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Por siempre tuya

1 capítulo

Del Odio al Amor, Solo Hay Un Paso

Alguna vez te han dicho que del odio al amor hay un solo paso. Pues a mí me sucedió algo parecido. El amor está a la puerta, solo hay que saber cuál de ellas tocar, o a veces incluso se tiene la llave correspondida de una sola. Pero lo más difícil de todo es cuando quieres abrir dos. En mi caso, bueno, en el caso de esta historia que estoy a punto de contar, se trata de mis dos grandes amores. Uno de ellos me enseñó el valor de la vida y mi más preciado amor me enseñó el verdadero amor, un amor que es capaz de soportarlo todo, incluso a una niña como yo.

Bueno, para empezar a relatarles bien la historia de cómo sucedió todo. De cómo mi vida da un cambio inesperado. Y sobre todo, cómo pude sobrevivir ante todo.

Les presento mi historia.

Del odio al Amor, hay solo un paso.

Comencemos…

Hace 10 Años… El Origen de los Thomson

Mi nombre es Samantha Thomson, tengo 17 años. Vivo en Venezuela. Soy nacionalizada de este hermoso país, pero mis orígenes son de Inglaterra. Sí, sí, ya sé qué dirán, ¿pero cómo ella es latina y sus orígenes son de Inglaterra? Bueno, aquí voy. Mis padres son James y Lucía Thomson, empresarios muy distinguidos a nivel internacional.

Se preguntarán cómo llegaron a Venezuela. Pues muy fácil.

Breve Resumen de la Historia de Mis Padres

James era un joven muy distinguido, heredero de las empresas petroleras más grandes del mundo, las empresas Thomson, mejor conocidas como Pertnational. Sí, qué nombre tan raro el que eligieron mis antepasados.

Volviendo al tema, este distinguido joven un día iba caminando muy apresurado por la empresa de su familia para llegar a la oficina de su padre, donde de repente se tropieza con una hermosa joven: castaña, cabello hasta más abajo de sus caderas, ojos color miel, piel canela. Sí, era muy, pero muy bella. Esa es mi madre, Lucía López, joven humilde que se encontraba en ese entonces realizando pasantías en tal empresa porque estaba estudiando Petroquímica.

El joven sin querer le derramó el café que llevaba a la chica en su blusa y parte de unos documentos. Lucía hizo contacto visual con esos hermosos ojos color celeste, los cuales la dejaron muy impresionada. Nadie la sacaba del trance en el que se encontraba. Pocos minutos después, un ardor en su pecho la hizo salir de tal embrujo. El muchacho se disculpa con la chica, quien lo disculpó amablemente, pero unas lágrimas salieron de Lucía.

Ella, inocente de que él era el hijo del dueño de la empresa, le dice que era porque los documentos eran para su jefe y eran de suma importancia, ya que eran los originales. James le dijo que no se preocupara, que él lo resolvería. Y así fue.

El joven resolvió todo y tiempo después formó una bella amistad con Lucía. Tiempo después se hicieron novios. Pero como todo en la vida no es un cuento de hadas, los obligaron a separarse, porque James tenía que concebir matrimonio con una chica de su clase social, ya que Lucía era de clase baja y huérfana, no tenía a nadie en el mundo, trabajaba y estudiaba para mantenerse ella misma.

Todo estaba perdido. En unas horas el joven se casaría. Pero él no desistió del amor que sentía por aquella chica y se fugó con Lucía a América Latina, donde decidieron por destino Venezuela. Ellos eran muy felices en ese país, se casaron y tuvieron a su hijo mayor, Nicolás, un pequeño que era su adoración.

Estas voces llegaron al padre del joven, quien se resignó a aceptar a Lucía. Tiempo después se encariñó con la humilde chica, guardándole un gran aprecio en su corazón. Su hijo tomó posesión de las empresas de su padre, ya que él se jubiló. Tiempo después decidieron vivir en Venezuela, el hermoso país que los cobijó durante su estadía ahí. En ese país tuvieron otro hijo, el cual en esta ocasión era niña: Samantha.

