Dicen que todos tenemos un alma gemela. Yo solía pensar que era una tontería romántica inventada por personas que veían demasiadas películas. Pero la vida, en su forma más cruel y a veces curiosa, tiene maneras muy particulares de cambiarte la perspectiva.
Solo basta un instante. Una distracción. Una mirada. Y todo lo que conoces da un giro.
Así fue como lo conocí.
¿Me arrepiento?
No sabría decirlo aún.
—Por fin libertad. Otro minuto ahí dentro y me iba a aventar por la ventana —dice Amy, mi mejor amiga, apenas salgo del salón.
—Estamos en el segundo piso —le recuerdo sin mirarla, mientras acomodo la mochila en mi hombro.
—Perfecto. Menos riesgo de muerte, más posibilidad de fracturas. Igual suena tentador —responde encogiéndose de hombros. Amy tiene esa habilidad de sonar sarcástica hasta cuando habla de autolesiones como si fueran parte del plan del día.
Caminamos por el pasillo abarrotado. Ella va quejándose del calor, del uniforme, del sistema escolar, de todo en general. Yo solo asiento de vez en cuando, más enfocada en no pisar a nadie.
Hasta que su voz se corta.
—Wow…
—¿Qué? —le pregunto, siguiéndole la mirada.
Un chico. Alto, con la mochila colgada al hombro, expresión tranquila y una camisa medio desabotonada. Parece no estar apurado, como si supiera que todos los ojos ya estaban sobre él. Su manera de caminar grita seguridad, pero no la clase arrogante. Más como… “esto ya lo viví”.
Amy lo observa como si acabara de ver un eclipse solar.
—¿Lo conoces? —pregunto sin mucho interés.
—¿Importa? —responde bajito—. Parece salido de una campaña de ropa cara.
—Si fuera un comercial, ya estaría diciendo alguna frase cursi para venderme perfume —murmuro—. Paso.
—Cinco minutos, Annie. Dame cinco y le saco un número. O un desayuno.
—Por favor.
Justo cuando va a responder, él se detiene. Nos mira. Y se acerca.
Amy se arregla el cabello sin pensarlo. Yo cruzo los brazos.
—Hola —dice con voz clara, tranquila—. ¿Saben si hay algún lugar donde pueda conseguir mi horario? Es mi primer día. Estoy algo perdido.
Bien. Por lo menos no es el tipo de “hola, guapas”. Ya es un avance.
—La oficina está al fondo del pasillo, pasando la biblioteca —respondo yo antes de que Amy se ofrezca como guía turística con itinerario y cena incluida.
—Gracias —dice. Su sonrisa es amable. No coqueta. Y eso, por alguna razón, me deja sin saber si confiar o no.
—Soy Adam —añade, solo por cortesía.
—Amy —responde ella, con una sonrisa dulce, como si de repente fuera tímida.
—Anne —digo seca. La educación por encima del fastidio.
Él asiente, como si ya tuviera todo lo que necesitaba.
—Nos vemos entonces —dice, y sigue caminando.
Amy espera a que esté lo suficientemente lejos para volverse hacia mí.
—¿Viste eso? Dijo nuestros nombres. NUESTROS. NOMBRES. Quiero decir… ya estamos casados, básicamente.
—Fue amable. No es un crimen.
—Amable y con la voz de un locutor nocturno. Annie, necesito que no arruines esto con tu actitud de “no me hablen, no respiro”.
—Tranquila. No me interesa. Ni un poquito —respondo mientras nos vamos, pero no puedo evitar volver la vista una última vez.
Solo para asegurarme de que ya se fue.
Claro.
El camino a casa fue tranquilo. El tipo de tranquilidad que a veces precede al caos.
Al llegar, me sorprendió ver todo en orden. Incluso a mi madre. Arreglada. Sentada en el sillón.
Eso ya era raro.
Desde que papá nos dejó, mamá se había convertido en una sombra de lo que era. Entre botellas, pañuelos y películas cursis, parecía vivir en pausa. En un loop eterno de autocompasión.
—¿Mamá?
—Aquí, cariño —respondió desde su sitio, dejando la revisa que leía a un lado.
Fui hacia allá y la encontré con maquillaje, un vestido bonito y una expresión que no veía desde hacía años. Esperanza.
Algo dentro de mí se encogió.
—¿Estás bien? Te ves… hermosa. Pero, ¿por qué tan arreglada?
—Solo quería verme bien. ¿Adivina quién nos visita hoy?
Y así, todo rastro de calma desapareció.
—No me digas que el imbécil de Joey…
—¡Annie! No le digas así. Es tu padre. Y sí, viene hoy. No me dijo por qué. Quizá… quiera reconsiderar el divorcio.
Dios… no otra vez.
—Como sea. Me voy a bañar —dije secamente.
No podía evitarlo. Joey era un cáncer en nuestras vidas. Cada visita suya era una recaída para mamá. Y para mí, un recordatorio de todo lo que nos había hecho.
Todo lo que me había hecho.
Mientras el agua caía sobre mí en la ducha, repetí las palabras que mi madre dice después de verse una película con final feliz:
”¿Por qué no puedo tener lo mismo?”
