Natalia Carmona aguardaba en un recinto designado por el tribunal internacional para su protección. En pocos minutos sería llamada a declarar. Era la testigo clave en el caso contra el tirano que destruyó su país… y que, para su desgracia, era también su tío. Desde los catorce años había conspirado en secreto para llegar a este día, y ahora que estaba a punto de entrar en la sala del tribunal, la ansiedad la embargaba. Aunque la evidencia contra Carmelo Carmona era abrumadora, su testimonio era indispensable. Y no era fácil exponerse. Resultaba increíble para cualquiera imaginar lo que ella y su hermana menor, Verónica, vivieron desde que fueron forzadas a mudarse a la casa presidencial.
Verónica y Natalia Carmona fueron las espías de mayor valor para el movimiento de los Vigilantes —el grupo que enfrentó al régimen y conspiró para su caída— infiltradas nada menos que en la misma casa del dictador. Su motivación era simple: justicia por los horrores que les había hecho su propio tío.
Verónica testificó primero. Y sorprendió a todos. Siempre se había mostrado como una chica distraída, incluso superficial, pero esa fachada escondía una inteligencia meticulosa y una fortaleza emocional que dejó al tribunal en silencio. Su vida, después de ese testimonio, cambiaría para siempre. Al concluir, le permitieron intercambiar unas palabras con su hermana antes de que ella subiera al estrado.
—¿Estás bien, Natty? —preguntó Verónica, con dulzura.
—Estoy muy nerviosa, Vero —confesó Natalia, con las manos heladas.
—Ya no puede hacernos daño. Es tu momento, Natty. Tu oportunidad de contar la verdad y de que todo el mundo sepa lo que hizo.
Llamaron a Natalia. Abrazó a su hermana con fuerza y caminó hacia la sala donde la esperaban. Subió al estrado, se sentó y fijó la vista en dirección al acusado. Aunque era su tío, también era el hombre responsable de sus pesadillas. Sostenerle la mirada le resultaba insoportable: los recuerdos se agolpaban, cada uno más doloroso que el anterior. El sudor le perlaba las manos. La visión le temblaba. Y el pánico se adueñaba de su cuerpo. Aun esposado, ese hombre seguía generándole miedo.
Respiró hondo.
Su voz salió entrecortada al inicio. Natalia era valiente, sí, pero lo que iba a decir no era fácil. Las emociones la sofocaban. Durante un segundo pensó en levantarse, en huir. Sabía que, al hablar, el mundo la vería con otros ojos. Tal vez no estaba preparada. Tal vez no era tan fuerte como había creído.
Hasta que lo vio.
Un rostro entre los asistentes, que le sonreía con calidez. Él estaba allí, cumpliendo con su promesa: “No vas a estar sola”. Y en ese instante, supo que no lo estaba. Que si quería librarse, sanar y vivir de verdad… ese era el único camino.
Y entonces… habló.
—Diga su nombre, por favor —pidió el alguacil.
—Natalia Andreína Carmona Suárez —respondió ella, con la voz temblorosa.
—¿Jura ante este tribunal decir la verdad y nada más que la verdad?
—Lo juro —dijo Natalia, esta vez con firmeza.
Natalia era una testigo clave para la acusación en el juicio contra su tío, Carmelo Carmona. El fiscal, un hombre de unos cuarenta años con expresión severa, la observó con atención. Pero a pesar de ese rostro rígido, Natalia pudo leer algo en su mirada: creía en su testimonio.
—¿Qué tiene para decir ante este tribunal, señora Carmona? —preguntó él, con voz firme.
Tras una breve pausa, Natalia respiró profundo y comenzó a contar. Su voz cortó el silencio como una confesión largamente contenida. Narró su vida dentro de la casa presidencial, y la sala entera quedó atónita. Todavía no se reponían del relato ofrecido momentos antes por Verónica, pero lo que Natalia traía era aún más crudo. Porque lo vivieron juntas. Y lo sobrevivieron juntas.
Las hermanas Carmona habían sufrido terriblemente a manos de su tío y de sus primos, Roberto y Mireya. Solo uno, Rómulo Carmona Jr., fue un refugio. El único que se atrevió a protegerlas.
