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Nueve Cántaros De Miel

Preludio de amor

«Qué hermosa mañana

Andaluces, venid acá,

—La Iberia celosa está,

Nosotros dichosos más.

Quieren que volvamos.

Pero, eso jamás.

Andaluces, venid, acá».

1809

Es septiembre, por la ruta continental del sur, vinieron hasta Nuestra Señora de Asunción del Paraguay una caravana de colonos, que bordeando la cordillera, llegaron posteriormente hasta Santa Cruz de la Sierra, en los dominios del Virreinato Perú.

El poblado colonial, ubicado próximo a las faldas de la cordillera oriental de los Andes, mirando hacia el oeste, les agradó el escenario, una bella sierra azul, como una muralla dificil para subir a Potosí; por ello, al borde del sendero que rodea al cuadrilátero pueblerino, se detuvieron los hombres desaliñados, hambrientos, hastiados de sol y de tanto cabalgar; quitaron monturas a los caballos y esperaron a la comitiva real, mientras una niña de siete años, les trajo cañas de azúcar.

Los niños siguieron a las mujeres hacia el río, y los hombres, liberaron las aves y animales, luego se apresuraron a cubrir la carga del carromato principal, pues había corrido la voz:

¡Vienen de Nuestra Señora de Asunción!

Entonces se divisó en el camino arenoso de bajada al río, el séquito del gobernador, que descendió en dirección al poniente, hasta las últimas manzanas deshabitadas, que podrán ocupar los recién llegados.

— ¡Actuad bien! —aconsejó, Sarao Montiel, joven de buena figura, que junto a sus compañeros se aproximó al grupo de cortesanos.

—Que no nos cobren por la cara —susurró Leandro Alburquerque.

—Estamos inmundos —añadió Belisario Salvatierra.

—Bienvenidos en nombre del Rey de España a Santa Cruz de la Sierra de don Ñufrio de Chávez —gritó el vocero de la corte española afincada allí.

—¡Buen día Vuecencia! —saludaron a coro los recién llegados.

El gobernador de Santa Cruz de la Sierra, baja del sillón de brazos; imbuido en aires de Virrey, abanicado y solemne, camina unos metros.

—Vuestro santo y seña.

—Sarao Montiel sin ningún título Vuecencia.

—Sois muy joven ¿Cuántos años tenéis?

—Diecisiete, Vuecencia —responde Sarao.

—Casi un niño, ¿habéis escapado de vuestra casa?

—Está conmigo Vuecencia—interviene Emiliano del Rivero abriéndose paso entre sus compañeros.

—¿Y los demás? Sabéis que muchos jóvenes escapan para cruzar el mar hacia este continente.

— Somos como una familia completa vuecencia, los demás, son mayores, tenemos por veintinueve años la mayoría—aclara el defensor de Sarao.

—Parece que mandáis. Presentaros de la manera que debéis.

—Sí, perdón Vuecencia, me presento ante vos señor: Mi nombre es Emiliano del Rivero, somos de Extremadura y Andalucía. Vengo con mi mujer de nombre Etelvina Villavicencio y mi hija de siete años de nombre Francisca Bernabela. Este es Sarao Montiel, presentaos vosotros ahora— pide Emiliano del Rivero a sus amigos:

— Soy Octaviano López. —Y yo, Belisario Salvatierra. —Yo Leandro Alburquerque.— Mi nombre es Jacinto Vásquez. — Yo soy Heraldo Herrera. — Lorenzo Malpartida, a vuestra orden— Yo Faustino Montes de Oca, Vuecencia

— Ah, sois de cuna.

— Si lo dice su altísima vuecencia, realmente es así — afirma muy sinceramente, Emiliano del Rivero.

— ¿Habéis bajado por la ruta del Atlántico?

— Sí Vuecencia —. Responde Belizario Salvatierra —. Estuvimos dos años en el negocio decaña de azúcar enla Florida, después en la isla de Cuba y otras islas del Caribe, pero decidimos embarcarnos y venir a la América del Sur.

— ¿Por qué os vinisteis del Caribe?

Ninguno le responde.

Entonces el gobernador lanza la última interrogante:

— ¿Los portugueses os dejaron pasar?

— Es difícil para nosotros los españoles navegar por el Atlántico a Suramérica— responde recién Leandro Alburquerque.

—Es así, Vuecencia, han puesto leyes para que pasemos de la línea de Tordesillas, así que alegamos que la mar nos trajo hasta el sur de la isla de Noroña en el Brasil, próximo de Natal de rio grande del norte, Joao Pessoa en Paraiba y Olinda, de Pernambuco, en la cual se cultiva mucha caña, pero al encontrar tanta ley, proseguimos hasta Nuestra Señora del Buen Aire del Virreinato de la Plata y luego al Paraguay, allí nos dijeron de esta tierra fértil y negra—agrega Emiliano del Rivero.

