

Abajo estaba Vicente, el chofer, un hombre de edad avanzada, que les abría la portezuela del carro, siempre con la misma parquedad y gentil cordura. Cerraba con ayuda de Hugh y tomaba el volante y salían de la mansión exactamente a la misma hora.

Por el camino, mejor decir por las calles que iban normalmente, doblando en algunas esquinas y luego saliendo a las avenidas principales que conectan ese barrio elegante con el centro de la ciudad, siempre era igual por lo que para Maeve era como un único camino, un campo árido, sin vida, sin alma, sin atención que llamase a la atención; luces, sombras, figuras, colores en letreros que para ella no decían nada ni vendían nada tampoco, así, avanzaban los días, oraciones y lecturas hasta dentro del carísimo Mercedes Benz del año 1958, y así, llegaban, asistían a lo que iban y retornaban de idéntica manera, el portón lo abría el jardinero antiguo y la jardinera su mujer, y así entraban y Hugh ya les tenía el té listo, los panes, queques y las mismas galletas… Uh decía para sus adentros la bella Maeve.

A veces el té un poco pasado de su sabor, pues su tía compraba en cantidad para tantos tés desde los lunes a los sábados con las torcuatas, apodo que les había puesto, a esas sus amigas que siempre preguntaban o hablaban lo mismo a la chica: —Ya tu sobrina, está jovencita... debéis tener más cuidado con esta señorita, querida Deirdre.

– Sí, ya la veo más voluptuosa... debéis darle a sus vestidos, unos centímetros de la cintura y las caderas, pues ya le queda ajustado ese vestido...

— Ese vestido... dijo esa arpía, esto es un uniforme de joven beata, de pobre muchacha del olvido... — Uiii — Tenía ganas Maeve de gritar y golpear puertas y ventanas, pero la mansión era demasiado grande y nunca acabaría de golpear y sus ganas, eran de, deshacerlo por completo... un verdadero castillo, un verdadero palacio encantado, en el que solamente buitres y urracas entraban y salían peores, cada vez.

Y esa vez sí, se animó en un instante único e irrepetible pues le observarían: tomó del borde de la hoja de una ventana del balcón principal y la aventó y el vidrio de la parte de arriba quebró.

— ¡¡¿Qué fue eso!!! — Gritaron. Tres viejas señoras desde el salón de arriba... Y Rugh vino corriendo: — ¿Qué pasó aquí? —

— Nada, solo el vien...to... el viento.

— Qué viento... exclamó el mayordomo — mirando para todos lados y a Maeve que le dio la espalda y se alejó de allí, esbozando una sonrisa muy privada y discreta y salió hacia su aposento.

...***...

Movimientos inmobiliarios

Parece que mucho cambiará en el entorno de Maeve Blewitt.

Uno, el trato del mayordomo, que fue desde el día en que llegó, frío como ordenaba la dueña de casa en el trato hacia ella y quienes no son muy apegados al entorno de doña Deirdre.

Aparté de las señoras que toman el té, todas las tardes, nada importa tanto a la tía de Maeve, como la atención a los abogados que hacen seguimiento a los tesoreros del New York City Bank.

Como lo ha captado Maeve, las damas que frecuentan la mansión, tienen cuentas de millón y medio de dólares, solo para uso doméstico y Doña Deirdre les sabe sus dividendos.

A ellas, les encanta hablar de sus intimidades y la señora Deirdre, tiene la habilidad de rebatir charlas hasta el fondo. Sabe que el hijo de Doña Lauren Brown, es archi millonario y tiene 48 años, un divorciado empedernido que le gustan las muchachas de veinte. Por su vez Doña Fraustina O'Connor tiene tres hijos solterones y cuentan al borde de 50 millones de dólares en movimiento inmobiliario desde Virginia hasta Misisipi.

Lógico, según ellas, esperan a que "madure" la sumisa Maeve Blewitt, que por su vez tiene una heredad y aunque la señorona no se refiere nunca a ese tema, se suponen que sí hay.

El mayordomo parece saber de esas fortunas, pero eso no le interesa a Maeve, que anda preocupada por si ellos sospechan del golpe de la ventana, pues no había el mínimo de viento, eran las tres de tarde y es aún verano.

Maeve, ha sentido el cambio total en las acciones de quienes la envuelven: su tía y su empleado de mayor confianza.

Esta mañana despertó sonriendo a los pajarillos que en bandada pasan por su ventana.