Natalia y Verónica fueron niñas queridas, criadas con amor por sus padres: Juan Carmona y Nathalie Suárez. En sus primeros años, vivieron rodeadas de cuidados, afecto y lujos. Pero esa dicha se quebró cuando Natalia tenía apenas doce años y Verónica, siete.
Una tragedia marcó el inicio del horror.
Juan Carmona era un político en pleno ascenso. Candidato a las próximas elecciones presidenciales por su partido, era admirado por muchos y temido por otros. Pero nada pudo evitar lo que ocurrió después, y que cambiaría el destino de sus hijas para siempre…
Nathalie Suárez fue una ex reina de belleza, hija de una poderosa familia de comerciantes. Reconocida no solo por su belleza, sino también por su generosidad, dedicó gran parte de su vida pública a causas benéficas. Usaba su imagen para recaudar fondos y apoyar a diversas instituciones.
Ella y Juan Carmona conformaban una pareja que despertaba admiración: carismáticos, atractivos y profundamente comprometidos con causas sociales. Si bien Juan no era favorito para ganar las elecciones presidenciales, su imagen de honestidad, cercanía y vocación familiar le había ganado el respeto de muchos ciudadanos.
Sin embargo, pocos meses antes de los comicios, el país fue sacudido por una noticia devastadora. Juan Carmona y su esposa Nathalie fueron asesinados en un ataque armado mientras se desplazaban con sus escoltas. Milagrosamente, sus hijas, Natalia y Verónica, no iban con ellos aquella noche.
La tragedia conmovió al país. El joven candidato socialista y su esposa, la ex reina de belleza, se convirtieron en símbolos de una nación herida. La imagen de dos niñas huérfanas, privadas de sus padres por la violencia, caló profundo en la opinión pública.
Fue entonces cuando apareció Carmelo Carmona, hermano mayor de Juan. En los medios pedía justicia, declaraba su dolor por la pérdida, aseguraba que protegería a sus sobrinas como si fueran sus propias hijas y culpaba al gobierno central por la inseguridad. Se presentó como un tío abnegado, decidido a tomar el relevo de su hermano caído.
Pero detrás del discurso y las cámaras, la realidad era muy distinta.
Carmelo capitalizó la tragedia para lanzarse como figura de cambio. Usó la imagen de sus sobrinas con fines políticos, mostrando públicamente su supuesto rol de protector. Nadie imaginaba entonces el horror que Natalia y Verónica comenzaban a vivir en la casa de su tío, ni cuánto tiempo tardaría esa verdad en salir a la luz.
Como las elecciones ya estaban cerca y sus posibilidades eran escasas, Carmelo no se midió. Sabía que no ganaría en ese ciclo electoral, pero usó la campaña para posicionarse como una figura de oposición. Finalmente, ganó un candidato de derecha, y Carmelo se convirtió en un feroz crítico del gobierno. Desde su tribuna pública alimentaba el descontento popular… y tejía pacientemente su camino hacia el poder.
Para Natalia y Verónica, vivir con su tío fue como caer en una pesadilla sin despertar. Lo que desde fuera parecía un acto de compasión —acoger a las huérfanas del “mártir”—, por dentro era puro castigo. Carmelo nunca quiso a su hermano Juan, y descargó todo ese odio sobre las hijas que tanto se le parecían, en especial Natalia, cuyo rostro recordaba dolorosamente al de su padre.
Pocas personas lo notaron. Las niñas, antes alegres y llenas de vida, comenzaron a transformarse. Sus rostros se apagaron, sus gestos se volvieron cautelosos, tensos, como si vivieran midiendo cada palabra. Pero todos atribuyeron ese cambio al trauma de haber perdido a sus padres de forma tan violenta. Nadie imaginó que el verdadero infierno no había comenzado con el asesinato… sino con lo que vino después.
Y en ese silencio impuesto por el miedo, Carmelo construyó su impunidad.