— ¿Traéis ordenes de pase en el Paraguay?

— Sí admirada Vuecencia — continúa Heraldo Herrera.

— ¿Queréis subir al gran Potosí?

—No somos mineros señor, somos agricultores, nos interesa la tierra, queremos sembrar la mejor caña, hemos visto y probado la caña de acá y le falta jugo. En la isla de Cuba y Haití dejamos grandes plantaciones —expresa Leandro Alburquerque.

—Queremos tierras amplias en las que podamos sembrar cantidades, pruebe nuestra caña —Faustino Montes de Oca, ofrece trozos de caña a la elegante comitiva.

El Gobernador muerde la caña, mira a los hombres y continúa saboreando, después arroja el bagazo y da un resoplido botando los residuos.

—Le gustará al Gobernador y luego al Virrey y luego al Rey —juzga el gobernador categóricamente mientras revisa al grupo — ¿Viajaste mucho?

—Sin parar —cuenta Lorenzo Malpartida —navegamos desde San Juan de Puerto Rico hasta el mar del Brasil, toda la costa. En Pernambuco nos quisieron detener, allí se está produciendo mucha caña, tanto como en Bahía de San Salvador y Espíritu Santo—Los portugueses querían cobrar en oro nuestros pasaportes —dice Emiliano del Rivero.

—Siguen avanzando los Bandeirantes —agrega Lorenzo Malpartida. Pretenden pasar la línea de Tordesillas y tomar los Andes, sus ciudades y poblados españoles.

—Hay que hacerles frente —advierte Jacinto Vásquez.

— Estamos mandando huestes al Itenez y poblar Moxos, para detenerlos ¿Cuántas familias traéis?

—Nueve — afirma Heraldo Herrera.

— Varias.

—Sí Vuecencia, dejadnos quedar os lo rogamos —se inclina levemente Emiliano del Rivero.

— ¿Qué lleváis en el carromato?

— Nada en especial vuecencia, solamente nuestros enseres particulares —asegura Jacinto Vásquez.

— Está bien, confío en vosotros, esta tierra es de bondad, no queremos revueltas ni arcabuces, los que tenemos aquí bastan y son de la gobernación.

— Nuestras armas son los elementos para la tierra, señor — asegura Octaviano López.

—Esta noche se bailará en la plaza por vuestro arribo… Mañana les ordenaré una manzana en el plano urbano.

—Este sector nos ha agradado —se anima a expresar Sarao Montiel, muy atrevidamente, sus amigos le miran.

— Si os falta campo, podéis después ubicar un trapiche allá hacia el norte, en las tierras que llamamos de Viru Viru.

— Agradecimientos Vuecencia, ¿entonces podemos quedarnos en este perfecto lugar y comenzar a trabajar? — interroga Lorenzo Malpartida.

—Todo cuanto veis, a tus manos señor os daré, que muy honroso para nos es a vos tener, seáis bienvenidos a Santa Cruz de la Sierra. Debéis presentar vuestros documentos, cualquier legalidad real y órdenes de Sevilla, y la entrada por el Paraguay, podéis comenzar a trabajar y vivir bien.

La comitiva se aleja.

—Cómo os atrevisteis, acá son altaneros y no permiten elegir las tierras — censuró Faustino Montes de Oca a Sarao Montiel.

—Está vacía, si les agrada después que construyamos, ya no habrá modo que la quiten. Haremos el pedido directamente a Sevilla, tengo una tía allí que haría tranquilamente el trámite ante el mismo rey.

—Ja, ja, Sarao, sois un pendenciero ante la misma corte —concluyó Emiliano del Rivero.

Y Sarao aún dijo: —Fijaos, desde aquí se ve hasta la sierra del Collasuyo, y hacia el sur de los guaraníes; esto es una llanura preciosa, desde la cual podemos ver aquel río. ¿Qué se llama ese río? Me agradaría tener tierras muy próximas a esa sierra azul, mirad allá…

—Vamos, muchacho no sueñes en tomar todo para tí —adviertió Leandro Alburquerque — ese río se llama Piraí, y a esas elevaciones, tierras del Porongo y Urubó.

— Quién, os ha dicho… jajaja, os estáis inventando.

— Vamos Sarao, alguien me dijo por el camino, son tierras fecundas.

— Sí, hombre… un día he de tomar una montaña para mí — asegura Sarao Montiel.

— Ya hombres, vamos al río.

— ¡Vamos, las mujeres están allí!

— No, yo me quedo iré después que retornéis— decide Emiliano del Rivero — Alguien debe cuidar el carromato.

