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El Regreso De Un Ex-esposo

¡Te odio! ¡Odio a papá!

Saliendo del cuarto de Santo, su hijo de cinco años, Lia cerró la puerta silenciosamente y se apoyó contra ella, sintiéndose desanimada y tensa. El chico finalmente se había dormido, después de mucho llorar. Las lágrimas y los ataques de rabia se hacían cada vez más intensos, y esa era una situación que no podía continuar.

Lia había pensado que el niño estaba sólo atravesando una fase, y que todo aquello acabaría con el tiempo, pero era evidente que se había engañado. En vez de desaparecer, el problema estaba agravándose. Ella necesitaba tomar alguna medida, aunque esa idea la llenaba de ansiedad. Y, si decidiera realmente hacer alguna cosa, tendría que comenzar a actuar inmediatamente.

Había quedado acordado que Luisa, su suegra, saldría pronto de Nápoles, a la mañana siguiente, en un vuelo, para ir a buscar a Santo. El niño, sin embargo, se rehusaba a ir con su abuela a Nápoles, y Lia debía avisarle, para evitar que ella hiciera un viaje inútil.

Alejándose de la puerta del cuarto de su hijo, ella rezó una plegaría, pensando en el momento delicado que tendría que enfrentar, explicándole la situación a su suegra.

Lo más lógico sería llamar a Luisa y decirle, sin rodeos, que su nieto no quería ir con ella a Nápoles al día siguiente, pero eso heriría sus sentimientos, sin hablar de que provocaría una reacción hostil. Lia no quería ser llamada de injusta y atrevida, algo que ya había sucedido antes.

Entrando en la sala de estar, se miró en el espejo por encima de la mesita del teléfono. Se encontró horrible. Estaba decaída, con ojeras, los ojos sin brillo. Eso, sin embargo, no la sorprendió. Las batallas que había trabado con Santo aquella semana se habían hecho peores cada día. El rostro cansado reflejaba el tumulto emocional y las noches en que ella no conseguía dormir, pensando en el problema causado por el comportamiento del niño.

Al seguir mirándose en el espejo, se encontró agotada. Si no fuera por el color cobre de sus cabellos, parecería un fantasma, de lo pálida que estaba. Un fantasma de un metro y setenta sería aún más preocupante, pensó con una sonrisa melancólica. Era alta, sí, pero esbelta. Tal vez demasiado esbelta para el común de la gente, como por ejemplo, para Vito.

Ah, los gustos de Vito...

Su sonrisa desapareció tan rápida como había surgido, borrada por el recuerdo de la única persona que conseguía convertirle las risas en lágrimas sin esfuerzo alguno.

Vittorio Adriano Lúcio Martino, para ser más exacta. Hombre rico. Hombre poderoso. La principal causa de los problemas de su hijo.

Lia lo había amado, pero en ese momento lo odiaba. Pues así era Vito, hombre de violentos contrastes. Deslumbrante en su apariencia. Arrogante al extremo. Notable y extravagante en el arte de amar. Mortalmente peligroso para quién lo amara.

Ella se estremeció y apretó los brazos en torno al cuerpo mientras se alejaba del espejo para evitar mirarse hasta quedar demasiado afligida, como sucedía siempre que se dejaba absorber por el recuerdo de Vito.

Ella no sólo lo odiaba, como se odiaba a sí misma por pensar en él. Él era el fantasma de su pasado, conectado al presente por los hilos invisibles que unía el corazón de ella al de él, pasando a través del corazón de su hijo.

En verdad, la única cualidad de Vito, consideró Lia, era su desmesurado amor por su hijo de cinco años.

A aquellas alturas, incluso esa frágil conexión parecía amenazada, a pesar de que Vito no lo supiera aún.

- ¡Te odio! ¡Odio a papá! ¡No quiero quererlos más!

Ella frunció dolorosamente el ceño, sintiendo el eco de aquel grito enfadado como si hubiese sido una apuñalada en el pecho.

Santo había hablado en serio, su palabras cargadas de sentimiento. Demasiado emoción para un niño confuso y vulnerable.

En una pequeña mesa al lado del sofá, el teléfono parecía un objeto inocente, inofensivo, cuando la verdad era como una bomba a punto de explotar. Bastaría que ella lo quitara del gancho.

