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La Duquesa Rebelde

Un guardaespaldas, ¿en serio? ¡Estamos en el siglo 21!

Cathy

Al despertar ahogo un gruñido. Otro día en este lugar. Me giro en la cama y me obligo a mantener la esperanza. Algún día me iré de aquí. Estoy segura.

Salgo de la enorme cama y camino a uno de los cientos de ventanales de esta casa. Al otro lado, al nivel del piso, comienzan a llegar los empleados, a quienes no se les permite entrar por la parte delantera.

Ruedo los ojos.

Las reglas de mi tía, y tutora legal, son cada vez más extrañas.

–Pase –digo al escuchar el tímido golpeteo en mi puerta, como todos los días desde que puedo recordar.

–Señorita London, su desayuno.

Sonrío a Greta, la mujer que me ha cuidado desde que tengo memoria.

–Es Cathy, Greta –insisto como cada mañana.

–No, señorita Catherinna –devuelve logrando un quejido nada femenino de mi parte.

–No seas cruel –le ruego–. Suenas como ella. Ya llego el periódico, ¿no?

–Sí.

–¿Qué tan malo es?

Greta sonríe. –Pidió sus calmantes a gritos. Aun no sale del despacho.

Sonrío. –Bien.

–Creo que deberías detenerte, Catherinna. –Le sonrío cuando me tutea–. No quiero saber qué te hará cuando la agotes.

Levanto mi hombro en un encogimiento.

–No me importa –murmuro y sé que sueno como una niña.

–En un año, dos meses y trece días cumpliré 21 años, y ya no tendrá poder sobre mí ni mi fondo fiduciario.

–Para eso debes llegar viva a ese día –murmura Greta distraída–. Y por lo que leí en el periódico, no lo harás.

Suelto una carcajada.

Mi tía es una mujer complicada y dura, pero no es una asesina.

Al menos eso creo.

–¿Ya despertó?

–Sí, y ya preguntó por ti.

Como una tostada y la sujeto entre mis dientes y con mis manos cojo mi juego de naranja y mi té de limón.

–Nos vemos –murmuro, con cuidado de no dejar caer mi tostada, a modo de despedida antes de salir de mi habitación.

Camino por el pasillo de cinco metros de ancho que recorre gran parte del segundo piso.

¡Qué desperdicio de espacio!

En un lugar como este se podrían construir a lo menos cinco villas o quizá  quince bloques de edificios.

Me escondo tras una de las estatuas más horribles que hay en este lugar al escuchar a mi tía no muy lejos hablando por teléfono, creo distinguir las palabras “ahora”, “hoy” y “24/7”.

Me pregunto qué cables se le habrán cruzado hoy en esa cabeza tan aristocrática.

Después de caminar por lo que se siente como una hora llego a la enorme puerta doble de color azul con decoraciones en oro.

Sí, oro.

Mi familia no sabe qué hacer con todo su dinero.

Sonrío antes de golpear suavemente. Al no recibir respuesta golpeo con más fuerza.

–Pasa, cacahuetito.

Entro con una gran sonrisa.

–Vas mejorando, abuelito. Me escuchaste al segundo intento.

Se gira y encuadra sus hombros.

–Y eso que estaba mirando por las ventanas.

–¡Te ves guapísimo! –exclamo al verlo con su uniforme militar lleno de insignias.

Mi abuelo sirvió al país gran parte de su juventud.

–Gracias. Odio estas ceremonias, pero amo mi uniforme. –Sonríe y sus ojos celestes se llenan de lágrimas–. Con este uniforme conquisté a tu abuela.

–Lo sé –susurro y trago el nudo de emoción en mi garganta al recordarla–. Le encantaba contarme esa historia. Estabas en la celebración del cumpleaños número veinte, de en ese entonces la princesa Amelia, cuando la viste. Ella estaba ignorando a todos los invitados, asustada de que su padre eligiera a su futuro esposo entre los cientos de hombres con corbatines y bigotes.

–Me acerqué atraído por su ceño fruncido y su gesto de molestia –continúa mi abuelito–. Y le dije…

–Cambia esa cara, preciosa –continúo con la historia–. Tu futuro esposo ha llegado.

–Ella me miró y se encandiló al ver mi uniforme y luego dijo…

–Casi llegas tarde –termino sin poder evitar que lágrimas caigan sobre mi tostada y jugo de naranja.

–Mi Cathy era la mujer más hermosa y valiente que he conocido. Bueno, hasta que naciste tú, cacahuetito. Eres igual a tu abuela.