Emiliano queda solo. Se aproxima al principal carromato, observa el interior y luego de algunos instantes de observación profunda a lo que ve cumplido por su voluntad y trabajo, camina hacia la altura del terreno. Allí, ante el gran escenario con la sierra azul al fondo, sonríe plenamente, ese lugar, le queda a la medida de sus sueños. Parece haberlo visto antes, será su espacio de vida, en el cual levantará una gran casa, y una gran historia y leyenda, se iniciará ahí.

Los meses pasaron rápido bajo la bondad de la tierra y el clima propicio para la agricultura.

Mientras que los recién llegados, construían un gran trapiche en medio de esa manzana otorgada, fueron haciendo amigos en el pueblo, limpiaron el lugar, sembraron plantas y árboles frutales, pero también hermosos ejemplares floridos, pues allí los vecinos, amaban el color de los tajibos traídos de Moxos en grupos de plantas pequeñas, colocados en esquinas del cuadrilátero y por caminos repletos de verdor, que llevaban a caseríos abiertos a la naturaleza fecunda, tanto hacia el norte, como al sur, al este y oeste.

Trabajaron las nueve familias, uniéndose al numeroso grupo de españoles y criollos, mestizos y nativos, en la epopeya cruceña. Caminaron al norte en busca del Dorado. Emanciparon a los salvajes. Amaron y guerrearon.

El pueblo irá creciendo, las plantaciones de caña también; el ganado caballar y vacuno era comercializado desde Chiquitos hasta Moxos, donde los Jesuitas habían hecho cultura y levantado templos como en el sur.

Francisca Bernabela del Rivero Villavicencio ya era muy jovencita cuando su madre Etelvina Villavicencio de treinta años volvió a concebir difícilmente por lo que llamó Concepción a su segunda hija.

Los nueve amigos, levantaron un cobertizo de dos aguas en medio de la manzana otorgada. Separaron el espacio en varios cuartos de tacuaras, chuchio y caña hueca.

Los mosquiteros, cuerdas de hamacas y camastros de palos de tajibo y tumi (roble) distanciaban una familia de la otra.

En el centro, la cocina de barro y parrilla de bronce; un horno grande saliente del alar, protegido por un techo menor de hojas de palmera.

El comedor contaba de un mesón de varios metros, acompañado de asientos largos, sin respaldares.

Había un piso elevado de madera de cuchi y chonta, era la despensa y por su escalera subían sacos de arroz, frejol y azúcar. Ahí dormían algunos mozalbetes hijos de los socios.

Sobre la mesa para treinta comensales, se asentaban ollas de barro y a la hora del rancho, golpeaban un pedazo de hierro y se llenaba de muchachos glotones.

Desde ahí se orientaban a los cuatro puntos cardinales y era el sitio de cumpleaños, Etelvina Villavicencio, o cualquier reunión con despliegue de alegría. Enseñaban a niños y criados las actividades diarias.

Antes de rayar el alba despertaban los mayores. En la mesa larga se armaba la algazara del desayuno, tomando mazamorra y chocolate caliente, en el almuerzo, arroz, charque, huevos largados o cocidos, plátanos verdes y maduros, yuca, sopas apetecidas por la mayoría. La incomodidad no existía para ellos, en medio de ese campo maravilloso todo les parecía un paraíso en comparación a lo sufrido en los barcos trasatlánticos que les trajeron desde Europa hacia el nuevo mundo y lugares que pasaron.

En las proximidades del galpón, algunos levantaron pahuichis o casas rústicas de barro y hojas de palmera. Más allá, se estaba levantando una casa de adobes para la familia del Rivero.

Ninguno de esos amigos, compañeros de aventura en ultramar, parecía tener envidia a Emiliano del Rivero, quien, por la usanza de sus ropas y el manejo de actitudes estimulantes y de prosperidad, parecía a toda vista el hombre más arreglado, de familia con cierto caudal, que dejó todo para realizar semejante traslado continental. Era pues Emiliano del Rivero, quien incentivó a varios de ellos y conocieron a algunos más en la travesía por el Atlántico.

...Emiliano del Rivero y Etelvina...

...(Síguelos en esta historia hermosa)...

...***...

Yaceremos en esta tierra

Los meses pasaron rápido bajo la bondad de la tierra y el clima propicio para la agricultura.

Mientras que los recién llegados, construían un gran trapiche en medio de esa manzana otorgada, fueron haciendo amigos en el pueblo, limpiaron el lugar, sembraron plantas y árboles frutales, pero también hermosos ejemplares floridos, pues allí los vecinos, amaban el color de los tajibos traídos de Moxos en grupos de plantas pequeñas, colocados en esquinas del cuadrilátero y por caminos repletos de verdor, que llevaban a caseríos abiertos a la naturaleza fecunda, tanto hacia el norte, como al sur, al este y oeste.

