Olivia, era una de las más bellas muchachas del pueblo capitalino de Nuestra Señora de la Santísima Trinidad:
Perfecta, de arriba abajo, le decían la "buaperna", expresión transformada, proveniente de "buenas piernas", dicha entre los años 1920 hasta 1960.
Años en que aún la juventud era tímida, por la estricta educación y normas pueblerinas, cuando no se tenía la idea de que pronto llegaría la revolución juvenil traída por el twist, rock and roll, las melenas de Beatles y minifalda de Mary Quant.
Era un tiempo de rectitud exagerada, mientras que esa juventud se debatía por comprenderse a sí misma.
Esa tarde, se llevaba a cabo un matrimonio extrañamente criticado, la pareja más bonita de la sociedad, estaba temblorosa, ante el momento, jamás imaginado en el entorno pueblerino.
Se casaba Olivia Vera con Dagoberto Herrera, apodado de Dago, y este temblaba, transpirando copiosamente, al punto del desmayo, ante el notario y el escribano.
Las miradas de los padres y padrinos de la novia, y el testigo del novio, quien, solamente, tenía a su padrino de bautismo, y ahora, era testigo y padrino del novio, sin que influenciara herencia, casa alguna, pues Dago, no tenía bienes ni contaba con sus padres.
También se jugaban allí, los intereses de dos hombres muy conocidos en el pueblo:
Don Néstor Vera padre de la novia y don Rigoberto Mustafá, el padrino del novio.
Dago, quedó huérfano y fue ayudado de alguna forma por el señor Mustafá y la señorita Genoveva Montesclaros.
La muerte de su padre, siendo su madre, una pariente lejana de su padrino, fue siempre comentada.
Eran las nueve de la mañana; se iniciaba la boda civil, siendo en la noche, la ceremonia religiosa.
El suegro de Dago. y su padrino, ambos recios vejancones de los años 30, señoritos de otras épocas, que no habían ido a la guerra del Chaco, pues los padres, no podrían arriesgar sus herencias, aguardaban el inicio del acto, que marcaría un retorno a ciertos intereses patrimoniales que comprendían:
Miles de reses vacunas y decenas de caballares, varios puestos en los ríos de la cuenca sub amazónica del río Mamoré hasta el río Beni, y un pintoresco, extenso y valioso territorio, repleto de palmares, e islas de montes altos, llenos de arboleda milenaria y aves cantoras, parabas y tigres, serpientes denominadas sicuris, enemigas de los caimanes más feroces, habitantes de varios lagos enormes y lagunas cuadradas conectadas por canales rectilíneos provenientes de culturas ancestrales.
Un verdadero paraíso en pleno interior del país llamado Bolivia.
¡Qué legado más relevante, que estaba por ser firmado entre esas dos familias, sería un casamiento tronado y sonado, los cohetes y la banda de música, tocó en esos momentos, mientras la firma demasiado fuerte de Dago, rasgó el libro del notario, a lo que delineaba las varias líneas de la base de su firma!
—Ahora sois rico, pariente – le cuchicheó Berto Álvarez a Dagoberto, y este le miró llamando a la seriedad:
—Cállate hombre, no seas pendejo, no arruines mi "matriqui", además no soy yesca, mi padrino, tiene harto también.
—Hartas deudas...— cuchicheó por su vez Alfonso Soriano.
—Vivan los novios —gritó alguien y comenzó la algazara casamentera.
— Hablando de casamentera, ahí está la que armó el matrimonio – apuntó con la boca, Ranulfo Ortiz, el testigo del novio.
—Ya, no sean chismosos y maleducados, vamos a brindar y no lo pongan nervioso a nuestro amigo.
—¿Qué estaban hablando de mí? – intervino rápidamente una joven.
— Nadie hablaba de vos, Casilda, te alabamos.
—Ja, ja, ja, ustedes son más jugados que los naipes de la baraja de don Salustio Benito.
— No te enojes, lengua brava, ven a bailar conmigo al centro, para que se te pase el enojo de perder al novio que soñabas.
