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Lazos En Peligro

Cristóbal

–Es un chiste, ¿no?

Los ojos dorados de mi tío y mentor, me miran serios.

Mierda. No está bromeando.

–Sé que estoy pidiendo mucho, colega, pero ya conoces a Campanilla. Si me ve vigilando una de sus entregas –silba y sonríe a su pesar–. No quiero dormir en el sofá de mi propia casa.

Rio al pensar en mi tía. Es una chica ruda sin lugar a dudas.

Niego con la cabeza divertido. Si allá afuera supieran que el señor Reyes le teme a su esposa, no le tendrían el miedo y respeto que le tienen.

–No los entiendo, ni a ti, ni a papá y mucho menos al abuelo. Ustedes son unos hombres respetados, su sólo nombre basta para paralizar de miedo a alguien –Me rio, sin poder evitarlo–, pero basta la mención de sus mujeres y los que se paralizan de miedo son ustedes.

Mi tío golpea mi hombro. –Colega, cuando estés en nuestro lugar sabrás lo que es tener miedo –se ríe–. Además, conoces a Sam. Dame una mano, por favor. –Su rostro pierde su sonrisa–. No me gusta su nuevo trabajador. Cada día le da más confianza. –Niega con la cabeza, molesto–. Incluso ahora lo tiene a cargo de las entregas.

Tomo mi cerveza para ocultar mi sonrisa. –¿Son celos los que escucho?

Mi tío se tensa. –¿De ese pelafustán? Ja, ya quisiera –bromea, pero sé que tengo razón. Está celoso.

Algo llama mi atención de pronto. Por el rabillo de mi ojo veo a una mujer con una cascada de pelo negro con reflejos color vino tinto.

Me giro y la veo sentada, mirando su celular. Ese pelo. Ese inconfundible pelo.

La he visto ya tres veces en menos de un mes. Sé que esta ciudad es pequeña, pero no me gusta encontrármela dónde quiera que vaya.

Alza su rostro como si sintiera mi mirada en ella. Su piel morena brilla bajo la luz del sol, al igual que su cabello largo y oscuro. Sus ojos negros me miran también, y es como si estuviera tomando nota mental de mis características al igual que yo.

La observo más intensamente hasta que agacha su mirada nuevamente, y mira su celular, como si hubiese perdido el interés de pronto.

–¿Y bien? –pregunta mi tío volviéndome al ahora. Sigue mi mirada y sonríe, revelando unos hoyuelos iguales a los de mi tata–. Pobre chica, no sabe lo que le espera.

Me rio y golpeo su hombro. –No molestes, tío, mira que te conozco, si no estuvieras casado, la chica debería cuidarse de ti.

Mi tío me regala una sonrisa y se encoge de hombros. –Eso fue divertido, pero no cambiaría a mi Campanilla por ninguna mujer.

Pongo los ojos en blanco. –Lo sé, lo sé, el amor y bla bla bla.

Se ríe más fuerte esta vez. –Eres igual a mí, colega.

Doy un respingo. –Sí, pero no lo digas delante de mi mamá, se molesta.

–Ya sabes cómo es Jess, Cristóbal.

Respiro, cansado. –Y me lo dices a mí. –Niego con la cabeza entre divertido y ofuscado–. Lo haré, tío. –Levanto mi mano antes que me agradezca–. Pero si mi tía me pilla –silbo–. Por favor que mi muerte sea rápida.

Ambos reímos tan fuerte que llamamos la atención de todos a nuestro alrededor, incluida Rapunzel.

–Te debo una, colega.

Resoplo. –Una muy grande.

El celular de mi tío suena, avisándonos que Lily ya está por salir del colegio. Mi tío se termina su café en un tiempo record al igual que yo mi cerveza.

Dejo unos billetes sobre la mesa y salimos. Antes de doblar veo el rostro del mesero y sonrío. Me encanta ver esa expresión de sorpresa y alegría en las personas. Sí, a veces el dinero puede producir felicidad. Quizá no duradera, pero es felicidad al fin y al cabo.

Me siento en el asiento del copiloto, por ahora, ya que sé que la enana reclamará el sitio al lado de su papá.

Mi tío rápidamente se incorpora al tráfico y en menos de cinco minutos ya estamos afuera del colegio de mi prima.

–Ahí está mi hadita –señala mi tío antes de salir del auto a su encuentro.

Sonrío al ver a Lily correr hacia los brazos de su padre con la mochila a cuestas. Mi tío la toma en sus brazos y la hace girar como acostumbra. El pelo rojo de mi prima se mueve con ellos.

Alejo mi mirada y decido hacerme el loco, y molestar a la enana.

La puerta se abre y tengo a Lily a mi lado. –Primo, muévete –exige golpeando el piso con su pie, como todas las mujeres lo hacen.

Me giro para que vea que estoy con mis audífonos. Observo de reojo su expresión y sonrío. Pone los ojos en blanco antes de lanzar su mochila sobre mi cabeza hacia el asiento de atrás y gatear sobre mis piernas.

Cuando su rostro está en frente del mío, no puedo seguir ignorándola. Toma mi cara con sus pequeñas manos.

–Ahora –gruñe. Para ser una niña de nueve años y verse como una princesa, a veces da miedo.

Mi tío ríe. –Es igual a su madre.