Trabajaron las nueve familias, uniéndose al numeroso grupo de españoles y criollos, mestizos y nativos, en la epopeya cruceña. Caminaron al norte en busca del Dorado. Emanciparon a los salvajes. Amaron y guerrearon.

El pueblo fue creciendo, las plantaciones de caña también; el ganado caballar y vacuno era comercializado desde Chiquitos hasta Moxos, donde los Jesuitas habían hecho cultura y levantado templos como en el sur.

Francisca Bernabela del Rivero Villavicencio ya era muy jovencita cuando su madre Etelvina Villavicencio de treinta años volvió a concebir difícilmente por lo que llamó Concepción a segunda hija.

Los nueve amigos, levantaron un cobertizo de dos aguas en medio de la manzana otorgada. Separaron el espacio en varios cuartos de tacuaras, chuchio y caña hueca.

Los mosquiteros, cuerdas de hamacas y camastros de palos de tajibo y tumi (roble) distanciaban una familia de la otra.

En el centro, la cocina de barro y parrilla de bronce; un horno grande saliente del alar, protegido por un techo menor de hojas de palmera.

El comedor contaba de un mesón de varios metros, acompañado de asientos largos, sin respaldares.

Había un piso elevado de madera de cuchi y chonta[1], era la despensa y por su escalera subían sacos de arroz, frejol y azúcar. Ahí dormían algunos mozalbetes hijos de los socios.

Sobre la mesa para treinta comensales, se asentaban ollas de barro y a la hora del rancho, golpeaban un pedazo de hierro y se llenaba de glotones.

Desde ahí se orientaban a los cuatro puntos cardinales y era el sitio de cumpleaños, Etelvina Villavicencio, o cualquier reunión con despliegue de alegría. Enseñaban a niños y criados las actividades diarias.

Antes de rayar el alba despertaban los mayores. En la mesa larga se armaba la algazara del desayuno, tomando mazamorra y chocolate caliente, en el almuerzo, arroz, charque, huevos largados o cocidos, plátanos verdes y maduros, yuca, sopas apetecidas por la mayoría. La incomodidad no existía para ellos, en medio de ese campo maravilloso todo les parecía un paraíso en comparación a lo sufrido en los barcos transatlánticos que les trajeron desde Europa hacia el nuevo mundo y lugares que pasaron.

En las proximidades del galpón, algunos levantaron pahuichis o casas rústicas de barro y hojas de palmera. Más allá, se estaba levantando una casa de adobes para la familia del Rivero.

Ninguno de esos amigos, compañeros de aventura en ultramar, parecía tener envidia a Emiliano del Rivero, quien, por la usanza de sus ropas y el manejo de actitudes estimulantes y de prosperidad, parecía a toda vista el hombre más arreglado, de familia de cierto caudal que dejó todo para realizar semejante traslado continental. Era pues Emiliano del Rivero, quien incentivó a varios de ellos y conocieron a algunos más en la travesía por el Atlántico.

Sarao Montiel era el único soltero que vivía en el primer alerón, acompañando a la pareja Emiliano del Rivero y Etelvina Villavicencio, mientras construían su casa.

Este joven de aspecto magnífico en su perfil, porte y andar, poseía actitudes de hombría y fuerza de decisiones; dormía en una hamaca junto a ensillados, cinchos, aperos, lazos y talegos que contenían sus ganancias en plata y oro. Se abrigaba entre el cuero blando de reces cuando llegaba el frío y el viento helado pasaba por el cobertizo de dos aguas. Nadie sabía cómo soportaba los surazos antárticos. De rostro bien hecho, su boca sensual, provocaba fuerte atracción. Hacía estragos en el corazón de las muchachas. Volvía de madrugada y se acostaba en silencio; dormía unas horas y salía a trabajar más temprano que todos, haciendo gala de la mayor vitalidad mientras llegaba a la veintena de años.

Un verdadero semental de la raza española. Fue haciendo parir hijos que llevaban otros apellidos pues les negaba el suyo. Hermosos vástagos blancoides, trigueños y morenos claros, de los mismos labios, cual marca de su sangre, venían a carrera a saludarlo; les daba manotazos de cariño a los mayores, a las niñas les jalaba las trenzas y a los más pequeñines, les pateaba el trasero. «A ayudar a sus madres» —les ordenaba y daba oficios.

Era el galán rústico de la Santa Cruz de inicios del ochocientos. Nadie le refutaba. «No toco casadas o enmaridadas» —aseguraba—por eso nadie está tras de mi espalda, puñal en mano. Las mujeres se entregan a mí bajo el permiso de sus padres.

Su zanganería hacía reír a los del Rivero y a sus compañeros de viaje y trabajo.