Se bañó rápidamente. Eran las seis y no habían tocado su puerta. Ni un solo grito de ella. Se asustó cuando miró el reloj y vio esa hora. Normalmente, desde cuando llegó a esa mansión, se levanta a las 5:15 y cuando se siente más cansada, igual debe levantarse. ¡Pero las seis! Es mucho.

Hoy no... los pajarillos como en el cuento de la Cenicienta, están que les falta hablar.

Así que Maeve fue tan rápido que se vistió y en cinco minutos los pajarillos volaron y ella estuvo en la puerta del aposento de su tía, la señora ya no estaba allí.

Imposible, sus rosarios de plata y oro, ya estaban en su cartera, y todo con ella, abajo, en la mesa comedora, por servirse el desayuno.

Cuando entró y saludó como siempre a la señora con un beso en las sienes esta no le dijo nada y ella tampoco justificó su demora.

Se acomodó en su asiento y su tía al frente en la larga mesa. No dijeron palabra. Se levantó Maeve y fue a ponerle su chal negro en la espalda y salieron mudas al jardín frontal.

La muchacha levantó la vista y miró a los pajarillos que trinaban apostados en varios lugares.

Oh... qué es esta maravilla — pensó— con razón dicen que los cuentos nadie los inventó: que ellos existen y solamente los escritores agarran en el aire del ensueño sus historias magníficas.

Movió el ceño sin miedo de nada y su sonrisa le brilló en los ojos e hizo abrir sus labios muy brevemente y luego moverlos y mojarlos disimulada y casi sarcástica... ¿Cómo puede estar sintiendo eso? Su tía encorchetada y ella opinando así, casi burlona, en cómo sonó esa ventana y cómo los vidrios regaron por doquier y ella se fue a su recámara, casi riendo a carcajadas, qué maldad Maeve, ¿a eso habéis podido llegar? Llegaron al automóvil y después que ingresó su tía, ella cerró más suavemente que nunca la puerta y caminó como una reina e ingresó directo pues el jardinero la esperaba con la portezuela lista para que ella ingrese realmente como una soberana. Pero el mayordomo estaba en el portón y desde allí la miraba sin perderle el mínimo movimiento. El carro salió y ella pisqueó un ojo para sí.

El silencio en el trayecto fue el mismo mudo silencio de siempre, solo esta vez, doña Deirdre, movía más los labios. Estaba orando una plegaria. Oh... cuidado Maeve...

No sea que...

Giró la mirada y saliendo el carro, el mayordomo seguía mirándola desde el portón.

En el templo, mientras doña Deirdre, parecía secretearle al sacerdote, lo sucedido esa tarde antes, Maeve, fingía rezar el rosario, pero en realidad no se pudo concentrar. Pensó que había actuado mal, que esa actitud tendría un resultado muy grave.

No sabría qué decir, cómo defenderse si le llamaran la atención. Al finalizar su confesión, le tocaba a ella y como una vez hace varios años cuando la chica lloró, por algún regaño de su tía, el sacerdote fue el encargado de la reclamación y quien dio el castigo para las indulgencias.

Pero algo extraño sucedió: el sacerdote salió sin decir nada y fue rapidamente al interior del templo y la señora miró a su sobrina y apenas balbuceó: —Vamos ya.

Algo había efectivamente cambiado.

Y ese cambio fue drástico: duró varios días, desde el mayordomo y finalmente hasta los jardineros y el chofer.

¿Les habían arrancado la lengua?

Maeve, también optó por el silencio total. No podía hacer otra cosa.

Ya eran fríos con ella, ahora eran estatuas de hielo.

Solamente andaban, pero era para alejarse de ella lo antes posible a que llegue doña Deirdre.

Y esta señora, era como un viento helado que pasaba y le provocaba ahora estremecimiento y un día de esos, hasta los cabellos se le erizaron cuando vio, en la sala grande segunda, del piso de arriba, los cristales rotos y abrió la ventana aún sin vidrio y pudo ver allá abajo que los restos caídos al césped, seguían allí mismo.

Los pasillos, especialmente los de arriba, le parecían interminables.

El aspecto de una tristeza ambiental era muy fuerte.

Era como si por ahí, solamente hayan pasado entierros hacia el cementerio que había en ese barrio y cabalmente en esa dirección, y el viento corría también en ese sentido de norte a sur y determinaban esa frialdad, la falta de vida y amor, nada familiar, nada fraternal, la ausencia total de cariño.

Maeve pensó un día de esos cuando recorrió el pasillo desde una punta hasta la otra, allí, lejos en la última ventana del lado lateral derecho de la mansión:

— Estoy perdiendo la ternura –, y entró a su cuarto y se arrojó en su cama a llorar.

...***...

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