El sonido del timbre me sacó de mis pensamientos como una alarma inoportuna. Me puse una sudadera sobre la ropa cómoda que uso para estar en casa, pero no por cortesía, sino por reflejo. Como si el simple hecho de cubrirme fuera una forma de protegerme de lo que estaba por entrar por esa puerta.
Mi madre, en cambio, corrió hacia la sala como si fuera una adolescente recibiendo a su primer amor.
—¡Debe ser él! —exclamó. La emoción en su voz me revolvió el estómago.
No le dije nada. Ya no vale la pena discutir con alguien que elige ignorar la realidad.
Me asomé al pasillo desde la escalera y ahí estaba él. Joey.
Con ese traje barato de vendedor exitoso y la misma sonrisa de siempre: una que decía “no te fíes, pero haz como que sí”. Tenía esa presencia imponente, no porque fuera grande, sino porque sabía exactamente cómo llenar un espacio sin que nadie se lo pidiera.
—Hola, chicas —saludó, como si no hubiera abandonado esta casa sin mirar atrás hace años.
—Hola, Joey —dijo mamá, bajando la voz como si fuera algo delicado. Como si él pudiera quebrarse con una palabra mal dicha. O peor aún, que la pudiera quebrar a ella.
Yo no dije nada.
Joey me echó una mirada rápida, la misma condescendiente de siempre. Esa que usaba cuando no sabía si pegar o disculparse.
—Anne. Qué grande estás. Casi ni te reconozco.
—Me pasa seguido. No soy muy memorable —respondí, apoyada en el marco de la puerta.
No le gustó. Lo vi en sus ojos. Pero se contuvo.
—¿Nos sentamos? —preguntó él, como si esto fuera una visita casual y no un campo minado emocional.
Mamá lo invitó a pasar. Sirvió café. Se sentaron en la sala como si fueran una pareja que aún compartía algo más que un apellido en unos papeles de divorcio olvidados.
Yo me quedé de pie.
—Entonces… ¿qué te trae por aquí? —pregunté, cruzando los brazos.
Joey suspiró como si el aire le costara dinero.
—Solo quería hablar. Arreglar las cosas. Quizá empezar de nuevo.
Mamá lo miró como si le acabaran de prometer el cielo.
Yo solo pensé en todo lo que nunca había arreglado. En las veces que la dejó llorando, vacía, con el rostro hinchado y los brazos temblorosos. En las veces que yo misma me escondí con el corazón latiendo como si fuera a explotar.
—¿Arreglar qué exactamente? —pregunté con frialdad—. ¿El abandono? ¿Las llamadas que nunca hiciste? ¿Las facturas que no pagaste? ¿O solo vienes porque te aburriste de tu nueva vida?
Él me miró. Esa mirada. Esa que tenía justo antes de gritar. Antes de golpear algo. A veces una pared. A veces algo más blando.
—No me hables así, mocosa. Sigues siendo una niña.
—Y tú sigues siendo un cobarde —disparé sin pensarlo.
El silencio fue brutal.
Mamá se tensó. Puso la mano sobre el brazo de Joey. Mal movimiento.
Él se levantó de golpe, como si mis palabras hubieran activado un resorte. Su voz subió de volumen, pero no gritó. Aún no.
—¡Estoy tratando de hacer las cosas bien! ¡Y tú vienes con esa actitud de mierda!
Dio un paso hacia mí. Instintivamente retrocedí. No porque creyera que me iba a pegar, no como antes… sino porque sé reconocer una amenaza cuando la tengo enfrente.
—Joey —dijo mamá, apenas un susurro—. Por favor, no aquí.
—¡No me mires así! ¡No me pongas como el malo!
—Tú te pusiste solo —dije. Lo tenía enfrente. Más alto. Más fuerte. Pero yo ya no tenía doce años. Ya no me iba a quedar callada.
Joey me miró como si quisiera decir algo más. Algo que doliera. Pero no lo hizo. Su mirada pasó de furia a frustración, y luego a algo que nunca le había visto: vergüenza.
—Esto fue un error —dijo, dirigiéndose a la puerta—. No tenía que venir.
—En eso estamos de acuerdo —murmuré.
Cerró la puerta de un portazo.
Silencio.
Mamá no lloró. Solo se dejó caer en el sillón y se quedó ahí, con la mirada perdida. No dije nada. Me acerqué, me senté junto a ella, y le tomé la mano.
—Lo siento —susurré.
—No fue tu culpa —dijo, pero su voz sonaba hueca. Como si estuviera en otra parte.
—No puedes seguir esperándolo, mamá. No va a cambiar. Nunca lo ha hecho.
Ella no respondió.
Esa noche, no cenamos. No hablamos. No hubo música ni películas. Solo la casa entera en pausa. Y yo, con la misma pregunta resonando en mi cabeza:
¿Cuántas veces más tenemos que rompernos para darnos cuenta de que no se puede reparar lo que nunca estuvo completo?
Dormí mal.
Si a cerrar los ojos y revivir lo que pasó anoche se le puede llamar dormir.