Ella nunca llamaba a Nápoles. No hacía eso desde que había partido, hacia tres años. Cualquier comunicación era hecha a través de abogados, o por cartas enviadas o recibidas por Luisa, la abuela de Santo. De ahí que aquella llamada fuera tan especial, y ciertamente causaría el mayor tumulto en la casa de los Martino. ¡Y eso antes de que ella aclarara el motivo de la llamada!

Lia caminó renuente hacía el sofá. Apretando los dientes, respiró profundamente y descolgó el auricular.

Después de teclear los números, cerró los ojos y rezó para que nadie atendiera.

«Que cobardía la mía», pensó.

Al mismo tiempo, consideró que con Vito siempre era mejor ser cobarde. A ella le gustaría que Luisa atendiera. Al menos con ella, Lia podría relajar un poco la tensión e intentar parecer normal, antes de darle las malas noticias.

- ¿Sí?

Una voz grave y seductora le penetró al oído.

- ¿Sí?

Ua voz grave y seductora le penetró al oído.

¡Vito! Lia dio un salto, abriendo los ojos que, de verdes pasaban a grises, en momentos de tensión.

Diablos, ella se maldijo a si misma.

Era el mismo Vito. Una súbita onda de calor recorrió su cuerpo. La garganta parecía cerrada. Intentó hablar y no lo consiguió. Cerrando nuevamente los ojos, ella pudo verlo tan claramente como si él estuviera enfrente: alto, cabellos negros, piel morena y cuerpo esbelto, siempre en la característica postura de firmeza y arrogancia.

Él estaría usando un terno oscuro, ella lo sabía, pues los domingos la familia Martino siempre se vestía formalmente para la cena. Era domingo, y en Nápoles la hora de la cena estaba próxima. El terno sería negro, concluyó, la camisa blanca, y la corbata de moño, negra.

Lia podía aún visualizar los ojos color miel con aquellas largas y espesas pestañas que parecían capaces de hipnotizar. Nadie podía pensar en otra cosa en cuanto a aquella mirada, por lo tanto el pensamiento de Lia pasó a la boca perfecta. Labios sensuales, boca de amante nato: bonita, seductora y perturbadoramente expresiva, que podía bromear, ofender o besar como ninguna otra. Y mentir, y proferir palabras de odio.

- ¿Quién habla\, por favor?

Preguntó él en italiano.

- Hola\, Vito.

Murmuró roncamente.

- Soy yo\, Lia...

La bomba fue detonada, en la forma de un silencio terrible, de aquellos que dejan los nervios destrozados. Con la boca seca, las piernas temblorosas y el corazón a saltos, ella intentó hablar nuevamente.

Pero Vito fue más rápido.

- ¿Qué pasó con mi hijo?

Él quiso saber, intercambiando el italiano por un inglés cargado.

- Está todo bien.

Consiguió hablar.

- Santo no está enfermo.

Hubo un momento tenso, mientras Vito absorbía la información.

- Entonces\, ¿qué te hizo telefonear para acá?

Preguntó fríamente.

Con una mueca, Lia reconoció el derecho de él a aquella pregunta, y hizo un esfuerzo para no replicar.

El fin de su matrimonio no fue agradable, y la hostilidad entre ellos había resistido a los tres años de separación.

Tres años atrás, Vito se había quedado tan furioso con la partida de ella, llevándose a Santo, que había hecho toda suerte de amenazas ruidosas.

Ella había respondido con una acción judicial que prohibía a Vito entrar en contacto con ella, a no ser a través de una tercera persona. Nunca había creído que Vito la perdonaría por haberlo hecho pasar por la humillación de jurar, ante un juez, que nunca la buscaría personalmente ni intentaría sacar a Santo del país, sólo para conseguir el permiso para estar con su propio hijo.

¡Tú ya estás fuera de mi vida!

Ellos no habían intercambiado una palabra desde entonces.

Vito había tenido que esperar un año para conseguir legalmente el derecho de llevar al niño a Italia. Antes de eso, había tenido que ir a Inglaterra para ver a su hijo. Y hasta el presente momento, Santo había sido llevado y traído de vuelta por su abuela, para que sus padres no se encontraran.