Sonrío al mirar el cuadro de mi abuela que está colgado sobre la gran chimenea. El parecido entre ambas es innegable. Ambas tenemos los ojos verdes, el pelo castaño rojizo liso, las mismas facciones e incluso compartimos el mismo lunar bajo el ojo izquierdo.

–Llegarás lejos, preciosa, igual que mi Cathy. Tienen esa misma terquedad y voluntad de hierro. Y el mismo desdén por ignorar las reglas, debo agregar –dice levantando el periódico, sin poder evitar que sus labios suban en una sonrisa satisfecha–. Cathy estaría encantada.

Recibo el periódico y me veo en la primera plana con una copa en mi mano, bailando sobre la barra del Pub al que fui anoche, moviendo mi culo sobre la entrepierna de mi amigo Louis, quien es gay. Oculto, pero gay al fin y al cabo.

Leo la portada: “La duquesa de Maryland bailando al estilo latino”

Me rio. Si hasta el periódico en este país es suntuoso.

–Estaba perreando, abuelito.

–¿Perreando?

–Louis me enseñó. Lo aprendió en su último viaje a Latinoamérica.

–Dile a Louis que mantenga sus manos para él –gruñe mi abuelito al ver las manos de mi amigo bajo mis pechos.

–Abuelito, recuerda que Louis es gay…

–Lo sé –me corta. Mi abuelo es la única persona aparte de mí que sabe lo de Louis–. Pero nunca se sabe.

–Se lo diré –digo divertida al imaginar esa conversación.

Ambos volteamos a la puerta al escuchar el repiqueteo furioso de unos tacos golpeando el suelo. Sólo mi tía usa tacos un sábado a las ocho de la mañana.

–Aquí estás –dice molesta, abriendo la puerta hasta atrás–. Me cansé…

–Isabella…

–No, papá, Catherinna es mi responsabilidad. Estamos hablando de la posible princesa de Albia.

Mi abuelito y yo nos carcajeamos.

–Hija, para que eso ocurra tienen que morir aproximadamente tres generaciones de diecisiete familias.

–Nunca se sabe –contradice mi tía–. En 1741 hubo una reina London.

–Tía, si eso pasara, saltaría por el balcón.

Mi abuelo ríe con mi comentario, mi tía no.

–Eres mi responsabilidad. No seguirás hundiendo el apellido de nuestra familia.

–Isabella no exageres. Le faltaba un poco de color a esta familia.

Mi tía golpea el suelo con su taco, molesta.

–Esto no es color –masculla con el periódico en la mano–. Esto es una vergüenza.

–Tía… –empiezo.

–Se acabó, Catherinna. Desde hoy no irás sola a ningún lugar.

–No tendré chaperones. ¡Eso es del siglo pasado!

–Irás con un guardaespaldas que acabo de contratar, y que responde a mí. Su trabajo será evitar que sigas dando estos…. espectáculos –termina y se gira bruscamente antes de salir.

–No iré con un señor calvo de cincuenta años pegado a mi espalda, a una discoteca.

Mi abuelito ríe. –Esto será divertido.

La mujer del cuadro

Nick

Miro molesto el caserón que tengo delante, que más que casa parece un castillo. Le pedí a mi hermano que no me diera esta asignación, pero se rehusó. Me dijo que él iba a estar ocupado cuidándole la espalda a una modelo en una gira por Europa y los otros quince integrantes de la empresa de seguridad están ocupados.

Maldita sea, era mi momento de tomarme unas vacaciones, me las he ganado.

Maldigo a mi hermano, como lo he estado haciendo desde esta mañana. Sé que si quiero que me nombre socio a partes iguales debo esforzarme más, pero maldita sea, he estado los últimos dos años trabajando sin parar, sin tomarme ni siquiera un día libre.

Estoy agotado.

Y ahora en vez de descansar mirando las aguas del mediterráneo, quizá con una mujer a mi lado, tengo que hacer de niñero de una mocosa malcriada.

En el vuelo leí toda la información que tenía la carpeta que me preparó mi hermano con la información de Catherinna London, la duquesa de Maryland.

Lo que necesita esa mocosa son unas buenas nalgadas y ya.

Estoy seguro que todo lo que hace es por llamar la atención de los medios. Típica niña rica.

Estoy hasta las pelotas cuidando a mocosas malcriadas. En mi anterior asignación tuve que cuidar a la hija adolescente de los actores más famosos de Hollywood en este momento, en su viaje por el caribe, regalo de sus padres por su cumpleaños número dieciséis, con sus amigos, un grupo de mimados y drogadictos de la peor clase. Más que guardaespaldas parecía su niñero.