— Ya, no me aprietes tanto, que se me eleva la falda y mis enaguas están muy cortas...
—Quiero subirlas, un poco, pero deja que tome unas cuantas cervezas y me caliente, para el final de la noche y te llevo...
—Oye, chií, cállate, ya estás borracho de solo oler las botellas, que apenas están destapando...
— ¡Va a correr la cerveza paceña esta noche, hasta mañana! –gritó Bertho.
—Ja, ja, ja, vamos a beber y emborracharemos al novio para que no pueda nada, esta noche...– gritó por su vez Alfonso.
—Si a este, no se le va a parar, es un panada, no sé por qué se está casando.
— ¡Vayan más allá, muchachos gritones! – refunfuñó, don Aclesiano Rodriguez, el viejo notario, guardando el fajo de billetes que le había alcanzado don Rigoberto Mustafá padre, mientras se ubicaban en las sillas y banquillos acomodados a lo largo y ancho del patio de la antigua casona atrás de la bella catedral de Trinidad.
Por la noche, la mayoría de los hombres, mareados, bien acicalados algunos, otros, intentando peinarse las greñas mojadas de tanto transpirar, llegaban al templo, para la misa matrimonial.
Olivita, alzó la cola de su vestido de encaje para que los niños, le acompañaran en su entrada al templo, caminó hasta el altar de la Santísima Trinidad y allí, ante las imágenes traídas desde Génova, a comienzo de siglo XX, se unió a su novio para la bendición del acto religioso.
Las campanas tañeron y sus sones se dispersaron hasta las pampas sopladas por el deleite primaveral. —Hija mía – le dijo su padre —Ahora sois de alguna manera, dueña de la Hacienda Campanario.
Olivita, elevó el rostro para brindar la mejilla y labios a su novio, mientras esbozaba una amplia sonrisa y su cuello largo y fino como el de una Venus griega, sosteniendo su cabeza en cuyo frente el rostro único y precioso, fue capturado por el fotógrafo más austero y excelente, que había llevado un equipo fotográfico de los años de la guerra con el Paraguay, para cubrir tan bello enlace.
Al salir, la lluvia de arroz y pétalos de rosas, cayeron en su traje, elaborado allí mismo en Trinidad por la flamante costurera Casilda, muy joven ella también, pero experta armadora de trajes de gala, en los cuales las figuras femeninas, quedaban más bellas por el trabajo de costura perfecta, a los mejores encajes traídos de Europa vía el Amazonas.
Ya el novio, Dagoberto, no sabía como agarrar esa cintura tan delgada, ese cuerpo tan maravilloso, que como cualquier hombre lo dice y repite, ese cuerpo ya es de él y solamente para él, toda la vida.
Dagoberto, joven de piel, medianamente clara, cabellos castaños también claros, sonreía dichoso, ante los aplausos que mimaban a la pareja.
Pero, entre los invitados más cercanos, estaba alguien que solamente dirigía su vista, a la novia, de arriba, hacia abajo y viceversa. Se detuvo al frente mismo, y antes de abrazar al novio, abrazó a ella, dejando casi perplejo a Dago, que se quedó unos segundos, jalando sin disimulo a su esposa.
— Gracias, muchas gracias... don...
—No me digas pues don... dime Rigo apenas, Rigo, si no soy tan viejo, le llevo a...
—Su marido... – intervino Dago.
—Su esposo – se entrometió Casilda, jalando a la novia como si estuviera para arreglarle algo en la tiara de flores hecha con perlas que llevaba sobre su moño.
— Da lo mismo, apenas tengo 35 años, y tu marido 20….– concluyó Rigoberto Mustafá hijo, que retrocedió coquetamente ante la mirada nerviosa de Olivia.
El brindis en el club social, frente a la plaza, fue aplaudido con mucho entusiasmo, luego fue el vals, toda esa comedia, que al joven Rigo, le parecía aburrida, pues lo único encantador estaba en brazos ajenos a él... ¿Cómo pudo ganarle a la mejor muchacha ese don nadie de Dago? ¿Quién creyera pues? – pensaba Rigo, ¿Que alguien menos él, tuviera a esa bella novia en sus manos? – De esa manera pensaba Rigoberto Mustafá hijo, sobre la posesión de la mujer, y estaba visiblemente molesto, mientras una dama de la novia se le puso al frente, discreta y sencilla, era Piba.