Beso su naricita pecosa. –Está bien, enana. Ganaste.

La niña sonríe con suficiencia mientras yo me salgo.

Apenas estoy afuera se sienta, y le guiña un ojo a su padre.

–No tienes remedio, mi amor.

Lily ríe. –Lo sé, papi, pero me amas así.

–Sí, mi hadita, te amo así.

Sonrío al ver a mi tío con su hija. Luego pienso en mis padres y vuelvo a sonreír. Fui muy afortunado de tenerlos en mi vida. Después de haber perdido a mi papá César, sufrí mucho. Pensé que nunca más volvería a sentir ese amor que existe entre los padres y su hijo, por suerte, me equivoqué.

Mis papás llegaron a mi vida y a la de mi hermano, y aunque sé que no somos en realidad sus hijos, más bien somos los primos de mi papá, ellos nos hicieron sentir sus niños desde el primer día, sobre todo con mi mamá, fue amor a primera vista. Luego llegaron los mellizos, y debo admitir que tuve miedo un tiempo, llegué a pensar que cuando tuvieran sus propios hijos notaríamos una diferencia de ellos y del resto de la familia, pero no fue así. Ya llevamos más de dieciocho años como una familia y nunca me he sentido menos o más amado que mis hermanos.

Soy muy afortunado de tener la familia que tengo.

Doy un respingo al recordar a los niños del albergue de mi tata, que todos ayudamos, ellos no tuvieron la misma suerte que mi hermano y yo tuvimos.

Cierro los ojos y recuerdo el dolor del día que mi papá César murió. Nunca podré olvidarlo, aunque quisiera. Primero sufrimos con Claudio el abandono de nuestra madre, y luego papá murió, y a pesar de que todo salió bien para nosotros, ese dolor me cambió para siempre. Mató algo dentro de mí, algo que nunca podré recuperar.

Es una suerte que Claudio no recuerde nada de eso.

Veo a Lily conversando con su papá, contándole de su día y cantándole la última canción que aprendió en clases y también veo a mi tío escuchando atentamente a su hija y observándola, cada vez que se detiene en un semáforo, con amor, y entiendo que lo peor que puedes hacer en tu vida es lastimar a un niño.

Yo no cometeré ese error. No lastimaré a alguien como lo hicieron conmigo.

El auto se detiene frente a mi departamento, que era antes de mi tío. Se lo compré hace unos años.

–Adiós, tío. Adiós, enana.

Lily sonríe. –Adiós, perdedor –molesta.

Revuelvo su pelo rojo antes de salir. –Veremos quién gana a la próxima, enana.

–Mañana organizamos todo –dice mi tío y yo le guiño un ojo.

Entro al edificio, saludo al conserje y subo las escaleras, perdido en mis pensamientos.

Mis sombríos pensamientos.

–Cristóbal. –Me giro para ver a Lucía–. Estaba esperando por ti.

Sonrío y recorro su cuerpo envuelto en una corta bata que apenas la cubre.

–¿Así que me estabas esperando?

Hace un mohín, mira hacia todos lados y deja caer la bata al suelo, enseñando su cuerpo perfecto.

Me acerco a ella con paso pausado, vagando mis ojos por la perfección de su cuerpo.

–No soy de repetirme, lo sabes.

Enreda sus dedos en mi pelo y tira. –Una vez más, ¿qué daño puede hacer?

Enredo mis dedos en sus rizos castaños, mientras que salta y enreda sus largas piernas en mi cadera. –Ya que será la última vez –bajo mi voz y le hablo en su oído–. Lo haremos en todas las superficies de tu apartamento.

Su respiración se entrecorta y gime despacio.

Entro con ella y cierro la puerta. La apoyo en la pared adyacente, bajo mi pantalón y me enfundo rápidamente en un condón.

Me entierro en ella en un movimiento.

Lucía grita y echa su cabeza atrás, a la vez que tira de mi cabello, exigiendo.

–Superficie número uno –declaro antes de perderme en ella.

*****

Abro la puerta de mi departamento, cansado, debido a la actividad de las horas recientes.

Escucho un pie sonar golpeando el piso, y ahogo un gruñido.

–Esa llave se las di para emergencias, Mila.

Resopla viéndose molesta y no puedo evitar sonreír, se ve igual a mamá.

–Esto es una emergencia, ¿dónde demonios estabas? Mi tío me dijo que se separaron hace casi tres horas.

Saco mi chaqueta y la dejo colgada detrás de la puerta de la bodega a mi derecha. –Estaba trabajando.

Se ríe y apunta a mi cuello. –¿Tú crees que soy idiota, o qué? A menos que ahora se dediquen a asistir a traficantes de lápiz labial, pero sinceramente lo dudo.

Paciencia.

Me siento en mi sofá, saco mis zapatos, y afirmo mis pies en la mesa de centro.

–En serio, los amo, pero me mudé para tener privacidad. Le di a cada uno de ustedes una copia para emergencias, pero la usan para todo menos eso –resoplo al pensar en mis hermanos–. Si hasta vienen con sus…

–¡¿Vienen con quién?! –pregunta furiosa Mila.

Levanto mis manos, en señal de rendición. –¿Compañeros?

Resopla enojada y se deja caer a mi lado. –Esto es tan injusto. Mis hermanos se dan la gran vida con sus chicas, y yo tengo a papá sobre mis hombros.