Un día dijeron que estaba enamorado de la hija del Oficial de tierras: Una muchacha fina de estilo aristocrático. «Ella que se cuide» sentenció Etelvina Villavicencio —no creo que sea él quien esté enamorado». Y así fue, la fina damisela se embarazó. Pero no hubo comentarios de cómo se encontraban. Montiel dijo que no quería nada con la muchacha y negó ser el dueño de la posible barriga que se atisbó entre las ropas ajustadas de la criolla española.

«Me gusta hacerles el amor en el campo, no en camas perfumadas» aseguraba Sarao Montiel.

Francisca Bernabela, la hija de Etelvina Villavicencio, se enamoró platónicamente de Sarao. Pero él no la miraba. La muchacha creció y sus largas trenzas llegaron a la cintura. Un día vino Montiel y le dijo: «Te traigo este chico para que te acompañe». Era un niño moreno de rostro hermoso que delataba a leguas la paternidad de Montiel.

— ¿Qué te llamas? —Preguntó Francisca Bernabela.

—Agustín.

—Agustín Méndez del Río, o ¿Cómo es muchacho? —Intervino Sarao.

—Del Río nomás —respondió el chico nerviosamente, ante la mirada del progenitor que afirmó:

—Es un achacado más. Le llamaremos Agustín del Río, pues prefiero que no se recuerde el Méndez de su madre, pero no quiero que lleve tampoco el Montiel, para que no sufra si tiene algún día madrastra, que yo pueda darle si cometo la locura de casarme.

La muchacha progenitora, había ya subido la cordillera, por los oficios del Oficial Méndez, en la gobernación de Cochapampa y debería llegar allí, sin mancha de su romance frustrado en la llanera Santa Cruz de la Sierra.

— ¿Se lo han entregado? ¿Eh? —Interrogó Francisca Bernabela

—Shiii…que no se comente más, Francisca Bernabela —le pidió Sarao, posando el dedo índice en la boca de la preciosa chica, que sintió tambalearse tras el toque casual de su adonis platónico.

—Agustín ven acá, te peinarás y vestirás bien —aconsejó nerviosamente Francisca Bernabela al niño, para alejarse del apuesto cazador de corazones que no le daba ni la mínima atención ni esperanza de romance.

Agustín fue criado por Francisca Bernabela. Tenía menos de ocho años; no quiso calzar zapatos y pronto voló atrás de las mujeres. Pero nunca dejó de ser casi un hermano de la muchacha. Al morir esta, setenta y tantos años después, le darían un par de zapatos lustrosos para ir al entierro. No se los quitó más. Murió usándolos, pues el resto de los días paraba de abarcas como se había criado entre los primeros colonos asentados en el famoso barrio Cerebó.

Pero también Sarao Montiel dejó su estirpe de poderoso hombre de trabajo y amor a la tierra fecunda.

Un buen día de esos, Sarao Montiel reunió a Emiliano del Rivero, a Octaviano López, a Belisario Salvatierra, Leandro Alburquerque, Jacinto Vásquez, Heraldo Herrera, Lorenzo Malpartida y Faustino Montes de Oca, para decirles:

—Hombres de bien, aquí decidimos quedarnos; yaceremos en esta tierra. Hay que cuidar la fortuna de nuestra descendencia. Mucho damos ya a los cobradores reales, mucho nos quieren quitar. Propongo que enterremos lo más valioso.

— ¿Enterrar nuestras fortunas? —Cuestionó Octaviano López.

—No olvidéis que ladrón que roba a ladrón —sentenció Heraldo Herrera.

—Nosotros no somos ladrones, encontramos ese barco pirata hundido en la costa y de allí tenemos ese tesoro —defendió Belisario Salvatierra.

—De todas maneras, eso no era nuestro, ganado por nuestro sudor, y por eso, no es seguro —alegó Montiel

—Tiene razón Sarao. Creo que es una buena idea. La caña nos está haciendo ricos —opinó Octaviano.

—Es mucho lo que tenemos —agregó Jacinto Vásquez.

—Donde está escondido es inseguro, hombres —insistió Octaviano.

Emiliano del Rivero, observaba a Sarao dibujando una leve sonrisa de admiración por aquella idea que demostraba su madurez temprana. Prefirió callar y dejar a los demás que llegaran a una decisión bajo el mando del más joven de todos.

Leandro Alburquerque, que no había pronunciado palabra, miró de reojo a Emiliano del Rivero y notó su total aceptación y la admiración al ingenio, ante la propuesta de Sarao.

— ¿Dónde lo enterramos entonces? —Inquirió Faustino Montes de Oca

—Aquí mismo, bajo nuestros pies — ponderó Sarao Montiel.