Carmelo Carmona utilizó su influencia para obtener la custodia de Natalia y Verónica de manera fraudulenta. Acusó a su propio padre, Rómulo Carmona, de conducta inapropiada hacia las niñas, lo que bastó para que se le prohibiera cualquier tipo de contacto con sus nietas. En cuanto a los padres de Nathalie, argumentó que eran demasiado mayores para hacerse cargo de ellas. Durante años, ambos abuelos —maternos y paternos— le suplicaron que les permitiera cuidarlas, preocupados por el evidente deterioro emocional de las niñas. Pero Carmelo se negó una y otra vez. Tener la custodia de las hijas del “héroe caído” era una herramienta invaluable en su ascenso político.
La llegada de Natalia y Verónica a la casa Carmona causó revuelo. Ya vivían allí tres hijos: Rómulo, de 17 años; Roberto, de 15; y Mireya, de apenas cuatro. Las hermanas tuvieron que compartir habitación —algo a lo que no estaban acostumbradas— y adaptarse a una dinámica completamente ajena. Como tutor legal, Carmelo también fue nombrado albacea de la fortuna de las niñas. Aunque Juan había dejado pocos bienes, Nathalie tenía un patrimonio considerable. Carmelo lo administró —y lo despojó— bajo la excusa de “proteger sus intereses” hasta su mayoría de edad.
En las primeras semanas, después de la tragedia, Natalia dejó de asistir al colegio y cuando finalmente volvió, sus compañeros comenzaron a evitarla. No entendían su mirada ausente ni su actitud retraída. Lo mismo ocurrió con Verónica. La escuela, en lugar de ser un refugio, se volvió una extensión de su aislamiento. Su mundo se achicaba.
La esposa de Carmelo, Mireya Moncada, estaba gravemente enferma y prácticamente ausente de la vida familiar. No intervenía ni en la crianza ni en los conflictos. El ambiente en la casa era caótico y hostil. Rómulo —el mayor de los hijos— siempre había tenido una conexión especial con su tío Juan, lo que irritaba profundamente a Carmelo. Tras la muerte de su tío, Rómulo se sintió devastado y volcó su afecto hacia sus primas, convirtiéndose en su principal apoyo.
Pero para Roberto y la pequeña Mireya, las recién llegadas eran una molestia. La tensión no tardó en escalar.
Un año después de que Natalia y Verónica llegaran a la casa, Mireya Moncada murió a causa del cáncer. Fue un golpe duro para Carmelo. Toda la frustración que acumuló por la enfermedad y la pérdida la descargó, sin filtros, sobre sus hijos mayores… y sobre sus indefensas sobrinas.
Natalia comenzó a adelgazar de forma alarmante. Su ropa le quedaba grande, flotando sobre un cuerpo cada vez más frágil. Se cubría con capas y capas de tela, como si buscara esconderse del mundo… o de alguien en particular. Quienes la rodeaban asumían que su cambio era consecuencia de las dos tragedias vividas en apenas dos años: primero la muerte de sus padres, luego la de su tía. Nadie imaginaba el secreto oscuro que la estaba consumiendo.
Porque Natalia no solo sufría emocionalmente. Su cuerpo estaba cubierto de moretones. Su tío Carmelo la golpeaba con frecuencia. Y lo peor ocurría por las noches, cuando entraba a su habitación con intenciones indescriptibles. El miedo la dejaba paralizada. Y el silencio… la volvía invisible.
Rómulo Jr., su primo mayor, siempre había desconfiado de su padre. Antes de morir, su madre le había contado cosas que le impidieron idealizarlo. Cuando descubrió lo que ocurría con Natalia, lo enfrentó. Carmelo lo castigó con dureza, pero a Rómulo no le importó. Desde ese momento, se dedicó a proteger a sus primas con una determinación feroz. Nunca las dejó solas.
Tiempo después, Carmelo se casó con su amante, Margarita. Lo hizo para limpiar su imagen pública de viudo inconsolable y reforzar su narrativa familiar de “hombre responsable”. Toda su atención se desvió a la campaña electoral que lo acercaba, por fin, a la presidencia. La llegada de Margarita fue un alivio para Natalia y Verónica. Aunque no era precisamente una mujer íntegra, sí sentía compasión por las niñas. Y eso bastó para frenar las humillaciones que Mireya y Roberto solían infligirles.