Y en la anterior a esa tuve que ir de gira con el nuevo cantante sensación del momento, un mocoso mal educado de quince años, que se dedicó a beber y a acostarse con prostitutas. Incluso tuvo el descaro de pagarle a una chica para que se acostara conmigo, como bono por mis servicios.

Repugnante.

Nunca he pagado por sexo en mi vida, y nunca lo haré.

Siento que en mis últimas cinco asignaciones me ha tocado hacer de niñero de los críos más malcriados del mundo.

Y ahora debo cuidar a esta niña, que algo me dice que será la más mimada e insoportable de todas.

Se rumorea que ha tenido una veintena de amantes desde los dieciséis años, un insulto para la aristocracia de Albia.

Albia.

Es un país de mierda con ocho millones de habitantes, perdido al este de Europa, con ínfulas de país grande e importante.

Todo en este lugar grita opulencia, desde que me bajé del avión que me siento incómodo. Todo está ordenado, limpio y recién pintado.

Extraño mi tierra, extraño Nueva York, extraño el suelo lleno de bolsas de basuras, el olor a comida chatarra rancia en las calles y a las ratas que corretean entre los basureros y en el subway.

Miro molesto la casa antes de acercarme a la puerta, dónde se encuentran dos hombres muy quietos en la entrada.

–Me temo que no puedo dejar que pase sin invitación, señor.

–Tengo una cita con Isabella London.

–¿Su nombre?

–Nick Black

Ambos asienten, sin embargo solo uno de ellos entra a la casa. El otro mira hacia adelante como si yo no estuviera ahí.

Malditos nobles y sus sirvientes.

–Puede pasar, señor –dice el guardia, que hasta hace unos segundos me ignoraba–. Lady London lo espera.

¿Lady? Deben estar bromeando.

Camino disgustado hacia la casa, ignorando toda la riqueza del lugar. Típico de las familias nobles.

Hace tres años cuidé a una condesa en Inglaterra, estoy acostumbrado a ignorar lo que me molesta.

De la nada se materializa frente a mí el guardia que entró a la casa.

–Sígame, señor Black, Lady London lo espera impaciente.

Camino por lo que se siente por siempre antes de llegar a un enorme despacho con cientos de cuadros de personas que debieron haber vivido hace muchos siglos.

Sobre el escritorio en donde se encuentra sentada, asumo que Isabella London, se encuentra un cuadro de una mujer muy atractiva.

Una lástima que esté muerta. El cuadro se ve lo bastante viejo para asumir que lo está.

Isabella London se pone de pie y con su mano me invita a sentarme frente a ella. Aunque frente es un decir, el escritorio mide más de dos metros de ancho.

La mujer menuda es atractiva, si mal no recuerdo tiene treinta y seis años, pero se ve mucho más joven. Aunque la tensión que hay en sus ojos y alrededor de sus labios la hace ver de su edad, quizá mayor.

–Permítame agradecerle, señor Black, el que haya venido tan pronto, estoy desesperada.

Levanto la carpeta. –La entiendo.

–Mi sobrina está incontrolable y mi papá no me ayuda con ella, todo lo contrario, le celebra todo.

–Entiendo.

–Ella es mi responsabilidad. Estamos hablando de la posible princesa de Albia –dice con un suspiro cansado.

Pongo cara de póker y cierro con fuerza mis labios. Para que la mocosa sea princesa, según lo que averigüé, tiene que ocurrir una gran tragedia que acabe con muchas familias.

–Ella es mi prioridad y debe ser la suya –dice firmemente–. Le voy a confiar a una de las personas que más quiero en mi vida. Espero que haga bien su trabajo.

–Lo haré –digo seriamente. Me puedo quejar mucho, pero no hay nadie mejor que yo, aparte de mi hermano.

–Mi Cathy es muy joven para entender la responsabilidad que tiene con el país, pero es una duquesa y debe comportarse como tal –dice–. Mi hermano me confió su educación y debo estar a la altura.

–Los padres de Catherinna murieron cuando ella era una niña –digo al recordar el informe que me preparó Rick.

–Así es, tenía siete años –susurra tristemente–. Fue terrible para ella.

–Imagino –digo por decir algo.

Mientras Isabella habla de su sobrina vuelvo mi mirada al cuadro de la mujer con la enigmática sonrisa.

Es bellísima.

Me pregunto quién habrá sido y hace cuánto tiempo vivió. Esos ojos y ese lunar son hermosos. Un hombre podría perder la cabeza con una mujer así.

Vuelvo mi atención a Isabella.

–En fin –dice recuperando el aliento–. Creo que ya le he dicho todo. Mandé a buscar a Catherinna para que la conozca y comience su trabajo.

Asiento.

