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UNA CANCIÓN PARA DOS

1. Mi vida de estudiante

—¿Y tú quién eres? —me preguntó la profesora de cartografía.

—Luna —le contesté con la inseguridad que sentía cada vez que decía mi nombre.

—¿Luna qué? —preguntó molesta buscándome en la lista que traía en la mano.

—Chávez Godoy.

—Bueno, Luna Chávez Godoy —dijo enfrente de todos mis compañeros—, no te puedo dejar pasar, llegaste quince minutos tarde. Tienes falta. Adiós.

Me cerró la puerta en la cara y me dejó afuera de la clase.

"¿Acaso no se imagina que ni siquiera he comido, que vengo de trabajar y que me desvelé hasta las tres de la mañana para acabar el mapa que nos dejó de tarea?"

Me dio tanto coraje que estuve a punto de llorar, pero me aguanté las ganas y me fui a comprar algo de comer.

La clase duraba dos horas, así que después de comprar un sándwich, me quedé en las bancas de la facultad a esperar para la siguiente tortura de clase: Estadística.

El cuarto semestre estaba acabando conmigo, y eso que apenas había empezado. "No debí escoger Geografía" pensé mientras me tomaba un Boing de mango. De todas formas ya era tarde para eso.

—¡Impuntual! —se burló Humberto cuando me encontró por ahí sentada.

—Ya ni me digas. ¿Qué tal la clase?

—Ay esa profesora es horrible, las dos horas nos puso a ver puras diapositivas. Ya me estaba quedando dormido, y luego se enojó porque solo Luis y Viridiana hicieron el mapa de la tarea, entonces todos tenemos un punto menos, tú también.

—Yo sí hice el mapa.

—Pero eso a ella no le importa, ya ves, te dejó afuera —dijo soltando su risa contagiosa—. Hubieras visto tu cara, parecía que ibas a llorar.

—Sí me dieron ganas —contesté sintiendo pena de mí misma.

—Vamos a comer algo ¿O ya comiste?

—Ya comí osito, pero te acompaño.

Me gustaba recordarle que alguna vez tuvo una novia que lo trataba como su juguete y lo llamaba "osito" enfrente de sus amigos. Era una chica tan molesta que todos nos alegramos cuando nos dijo que habían terminado. Nadie nunca volvió a mencionar su nombre.

—No me digas así, la vas a invocar —me dijo dándome un empujón.

—Pero hasta se iban a casar, ¿no?

—No, cállate, esa demente me dio algo, por eso me enamoré.

—Sí cómo no.

Humberto compró un sándwich de pollo y un cóctel de frutas porque eran los primeros días del mes, en los últimos días comíamos sopas instantáneas o nos aguantábamos el hambre.

Los dos teníamos una beca estudiantil desde el segundo semestre, nos daban un poco menos de mil pesos mensuales y la realidad es que se nos iba todo en copias, libros, materiales, pasajes y comida. Por eso yo tenía que trabajar por las mañanas en un empleo que no era precisamente el de mis sueños.

Humberto no tenía que preocuparse de eso porque sus papás y su hermana eran empleados del gobierno, entonces él podía estudiar aliviado, inclusive podía darse el lujo de practicar fútbol americano.

Para mí, la vida no era tan liviana, mi papá era oficial de tránsito y por la fama del gremio me daba vergüenza que la gente se enterara. Lo más triste es que él sí era de los corruptos que pedían dinero en vez de infraccionar y nunca había participado en un parto o en algo heróico, no era un hombre malo, pero para mi desgracia tampoco era una persona de muchas virtudes.

Mi mamá hacía todas las cosas de la casa, la comida, la limpieza, y cuidaba que mi hermana Alin terminara de atravesar la adolescencia sin perder el rumbo.

Pablo, mi hermano mayor, casi nunca estaba en la casa, él trabajaba en una fábrica de alimentos y cuando estaba de descanso prefería ir a emborracharse con sus amigos, no era un gran ejemplo a seguir.

Mi vida era así, apenas soportable por la esperanza de que en el futuro estaba toda la felicidad esperando por mí.

Ese día de enero, el frío mantenía mis pies helados y la chamarra verde militar que me habían regalado en navidad no alcanzaba a calentarme lo suficiente. La última clase empezaba a las ocho de la noche, y a pesar de que era algo a lo que ya me había acostumbrado, la lucha por no quedarme dormida y los codazos de Humberto duraban hasta las diez, cuando ya podía arrastrar los pies hasta mi casa.

Cuando entramos al metro al menos ya no tuve frío, Humberto se siguió burlando de que me habían cerrado la puerta en la cara y no podía quejarme, yo también me burlaba de él cuando algo nos recordaba a su ex novia. Platicando con él no importaban los empujones y los malos olores del metro, o lo cansado que hubiera sido el día, era mi mejor amigo, el único que me entendía.

La ciudad de México, mi familia, mi trabajo, la universidad y el semestre que apenas empezaba, sentía como si todo eso estuviera apagado ante mis ojos. Había sido mi deseo de Año Nuevo, que el amor llegara a darle luz y sentido a lo que no lograba brillar en mi vida...

2. El amor y Richie Evans

Al otro día tuve que hacer un gran esfuerzo para poder abrir los ojos, eran las ocho y media de la mañana y en la casa solo estábamos mi mamá y yo.

—Luna, ya te eché a lavar esos pantalones que siempre usas, si te los quieres poner todos rotos está bien, pero al menos lávalos —me dijo mientras tiraba las sobras del desayuno que habían dejado mi papá, Alin y Pablo.