Todos callaron. Estuvieron así varias horas. Miraban el lugar, desde ahí mismo, o de más allá; de soslayo ante la presencia de cualquier criado, inclusive de adentro de las casas rústicas del patio grande, como para estimar los cuidados y protección que se le pudiera dar, por mucho tiempo.

Hablaban entre dos o tres. Luego volvían a aproximarse.

Lorenzo Malpartida, que era el más desconfiado, se aproxima en cierto momento a Emiliano del Rivero y a Sarao para decirles:

—Si pasa algo, antes que lo desenterremos, os aseguro, os doy mi palabra que me batiré a duelo ante uno de vosotros, o con vosotros dos a la vez, puesto que vuestra idea Sarao, es una idea que la acepta de mucha fe Emiliano, y él es, quien estaba a cargo de nuestro tesoro. Espero que no os equivoquéis; y que esta decisión sea certera, completamente segura y firme, como esa sierra azul que vemos allá al fondo y que nos gustó a todos para quedarnos y nos ha recibido muy bien, por lo que no pensamos dejar nunca este lugar.

Sarao Montiel y Emiliano del Rivero sonrieron levemente ante la perorata; sin embargo, evitaron reírse, valorando la palabra de Lorenzo Malpartida, puesto que fue uno de los principales colaboradores para obtener ese rico cargamento, que bastaría para comprar varias minas en Potosí, construir una catedral en Santa Cruz o en Cochapampa, tener unos palacetes en Chuquisaca y otras casas en la calle principal de la colonial y hermosa Nuestra Señora de La Paz del Chuquiago Marka.

Así, esa misma noche, hubo un baile español en media plaza y mientras que nadie, además de ellos, hubo quedado en el alerón, Sarao Montiel miró el rostro de cada uno y volvieron todos al interior del enorme patio del manzano.

[1] Maderas regionales: cuchi: Especie maderable, nombre científico, Astroniumurundeuva, árbol común abundante en el sur de Bolivia, en Santa Cruz y Tarija, de hojas perennes y madera beige rosada, y con el tiempo roja de superficie lisa compacta y brillante utilizada desde tiempos coloniales en Santa Cruz para construcciones por su calidad dura y durable en los postes antiguos para sostener los aleros típicos de las casas de tejas y adobes de barro. Muy típico de esa ciudad y región.

Tumi: Roble o Soriocó o Tumi: Nombre científico Amburana Allemao: La corteza tiene propiedades curativas y la madera es parecida al roble. De fina calidad proporciona muebles de tono amarillento claro y hermosos jaspeados y las capas al crecer marcan precioso jaspe.

Los Nueve Cántaros

Fueron hasta el carromato ya destartalado, que colocaron a propósito encima de un aljibe, que nunca manó, tapando temporalmente el valioso cargamento y lo retiraron, siendo, varios sacos de algún fuerte material hecho con resina de indios caribeños, lo que no pudrió y abriéndolos muy emocionados y temerosos de que alguien estuviese observando, vaciaron el contenido, en nueve hermosos cántaros, llenándolos de lingotes y pedazos de oro sin forma, aparte de joyas que relucían diamantes de increíble belleza y alhajas principescas saturadas de tonos esmeraldinos y rubíes, así también, piedras preciosas y perlas de todo tamaño.

Leandro Alburquerque vigilaba.

Cada uno cargó y llevó desde el pozo seco, su correspondiente cántaro, grande y espacioso para poder guardar aquella descomunal riqueza, ayudándose entre ellos, acarreando en hombros hasta el mismo centro del patio en media manzana, en la cual cavaron a toda prisa, más de dos metros y medio de hondo y del que brotó hermosa tierra negra y arcilla del color de los recipientes hechos ahí en Santa Cruz de la Sierra.

Entonces, Octaviano López se introdujo y fue recibiendo junto a Faustino Montes de Oca, los nueve cántaros.

Después taparon en silencio el hoyo y no dejaron huella de haberlo cavado.

Entonces Sarao Montiel :

— ¡Bien sea hecho, amigos! – Se pasó la mano por el rostro y en rápido lance, mediante su dedo índice que pasó por su frente, arrojó el sudor sobre el montículo de tierra y pidió a todos:

— ¡Juremos que nadie abrirá este entierro hasta que por un acaso lo precisáramos, para levantar una ciudad nueva en otro lado, si quisiéramos; en la cual, nosotros mismos gobernemos y si no es así, se quedará aquí, para que el último que esté vivo, lo desentierre y comparta con sus últimos descendientes y los pobres; conforme lo hecho ¡Todo el mundo calle y a nadie sea dicho!

Los nueve hombres, pisotearon con sus botas embarradas y aplanaron el lugar; cubrieron lo pisoteado, echando más tierra de otro color; agregaron hojas secas y algunos trastes para que nadie desconfiara.