La Rivalidad con el Salvaje

Pues esos son mis orígenes: mi madre, chica humilde, y mi padre, hombre rico e influyente.

Uff, volviendo al tema principal. Odio desviarme.

Mis padres, mi hermano y yo vivimos en Caracas, la hermosa capital de este país, en una zona privada ubicada muy oculta de la ciudad. Es una Mansión, la más grande de toda Venezuela. Todas las personas saben que los Thomson viven en Caracas, pero ninguno sabe en dónde, ya que está muy, pero muy oculta.

En unas semanas tendré que viajar a estudiar a Estados Unidos. Ahí se encuentra estudiando mi hermano y su mejor amigo.

El mejor amigo y ahijado de mis padres es Cristian Black, el hijo del mejor amigo de toda la vida de mi padre. Su padre y su mamita, son mis padrinos, los amo demasiado, pero al que no paso es a ese estúpido de Cristian.

Nos criamos juntos. Él es tres años mayor que yo, tiene la misma edad que Nicolás. Siempre me ha hecho la vida imposible, aunque yo no me quedo muy atrás. Él me corría a mis novios y yo también se las corría a él, él me hacía bromas, yo se las hacía peor.

Hubo tiempos en que hasta nos quedábamos solos en mi casa, ya que nuestros padres viajaban mucho. Nos quedábamos Nicolás, él y yo, y lo que hacíamos era dormir juntos. Las niñeras las corríamos, pero aun así teníamos a nuestra nana, porque sí, es la nana de los tres.

La personalidad de Cristian es extrovertida, cariñosa, un poco arrogante y algo serio con las personas que no lo conocen, pero yo sí, y lo que hacía era hacerme la vida imposible.

Él se fue a estudiar junto a mi hermano a Estados Unidos, días después de mis quince años. Ese día fue un caos total, aunque no en todos los aspectos. Por la culpa de él, mi chambelán salió de urgencia al hospital por una golpiza que le propinó el muy descarado.

¿Y adivinen con quién mis padres me obligaron a bailar el vals? Pues con ese salvaje. Ese día su sonrisa no se acabó en ningún momento. Días después se fue diciéndome que me esperaba en la universidad.

Ahora me encuentro empacando mis hermosas pertenencias para irme lejos de mi país, directo a esa universidad. El juego apenas comienza.

capitulo 2

La Llegada al Caos

Mi madre entró por la puerta de mi inmenso armario, donde había un caos total. Era la noche antes de mi partida y mi habitación parecía haber sido azotada por un huracán de cachemira y cosméticos.

Lucía: Sam, hija, ¿qué es todo este desastre? —dijo, señalando con el dedo mis accesorios, ropa y maquillaje regados por todo el suelo de mármol.

Suspiré, dramáticamente frustrada.

Sam: Mami, todo esto es tu culpa. —Dije haciendo pucheros, dejándome caer en un sillón tapizado que estaba en un rincón del armario.

Lucía se cruzó de brazos. La luz resaltaba la dulzura de sus ojos color miel, pero la sonrisa burlona en su rostro anunciaba un discurso.

Lucía: Ah, ¿sí? ¿Y por qué es mi culpa? —Enarcó una ceja.

Sam: ¡Sí, mami! ¿No ves que yo no sé ni cerrar una maleta? Y tú estás empeñada en que yo empaque mis cosas. No sé ni siquiera doblar la ropa y tampoco sé qué llevar. —Dije, soltando un suspiro cansado. Para mí, empacar era una actividad arcaica.

Lucía: De veras, eres todo lo contrario a tu hermano. Él ni siquiera deja que le toquen sus cosas y a ti hay que hacerte hasta lo más insignificante, como empacar unas maletas.

No presté atención a lo que mi madre decía. Siempre solía dar ese tipo de discursos y charlas sobre la dependencia, la humildad y la necesidad de ser autosuficiente, herencia de sus orígenes. Pero yo estaba segura de algo: yo había nacido para que me sirvieran, no para servirle a nadie. Mi destino era el terciopelo, no el esfuerzo.

De pronto, una idea que consideré brillante surgió en mi mente.