—¿No va a bailar?
—¿Quién... yo?
—Sí pues, usted.
—¿Por qué debo bailar?
—Así me dijeron... baila con Rigo...
— ¿Se atreve esta gente a decir que yo baile? Yo bailo cuando quiero, no me gusta el baile, ¿entiendes?
—No se enoje –.
Piba pretendió sentarse al lado de Rigo.
—Vaya pa'llá. Entre las mujeres; ustedes son para bailar, cuando quieran, son mujeres, las mujeres son pá el baile, los hombres somos para beber. Y deja de seguirme, aléjate un poco de mí, me molestan las mujeres tan sumisas y entregadas.
— Lo siento, no pensé molestarlo.
— Es que no me molestas, definitivamente, me cansas.
— No pretendía venir a la fiesta. Después de la misa quería irme...
—Favor cállate...
— Disculpe.
— Insoportable – Rigo se levantó y haciendo que iba a mirar el baile, se alejó de Piba, quien sintió la mirada de varios hombres jóvenes que habían escuchado algo.
— Disculpa Piba – le dijo Berto —¿Bailemos?
—No gracias, se molesta Rigo.
—¿Acaso es tu marido? Sois una mujer guapa y muy buena, Piba, no lo mereces, ni él a vos.
— No puedo hacer nada, ya está todo hecho.
— Vaya, disculpa de nuevo.
—Ve a bailar con otras, gracias Berto.
—No puedo creer que haya tipos tan idiotas, e insoportables.
— Ni modo ya me metí con él.
Piba se levantó y casi llorando, salió hacia la calle.
Allí afuera, mirando la luna y el cielo estrellado, se aguantó. Después de unos minutos, como si haya recibido una orden, un mandato, o iluminación, miró hacia atrás, el baile había comenzado. Ella ingresó de nuevo, dio una vuelta a la pista de baile, hasta ver un grupo de hombres departiendo animosamente. Rigo estaba allí y le dijo al oído: Voy a darte gusto, sé que eso es lo que quieres, me voy a casa, dejaré la ventana abierta...
Salió casi corriendo, sin llamar la atención.
Sola en la noche caminó una cuadra hasta su casa en esquina. Poco más de media hora, empujaron la ventana de dos hojas y el hombre ingresó, se desvistió y se acostó a su lado.
Al amanecer, Piba sirvió una taza de café a su tía, y esta le reclamó:
—No supe a qué hora llegaste, espero que temprano.
—Eran las once, tía.
— Ya, imagino que te acompañaron las Alpire o las González, que no fueran las...
—¡Ay!
— Qué fue...
—Nada tía, me golpeé...
—¿El bajo vientre te duele? ¿Y cómo te vas a golpear ahí?
—No sé, tía. Me voy a la misa. Debo acompañar la limosna y cantar en el coro. Deje todo, lavo al volver.
Piba cruzó la plaza poniéndose el velo, para taparse el rostro, pues en el club social aún estaba ese grupo junto a Rigo, amanecidos y borrachos.
El señor cura le preguntó, a lo que ella subió los escalones de la entrada a la catedral:
—¿No te desvelaste? Esa fiesta duró hasta no hace mucho. Me da pena la linda Olivita, casarse tan temprano y entrar en las filas de las vacas y los caballos.
—Es ella la que decidió padre.
—Espero que tú nunca te cases hija mía, con esos ganaderos poco apegados a la iglesia y más a las monturas y lazos.
Piba, bajó la cabeza, se persignó temblorosa e hincó en la mitad del templo, el cura la observó con cierta tristeza, ya era una muchacha de casi treinta años, lo que para esa región, es vieja solterona. Piba merecía, un buen marido, él no veía por allí, alguien como para ella. Su dulce candor, no había sido tocado hasta esa fecha. Su figura bonita por entero, no atraía pues no tenía, un supuesto atractivo sensual. Las amigas parecían cansarse de ella y los hombres no la visitaban. Qué raro, no se fijaban ni siquiera en lo económico, ni en aquello de alcurnia antigua.