Sin embargo, aparte de la luna llena de septiembre, que se levantó tarde al cielo estrellado, alguien había estado observando.

Los hombres no se dieron cuenta y fueron a beber a la fiesta en la plaza donde se bailaba y comía en abundancia y se divertían en los juegos españoles y mestizos.

La jovencita Francisca Bernabela no había ido por sentirse mal del estómago.

Vio todo desde las rendijas del cuarto único dónde estaban los catres.

Cuando los hombres se fueron, sintió temor y se peinó las trenzas para irse a mezclar entre el gentío de la plaza junto al templo de la concordia española.

UNA FIESTA EN LA ALBORADA

Canta el gallo.

El establecimiento azucarero se ilumina al salir el sol.

Los primeros en levantarse apagan lampiones y antorchas.

Comienza la labor diaria de la temporada. La caña es arrojada al suelo desde cien carretones jalados por trasnochados y sudorosos bueyes.

Una fiesta alegra en la alborada.

Los españoles Sarao Montiel, Emiliano del Rivero, Leandro Alburquerque y demás socios, han progresado notablemente. Junto a sus mujeres y niños, rodean el trapiche, haciéndolo girar jalados por dos caballos. El jugo escurre y luego hierve en las pailas. La jalea estará a punto al medio día y las hormas de empanizado al anochecer. Rústico encanto del trabajo humano en el mesón de lo que será la Bolivia que conociera Alcides D’Orbigny.

— ¡Desayunen y vamos a Santa Cruz! —Grita Etelvina Villavicencio, mujer treintañera —. Muévanse, que el mercado nos espera con la plata para construir la «Casa».

— ¡Vamos, vamos, muchachos a desayunar! ¡Ya no son españoles, son americanos, cruceños de cepa mejor dicho! —Exclama Emiliano del Rivero.

— ¡Vengan niños! —Insiste Etelvina Villavicencio.

Alrededor del mesón, se acomodan las nueve familias para dar rienda a su apetito voraz.

Zampada la porción de masaco hecho de plátanos maduros molidos con queso o charque y huevos fritos, suben a sus caballos colmados de energía.

—¿Ya están cargados los carretones? — Inquiere Emiliano del Rivero.

—Han subido la jalea, que no ha quedado muy buena —contesta Sarao Montiel, el español que ya contaba con veintidós años.

— ¿Pasó de punto?

—Me gusta cuando queda del color de los ojos de Bernabelita —dice Sarao, refiriéndose a la hija de Emiliano del Rivero y Etelvina Villavicencio, de dieciséis años; bonita, cabello castaño, trenzado hasta la cintura.

—Agradece el cumplido de Sarao —ordena Emiliano del Rivero.

—Sí, Francisca Bernabela hija, pero que no os consienta, ni él ni nadie —advierte Etelvina Villavicencio.

—Francisca Bernabela sabe que es bonita —defiende Sarao Montiel.

—Suban a los carretones —dice otra mujer a los niños, acabando de servir lo último de chocolate en los tazones y algunos panes del día anterior para que nadie tenga hambre hasta llegar a Santa Cruz.

Es que ya el trapiche no estaba en el manzano del pueblo sino a varias leguas de allí, más allá de las pampas de Viru — Viru.

—Apúrense hombres.

— ¡El chocolate está quemando! —Gritan los niños.

—Quémense las lenguas los viejos, para que no beban mucho esta noche —ríe Etelvina Villavicencio

—Ja, ja, ja.

Es el año de gracia de 1818.

La pampa se agranda. Los carretones de los colonos andaluces y extremeños, pasan por varios puestos agrícolas vecinos.

Vinieron por la ruta del Plata. Buscaban llegar a Potosí, pero la tierra negra, la vegetación exuberante, el aire límpido y fresco, la tibieza del trópico, y ese pueblo fundado por don Ñuflo de Chávez, pudo más al decidir. En el Caribe, trabajaron en el comercio y producción agrícola, especialmente la caña. Se cuenta que han traído mucho oro. ¿Pero dónde está el oro? ¿Eran asaltantes piratas? —Se ha preguntado la vecindad de aquel pueblo, de viejo ancestro y muchas cruces.

«Qué hermosa mañana

Andaluces, venid acá,

—La Iberia celosa está,

Nosotros dichosos más.

Quieren que volvamos.

Pero, eso jamás.

Andaluces, venid, acá».

Canta Sarao Montiel, trotando en su caballo. Jacinto guitarrea, subido en el carretón. Leandro cabalga próximo.

—Iremos ante el Gobernador esta misma mañana, la producción de nuestro azúcar, debe transportarse al altiplano. De Potosí, Cocha Pampa y Oruro, han llegado pedidos, pero este Gobernador, parece no querer ayudarnos.

— ¡Le ahorcaremos! —Exclama Heraldo.