Sam: ¡Y si no llevo nada y compro todo allá! Claro, ¡eso es lo mejor!

Dije entusiasmada, dando saltos por toda la habitación mientras tecleaba mi móvil una y otra vez, probablemente haciendo listas de tiendas de diseñador en Boston.

Lucía no entendía nada al principio. Después de unos segundos, captó la idea y se negó rotundamente.

Lucía: Ni creas, señorita. El hecho de que tengas dinero hasta para regalar no significa ni justifica el porqué de hacer esas estupideces. Mandaré a que empaquen tus cosas ya que veo que tú no lo vas a hacer.

Lucía se dirigió al pasillo para ordenar a las chicas de servicio.

Sam: Pero mami, no son estupideces. Solo le voy a dar uso al dinero de mi padre. Eso es hacer un bien para mí. —Dije, señalándome y levantándome de la cama hasta llegar a la puerta del armario.

Mi madre me observó y supo que no podía contradecirme. Llevarme la contraria era provocar la tercera guerra mundial en medio del closet. Mi hija era devastadoramente caprichosa, y ella, la madre que había desafiado a su familia por amor, ahora se rendía ante la tiranía de su hija.

Lucía: Has lo que quieras.

Se resignó, pero igual mandó a empacar parte de mis cosas, sabiendo que yo necesitaría al menos lo básico en lo que hacía mi raid de compras. Conversó un rato, recordándome algunas cosas sobre Nicolás, sobre la prudencia y la mesura, pero no me molesté en escuchar por más de un par de minutos antes de perderme en las redes sociales.

Ya era de noche. Las dos nos encontrábamos solas en la casa, ya que mi padre había viajado. Decidimos dormir juntas y hacer diferentes actividades en el inmenso dormitorio principal: mi madre, una mujer fuerte pero centrada, hacía un poco de yoga, mientras yo me hacía una muy buena rutina de skin care que había visto en mis feeds.

La Amenaza Disfrazada de Bienvenida

Los días pasaron y pronto llegó la semana en la cual Samantha se marchaba.

Viajaba ese día y estaba abordando el Jet privado de mi padre, algo nerviosa. Mi madre casi se queda sin lágrimas por mi partida, y mi padre me dijo que iban a ir cada quince días a visitarme. Él siempre dice que yo soy la luz de sus ojos, que siempre voy a ser su pequeña Sam, y no lo contradigo porque, obvio, que es así.

Estaba cómoda en la pequeña suite del Jet, acomodada para la travesía. Había comenzado la lectura de uno de mis libros favoritos cuando un mensaje perturbó la paz.

> Mensaje de Cristian

> Hola pequeña Sam, me enteré que hoy vendrás, no sabes cuánto esperé este día... Jajajajja, espero que llegues completa.

>

> (Respuesta de Sam)

> Eres un imbécil.

>

> (Contesta Cristian)

> Pero así me quieres...

>

Maldito imbécil. Sabía muy bien que me daba un poco de pánico cada vez que me recordaba la vez que iba a abordar un avión y a última hora no lo hice; horas después, el avión estalló en mil pedazos. Según mi padre, decían sus investigadores que querían asesinarme. Cristian usaba ese recuerdo de la manera más cruel: como un chiste.

Bueno, después del mensaje del inútil de Cristian, hizo efecto la píldora para dormir que ingerí al subir al avión. No pensaría más.

Boston y Ojos Color Verde Agua

Ocho horas después, llegué a Boston. Gracias a Dios, sana y salva.

Afuera del avión, apenas descendiendo la escalerilla, pude identificar una figura alta y arrogante. Bajo y allí está el estúpido de Cristian.

Al observarlo sonriente y tan tranquilo, una idea cruzó por mi mente. Se me prendió el bombillo: le voy a hacer una broma. Tenía que empezar con el pie derecho, o el izquierdo.

Bajo las escaleras apresuradamente y corro hacia él, fingiendo una emoción que no sentía. Él me recibe, sonríe ampliamente y me alza en sus brazos con una fuerza inusual.

Sam: ¡Cris...! —Lo abrazo, cerrando la trampa.