–Mila, eres una niña.

Se gira y me apunta. –No lo soy, tengo dieciocho años. Soy una adulta y ustedes tienen que entenderlo.

Paso mi brazo sobre sus hombros y la acerco a mi pecho. –Ya sabes cómo es papá, nana.

–Es un dolor en mi trasero. –Me abraza y suspira. Me tenso. La conozco sé que me pedirá algo que provocará la furia de papá–. Necesito un favor.

–Aquí vamos de nuevo… Dispara.

Me mira con sus ojos verdes y ya estoy perdido. Sé que le daré lo que me pida, sin importar qué.

–Necesito que me ayudes a convencer a papá de que me deje acompañar a Migue a recibir la certificación de su título.

Sé que su petición suena demasiado fácil para ser cierto. Mila siempre está asociada a grandes dramas.

–Hay más. Dispara.

Retuerce sus dedos, nerviosa. –Es en Santiago.

Respiro profundamente. –No creo que papá te deje hacer un viaje tan lejos en un día.

Se sonroja y mira hacia sus manos. –Ese es el punto… Supone quedarme el fin de semana en Santiago… con Migue.

–¡¿Qué?! –pregunto poniéndome de pie de inmediato–. ¿Estás loca? Papá nunca accederá a semejante cosa, y yo tampoco –advierto.

–Nano lo hace. Sale de viaje con Mónica.

–Te recuerdo que Claudio tiene veinticuatro años y ya terminó su carrera. Además, está trabajando hace seis meses.

Pone ese gesto terco, tan característico de la familia. –Guillermo también.

–No lo hace –empiezo, pero me corta levantando su mano.

–No mientas por él. Además, mi hermano me cuenta todo. Sus últimos viajes con sus amigos –dice levantando sus manos y haciendo unas comillas en el aire–, en realidad fueron con Sofía, y lo sabes.

Mierda.

–Mila –empiezo con cuidado–. Es diferente.

Me vuelve a apuntar con su dedo. –No me vengas con esas mierdas sexistas, Cristóbal, por favor. Suficiente tengo con papá.

Paso mi mano por mi cabello, nervioso. Cada vez que converso con Mila, siento que voy caminando por un lugar lleno de minas antipersonales ocultas, y que pueden estallar en cualquier momento.

–Cariño, Migue es un buen chico, pero es un hombre, y los hombres…

–Te detengo ahora mismo, hermano. Si tu miedo es que tenga sexo con Migue, te informo que ya lo hicimos.

Siento un pitido en mis oídos. Fuerte. Es parecido a cuando estás cerca de una explosión y queda ese molesto pitido, y luego, un vacío ensordecedor.

–¿Hermano?

Siento su mano en mi cara y salto.

La tomo por sus hombros y la obligo a mirarme. –¿Migue te presionó?, ¿te forzó?

Resopla. –¿Estás chiflado?

–Mila. –Uso su nombre como una advertencia–. ¿Te lastimó?

Una sonrisa y una expresión soñadora rompen su cara y me relajo un poco.

Niega con su cabeza y se sonroja. –No –susurra, perdiendo su fuerza habitual–. Nunca he sido más feliz antes, debes creerme.

La suelto y paso mis manos por mi cabello. –¿Te presionó?

Resopla. –Yo lo presioné. Lo tuve que amenazar, ¿lo puedes creer? Migue no me lo dijo, pero estoy casi segura que papá lo amenazó.

Sonrío. –Sí, puede que yo también haya hablado con él –me disculpo.

Mi hermanita resopla y golpea mi frente con sus dedos, entre divertida y molesta.

–Ayúdame, por favor.

Me siento nuevamente y Mila lo hace también. –¿Lo sabe papá?

Mi hermana se ríe. –Migue está vivo, es obvio que papá no lo sabe.

–¿Mamá?

Asiente. –Es un secreto. Hablé con ella… ya sabes, necesitaba ayuda y consejos. Es la única que me entiende.

Silbo. Si papá se entera de esto, se va armar una grande. –¿Hace cuánto pasó?

–Fue mi regalo de cumpleaños. –Se sonroja nuevamente.

Acaricio su cabello. –¿Estás feliz?

Asiente. –Mucho.

La abrazo, sin querer soltarla, sin querer creer que mi hermanita ya es una mujer hecha y derecha. Para mí siempre será la bebé y la luz de la casa.

Me alejo, luego de un buen rato. –Respecto a papá, lo siento, Mila, pero, aunque hable con él, creo que ya sabes la respuesta que te dará.

–Puedo ser muy convincente con papá.

Sonrío al recordar todas las veces que mi hermanita ha manipulado a papá a su antojo. –Lo sé, pero nunca has podido ganar en lo referente a Migue.

Pone ese gesto terco. –Entonces, no le diré. Le pediré ayuda a mamá. –Me apunta–. Por favor, no arruines esto.

La miro atentamente. –Estás siendo sincera, ¿verdad? ¿Hablarás con mamá?

Levanta su mano, pareciendo un soldado. –Lo juro, nano.

Acaricio su cabello y luego su mejilla. –Mi pequeña revoltosa. –Desordeno su cabello–. Ahora, vete de aquí. Quiero descansar.

Se ríe. Toma su bolso y camina a la puerta. –Sí, se ve que trabajaste mucho –dice guiñándome un ojo antes de salir.