La casona del siglo anterior, que doblaba una esquina a una cuadra de la plaza, fue de su familia, casi desaparecida por completo. Ahora solamente, vivían allí, Piba Montesclaros y su tía Genoveva. Solterona de casi setenta años y esa sería la herencia de la muchacha: la soltería y una casona vetusta de muchos cuartos. Muebles negros, y cristalería ya sin uso.
Piba estuvo así, hincada, lagrimeando. El monaguillo le habló dos minutos antes de comenzar la misa.
—Hola Pibita, buenos días, te saliste temprano de la fiesta. Yo no estaba bien. Era mucho beber, en la tarde lo del civil y en la noche. Te busqué para sacarte a bailar, pero ya no estabas.
Berto quiso tocarle la mano y ella le hizo el quite.
—Gracias Berto, mi tía no me permite quedarme después de las doce. Voy al coro, me esperan, va a comenzar la misa.
—Yo, salí...
Ella dejó hablando a Berto. El joven, único amigo al que ella le permitía cierto diálogo, se quedó nuevamente intentando ingresar en su discreto mundo.
Piba lagrimeó mientras cantaba en el coro. Debería hacer el sacrificio que hizo, de entregarse pese a sus preceptos. De esa manera. Muchas cosas estaban en juego, su misma castidad, no tendría más valor, un legado indiscutiblemente valioso, podría perderse; su pureza y fuerza por haber sido así, por tantos años, pese a sufrir el desprecio, deberá ser el escudo para mantener secretos familiares.
...***...
La señorita Genoveva Montesclaros, fue tácita al sugerir:
—Está bien, está bien, pues ni modo, hija; si ese muchacho no te agrada, y el otro, ese que dices que tiene treinta años, te agrada más, pues, harás llorar a uno y el otro te hará llorar a ti... Ja, ja, ja, no me interpretes mal, ya veo tu rostro, sé que eres más hecha a la santa y beata que yo, que no te agrada bromear con esas cosas... pero, a buen entendedor pocas palabras, ya te lo dije, si haces sufrir a uno, y no lo quieres, sufrirás con el otro.
—Ay, tía, no me asuste —Piba saltó de la silla, y levantó las cosas, trémula, llevó las tazas y fue temblando a la cocina y volvió disimulando su nerviosismo.
Si supiera su tía Genoveva que ella ya se entregó de cuerpo y más todavía de alma, pues solo piensa en él y lo sueña y lo ansía y lo espera y ese tal de Rigoberto no viene.
Ha dado en el clavo, no le da atención a Bertho, y ya es de Rigo, que la maltrata desde ayer y hoy la ignora.
Esa mañana de miércoles, lo vio pasar en su caballo, luego ir a sentarse a un banco de la plaza a charlar con sus amigos, tropa de vagabundos pero con cierta plata, y ella pasó una vez y otra y más otra, argumentando pretextos y una orden de su tía para cobrar un dinero a la "vuelta de la plaza" y miró y lo vio, y él apenas de reojo, y luego esquivó sus pasadas, haciendo de cuenta que reía a gusto, y era por desencantar de una vez. Ella, se tropezó en un ladrillo de la acera, trastabilló, y escuchó que uno de los amigos de Rigo, dijo: "Casi se cae, la bonita sin suerte".
Piba era eso, realmente, una "mosquita muerta" — Decía una muchacha conocida, que pese a la amistad de su familia con la tía, era de poco juntarse con la amiga de años, que no conquistaba realmente. Qué extraño don, que rara suerte: ser atractiva, pero, sin nadie que la mire. ¿Qué hizo? Mejor dicho, ¿Qué pudo haber pasado con su ángel fugado, ese espíritu de la belleza magnánima de Olivita, para conquistar tanto, siendo casi igual de bella? Bueno, que, una era bella de pies a cabeza, pero a ratos parecía tonta, mientras la otra, era, nada de tonta, sabía ponerse guapa, al presentarse en un examen en las clases, pero su guapeza, era de breve tiempo, de pronto soltaba los hombros, y parecía tan sumisa como siempre.