En un dos por tres tendré a esa mocosa comportándose como espera su tía. Entre antes termine este trabajo antes podré tomarme unas vacaciones y follar con alguna desconocida. Mis ojos vuelven al cuadro. Sí que necesito follar, ha pasado bastante tiempo desde la última vez, tanto, que ahora me excito viendo una estúpida pintura. De una hermosa mujer, sí, pero pintura al fin y al cabo.

–Oh, Catherinna, por fin estás aquí. Déjame presentarte a tu guardaespaldas, el señor Nick Black –dice Isabella mientras yo me levanto y miro hacia la puerta.

Casi tropiezo al verla.

Oh, mierda. Frente a mí está la chica del cuadro.

–Oh, ahora sí que estoy en problemas –dice Catherinna al mirarme directamente a los ojos.

Mierda. Yo también.

El primer encuentro... Spoiler Alert; no salió bien.

Cathy

–¿Qué dijiste, Catherinna? –pregunta mi tía.

Obligo a mis ojos a mirar hacia mi tía.

–No, nada.

–Creo que si dijo algo –dice seriamente mi guardaespaldas.

Muerdo mi labio, nerviosa y jugueteo con mis manos. Mi cuerpo se siente extraño, pesado y acalorado. Mi guardaespaldas debe ser el hombre más apuesto que he visto en toda mi vida. Debe medir un metro noventa, de tez clara, pero apostaría a que la suya si toma ese tono bronceado bajo el sol, a diferencia de la mía. Innegablemente está en buena forma, supongo que en su trabajo eso es un requisito, pero nunca imaginé algo así, su traje apenas puede contener los músculos de sus brazos cuando se mueve. Tiene una fuerte mandíbula, pómulos altos y unos labios gruesos y firmes, todo acompañado de una barba muy corta y bien cuidada. Pero lo más sorprendente son sus ojos azules y penetrantes. Esa mirada tiene el poder de doblegar a una persona y ahora está usando su fuerza en mí.

¿Dónde demonios está mi hombre calvo de cincuenta años?

Me sonrojo bajo su intensa mirada y miro al suelo, cohibida.

–No dije nada de importancia –murmuro.

–Oh, bien. Los dejo para que se conozcan –dice mi tía.

Niego con  mi cabeza, aterrada.

–Tía, no, por favor –le ruego y uso mi mirada que siempre logra que me perdone algunas faltas.

–Catherinna –advierte–, debes aprender a ser una buena duquesa, y a mí ya no me haces caso –dice antes de salir y cerrar la puerta.

Corro hacia la puerta.

–¡Haré caso! –exclamo tratando de abrir la puerta, pero no alcanzo a tocar la puerta porque mi guardaespaldas toma mi mano, impidiéndomelo.

La retiro rápidamente al sentir una corriente que pasa desde el dorso de mi mano hacia mi brazo.

Tomo mi mano con la otra en un vago intento de olvidar la sensación.

–Soy Nick Black –se presenta con su intensa mirada sobre mi mano–. Seré tu guardaespaldas de ahora en adelante –agrega mirándome con esos sorprendentes ojos azules.

Sin ser capaz de hacer otra cosa que mirarlo, me quedo muy quieta y comienzo a marearme al ver la profundidad de esos hermosos ojos, y es entonces que me doy cuenta que no estoy respirando.

Me alejo de su lado y me esfuerzo por recuperar el aliento.

–Yo… no… –titubeo y enrojezco. Camino hacia el interior del despacho de mi tía y fijo mi mirada en el cuadro de mi abuela–. No necesito un chaperón –consigo decir finalmente.

–Tu tía no cree eso. –Escucho a mi espalda.

–Mi tía no me conoce, no realmente –murmuro y pienso que eso es mi culpa. No muestro mi verdadero yo a nadie, ni siquiera mi abuelo me conoce completamente.

–¿Quién te conoce? –pregunta.

Callo. No responderé algo tan personal.

Miro a mi abuela y mi corazón se siente apretado. La extraño. Solo guardo algunos recuerdos fugaces de mi madre, pero mi abuela supo llenar ese vacío, ella y mi abuelito, y es por lo mismo que la extraño tanto. De alguna manera perdí dos veces a mi madre.

–¿Quién es ella? –pregunta el señor Black a mi lado.

Me siento incomoda de inmediato.

–Mi abuela.

–Ya veo –dice solemnemente.

Lo miro de reojo, pero él tiene su mirada dirigida al cuadro. Luego de unos segundos su mirada cae sobre mí.

–No podrás salir de este lugar sola.

Me cruzo de brazos molesta.

–No eres mi padre.

Sus labios se curvan en una sonrisa diabólica.