¡Cría entrometida!

Cuando por fin me acuesto, pienso en esa extraña chica.

–¿Quién eres, Rapunzel?, ¿quién demonios eres?

Fer

–¿Qué secretos ocultas, Cristóbal Guerrero González? –le pregunto a la fotografía que tengo en mi mano.

Mi gato, Pelusón, golpea la foto repetidas veces con su pata delantera, exigiendo mi atención. Acaricio su barbilla y comienza a ronronear fuerte, como si de un motor se tratara.

–Un poco demandante, ¿no?

Sus ojos verdes me miran como si yo estuviera destinada a servirle, y debiera cumplir mi trabajo con agrado y honor.

Mientras acaricio a mi gato gigante, que más que gato parece un perro, mis ojos vuelven a Cristóbal Guerrero.

Ayer me vio de nuevo. Debo tener más cuidado, él comienza a reparar en mí.

Pelusón mira la foto. –No tiene mal ver, ¿no?

Mi gato se baja indignado de un salto, botando mis carpetas al suelo.

Denme paciencia.

Suspirando recojo todo y lo vuelvo a ordenar. Más fotos de Guerrero aparecen.

Sonrío, sin lugar a dudas tengo el mejor trabajo del mundo, sobre todo si debo vigilar a este espécimen de hombre.

Enciendo mi computador y comienzo a trabajar en la nota que esperan de la revista para publicar. Ser periodista me permite trabajar freelance , lo que me da la libertad de realizar investigaciones periodísticas, justo lo que hago ahora.

Hace dos meses me contactó un editor de prensa y sin darme mayores detalles, me pidió que investigara a Guerrero y a quienes lo rodean. Me pagó por adelantado un treinta por ciento, lo que me permitió arrendar una habitación en esta ciudad y comenzar a trabajar.

No pudo llegar en mejor momento este trabajo. Estaba cerca de la banca rota, pero como mi papá siempre dice, si Dios quiere ayudar, a la casa va a dejar.

Mi celular suena y hago una mueca al ver de quién es el mensaje. Tomo mi celular y Pelusón gruñe, furioso conmigo.

  –Lo sé, soy débil, debo saber que dice. –Me da la espalda en un claro gesto de desprecio–. Anda, no seas malo. Juro que no le contestaré.

Se aleja gruñendo.

Abro el mensaje y suspiro, agotada.

Mi amor: María Fernanda, estás sobre reaccionando y lo sabes. Nunca dijimos que éramos exclusivos. De haber sabido que reaccionarías así, te hubiese preguntado primero. Dime dónde estás.

Gruño molesta. Odio cuando me llama por mi nombre completo. Le he dicho un millón de veces que soy Fer, pero cuando está molesto lo olvida.

Molesta por el mensaje, borro su nombre de mi agenda, dejándolo como un desconocido, de todos modos, ya no es mi amor.

–No sabía que éramos exclusivos –digo haciendo una muy mala imitación de su voz.

Me alejo de mi escritorio y me lanzo a mi cama, haciéndome una bolita. Pelusón por una vez recuerda que la mascota de compañía es él, y se acerca a consolarme, sin embargo, cuando ve las lágrimas caer de mis ojos, se enoja y me golpea con sus patas gigantes.

–Oyeee –me quejo–. Eso duele. –Me siento y seco mis lágrimas–. Sé que soy patética, pero… Dios, odio este mundo. ¿Por qué ahora cuando empiezas una relación hay que dejar claro si son exclusivos el uno con el otro? ¡Es ridículo! Una relación significa compromiso. –Pelusón me mira y pasa su cabeza enorme por mi mejilla–. No sé ni para que me molesto en explicarte, si no fuera porque la veterinaria te castró, seguirías rompiendo corazones.

Cierro los ojos y recuerdo a mi Jaime teniendo sexo con esa chica rubia teñida, que tenía en mi cama. ¡Mi cama!

Maldito bicho.

Papá tiene razón, no debo confiar en ningún hombre.

Me armo de valor, y vuelvo al trabajo, sin embargo, mis ojos vuelven a la foto de Guerrero.

–Apuesto que tú eres peor que Jaime. Todos los hombres son iguales. Unos asquerosos mujeriegos.

Pongo a Aretha Franklin a todo volumen y me olvido de mis problemas, al menos por ahora.

En menos de quince minutos termino con la nota y la envío. Tomo mi celular y decido llamar al único hombre que no está en mi lista negra el día de hoy.

–Hola, nena. ¿Cómo está mi gatita?

Rio al escuchar a mi padre. –Furiosa con todos los de tu género, papi. ¿Es qué no se cansan de ser… ya sabes…?

–¿Hombres? –pregunta papá, sacándome una sonrisa–. Lo siento, princesa. Si quieres voy dónde Jaime y golpeo la mierda fuera de él.

Aunque me siento tentada, niego con mi cabeza. –No, papi. Recuerda que la última vez, pasaste la noche en la comisaría.

Mi papá ríe. –Tu mamá cuenta diferente esa historia, dice que me dediqué a dar autógrafos y a relatar mis viejas victorias.

Sonrío. Papá es un boxeador retirado, uno de los mejores del país. Aún recuerdo cuando ganó el primer lugar de la Asociación Mundial de Boxeo, en la categoría mediopesado, el año 99, defendió dos años su título.