— La que me gusta, es esa que se casó, a esa la quiero – aseguró Rigo.
— Deja hombre, no le friegues la vida a Dagoberto. Es un buen amigo – defendió uno de los presentes.
—De ustedes será, yo no le debo nada. No me interesa su existencia – ajustó su cinturón el joven Rigoberto Mustafá.
—Cuidado, puedes precisarlo un día —advirtió uno de los amigos.
—Mira, vean todos, dejen de arruinar mi pensamiento. Si mi padre no haya querido, ese Dago, no estuviera casado con Olivia.
—Bueno, eso es tema pesado, de ustedes, los del apellido Mustafá y los... Herrera y los Mejía–
—Ya, ya, ya... ¿Cómo lo sabes? Olvidate y no te metas, sino dejarás de ser mi amigo; vamos a tomar unas cervezas, yo invito, como siempre, claro.
—Mira, cómo pones nerviosa a Piba casi se cae al verte —le dijo uno de los amigos a Rigo.
Olivia y Dagoberto, o simplemente Dago, cabalmente pasaron y se encaminaron por la acera frente a la plaza, en dirección a la casa de doña Genoveva.
—Miren, allá va la pareja del año —dijo uno del grupo.
—Estos señoritos, que no saben enlazar vacas, se casan para tener pretextos y así no meterse al campo —expreso Rigo.
El asiento quedó vacío. Rieron todos dirigiéndose como sno sé más porque este Tony dijo que está mal verdad imples seguidores de Rigo, a la concurrida heladería ubicada en la esquina sobre la acera de la catedral.
Olivia y Dagoberto, se habían detenido junto a un pilar cuadrado, que les protegía de las miradas de gentes que caminaban por la acera del frente.
—Estás linda está tarde, te pones más linda cada día... –
—Ay, Dago por favor, no me beses aquí, la gente es muy mirona.
—Ya eres mi mujer, puedo besarte.
—Pero no aquí...
—Es que me dejas loco...
—Cuidado, mira ya viene doña Geno.
—Hola muchachos, qué linda pareja.
—Hola señorita Genoveva...
—Pasen, Pibita está endulzando la chicha. Siéntense. Ahora mismo les traigo el regalo.
—No señorita Genoveva, no se hubiera usted molestado.
Doña Genoveva quiso levantar una caja envuelta en fino papel de regalo. Dago se levantó y fue a ayudarla. Es una caja pesada. Las dos mujeres sonrieron, una por la dicha al regalar y la otra mucho más joven, por recibir un obsequio tan valioso. — ¡Ábrelo! Le dijo la señora y Olivita, se intimidó, venía Piba y se saludaron, luego entre las tres mujeres, quitaron el papel y abrieron la caja, era un juego de platos hondos y pandos, platillos y tazas, y cuatro fuentes, una para la sopa, otra para las ensaladas, el arroz y la tercera para las carnes en fina porcelana verde suave.
La sorpresa rebozó entusiasmo.
—Es cuanto debía. Pibita no les llevó el regalo mío, pues estaba muy grande.
—Es por demás. Muchas gracias, señora. No tengo más palabras para agradecerle, es muy bello —Expresó la recién casada.