–Claro que no lo soy, si fueras mía no te comportarías así. No te lo permitiría.

¿Mia? ¿Suya?

Trago el nudo en mi garganta.

–Soy una mujer adulta –digo y me levanto derecha en la postura de la realeza que se me ha inculcado desde pequeña–. Soy la duquesa, no puedes decirme lo que tengo que hacer.

Sus ojos se estrechan. –Puedo y lo haré. –Se acerca un paso y yo intento con todas mis fuerzas no retroceder. No quiero que vea que me atemoriza, eso le dará poder sobre mí y no pienso permitirlo–. Estás en mis manos, niña.

–¡No soy una niña! –digo golpeando el aire con mis puños cerrados al dejar caer mis brazos.

Cuando sonríe divertido, sé que cometí un error.

–Pues no lo parece –dice alejándose y lo agradezco–. No más portadas escandalosas en tu futuro y no más llegar de madrugada.

Me cruzo de brazos y lo miro con altivez.

–Quisiera ver eso –lo reto.

–Oh, lo harás, te lo juro. Las mocosas malcriadas como tú son mi especialidad.

¿Cómo se atreve?

–Vigila tu lenguaje frente a tu duquesa, guardaespaldas –mascullo y levanto mi cabeza para mirarlo a los ojos, con toda la desaprobación de la que soy capaz.

Nunca pensé que imitar a mi tía se me diera tan bien.

–No eres mi duquesa, niña. Yo no vivo aquí, por suerte –dice mirando con censura a su alrededor.

–Estás pisando mi país y mi casa –siseo olvidando lo último de su pulla, tampoco me gusta este lugar–. Exijo respeto. Soy la duquesa de Maryland –agrego con disgusto, nunca he usado mi título nobiliario en mi vida, se siente horrible, pero este hombre tiene que saber su lugar.

–El respeto, de dónde yo vengo, se gana. Y aquí –dice mostrándome una carpeta–, no hay nada que me haga respetarte. No eres más que una niña con ínfulas de mujer juerguista.

Veo rojo. Todo rojo.

Nunca he sido tratada con tanta falta de cortesía en mi vida.

En un impulso levanto mi mano para abofetearlo por tratarme de libertina, pero él detiene mi mano en el aire.

–Si me pegas, niña, te daré las nalgadas que nunca te dieron tus padres, ¿estamos claro?

Abro mi boca, indignada, pero la vuelvo a cerrar cuando no sale nada a excepción de bufidos de justa indignación.

–¿Decías? –pregunta burlón.

–Estás despedido –digo furiosa

–Mi jefa es tu tía, niña, no tú. No tienes un centavo, no podrías pagar lo que valgo. –Abro mi boca nuevamente, indignada–. Crees que no sé que dependes de tu tía hasta los 21 años. Soy muy bueno en mi trabajo, así que ya sé todo lo que hay que saber de ti y tu gran problema de querer llamar la atención.

–Le diré a mi tía como me trataste, te despedirá.

Sonríe y se sienta sobre el escritorio de mi tía.

–Anda, corre, hazme ese favor. Estoy aburrido de tratar con crías insoportables como tú.

Me lanzo contra él y comienzo a golpear su duro pecho con mis puños, pero en un segundo me tiene inmovilizada.

Me congelo al sentir su calor traspasando mi blusa y mis pantalones.

Trato de mover mis manos, pero Black las tiene inmovilizadas tras mi espalda con solo la fuerza de una de sus enormes manos.

–¡Suéltame!

–Lo haré cuando te calmes –susurra acercándose a mi oído–. Vas a aprender a ser una buena chica.

–¡Suéltame!

–Sé una buena chica –pide con una sonrisa divertida. Luego, toma mi mentón entre sus dedos y me obliga a mirarlo fijamente–. Di que lo serás, duquesa –termina con sarcasmo.

Mi piel se eriza al sentir su contacto y un escalofrío recorre mi cuerpo. Sus ojos me ordenan que obedezca, pero la terquedad en mí me obliga a no hacerlo.

–Veremos quién se rinde primero –digo.

Sus ojos se abren y me parece ver, por un segundo, un fuego en ellos, casi como si tuviera una vela al frente y la flama se reflejara en el azul de sus ojos.

–Lo veremos –dice soltándome.

Acaricio mis muñecas adoloridas y camino hacia la puerta a una velocidad lenta, no quiero que piense que estoy huyendo de él.

–Nos vemos en un rato –dice y en su voz hay una clara amenaza.

Idiota. No podrá encontrarme.

Me giro y le sonrío y hago una reverencia antes de salir hecha una furia.

Ya verá de lo que soy capaz.

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