–No tentemos tu suerte, papi.

–Mi pequeñita hermosa, no sabes cuánto te extrañamos con tu mamá. Vuelve pronto, ¿sí?

Suspiro. –Yo también los extraño mucho. Estoy avanzando, pero debo decir que los sujetos que estoy investigando son muy buenos.

–Si quieres le sacamos la verdad a golpes, gatita.

Rio. –Ese es mi plan B, papi. Te amo. Saluda a mamá por mí, ¿sí?

–Claro, mi amor. Cuídate.

–Siempre –devuelvo antes de cortar.

Extraño a mi familia.

Papá, mamá y yo, como toda familia con un sólo hijo, somos muy unidos. Nos llamamos a nosotros los tres mosqueteros. Papá siempre cuenta que cuando mamá quedó embarazada, soñó desde el minuto uno tener un niño a quien enseñarle a boxear, pero cuando me vio, agradeció al cielo, que su sueño no se haya cumplido.

Mi papi.

Pelusón maúlla, llamando mi atención. –Sí, ellos también te extrañan –le aseguro–. Sobre todo mamá.

Después de todo, papá es más de perros. Pelusón odia a Supergallo con toda su alma, y Supergallo odia a Pelusón, incluso más que a las pulgas.

Esos dos no tienen remedio.

Mi celular suena nuevamente y al ver qué se trata de mi nuevo jefe, contesto de inmediato.

–Tengo información importante. Debes aprovechar la oportunidad. No quiero equivocaciones –masculla, sin saludar ni nada, pero no importa porque siento una sonrisa partir mi rostro.

¡Al fin!

*****

Camino por el polvoriento lugar, ocultándome gracias a una casa abandonada. La emoción circula por mis venas y la adrenalina se dispara en mi torrente sanguíneo.

Si papá supiera qué estoy haciendo, pondría el grito en el cielo. Es lo único bueno de que esté tan lejos.

Trato de acercarme para escuchar lo que hablan, pero no tengo suerte. Escucho unos pasos, y sin pensarlo, entro en la casa que está a punto de venirse abajo.

Mi corazón martillea en mi pecho.

Tapo mi boca para no gritar cuando un ratón pasa corriendo sobre mi pie y me enredo con unas asquerosas telarañas.

¿Dónde está Pelusón cuando lo necesito?

El ratón corre en círculo tratando de buscar un lugar para esconderse de mí, pero no hay nada. Estamos los dos atrapados aquí.

–Sé bueno, ¿sí? –susurro, alejándome de él, pero comienza a saltar y a emitir un ruido de lo más aterrador.

El miedo me provoca dolor en el pecho. Si no fuera porque estoy sana y tengo veintiséis años, creería que estoy sufriendo un ataque al corazón, o algo por el estilo.

–Contrólate, Fer –me ordeno–. El ratón está más asustado que tú.

Retrocedo y me armo de valor para darle la espalda. Confío en que el miedo lo aleje de mí. Me acerco a la ventana que da al descampado, y hago una mueca.

–Adiós al pañuelo de seda que me compró mamá –susurro para mí.

Deshago la coleta que sostenía con el pañuelo, y limpio la ventana con mucho cuidado, ignorado las arañas que corren despavoridas.

Abajo veo a la mujer que llamó mi atención desde un principio por su hermoso cabello rojo.

Saco como puedo mi cámara profesional de mi bolso. Mis manos generalmente firmes, hoy tiemblan. Por el rabillo de mi ojo vigilo al ratón, pero sigue corriendo en círculos, si sigue así pronto se mareará.

Configuro mi cámara, le quito el flash para no llamar la atención y comienzo a tomar fotografías una tras otra.

Con el zoom trato de buscar a Guerrero, pero no lo veo por ningún lado. Quizá hoy tiene libre.

Sigo sin poder creer como bandas organizadas como esta, sigan trabajando sin levantar sospechas. O quizá lo hacen, pero la autoridad decide hacer oídos sordos.

–Quizá compraron la lealtad de todos –susurro–. Mala suerte para ustedes, chicos, yo no tengo precio.

El ruido que escuché de pasos se aleja, y consigo respirar nuevamente. Mi jefe me advirtió que son gente muy peligrosa y que debo tener cuidado.

Sigo tomando fotos, una tras otra, sin detenerme y sin poder borrar la sonrisa de mi rostro.

Me giro para vigilar al ratón, y lo veo quieto, casi congelado de miedo. Sigo su mirada y ahora la que se congela soy yo.

La puerta está abierta y, recostado sobre el marco, se encuentra Cristóbal Guerrero mirándome con un gesto extraño.

–Si yo fuera tú no haría eso –murmura chasqueando la lengua–. Has sido una chica muy mala.

–Oh, oh.

Miro al ratón, pero creo que se desmayó o algo. Luego veo todo negro y caigo al suelo.

Mierda.

Cristóbal

–Gracias, colega.

Escucho a través de mi celular.

Resoplo. –Si mi tía me descubre estaremos en graves problemas.

Mi tío ríe. –Tú avísame y yo tomo a mis hijos y me mudo a Alaska.

Niego con la cabeza. –No es demasiado lejos, tío –digo antes de cortar.