En verdad, el único punto amigable mantenido por Lia y Vito había sido reconocer que Santo tenía el derecho de amarlos igualmente, sin sentirse presionado o influido por las desavenencias entre sus padres. Eso fue siempre enfatizado por una enérgica abuela, que fue alzada a la posición de juez muchas veces, cuando la hostilidad entre ellos estaba en auge.

Lia se había acostumbrado a oír tranquilamente, cuando Santo discurría apasionadamente sobre las virtudes de su adorado papá, e imaginaba que Vito se había habituado a hacer lo mismo con relación a ella.

Eso, sin embargo no significaba que la enemistad entre ellos hubiera disminuido. Era sólo un disfraz, por el bien de Santo.

- En verdad\, yo quería hablar con Luisa.

Explicó lo más fría y rápidamente que pudo.

- Si pudieras llamarla\, te lo agradecería.

- Y yo insisto en saber.

Replicó él, incisivo.

- ¿Qué es tan importante\, para que tú te arriesgaras a llamar para acá?

Lia percibió que él no dejaría a Luisa interferir.

- Prefiero hablar con tu madre.

Insistió ella, obstinada.

- Está bien.

Respondió tranquilamente.

- Cuando vaya a buscar a Santo por la mañana.

- ¡No\, Vito\, espera!

Gritó, poniéndose de pie, con un salto.

Descubrió, con pánico, que Vito iba a colgar. Súbitamente se puso a temblar, mientras pensaba en qué hacer. Un silencio estático zumbaba en su oído. La línea no fue desconectada. Lia sintió que Vito no diría una palabra mientras ella no justificara su insistencia.

- Estoy teniendo problemas con Santo.

Finalmente habló.

- ¿Qué clase de problemas?

- Prefiero discutir eso con Luisa.

Respondió.

- Es que quiero la opinión de ella sobre qué hacer\, antes que llegue aquí mañana.

Tartamudeó.

Le gustaría tener el coraje para impedirle a Luisa ir a su casa al día siguiente, pero no intentó desafiar a Vito. Experiencias pasadas le habían mostrado cuan desagradable podía ser él.

- Por favor\, espera en la línea.

Dijo Vito fríamente.

- Mientras transfiero la conexión a otro aparato.

¿Será que él obedecería su pedido así tan fácilmente?, Lia se preguntó sorprendida. Se controló, sin embargo, y murmuró.

- Gracias.

Librándose un poco de la tensión, ella se dejó caer nuevamente en el sofá. Se felicitó íntimamente. Las primeras palabras que habían intercambiado después de años no habían sido tan hostiles, finalmente.

Al menos no habían intentado destruirse mutuamente.

En ese momento, ella se concentró en lo que le diría a Luisa. La verdad parecía el camino más lógico, pero la verdad siempre fue un asunto delicado entre ellas. Entonces, ¿qué decirle? ¿Debería echarle nuevamente la culpa a supuestos problemas de Santo en la escuela? ¿O en la vida doble que él era obligado a llevar, con padres viviendo en países diferentes?

De hecho, había dos estilos de vida para Santo. El primero básicamente normal. La calle limpia y bonita de un suburbio de Londres, con sus hileras de casas de familia de clase media, perfectamente normales. A miles de kilómetros de allí, en otro país, la vida era totalmente distinta de la llevada por la mayoría de las familias. Cualquier persona se quedaría confusa. ¡Qué decir de un pequeño niño! En vez de vivir en un suburbio, en Nápoles, Vito vivía en el campo. Su casa era un palacio, comparada con la de ella, su patrón de vida lujoso provocaría asombro en la mayoría de las personas.

Cuando Santo visitaba Nápoles, su papá dejaba de lado el trabajo de director de una importante compañía internacional para dedicarse exclusivamente a él. Además de eso, su amada abuela estaba siempre lista a prodigarle la misma cantidad de atención y amor.

Lia no tenía familia y trabajaba todo el día, estuviera Santo o no en Londres. Él había tenido que aceptar que una niñera lo retirara en la escuela y se quedara con él en su casa hasta que Lia pudiera ir a buscarlo.