De todos los hijos de Carmelo, Margarita solo sentía verdadero afecto por Rómulo Jr. Era el único que apreciaba como a un hijo. Y quizá por eso, los días más oscuros para las hermanas Carmona comenzaron a ser un poco más llevaderos.
El ambiente en la casa de Carmelo Carmona era muy tóxico, aunque por fuera, proyectaban una imagen impecable: una familia ejemplar, disciplinada, con valores tradicionales. Pero por dentro, todo era desconfianza, poder y manipulación. Roberto y Mireya solían conspirar para causar problemas a su madrastra, a su hermano mayor y, sobre todo, a sus primas. Natalia y Verónica hacían lo posible por pasar desapercibidas, evitar conflictos y esquivar las represalias de su tío o de sus primos.
Rómulo, el mayor de los hijos de Carmelo, vivía en constante tensión. Desconfiaba de su padre y no ocultaba su paranoia frente a cada una de sus acciones. Margarita, la nueva esposa de Carmelo, deseaba ser madre, pero no podía tener hijos, lo que la hacía aún más volátil emocionalmente. Carmelo, por su parte, solo tenía un objetivo: consolidar su poder y hacerse con el control del país. Y si bien era despiadado con casi todos, tenía un punto ciego cuando se trataba de su hija Mireya.
Desde sus catorce años, Natalia empezó a colaborar en las oficinas de Carmelo. Era brillante, y Margarita lo notó de inmediato. Por eso le ayudaba a crear una relación "funcional" con su tío, aunque esa cercanía solo era una máscara. Verónica, en cambio, se mostraba torpe, tímida y evasiva... exactamente como Natalia le pedía que actuara. Porque mientras Carmelo la considerara inofensiva, estaría a salvo. Lo cierto era que Verónica era tan inteligente como su hermana. Solo que, dentro de aquella casa, parecer débil era una forma de sobrevivir.
Natalia amaba a su hermana con una devoción feroz. Haría cualquier cosa por protegerla. Con los años, ambas comenzaron a atar cabos y a darse cuenta de que la muerte de sus padres había sido... demasiado oportuna. Vivir bajo el techo de Carmelo les enseñó que no era solo un hombre ambicioso. Era un hombre peligroso. Y probablemente, un asesino.
Carmelo tenía poder, pero también enemigos. Uno de ellos era el periodista Armando Ramírez, dueño del diario La Verdad. De línea liberal y reconocido por su rigurosidad, seguía de cerca la misteriosa muerte de Juan Carmona. Aunque no tenía pruebas, su instinto lo empujaba a sospechar de Carmelo. Un día, publicó un editorial titulado: “Capitalizar la desgracia”. No mencionaba nombres, pero muchos entendieron la referencia. El artículo generó revuelo y simpatía en quienes ya dudaban de la fachada carismática de aquel político ascendente.
Natalia estaba en clase, copiando sus apuntes, cuando encontró un ejemplar de La Verdad olvidado en una de las mesas. Leyó el editorial. Y aunque aún era muy joven, entendió perfectamente cada palabra. Lo que ahí estaba escrito... era verdad. Nadie mejor que ella para saber qué clase de hombre era Carmelo Carmona.
—¿Puedo quedarme con esta página? —preguntó en voz baja.
—Sí, Natalia —respondió el profesor.
—Gracias —dijo ella, doblando con cuidado el papel y guardándolo como si fuera una evidencia.
Desde ese momento, Natalia guardó aquella página del periódico como si fuera un talismán. En silencio, se hizo una promesa: descubriría la verdad. Y si su tío era responsable, pagaría. No importaba el precio. No lo perdonaría jamás. No descansaría hasta ver caer a cada uno de los responsables de haberle arrebatado a sus padres… y de haber condenado a su hermana a vivir con miedo.
—Juro que hasta el último de los responsables por la muerte de mis padres… lo haré pagar —susurró una noche, con los ojos llenos de lágrimas y un resentimiento que ya se parecía más a determinación.
Pero Natalia no era la única que comenzaba a sospechar.