Me incorporo al tráfico y me dirijo al lugar acordado para la entrega. Es una suerte saber dónde voy, así no los tengo que seguir y puedo tomar otra ruta para no levantar sospechas.

Mi tía tienes ojos en su nuca.

Mi celular suena y al ver que es mi papá, contesto con el manos libre.

–Hola, papá.

–Hola, hijo.

–Estoy en medio de algo.

–No te quito mucho tiempo. ¿Mila te contó que se iría de viaje de compras con su amiga por este fin de semana?

Mierda.

–Algo le escuché. ¿Hablaste con mamá? –pregunto para averiguar si la enana me dijo la verdad.

Un suspiro cansado es lo que escucho. –Sí, Jess le dio permiso sin consultarme primero.

–Papá, Mila ya no es una niña, debes soltarle más las riendas.

–Es una niña, mi pequeñita y debo cuidarla. ¿Fuiste a la casa de David hoy? –pregunta de pronto serio.

–Sí, estuve hace una hora allá.

Mierda, ya sé por dónde va.

–¿Viste a Migue?

Suelto una maldición en silencio. Odio mentirle a papá y ahora debo hacerlo por culpa de mi hermanita.

–Mmmm, no lo vi, pero estaba en su habitación, Lily me lo dijo –miento.

El suspiro de alivio de mi papá sólo me hace sentir peor. –¡Qué alivio! Gracias, hijo. Cuídate –ordena.

–Siempre lo hago, papá. Aprendí de los mejores.

Papá ríe. –Ese es mi hijo. Hablamos más tarde.

–Hablamos, papá.

Mierda. Debo hablar con mamá y Mila, deben decirle la verdad a papá. Si le explican con calma el entenderá, ¿verdad?

Paso mi mano por mi cabello, con la sensación de que primero se congela el infierno antes de que mi papá entienda lo que está pasando con su única hija.

Dejaré eso para después, ahora debo concentrarme.

En menos de media hora llego al lugar. Estaciono a medio kilómetro y dejo el auto fuera de la vista. Me acerco poco a poco con extremo cuidado.

A veces mi tía da miedo.

Un reflejo vino tinto llama mi atención. Alzo la vista y a unos treinta metros de distancia está esa chica.

¡Rapunzel!

Sabía que algo extraño pasaba con ella.

La veo caminar agachada, escondiéndose también. A lo lejos veo a los hombres de mi tía y me tenso, si la encuentran fisgoneando pueden lastimarla. Por suerte la chica se mete a una desvencijada casa que ya se viene abajo.

Suspiro aliviado.

Pero, ¿qué mierda? ¿Qué hago yo preocupado por esa chica?

Sé que debo vigilar la entrega y a mi tía, pero la curiosidad puede conmigo y camino hacia la casa.

–No hay lugar dónde podrás esconderte de mí, Rapunzel.

A lo lejos veo a mi tía dando órdenes y sonrío. Le gusta su trabajo casi tanto como a mí.

Espero detrás de una cerca hasta que los hombres se alejan y luego avanzo hacia la casa.

Abro la puerta y veo a Rapunzel en la ventana, tomando fotos, y a un ratón que corre en círculos a su espalda.

¿Caí dentro de una película de Disney?

El ratón repara en mí, y se congela. Rapunzel ajena a todo, sigue tomando fotos sin parar. Su hermoso cabello oscuro se mueve con ella y veo en el reflejo de la ventana una hermosa sonrisa partir su rostro.

Se inclina para tomar otra foto, y mis ojos se disparan a su perfecto trasero.

Mierda.

El inesperado calor se concentra en mi ingle y me pongo duro en un segundo. Y como el idiota que soy, me apoyo en el marco de la puerta y sigo disfrutando de la vista en vez de detenerla.

Mierda, si es policía no puedo dejarla salir de aquí con vida. Miro una vez más su trasero, sería una lástima.

Rapunzel se gira y mira al ratón. Hace un gesto extraño en su rostro y luego repara en mí.

Ambos, Rapunzel y Mickey Mouse, me miran aterrados. Disney en toda su gloria.

–Si yo fuera tú no haría eso –murmuro chasqueando mi lengua–. Has sido una chica muy mala.

Sus hermosos ojos oscuros, del color del cacao, se amplían dos veces su tamaño.

–Oh, oh –susurra, al igual que mis hermanos cuando los descubría haciendo algo malo, y luego cae al suelo.

–Genial.

Me acerco a ella y tomo su pulso, distraído un momento por la suavidad de su piel.

Acaricio su mejilla. –Estarás bien, Rapunzel. Bueno, a no ser que seas policía.

Rebusco en su pantalón, demorándome un poco más de lo necesario en sus bolsillos traseros. Cuando no encuentro nada, a excepción de un perfecto culito respingón, reviso su mochila.

–Bingo –susurro cuando tomo una tarjeta laminada–. Periodista –mascullo mirando a la chica–. Una periodista. Lo que nos faltaba.

Su tarjeta dice María Fernanda Montero Jara, pero ella lo rayó y anotó encima Fer.

–Así que Rapunzel tiene nombre. –Cojo su cámara y reviso las fotos, la mayoría son de mi tía. Sigo avanzando y jadeo sorprendido al ver muchas fotos mías, y de mi familia–. Estás jugando un juego peligroso, Rapunzel.