Después de departir muy gratamente, la pareja, retornó a sus casa, sobre la avenida 6 de agosto y pusieron la bolsa, encima de la mesa y Dago no quiso saber de regalos, la quería a ella en su cama y la llevó alzada, se acostó y esperó que ella se quite lentamente el vestido, quedando perfecta de ropa interior, y él, desesperado, la trajo a su lado y le quitó las últimas piezas, mientras la miraba deleitado, la besó por entero y fue cada vez más íntima la búsqueda del placer a dos, o a uno solamente, aunque Olivita pues a veces quería negarse, pues su esposo era, como se diría en aquellos tiempos, un hombre completo de ser, dueño de una mujer así, Dago era perfecto físicamente, un Adonis de cuerpo entero y Olivita lo deseaba, siendo por supuesto tímida como eran la mayoría de las mujeres en esos años cincuenta, entonces había que dedicarse a ellas suavemente, con mucho cuidado, lo que ni era muy típico para los hombres nuevos y llenos de marcadas trabas y tabús, como aquellas que rezaban: los hombres deben ser duros y fuertes, no delicados ni comprensivos, la mujer debe sentir al macho, que no debe tener sentido del dolor que ella pueda expresar. El hombre suave no es hombre. El macho es macho, y así es. Dago escuchaba esas palabras en su mente y eso debía hacer, obedecer a las enseñanzas y consejos. Muchos besos, no, acción directa.
Olivita sintió una vez más que Dago la estaba destrozando.
...***...
Piba, siguió esperando que Rigoberto Mustafá, le apareciera de pronto, en la puerta de dos hojas, con los brazos apoyados y su rostro en sus manos, todo juvenil, aunque ya es treintañero, es simpático y parece de menos edad, lo que a ella le agrada, pues parece de 25, la edad que ella tiene. Rigo es además muy cabelludo, barba llena, se mantiene bien rasurado y los bigotes medianos, bien cortados. Lo ve pasar una vez a la semana, al barbero don Santiago, que lo sabe todo, por lo menos de los hombres, sus mañas y amoríos, comentados por sus clientes masculinos, pues casi no hay mujer que se anime a ir a ese ambiente machista al cien por cien. Ella, que es amiga de don Santiago, quisiera ir allí y hablar con él, preguntarle si sabe algo. Pero qué tontería, está divagando, esto es absurdo, detenerse así, dejando a un lado su intención inicial de evitar un daño mayor a esa historia que conoce bien, y quizá el barbero la sabe, no deberá atar los cabos, quizá ya lo hila y desata. Doña Genoveva se molestaría saber, que entre esas cuestiones del matrimonio casi forzado entre Olivita Vera y Dagoberto, hay unas páginas, las más centrales del caso, en los estrados judiciales. Por ahora, es un enjambre de situaciones e individuos casi familiares.
Sucede que, vamos, dilo de una vez Piba, o permíteme ayudarte a recordarlo:
Sí, Don Rigoberto Mustafá padre, fue padrastro temporal de Piba. Hizo suya a la madre de Piba cuando ella tenía seis años, pues Dalila Montesclaros, había quedado sin marido, y con esa niña a cuestas, en una familia, en cuya cabeza estaba, también sola, la señorita Genoveva Montesclaros. Habían muerto los padres de ambas hermanas, de una fuerte fiebre de la malaria, en los viajes por el río Amazonas, en cuanto trabajaba don Armando Montesclaros con el caucho extraído de las selvas para los envíos a Londres, centro principal de la revolución industrial. Ese de don Armando Montesclaros, era ya un hombre acaudalado, tenía casas en varios pueblos de las selvas de Bolivia y sociedad con los caucheros de Brasil y el Perú, gozando inclusive de tierras ganaderas por la región pampeana al borde de las montañas de los Andes. Así, se hizo, de los papeles de un amplio sector de las praderas próximas a los poblados de Reyes y San Borja, una región ampliamente ganadera, sustentada inclusive por presidentes de la República, que ponían sus dineros en manos de estos ganaderos de la talla de los Montesclaros, cabalmente un viejo carcamán del partido liberal de aquellos tiempos. Es así que, la señorita Genoveva Montesclaros, quedó con todos los papeles de esa descomunal región ganadera, pues, su padre habilitaba en el extractivismo de la quinina, aquella corteza del árbol de la quina, utilizada para el remedio contra la malaria, y el floreciente negocio del caucho, para la fabricación de neumáticos para autos, motocicletas y bicicletas y cualquier producto que precisare Goma elástica, como guantes, tapas de medicamentos, abrigos contra la lluvia y lo mejor de la revolución industrial que estaba sucediendo en Europa y los documentos iban a manos de los Montesclaros, y esos dineros eran guardados celosamente en las bóvedas del Banco Central de Bolivia.