Una tarde, Verónica escuchó una conversación entre sus tíos cuando pensaban que estaban solos. No entendió todo en ese momento, pero las palabras quedaron grabadas en su memoria como una bomba a punto de estallar.
—¿Cómo estuvo la reunión con Carlos López? —preguntó Margarita.
—Mal —respondió Carmelo con furia—. El muy maldito se atrevió a amenazarme.
—¿Carmelo… acaso Carlos López sabe lo que pasó con tu hermano? —preguntó ella, visiblemente preocupada.
—Por desgracia, lo sabe todo. Y tiene pruebas —admitió Carmelo, apretando los puños.
—¿Cómo lo supo?
—No lo sé. Pero me dijo que no me va a apoyar y que si me atrevo a hacerle algo, va a sacar toda la verdad sobre la muerte de Juan y Nathalie.
Verónica se quedó inmóvil tras la puerta y aun siendo pequeña, sintió que aquello tenía un peso distinto. Un eco que no entendía… hasta que leyó la hoja del periódico que su hermana guardaba con tanto celo, fue entonces cuando todo cobró sentido y aunque el miedo se apoderó de ella durante mucho tiempo, no tardaría en darse cuenta de que esa conversación era una pieza clave.
Jaime Alcalá era un hombre de mediana edad cuando le presentaron a Mercedes Castillo, hija de una de las familias más distinguidas del país. Diez años menor que él, Mercedes destacaba por encima de todas las jóvenes de la alta sociedad: su belleza era clásica, su inteligencia, aguda, y su compasión genuina. Desde muy joven se había dedicado a la caridad, convirtiéndose en figura habitual de obras benéficas. Pese a tener varios pretendientes, fue el apuesto heredero de Industrias Alcalá quien ganó su atención. La boda entre Jaime y Mercedes fue, sin duda, el evento social del año.
Desde el comienzo, el matrimonio estuvo marcado por diferencias profundas. Mercedes no era una mujer sumisa; tenía convicciones firmes y una voluntad que no se doblegaba fácilmente. Sin embargo, fue una esposa leal, presente y elegante. Con el tiempo, y casi sin darse cuenta, Jaime comenzó a desarrollar verdaderos sentimientos por ella. Como muestra de afecto, le compró una elegante villa en la zona este de la capital, que Mercedes decoró con exquisito gusto.
Dos años después, nació su primer hijo: Javier.
Mercedes fue una madre excepcional. Colmó al pequeño de amor y cuidados, junto con la ayuda constante de Carmen, su fiel ama de llaves. Jaime, por el contrario, se mostró como un padre severo, exigente. Esa dualidad —el amor incondicional de la madre y la frialdad del padre— marcó el carácter de Javier para siempre.
Para Jaime, su hijo debía ser perfecto. Lo presionaba constantemente para destacar, para ser firme, fuerte, reservado. Con el tiempo, Javier dejó de sonreír. Su ternura fue relegada a escondites silenciosos, porque cualquier muestra de sensibilidad molestaba a su padre.
Cuatro años más tarde, llegó Ricardo. Desde sus primeros días, fue evidente que era distinto. Alegre, indomable, imposible de encajar en el molde rígido que Jaime había diseñado. Las reglas estrictas se deshacían con él como el agua entre los dedos.
Para Javier, Ricardo fue un soplo de aire fresco. Aunque dejó de ser hijo único, descubrió el placer de ser hermano mayor. Ricardo, con su risa fácil y su simpatía natural, conquistaba corazones allá donde iba.
Desde pequeño, Javier adoptó una actitud protectora hacia su hermano Ricardo. Cada vez que Jaime lo reprendía con dureza —a veces por travesuras, otras por el simple hecho de ser diferente— era Javier quien se interponía. Muchas veces, incluso asumía el castigo destinado a su hermano menor, con tal de evitarle el mal rato.
Un año después, nació el tercer y último hijo de los Alcalá: Luis Arturo. Por razones que nadie terminaba de comprender, el recién nacido se convirtió en el favorito de Jaime desde el primer instante.