Cristian: Pero qué cambio. Hace dos meses me querías matar. —Dijo, soltándome lentamente. Cristian había venido a visitarnos hace dos meses y no terminó para nada bien; le había tirado un pastel de chocolate por la cabeza.

Sam: Sí, que sabes arruinar el momento, ¿no? —Me aparto de él e hice mi mejor puchero.

Cristian: Ya, Sam, no hagas tus dramas, que yo te conozco muy bien. Sé cómo eres, y si no me falla mi subconsciente, me estás jugando una broma. —Enarcó una ceja, y como no le respondí, se rió con ese sonido grave que siempre me ponía nerviosa.

Sam: Dime algo. —Le pedí al observar cómo me miraba sin decir nada, solo se dedicaba a mirar mis ojos, esos ojos celestes que heredé de mi padre.

Cristian: Algo. —Dijo, desviando la mirada a su teléfono, ya que estábamos montados en un auto deportivo de lujo.

Sam: Deja lo idiota, ¿qué comes? ¿Por qué todo lo que trato de hacerte lo adivinas? —Le digo, algo molesta. No podía creer que todo me saliera mal.

Levantó su mirada y conectó sus hermosos ojos color verde agua con mi mirada celeste. El contraste era hipnotizante.

Cristian: Conocerte es mi trabajo. —Dijo y dirigió la mirada nuevamente a su celular.

No le respondí. Sinceramente, me desconcertó mucho lo que dijo.

Después de un incómodo silencio decidí preguntarle algo.

Sam: Cris, ¿y Nick?

Arrugó el ceño y me vio.

Cristian: Está de enamorado. Ya no quiere salir de las faldas de su Lisa. —Lo dijo con el sarcasmo muy evidente en su voz.

Sam: OK, así que mi hermanito tiene novia.

Cristian: Para nada. Si la chiquilla se va a casar.

Arrugué el ceño.

Sam: ¿En qué piensa Nicolás? Ya me va a escuchar.

Me vio y sonrió.

Cristian: Sabes que te ves más hermosa cuando te enojas.

Ese comentario hizo que me sonrojara en un par de segundos. No entendía por qué se ensañaba en hacerme sentir incómoda, en hacerme sentir pequeña y reaccionar.

Sam: ¿Y tú, Cris, tienes novia? —Decidí cambiar de tema.

Desvió la mirada y cambió el tema nuevamente.

Cristian: Mira, ya llegamos. —Dijo, bajándose del auto, cosa que me pareció extraña.

Bajamos y estábamos en un penthouse de una torre moderna. Subimos al departamento y estaba completamente solo.

Sam: ¡Cris, Cris, Cristian! —Dije, sacándolo de su celular. Odiaba repetir las cosas tres veces.

Cristian: ¡Que! —Me respondió en el mismo tono.

Sam: Aquí no hay nadie. —Digo, buscando con la mirada a alguien.

Cristian: ¿Qué pensabas? ¿Que iban a haber treinta sirvientes y diez chóferes a tu disposición? —Enarcó una ceja.

Sam: Ni tanto, pero ni pensé que no habría nadie.

Cristian: Pues ve acostumbrándote, porque créeme que es mejor vivir así que con una cuerda de chismosos que le dicen todo a nuestros padres.

Sam: ¿Y Nicolás? ¿Viene para acá? —Pregunté, sintiendo un leve miedo a la soledad y la dependencia.

Cristian: No, él vive en la fraternidad. —Respondió inmediatamente, y tragué grueso.

Sam: ¿Y tú?

Cristian: También, pero a veces me quedo aquí. Decidí quedarme para hacerte compañía.

Sam: Ni que la necesitara. —Le respondí, rodando los ojos.

Me hizo una mueca burlona y me fui a mi habitación. Ordené todas mis cosas como pude. La verdad es que lo que hice fue un desastre, pero así se quedaría.

El Cuerpo del Delito

Tengo hambre.

Salí de la habitación y llamé a Cris, pero no me contestó. Lo busqué en todo el penthouse y no estaba. Toqué la puerta de su habitación y no obtuve respuesta, así que decidí abrir.