Pero nada de eso era la verdadera causa de la rebeldía del niño. Santo aún no tenía edad suficiente para entender lo que en verdad lo irritaba. Sólo después de incontables crisis de llanto del niño, y mucha paciencia de parte de ella, Lia había comenzado a comprender los ataques de rabia de su hijo.

Aquella noche, finalmente la verdad había aparecido. Un nombre que ella temía, a punto de sentir escalofríos en la espina, había salido súbitamente de los labios de su hijo. Pero no fue simplemente el nombre que había dejado a Lia sacudida, sino el dolor y la angustia que Santo había demostrado al pronunciarlo.

Ella conocía aquellos sentimientos por experiencia propia, sabía como ellos podían destruir la auto confianza de alguien. Sabía que, si Santo había dicho la verdad, él tenía toda la razón de no querer saber nada más de su familia italiana. ¿Ella no había tenido la misma reacción?

- Pronto. Habla.

La voz de Vito ordenó.

Lia pestañeó, intentando volver a la realidad.

- ¿Dónde está Luisa?

Ella quiso saber, comenzando a impacientarse.

- No me acuerdo de haberte dicho que iba a llamarla.

Replicó Vito.

- Santo es mi hijo\, déjame acordarte. Si estás teniendo problemas con mi hijo\, entonces habla sobre eso conmigo.

- Él es nuestro hijo.

Corrigió Lia, mientras intentaba encontrar una salida.

Ya era bastante complicado tocar en el asunto con Luisa. Ella no podía concebir la idea de hablar sobre aquello con Vito.

- Entonces\, finalmente\, reconoces eso.

La observación realmente la alcanzó de lleno, y ella cerró los labios intentando no contestar. Esfuerzo inútil. Las palabras brotaron sin que ella pudiera controlarse.

- Intenta algo de sarcasmo\, Vito.

Habló.

- Tal vez ayude.

Ella lo oyó suspirar y después el sonido familiar del cuero del sofá cediendo bajo el peso de él. Instantáneamente, supo en que cuarto se encontraba.

La antigua oficina de su padre, que había pasado a pertenecerle después que Lúcio Martino había muerto, cuando Santo tenía sólo un año y medio.

Pudo visualizar la oficina tan bien como visualizara a Vito momentos antes. Vio su tamaño, su forma y su elegante decoración antigua. Las paredes de color neutro, el suelo encerado, las piezas seleccionadas de muebles renacentistas, inclusive el escritorio de Vito.

- ¿Aún estás en la línea?

- Sí.

Respondió distraída.

- Entonces\, ¿quieres hacer el favor de decirme que problemas son esos que Santo está teniendo\, antes de que yo pierda la paciencia?

- Problemas en la escuela.

Resolvió decir.

- Comenzó hace semanas\, inmediatamente después que tú lo visitaste aquí.

- Parece que para ti la culpa es mía.

- Yo no dije eso.

Negó.

- Sólo estoy intentando explicar lo que está sucediendo.

- Entonces\, te pido disculpas.

Él habló.

Mentiroso, pensó ella.

- Él está siendo grosero en la clase.

Ella se forzó a proseguir.

- Enfadado e insolente. Después de un ataque de rabia\, la profesora amenazó con llamar a los padres a la escuela para hablar de su comportamiento. Él respondió que el padre vive en Italia\, que no vendría porque es rico y demasiado importante para incomodarse con esos detalles.

Lia oyó el suspiro desanimado de Vito y supo que él había comprendido la importancia del asunto.

- ¿Por qué él diría una cosa de esas\, Vito?

Preguntó secamente.

- A menos que alguien le haya hecho creer que eso es verdad\, que alguien le haya dicho eso para que él pudiera repetirlo.

- ¡Y tú crees que fui yo!

Exclamó, haciendo a Lia perder la paciencia.

- No sé quien fue.

Ella casi gritó,

- ¡Pues él no lo dice! Pero puedo adivinar. Él se rehúsa a ir a Nápoles con Luisa mañana. Dice que\, ya que a ti no te importa él\, ¿por qué darse al trabajo?

- Entonces llamaste acá para que mi madre no vaya a buscarlo mañana.

Él conjeturó.

- Qué mejor manera de lidiar con el problema\, Lia. En conclusión\, Santo sólo está diciendo lo que tú siempre deseaste\, durante todos esos años. ¡Así\, yo quedo fuera de tu vida!