Me desperté con esa pesadez en el pecho que no se va ni con café ni con música. Esa sensación de que algo se rompió… otra vez.
Me vestí sin pensar, sin planear el día. Solo por costumbre. Mi madre no salió de su cuarto. No la culpaba. Yo tampoco tenía muchas ganas de fingir normalidad.
Aún así fui a clases.
No por entusiasmo. Por rutina. Por necesidad. Por evitar quedarme en esa casa donde todo estaba impregnado de él.
Amy me esperaba afuera del salón, con su termo rosa, su suéter colgado en la mochila y su actitud de siempre. Pero al verme, algo cambió en su rostro. Bajó un poco el tono.
—¿Todo bien?
—Sí —mentí, porque es lo que hago.
—Mientes horrible —dijo, dándole un sorbo a su café—. Pero no te voy a presionar… aún.
—Gracias —respondí sin mirarla. Me senté en mi lugar.
—Hoy nos tocó con Historia —dijo con una mueca—. El profe que huele a cigarro y decepción.
—¿Ese no es el de Literatura?
—No, ese es el que huele a divorcio.
Me reí, flojito, pero real. Amy sabía exactamente cómo romper el hielo sin ser invasiva. Por eso era mi amiga.
Más tarde, saliendo de clase, el sol me golpeó de frente. Cerré los ojos un momento, deseando poder fundirme con el aire, desaparecer entre el murmullo del recreo.
Y fue entonces que lo vi.
Adam estaba recargado contra una de las columnas del patio techado, con un libro en mano. No fingía leerlo. Lo estaba leyendo de verdad. Lento, concentrado. Como si el caos del resto del colegio no lo rozara.
Cuando levantó la mirada, me vio. No sonrió. Solo asintió, como si ya me hubiera estado esperando.
Y entonces lo recordé.
Ayer, justo cuando Amy y yo nos íbamos, él apareció nuevamente en el pasillo. Nos cruzamos de frente y, por reflejo más que por voluntad, le solté:
—Si necesitas ayuda para ubicarte en el colegio… supongo que puedo ayudarte mañana.
No lo dije con intención. Ni siquiera estaba de humor. Solo fue una frase rápida, casi automática. Pero él la tomó en serio.
Y ahora estaba ahí, como si no se le hubiera olvidado ni una palabra.
—¿Buscas a alguien? —pregunté sin rodeos.
—A ti —respondió. Simple. Sin adornos.
Lo miré de lado.
—¿Por qué?
—Porque dijiste que me ibas a enseñar el lugar, ¿recuerdas?
La verdad, buscaba fingir Alzheimer
—Podría decir que estaba siendo amable —dije.
—Podrías. Pero no lo hiciste —replicó.
Suspiré.
—Vale. Ven.
Le mostré los pasillos principales, la biblioteca, las canchas, la cafetería que todos evitaban si podían.
No hablamos mucho. Él hacía preguntas puntuales. Yo respondía. A veces se quedaba en silencio unos segundos antes de comentar algo. Tenía una forma rara de observar todo. Como si memorizara cada detalle. Como si necesitara saber por dónde escapar si algo salía mal.
—¿Siempre eres así? —preguntó de pronto, mientras caminábamos por el corredor del segundo piso.
—¿Así cómo?
—Callada. Observadora. Defensiva.
—¿Y tú siempre eres tan directo?
—Solo cuando alguien me interesa.
Me detuve.
—¿Eso fue un intento de coqueteo?
—No. Fue una advertencia —dijo, con seriedad. Y luego, como si se arrepintiera un poco de esa frase, añadió—: No quise incomodarte.
—No lo hiciste —mentí.
Pero sí lo hizo. No por lo que dijo. Sino por cómo lo dijo. Había algo en su tono, en sus ojos. Algo que no cuadraba con un chico que acaba de llegar. Parecía… demasiado entrenado para mantenerse al margen.
Como alguien que sabe que acercarse a las personas tiene consecuencias.
—¿De dónde vienes? —pregunté. No sabía por qué lo hice.
Tardó un segundo en responder.
—De muchos lugares.
Buena respuesta. Demasiado buena. Me dijo todo y nada al mismo tiempo.
Volvimos al edificio principal sin mucha más charla. Amy apareció de la nada, como si tuviera radar para estos momentos.
—¡Qué honor que me inviten al tour! —dijo, cruzando los brazos—. ¿Ya te mostró el pasillo de los lockers de la muerte?
—Lo iba a dejar para lo último —respondí. Adam sonrió por primera vez en toda la conversación.
—Qué generosa —dijo, y luego nos miró a ambas—. Gracias por el recorrido. Supongo que nos veremos por ahí.
Y se fue.
Amy lo siguió con la mirada como si quisiera lanzarle un hechizo para que se quedara.
—Ese chico tiene una energía rara, ¿no?
—Sí —dije.
—¿Te gusta?
—No lo conozco.
—Eso no responde nada —dijo, divertida.
Pero yo no tenía una respuesta. Solo sabía que había algo en Adam Dornan que no terminaba de encajar.
Y, por alguna razón, eso me hacía querer mirarlo más de cerca.
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