Sigo avanzando y en la cámara aparece un gato enorme, muy gordo, naranjo con blanco, que mira ceñudo. Luego hay varias de un hombre y en una foto, ambos se están besando.

Ignoro el arranque de ira que me produce mirar la pantalla.

Dejo la cámara y miro por la ventana como se produce el intercambio. Tomo mi arma y apunto al comprador. Nunca se sabe. Un movimiento y está muerto.

–No, Pelusón. –Me giro y sonrío al ver que está hablando dormida–. ¡No seas fastidioso!

Pobre chica, se ve que ni siquiera puede controlar a su gato.

Vigilo hasta que finalmente todos se van, incluida mi tía Sam.

Tomo la cámara una vez más y retiro la memoria. –¿Y ahora qué haré contigo, Rapunzel?

Tomo su bolso y sus cosas y luego la recojo del suelo. Es ligera como una pluma.

Mueve su rostro hacia mi cuello y suspira. Gruño despacio al sentir sus labios carnosos en mi piel.

Cuando salgo de la casa, el ratón sale corriendo lo más rápido que puede, saltando algunos tramos. Estoy atrapado en una película infantil. Sólo faltan que las aves vengan a peinar el hermoso cabello de Rapunzel.

Por un reflejo miro hacia atrás y veo enganchado en la ventana un pañuelo de seda rojo. Me devuelvo sobre mis pasos y lo tomo. Claramente lo usó para limpiar el vidrio ya que una parte está muy sucio, pero la otra no. La otra huele a su dueña. Vainilla, coco, y café.

Intoxicante y delicioso.

A lo lejos veo otro auto y deduzco que es el de ella.

–Te daré una oportunidad, Rapunzel. No me hagas arrepentirme de esto.

Saco la llave del bolso de su cámara y abro el auto.

Su suspiro me detiene y miro esa boca que me grita que la bese. Me acerco inconscientemente, esperando que mamá nunca se entere de lo que estoy a punto de hacer, porque se sentiría avergonzada de haber criado un hombre así, que se aprovecha de una chica inconsciente.

  Acaricio mis labios con los suyos y mis ojos se cierran.

–Mmmm –ronronea y sonríe–. ¿Jaime?

Ignoro el repudio que me produce ese nombre y acaricio sus labios de nuevo, como despedida, pero Rapunzel enreda sus dedos en mi cabello y me besa aún dormida.

Mierda.

Su boca se abre como una hermosa flor en primavera y me deja probar su dulzura. Ambos jadeamos. Suelto su bolso y enredo mi mano libre en ese hermoso cabello, y la acerco más, necesitando probar su dulce miel.

–¿Soy mejor que ella? –pregunta en un susurro.

Acaricio su mejilla para borrar ese gesto triste. –Diablos, sí –respondo aún acariciando sus labios–. Mucho mejor.

Sonríe y oculta de nuevo su cara en mi cuello.

Mi pantalón se siente muy incómodo de pronto. A regañadientes la dejo en el suelo, al lado de su auto. Pongo su bolso como cabecera y saco mi chaqueta para proporcionarle calor.

Rebusco en su auto y encuentro un cuaderno y un lápiz. Le escribo una nota y la dejo sobre su estómago. Arranco un manojo de flores silvestres y las uso para sujetar la nota.

–Fue un gusto, Rapunzel.

Me arrodillo a su lado y acaricio su suave mejilla una vez más y me obligo a alejarme.

Sin embargo, mi mamá me educó bien, y la vigilo hasta que despierta. Su expresión es un chiste. Lee la nota y hace una mueca extraña.

Luego toma su cámara y grita ofuscada al percatarse que la memoria ya no está.

Sonrío antes de caminar hacia mi auto con su pañuelo en mi mano y su sabor en mis labios.

*****

Paso el pañuelo entre mis dedos mientras bebo una cerveza recostado en mi sofá. Sin poder sacar la sonrisa de mi rostro.

–Eso fue divertido. –Cierro los ojos al recordar a Rapunzel y su sabor–. Muy divertido.

Definitivamente fue un buen día. Vigilé la operación de mi tía, hice feliz a mi tío y pude probar la dulzura de esos fantásticos labios.

Mierda. Se me pone dura sólo de recordarla.

La puerta de mi departamento se abre, y gruño.

–¿En serio? –le pregunto a Guillermo–. Es que no conocen la palabra privacidad.

Sus ojos dorados se abren con humor y levanta las manos. –Lo siento, bro. Pensé que no estarías. Papá me dijo que estabas ocupado hoy. –Deja caer sobre el sofá un bolso–. Me dejó el auto hoy, así que en agradecimiento fui a buscar tu ropa a la tintorería.

Me levanto y desordeno su cabello negro, como el mío y el de papá. –Gracias, hermano.

–Gracias a ti por prestarme tu apartamento el otro día –dice y me guiña un ojo.

Golpeamos los puños y luego se sienta a mi lado. –¿Cerveza?

Niega con su cabeza. –Estoy manejando.

Miro la hora y hago un gesto de desprecio con la mano. –Quédate, pedimos una pizza y conversamos.

Guillermo sonríe y coge una cerveza. –Llamaré a mamá. –Saca su celular y llama–. Mami, hola. –Sonríe–. Te llamaba para decirte que me quedaré con Cristóbal esta noche.