- ¡Tú ya estás fuera de mi vida!

Exclamó.

- Nuestro divorcio saldrá al final de mes.

- ¡Un divorcio que tú provocaste!

- Él acordó.

- ¿Ya se te ocurrió que ese pequeño detalle pueda ser la causa del comportamiento extraño de Santo? O tal vez haya alguna cosa más. En ese caso\, yo sólo necesitaría ir hasta la otra punta de esta línea telefónica para descubrir quien está envenenando la mente de mi hijo contra mí.

- ¿Estás pretendiendo decir que yo le digo a nuestro hijo que\, para ti\, él es una molestia?

Replicó con esfuerzo.

Ni por encima de mi cadáver

Se sintió tan ofendida con la sospecha, que se levanto de nuevo, continuando.

- Si es eso lo que piensas\, razona mejor\, Vito. No soy yo quién está planeando casarme otra vez\, tan pronto salga el divorcio. ¡Ni soy yo quién está perjudicando a nuestro hijo\, imponiéndole una típica madrastra infernal!

Ella querría no haber dicho aquello. Pero lo había dicho, y ahora estaba agitada como nunca. Respiraba torpemente, apretando los dientes con furia.

- ¿Quién fue el idiota que dijo eso?

Gritó él.

Lia podía imaginarlo nuevamente en pie, casi hirviendo de rabia.

«Y de ahí que», ella pensó, «que yo y Vito no podemos encontrarnos. Nuestras discusiones siempre acaban cogiendo fuego».

- ¿Es verdad?

Ella preguntó.

- No es de tu incumbencia.

Él silbó.

- Puedes apostar que será de mi incumbencia\, sí\, Vito.

Amenazó, furiosa.

- Voy a suspender nuestro divorcio\, si descubro que pretendes dar a Mariella cualquier poder sobre Santo.

- Tú no tienes autoridad sobre mis actos.

Rebatió.

- ¿No? ¡Entonces\, espera a ver!

Ella lo desafió, desconectando el teléfono.

Le llevó diez minutos volver a tomar el teléfono. Diez largos minutos, durante los cuales Lia intentó calmarse, andando de un lado a otro, pensando en cómo y por qué había dejado que la situación se deteriorara hasta aquel punto. ¡Ella no había tenido la intención de decir ni la mitad de lo que había dicho!

Pensó en llamar otra vez, pero, ¿para decirle qué? ¿Para comenzar todo de nuevo, y después intentar controlar su temperamento? Sabía que no iba a funcionar.

Ambos eran obstinados, arrebatados y apasionados al defender sus ideas y principios.

Se habían conocido en una fiesta. Habían ido con otros asistentes, pero habían salido juntos de la fiesta. Fue un caso de amor a primera vista, literalmente.

También se habían hecho amantes la primera noche. Un mes después, ella estaba embarazada. Al siguiente, estaban casados. En tres años, se habían hecho enemigos mortales. Todo fue muy salvaje, confuso y traumático, del inicio apasionado, al final violento. La última pelea había ocurrido pocos días después de una tentativa desesperada de salvar lo que sabían que estaban perdiendo.

Aunque el acto de amor fuera perfecto, el resto era un desastre. Habían comenzado a pelear en el instante en que sus cuerpos se habían separado. Él había salido indignado, como siempre, y al día siguiente ella había entrado en trabajo de parto prematuro, perdiendo así a su segundo hijo, mientras Vito se consolaba en los brazos de su amante.

Lia nunca, jamás lo perdonaría. Nunca había olvidado la humillación de tener que rogarle a la amante de Vito que lo mandara a casa, pues ella lo necesitaba. Pero él había llegado demasiado tarde. Ella ya había sido llevada a el hospital y había perdido el bebé. Encontrarlo sobre su cama, intentando disculparse, aún con el perfume de la otra, fue para Lia la humillación final.

Ella había dejado Italia con Santo, inmediatamente después que se había recuperado físicamente, y Vito nunca la había perdonado por haberse llevado a su hijo.

Después de eso, ambos se habían sentido traicionados, usados y abandonados. Si no fuera por la madre de Vito, Luisa, al hacer de juez cuando fue necesario, sólo Dios sabía lo que habría sucedido.