Luis Arturo lloraba con frecuencia, y por eso sus hermanos mayores solían molestarlo con cierta crueldad juguetona, a pesar de saber que serían castigados si su padre los descubría. En la intimidad, lo apodaban el mocoso. Sin embargo, ninguno de los dos envidiaba su lugar privilegiado. Todos conocían la historia: al heredero de la familia Alcalá se le preparaba desde muy joven. Y esa preparación era un camino de exigencias brutales. Las anécdotas que circulaban entre los parientes sobre el entrenamiento del “sucesor” provocaban escalofríos en los tres niños.
Durante un tiempo, todos creyeron que Javier sería el elegido. Pero su carácter protector fue interpretado por Jaime como debilidad. Ricardo, a pesar de ser el más inteligente, era indisciplinado y rebelde. Luis Arturo, por el contrario, era noble, obediente y aplicaba al pie de la letra cada instrucción de su padre. Fue él quien terminó siendo designado como sucesor.
Pero eso no significó que Jaime bajara sus exigencias con Javier y Ricardo. Al contrario. Se volvió más implacable.
Mercedes no estaba de acuerdo. Sentía que su esposo les robaba la infancia a sus hijos. Pero Jaime era intransigente: los muchachos llevaban el apellido Alcalá, y debían ser ejemplares en todo.
Pese a todo, los tres hermanos lograron construir una infancia feliz a su manera. Javier, siempre serio y maduro. Ricardo, el bromista incansable cuya inteligencia pasaba desapercibida tras sus travesuras. Y Luis Arturo, obediente hasta el exceso, que crecía sin saber del todo si ese “privilegio” era en realidad una carga disfrazada.
Mercedes los miraba con orgullo, aferrándose a los momentos felices que aún podían rescatar en medio de tanta rigidez. Jaime, en cambio, parecía cada vez más obsesionado con formar herederos… en lugar de criar hijos.
Desde muy pequeño, Javier supo que los negocios no eran lo suyo. Los temas financieros lo aburrían, y aunque sabía que su apellido lo ataba a una empresa gigantesca, su corazón estaba en otro lugar: las leyes. Soñaba con ser juez de la Corte Suprema. Se lo dijo a su padre, casi con temor, pero para su sorpresa, Jaime no solo no lo desaprobó… lo apoyó. A partir de entonces, Javier recibió tutorías especializadas para prepararse en ese camino.
Ingresó a la secundaria más prestigiosa del país, donde estudiaban los hijos de empresarios, diplomáticos, militares y figuras políticas. Tenía doce años cuando conoció a Natalia Carmona, hija del entonces candidato presidencial Juan Carmona. Era su compañera de clases. Brillante, alegre… distinta.
Unos meses más tarde, sus padres fueron asesinados. El país quedó conmocionado. Javier, aún joven, insistió en acompañarla en los actos fúnebres. Convenció a su madre y asistió. Fue el único compañero de clase que se presentó.
Al llegar, la vio en un rincón de la sala, abrazando a su hermana menor con los ojos perdidos.
—Natalia… siento mucho lo de tus padres —dijo él, con respeto.
—Gracias, Javier —respondió ella, con voz fría, distante.
Cuando Natalia regresó a clases, sintió el hielo. Sus compañeros evitaban hablarle, como si la muerte de sus padres la hubiera vuelto contagiosa. Excepto Javier. Él se acercaba. Le preguntaba cómo se sentía. Le dejaba espacio, pero no indiferencia.
—Hice unas notas para ti —le dijo un día, tímido.
Sacó de su mochila unas hojas con apuntes detallados.
—Gracias, Javier —respondió ella, bajando la mirada con un hilo de voz.
A ojos de los demás, Natalia era invisible. Desgarbada, callada, inexpresiva. Pero para Javier… había algo en ella que lo desarmaba. No sabría explicarlo. Solo sabía que, cuando estaban juntos, todo lo demás hacía menos ruido.
En ocasiones coincidían en las actividades culturales del colegio. Natalia volvía a ser ella misma solo en dos escenarios: cuando hablaba con su hermana… o cuando participaba en el club de debates. Entonces su voz recuperaba fuerza. Sus ojos brillaban, aunque fuera por poco tiempo.
Download MangaToon APP on App Store and Google Play