Al abrir, solo pude ver la ropa que tenía puesta cuando llegamos regada en el suelo. Este no se queda muy atrás en el desorden.

En cuestión de segundos, la puerta del baño se abrió y él salió.

Y por Dios… Estaba desnudo.

Me ve y yo lo veo, y me ve y yo lo veo. Un loop silencioso de vergüenza y... ¿fascinación?

Sam: ¡Tápate! ¿Por qué estás desnudo? —Le pregunté con la vergüenza reflejada en mi rostro. No es que me disgustara verlo, pero definitivamente debía de estar sonrojada hasta las orejas.

Cristian: Te recuerdo que esta es mi habitación y estoy desnudo porque no...

Sam: ¡Ya, tápate! Toma. —Le lancé la toalla que estaba sobre un sillón cercano.

Cristian: Ay, ya deja el drama. —Dijo, tomando la toalla y enrollándola perezosamente en su cintura.

Me quedé ahí parada como una imbécil sin poder moverme. No entendía qué me estaba pasando, pero de igual manera sabía que después de verlo en este estado, con esa piel bronceada y ese cuerpo... nada volvería a ser como antes.

capítulo 3

Cristian me miró con esa expresión juguetona que tanto me molestaba. "¿Qué estás esperando para salir, o quieres ver cómo me visto?" dijo, mientras se ajustaba la camisa frente al espejo de su habitación. Yo, Sam, rodé los ojos y respondí rápido: "Más quisieras tú, te espero en la sala". Salí dando un portazo fuerte, sintiendo cómo el calor subía a mis mejillas. De seguro, mi cara estaba más roja que un tomate maduro, latiendo con vergüenza por esa interacción tonta.

Al rato, él salió por fin. ¿Qué tanto tardaba? Parecía una mujer arreglándose para una cita importante. Salió con la cara seria, como si algo lo molestara de verdad. Me vio sentada en el sofá y habló directo: "¿Para qué me buscabas?" Su expresión cambió en un instante, volviéndose más amable, casi suave, como si recordara que éramos amigos de la infancia.

Yo no lo miré a los ojos. "Tengo hambre", le dije, concentrada en mi celular, desplazando fotos sin rumbo. Estaba impidiendo su mirada, porque algo en él me ponía nervioso ese día. Cristian restó importancia al asunto. "En la cocina hay comida", murmuró, encogiéndose de hombros.

" Eso ya lo sé, pero ¿quién la va a preparar?" réplica, alzando la vista por fin. Él me miró sin entender, frunciendo el ceño. "¿Pues tú, quién más?" dijo, como si fuera obvio. Yo titubeé. "Es que..." Empecé, pero él me cortó con una sonrisa burlona en sus labios rojos, tan sexis que me distraían. "No me digas que no sabes cocinar", soltó, riendo bajito.

Dios mío, Samanta Thomson, ¿qué estás pensando? Hacía años no lo soportabas, y ahora que más o menos lo toleras, ¿andas imaginando pendejadas? Mi subconsciente me regañó fuerte, sacudiéndome de esos pensamientos tontos. Negué con la cabeza, haciendo pucheros infantiles. Él se rió a carcajadas, y yo le lancé un cojín del sillón donde estaba sentado, acertándole en el pecho.

"Pero más o menos, ¿qué sabes hacer?" me preguntó, calmando su risa mientras se sentaba cerca. "Nada, si hasta se me quema el agua", admití, restando importancia para no sonar tan patética. "¿Pero no sabes ni prepararte un cereal o un sándwich?" insistió. "Sabes muy bien que no puedo comer eso", le grabó. Yo era modelo de pasarela, o lo había sido hasta que llegué aquí y decidió dejarlo todo para estudiar y convertirme en profesional. O eso creía yo; Bueno, ya lo veríamos. Por eso cuidaba mi figura tanto, midiendo cada bocado como si mi futuro dependiera de ello.