Gracias a Luisa, y al hecho de que no habían tenido contacto, ellos, habían conseguido mantener una relativa paz durante tres años. En aquel momento, Lia deseó poder evitar la guerra que parecía aproximarse, pero no sabía como.

Cuando el teléfono sonó, ella temió que fuera Vito, pues, no se sentía preparada para hablar con él de nuevo. Suspirando, atendió.

- ¿Lia?

Preguntó una voz conocida y ansiosa.

- Mi hijo insistió para que te llamara. ¿Qué está sucediendo\, por el amor de Dios?

¡Era Luisa! Lia se dejó caer en el sofá, aliviada.

- ¡Luísa\, que bueno! Pensé que era Vito.

Habló.

- Vito acaba de salir\, furioso.

La madre de él le informó.

- Después de maldecir y gritar\, él me mandó a que te llamara inmediatamente. ¿Está sucediendo alguna cosa con Santo?

- Sí y no.

Respondió Lia.

Después de un largo suspiro, ella le explicó a Luisa, usando las palabras que debería haber usado con Vito, lo que estaba sucediendo.

- No me admira que mi hijo estuviera tan asustado.

Murmuró Luisa.

- ¿Asustado?

Lia no podía imaginar al poderoso Vito con miedo de nada.

- Con miedo de perder a su hijo de nuevo.

Aclaró la madre de él.

- ¿Crees que mi hijo no se preocupa de Santo?

- No\, no.

Negó Lia, sorprendida con el tono de irritación en la voz de su suegra.

- Mi hijo hace todo para que la relación de él con Santo sea buena.

Continuó Luisa.

- En los cortos periodos que le son concedidos para verlo.

Durante aquellos tres años, Luisa siempre fue neutral. Era extraño para Lia, sentir que ella estaba tomando la defensa de Vito.

- ¿Está queriendo decir que soy yo la que amenazo la relación de los dos?

Preguntó Lia, mordaz.

- No.

Luisa se apresuró en negar.

- Claro que no. Sólo que me preocupo por mi hijo. Eso\, sin embargo\, no me impide ver que ustedes dos aman a Santo y que preferirían cortarse la propia lengua que lastimarlo.

- Bien\, Gracias.

Respondió Lia.

- No soy tu enemiga\, Lia.

- Pero\, si la guerra comenzara\, sé de que lado usted se quedará.

Declaró Lia.

Luisa no respondió, ni sería preciso.

- Entonces\, Lia\, ¿qué es lo que quieres hacer acerca de Santo? ¿Quieres que espere hasta que él se calme?

- ¡Ah\, no!

Lia pidió, sorprendida consigo misma por haber cambiado de idea.

- ¡Usted tiene que venir\, Luisa! Santo se quedaría muy triste\, si usted no viniera. Yo sólo quería prevenirla sobre la posibilidad de él no quisiera ir con usted a Nápoles. Entiende que no podré obligarlo\, si él no quisiera ir\, ¿no es así?

- También soy madre

Habló Luísa.

- Claro que entiendo. Entonces\, yo voy\, como acordamos\, y vamos a esperar que Santo cambie de idea.

Qué vana esperanza. Lia pensó, desconectando el teléfono.

Luisa estaba engañada. Pensaba que los problemas de Santo estaban relacionados a una temporal falta de confianza en su papá, cuando en realidad el razonamiento del niño era totalmente comprensible, y tenía una causa.

Esa causa es Mariella, Lia se dijo a sí misma.

Mariella, amiga de la familia desde siempre. Mariella, miembro de total confianza de la dirección de la Compañia Matino. Mariella, la amante de Vito hacia tantos años.

Ella era alta, morena, perfectamente italiana. Tenía gracia, elegancia y encanto. Poseía belleza e inteligencia, y usaba las dos cosas para su propio beneficio. Y, además de todo eso, era falsa y escogía con mucho cuidado a las personas a quien revelaba su verdadera personalidad.

El primer gran error de Mariella, en su batalla para quedarse con Vito, fue el de desenmascararse ante Santo. Ella había conseguido hacer que Lia huyera como una cobarde, pero no haría lo mismo con Santo.

«Ni por encima de mi cadáver», Lia juró, mientras se preparaba para dormir.

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