—Envidia —interviene Belisario, aproximándose en su caballo.

—Nuestra zafra siguen aumentado —expresa entusiasmado Octaviano.

—Debemos mandar a nuestros hijos a estudiar a Charcas —anticipa Faustino.

—Has dicho bien, aunque yo no tengo hijos y no me preocupo por eso, pero todos ustedes, háganlo pues —propone Sarao.

—Ja, ja, ja.

Tenéis más que nosotros, señor, pero los tenéis regados —ríe Lorenzo.

—Este Sarao es un verdadero potro —exclama Emiliano del Rivero.

Se adelantan a los carretones.

Ingresan por el Sur al pequeño poblado colonial cruceño. Les saludan humildes nativos, sirvientes de damas y caballeros, miembros de la pequeña sociedad criolla y española quedada allí.

Los azucareros comandados por el colono Emiliano del Rivero, cantan y gritan. Doblan por las esquinas tranquilas de la mañana de agosto.

— ¡Me gusta ver la sierra azul desde aquí! —Grita Etelvina Villavicencio desde el carretón.

— ¡Sierra Azul! Así se llamará nuestro establecimiento azucarero —dice Emiliano del Rivero ante la visión de la cordillera de los Andes, que corre por el oeste, como magnífica muralla. Aspiran el aire templado, después de varios días de frío.

Los carretones bajan hacia las antiguas márgenes del río Piraí.

Palmeras de motacú y tajibos de flores amarillas, blancas y rosadas, bordean el camino, dando sombra a las construcciones del barrio al que llaman Cerebó.

En la calle sin nombre, construyen una casona magnífica de altos pilares cilíndricos, robustas paredes, ventanas arqueadas, protectores de bronce y un portal espléndido de dos hojas de madera fina, y amplio corredor de ladrillos cuadrados que une las tres casas de treinta, cuarenta y treinta metros de frente al Este, alineadas por el mismo amplio corredor que va de esquina a esquina. Bellas residencias, siendo la principal, como suponen sus socios, para su hija Francisca Bernabela. Mientras quela casa que compró de un viejo español, da vuelta en la esquina Sur sobre la calle Junín, es de tipo colonial, de pilares y capiteles tallados en madera cuchi, será para su hija Concepción; en tanto en la esquina Norte sobre la Florida, están ya los cimientos para otra casa en la esquina al Norte sobre la calle Florida, más baja, pero también de estilo republicano, de pilares cuadrados, cuyos arcos sostendrán el techado y será para su hija Casta, En el centro de la manzana, perteneciendo a la casona mayor, dos patios se levantarán con sus respectivas galerías, en sentido transversal al Este y Oeste, sobre lugar que ocupara Sarao y las demás familias. Las tres casas, tienen fondo hacia la pradera del río Piraí, y a la sierra.

— ¡Quiero ver esta casa terminada en una semana! —Exige a carpinteros y albañiles —. Aquí viviremos como una gran familia, las casas de las esquinas las dejaré para mi descendencia —dice a sus socios.

— ¡Deja eso! —Interpela Sarao Montiel, taconeando el caballo al cruzar el umbral —. ¡Esta casa, será tuya, Emiliano del Rivero, de nadie más!¡Mereces esta casa por completo, yo mismo haré cuestión en eso, cada uno que haga su casa! —Propone Leandro.—¡Nos trajiste acá, tuviste la idea, y la plata! ¡Eres el mejor comerciante que he visto! —Agrega Leandro Alburquerque.

—Tu familia será grande. Etelvina y tu hija mayor lo merecen ¡Esta manzana y el establecimiento son tuyos, nosotros sacaremos dividendos por trabajo, con eso nos haremos ricos! —Concluye Sarao.

— ¡Sois los mejores amigos que tengo, Sarao y Leandro! —Expresa alegremente Emiliano del Rivero —. Fue bueno conoceros en Sevilla y compartir el viaje a la América y haber sido soldados reales y ahora estamos acá y ya somos ricos.

Desmontan los caballos. En el patio principal se elevan vigas, levantan techos, tejas vuelan de mano en mano. Muchos criados y nativas transitan por allí.

— ¡Tendrán sus aposentos como verdaderos nobles aquí dentro! —Prosigue Emiliano del Rivero, efusivamente.

— ¿Seguís insistiendo? —Interroga Sarao, y prosigue:

—Yo viviré en el alerón, y dormiré en mi hamaca, no preciso más, quiero libertad para salir a orinar de madrugada y recibir doncellas de noche, una nueva cada mes. Sabéis bien, que no me agrada tocar puertas ¿Quieres encerrarme, hombre?... Este pueblo es de jarana, ché.

— ¡Y hoy noche festejaremos la zafra de este año! —Exclama Leandro Alburquerque.

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