"Corrección, claro que sí", replicó él. "Te recuerdo que ya no vas a seguir modelando porque vas a estudiar, ¿o así no fue lo que decidiste?" Tenía razón, pero no quería romper mi rutina estricta. "Sí, pero ¿qué tal y...?" balbuceé, sin terminar. "Bueno, ya qué importa. Tú me puedes cocinar, sé que eres bueno. O más bien, sabes preparar aunque sea una ensalada." Él sospechó. "Está bien, pero tienes que aprender. No por ser la hija de James Thomson no puedes cocinar". Hablaba de mi papá, el hombre exitoso que siempre me mimaba, pero que ahora estaba lejos, dejándome sola en esta casa grande.

Nos dirigimos a la cocina. Y aunque no lo crean, casi nunca entraba ahí. Era un lugar misterioso para mí, lleno de ollas y especias que ignoraba por completo. Me apoyé en la isla central, con una sonrisa en el rostro. "¿A ver, qué me vas a preparar?" preguntó, emocionada por fin.

"He, no sé. Lo único que sé hacer es pasta o pollo frito, y nada más", confesó, rascándose la nuca. Al oír su menú simple, mi sonrisa se borró de golpe. Sonaba grasoso, nada para mi dieta. "Ya va, déjame buscar algo en internet", dije, sacando mi teléfono otra vez. Busqué recetas rápidas y decidí romper mi preciada dieta. Quería panqueques. Aunque dijera que era para desayuno, a mí ya me valía; el hambre ganaba.

"Pues manos a la obra", exclamó Cristian, lanzándome un delantal de cocina y un gorro ridículo. "¿Para qué tanto drama?" protesté, poniéndomelo de la peor manera posible, torcido y mal atado. Él listó los ingredientes: "Pues se necesita harina, azúcar, mantequilla, huevo..." Y así empezó el caos.

Entre harina volando por todos lados, huevos rompiéndose mal y discusiones tontas sobre cómo mezclar, terminamos de hacer los panqueques. Deberían ser redondos y perfectos, pero los nuestros salieron cuadrados, triangulares e incluso con forma de estrellas torcidas. El piso estaba sucio, mis manos pegajosas, y nos reiríamos a pesar del desastre.

"Para ser la primera vez que cocinamos, no hay nada mal", dije, probando un bocado con orgullo. Pero al masticar, lo escupí de inmediato. Sabía horrible, como cartón quemado. "No, no está nada mal. Están fatales, horribles", corrigió Cristian, arrugando la nariz. "Sabes qué, mejor pedimos algo."

"Eso es mejor", acordamos los dos, riendo del fracaso. Pedimos entrega rápida. Yo elegí ensalada de pechuga a la plancha, fiel a mi plan de figura. El bonito de Cris pidió pollo frito y helado, su combo placer culpable. Terminamos de comer en la mesa, charlando de tonterías del pasado, como cuando jugábamos en el jardín de niños.

Después, decidimos ver una película en la sala de cine de la casa. Nos sentamos en el sofá enorme: él en un extremo, yo en el otro, con espacio de por medio. El silencio se hizo pesado, así que rompió el hielo. "Aquí como que la calefacción está un poco mal. Me estoy muriendo de frío", dije, tiritando de verdad. Era una idea obvia para acercarnos, pero no tan insinuante como sonaba en mi cabeza.

"No, es que a mí me gusta este ambiente", respondió él. "Pero si quieres, la subo". Negué rápido. "No, no está bien." De veras temblaba, con los brazos cruzados para entrar en calor. Cristian se acercó sigilosamente, hasta llegar a mi lado. "Si no quieres que suba la calefacción, entonces déjame darte calor", murmuró, con voz baja.

Lo miré horrorizada, pensando lo peor. "¿No pienses mal?" Aclaró rápido. "Solo te abrazo, como cuando éramos niños." "Está bien", aceptó, aliviada. Buscó una manta suave en el armario cercano y me acobijó con cuidado. Luego me atrajo a sus brazos, dándome el calor verdadero que necesitaba. Sus manos sobaron mi cabello con gentileza, un gesto familiar que me calmó al instante.

"Cris", susurré, sintiendo su pecho contra mi espalda. "Cris", repitió, como si solo su nombre bastara para todo.

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