–¡Yo lo cuido! –Alzo la voz para que mamá escuche, la escucho reír.

–Dile a papá que su auto está a salvo. Lo estacioné en el subterráneo. –La cara de mi hermano cambia y niega con la cabeza–. Mamá no deberías hacer eso –empieza–. Mila hace mal, no debe mentirle a papá. –Me mira con desconfianza y desaprobación–. Sé cómo es papá, pero…–Suelta un suspiro cansado y comienza a pasearse por mi sala–. Hablaré con mi nina cuando vuelva. Yo también te amo, mami. –Se gira hacia a mí–. Mamá dice que te ama y que nos cuidemos.

–Yo también te amo, mamá –digo fuerte para que escuche.

–Nos vemos, mami.

Se deja caer en el sofá y me da su mirada. Su famosa mirada, conocida por toda nuestra familia.

Todos nos metemos con Guillermo, porque es un chico muy dulce en verdad, pero hay momentos en los que no se puede negar que es nieto de nuestro tata, El Emperador, e hijo de papá. Y este es uno de esos momentos.

–No me parece lo que están haciendo con papá. Mila me va a escuchar –musita.

Golpeo su hombro. –Entiéndela, Guillermo. Papá no la deja tranquila, ella también necesita libertad. Tú también te escapas con Sofía, de hecho, muchas veces has ocupado mi departamento.

–Sí, pero yo no le miento a nadie.

–Esa es la diferencia, bro. Tú puedes hablar con papá, pero si Mila lo hace…–Silbo–. Te aseguro que eso no saldrá bien. Papá se rehúsa a creer que su niña ya creció.

Guillermo toma su botella y bebe. –Mila debería hablar con papá, hacerle entender. –Arruga su ceño, concentrado–. La conoces, puede tomar malas decisiones. Además, por ganar, quizá qué se le ocurrirá.

Bebo mi cerveza y reprimo un escalofrío.

–No te preocupes, todo saldrá bien. –Lo miro y sonrío–. ¿Cómo está Sofía?

Guillermo sonríe y sus ojos dorados se iluminan. –Preciosa como siempre.

Rio. –Te tiene bien atrapado, ¿no?

Asiente con una gran sonrisa. –Muy atrapado. La amo, bro.

Sonrío y desordeno su cabello. –Lo sé.

Me mira, a la vez que sube sus pies a mi mesa de centro y bebe otro sorbo de su cerveza. –¿Y tú que cuentas?, ¿alguna nueva conquista?

Una imagen de Rapunzel cruza mi cabeza, y sonrío.

Los ojos de mi hermano se abren con sorpresa. –Dispara –ordena.

–No es lo que crees…

Escuchamos un golpeteo en mi puerta. Saco el arma que tengo en uno de los cajones de mi mesa de centro y la meto en mi pantalón. Nunca se sabe, además, no estoy esperando a nadie.

–Cuidado –le advierto a Guillermo.

Se sienta y veo como sus sentidos se agudizan. A pesar de haber elegido estudiar la carrera de mamá y llevar una vida tranquila, se ve que también tiene los instintos de papá y del abuelo.

Me acerco a la puerta y miro por la mirilla. Me relajo un ápice al ver a un trabajador del correo.

Abro. –Buenas tardes. –Mira la pantalla de una especie de Tablet que tiene en la mano desocupada–. ¿Señor Cristóbal Guerrero Henríquez?

Me tenso de inmediato. –No –espeto.

Mira la pantalla, frunciendo el ceño y luego mira la puerta. –La dirección es la correcta.

–Le dije que ese no es mi nombre. Me llamo Cristóbal Guerrero González, no Henríquez –escupo.

El chico se incomoda con mi reacción. –Seguramente es para usted, a lo mejor en la agencia cometieron un error al anotar.

Me muestra la carta y tiene escrito a mano ese nombre al que ya no respondo.

–No recibiré esa carta. Si me disculpa –digo y cierro la puerta.

Afirmo mi espalda en la puerta y trato en vano de controlar mi respiración.

–¿Por qué ese hombre te llamó Guerrero Henríquez? –pregunta mi hermano.

Mierda.

–Ese era mi apellido… Ya sabes, hasta antes de que mamá y papá me adoptaran.

Guillermo frunce su ceño, preocupado. –¿Crees que se trata de tu familia biológica materna?

Asiento y pateo la puerta. –No le digas a mamá, Guillermo. –Arruga su ceño, claramente disgustado por mi petición–. Por favor. No quiero que se preocupe.

–¿Hay algo de lo que preocuparse?

Niego con mi cabeza. –Nada. No le digas a Claudio tampoco. No dejaré que esa mujer se acerque a mi hermano ni a mí.

Guillermo se pone de pie y se acerca a mi lado. –No diré nada. Tranquilo –me calma antes de abrazarme–. Olvídalo. Esa mujer no es nada tuyo. Además, si se acerca…–silba y ríe–. Mamá la pulverizará.

Me relajo y rio también, al imaginar la escena. –Sí, mamá da miedo a veces.

–Sí. Anda, pidamos esa pizza que me prometiste.

Asiento y golpeo su hombro. –Saliendo unas pizzas –digo a la vez que marco el número de mi pizzería favorita y me obligo a olvidar lo sucedido.

Como me he obligado a olvidar a esa mujer.

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