Lo que se comentaba que habían heredado las dos jóvenes Montesclaros, era un fascinante despliegue de sueños varoniles por el dominio del poder económico de las herederas. Pero esa situación era difícil de dominar: Dalila había tenido un fracaso serio: se juntó, apenas así de sencillo: se juntó, pese a las molestias de su hermana mayor, para que se case con Jerónimo De las Casas, un hábil farmacéutico español, asentado en La Paz, que pasó una vez por Trinidad y de una sola ojeada enamoró a Dalila Montesclaros. La volvió loca por él, era pues muy guapo y ella linda muchacha, pero él tenía mujer española que pronto llegó a Sudamérica tras el laboratorista, que dio todos los pasos para atrás y la abandonó, (después de varios meses de un gran casamiento en la casona) pese a las garantías económicas prometidas por Genoveva, con tal que se encargara de hacer una familia allí en el Beni, con su hermana, brindando amor a la niña recién nacida, a los pocos meses de aquella unión religiosa y civil casi forzosa de la pareja.
El españolito, no pudo animarse a plantear el divorcio español, alegando que esa mujer vivía en España y ese matrimonio en Bolivia era válido. Y se fue cuando la española vino a La Paz y le emplazó sus obligaciones maritales.
Así entonces, Dalila, cotizada muchacha de Trinidad, quedó abandonada y con una hija sin padre.
Es cuando aparece por el pedazo, el borjano, don Rigoberto Mustafá, con un hijo -sin madre-, de unos cinco años, llamado igual que él y se apega a Dalila, un tanto por esos motivos, pero más por abrir los ojos a tiempo y darse cuenta de la riqueza que había en esas pampas y praderas, de bosques de palmeras y lagos que hay en la provincia.
No fue más, Dalila creyó que su vida se compondría, la relación duró muy poco, unos siete años, pero los espacios entre esos años, valía por unos tres, pues el saldo, el hombre paraba redoblando la fortuna ganadera, pues habían firmado con la señorita Genoveva Montesclaros, un acuerdo para manejo de la reproducción vacuna y caballar, al partido.
De esas tantas vacas y tan fecundas, saldría una ganadería sin igual, pues habían juntado razas muy adaptables a los pastizales naturales, tan extensos y fértiles.
Entonces la señorita Genoveva, puso coto a los supuestos abusos de confianza, que don Rigoberto Mustafá padre, había hecho, evadiendo declaraciones de cantidades estimables, que él solamente manejaba, apoyado por notarios o tinterillos bien pagados para el efecto.
Esa fricción acabó por dejar nuevamente a Dalila Montesclaros abandonada.
La guapa señorita Genoveva no era hueso de roer. Ningún perro se aproximaba de ella con malas intenciones. Digo de los perros de verdad, pues sin precisarlo, andaba con un bastón de su padre, fino objeto, que en el puño ostentaba un brillante, y tenía en la punta, donde topaba al suelo, una especie de clavija, brutal para un golpe en las canillas o donde se quiera que diera el impacto, arrancaba carne y hería hasta el hueso. Genoveva, apenas con treinta años ya lo llevaba donde iba. Si era a misa, a cualquiera de las horas, no lo olvidaba, pues según ella, no faltaría un borrachín que al retorno de las misas nocturnas, podía querer faltarle el respeto. Era, ya dijimos, muy guapa, blanca, de piel de seda, cuerpo espléndido, aunque tapado por completo: vestía de negro desde la muerte de sus padres y los velos italianos y españoles le quedaban muy bien. Parecía una dama de aquellas del viejo mundo.
— Que nadie se atreva a ponerme la mano... – remarcaba – No soy mujer para ningún hombre. Si no los tuve hasta los veinte años, no lo tendré jamás, no es porque no me miren, no me gusten o no les guste yo. Es porque, no voy a compartir lo que dejó mi padre.
...***...
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