Esos pantalones de mezclilla y otros tres eran todo mi guardarropa. ¿Cómo no iban a ensuciarse si los tenía que usar tan seguido?

Desayuné mientras mi mamá iba de un lado a otro, quejándose de lo desordenados que éramos sus tres hijos.

—Mamá, ¿así imaginabas tu vida cuando tenías mi edad?

—Mmm... no sé, nunca he pensado en eso. ¿Por qué me lo preguntas?

—Por nada, solo estaba pensando en cómo será mi vida cuando tenga tu edad. Me pregunto dónde estaré y... con quién...

—Solo termina tu carrera y consigue un buen trabajo, lo demás te llegará solo.

Mi mamá tenía la seguridad de que una carrera universitaria y un trabajo estable significaban la felicidad, así había sido educada, jamás tuvo curiosidad por conocer el mundo, ni otras formas de pensar y de vivir. Pocas veces me reconocía en ella, éramos muy diferentes porque yo soñaba despierta y escapaba de mi realidad imaginando un mundo en el que toda la suerte del mundo estuviera a mi favor. Eso siempre nos había traído discusiones y disgustos, parecía que ella y mi papá disfrutaban haciéndome sentir como una tonta que no entendía cómo funcionaba la vida.

Salí de la casa y por alguna razón terminé mirando al cielo, había algo diferente en él y permanecí esperando la sensación que me sacudiría; ya me había pasado antes, ese sentimiento que no entendía me invadió una vez más. Era un recuerdo o una premonición de una historia que siempre terminaba por convertirse en nostalgia, nunca lograba ir al origen de esos sentimientos y solo me dejaban un vacío que se iba haciendo más difícil de llenar.

Llegué al aeropuerto apenas unos minutos antes de las once y caminé hasta la casa de cambio de divisas donde Ruth estaba sonriendo detrás del mostrador.

—Buenos días señorita, ¿a cómo el euro?

—A 18.90, mejor llévese libras esterlinas —me contestó bromeando porque estaba de buen humor.

Ruth trabajaba el turno completo en la casa de cambio y yo solo la mitad, en cinco años ella ya había aprendido una gran cantidad de palabras en varios idiomas y yo solo trataba de seguirle los pasos, era muy difícil entender a los extranjeros y siempre me ponía nerviosa cuando se acercaban a leer las divisas.

—Estás muy sonriente, seguro hay algo que tienes que contarme —le dije después de ver la amabilidad con la que le hablaba a todo el mundo.

—Ya te había contado, no me digas que ya se te olvidó.

—Ya sabes que todo se me olvida, ya a ver, cuéntame otra vez.

—¡Mañana llega Richie Evans! —gritó dando unos saltitos.

Me hizo reír por la forma en la que se llevó las manos al pecho y puso una mirada como si estuviera bajo los efectos de un estimulante.

—Es cierto, ya no me acordaba —reparé recordando que me lo había contado desde hacía un mes—. ¿Crees que se ponga muy pesado por aquí?

—Obvio que sí, no te pases, parece que no lo conoces.

—Es que yo escucho pura música viejita, pero, ¿a poco sí son muy buenas sus canciones?

—Solo te puedo decir que lo único que me hace soportable la existencia es Richie Evans y su música. ¡Es tan guapo!

Me dio emoción pensar en lo que pasaría al siguiente día, Ruth se desmayaría, habría muchas personas corriendo por todos lados, caos, gritos, aplausos, los de seguridad perdiendo el control y yo tal vez podría ver a un ídolo de lejos. Esa era una de las ventajas de trabajar en el aeropuerto, algunos artistas mexicanos y extranjeros habían cambiado su dinero en nuestro local, algunos guapos, otros interesantes, siempre había sorpresas.

Acabé mi turno y me fui a la universidad. Llegué antes de que comenzara la primera clase y me senté con Humberto a platicar sobre el partido del siguiente fin de semana.

—¿Vendrás a verme jugar? —me preguntó al mismo tiempo que el profesor de geografía económica empezaba a anotar en el pizarrón.

—Espero que ganes porque ya me cansé de gritar como loca y no hagas ni una anotación —contesté sacando la carpeta en la que tomaba los apuntes.

—Qué bueno que sí vienes porque te voy a presentar a alguien.

—¡Ay no! Tus amigos del fútbol son insoportables y ni siquiera están guapos.

—Qué fea... actitud tienes, ¿así cómo vas a encontrar el amor?

Algunas veces Humberto tenía razón, soñaba con enamorarme y que alguien se enamorara de mí, el problema era que le gustaba a los que no me gustaban, y me gustaban los que no sentían ninguna atracción por mí. ¿Hasta cuándo iba a terminar esa maldición?

En la última clase los dos hicimos equipo con Karla, la más guapa del salón. Teníamos que armar una exposición de climatología y parecía que a Humberto se le estaba cumpliendo un deseo, Karla le gustaba desde el primer semestre y aunque lo disimulaba muy bien sus ojos lo delataban.

—Entonces, ¿cuándo nos podemos ver para armar la presentación? —nos preguntó Humberto.

—Mañana yo no puedo, tengo algo muy importante qué hacer —le contestó Karla con sonrisa de oreja a oreja.

Humberto y yo nos miramos y luego Karla le dio un beso a la contraportada de su carpeta, dejándonos en suspenso.

—Richie... —suspiró.

—¿Richie Evans? —pregunté de una vez.

—¡Sí! —se emocionó—, ¿también irás a la bienvenida en el aeropuerto?

—¿Richie Evans? También soy su fan —interrumpió Humberto.

—¿En serio? —preguntó ella.

—¿En serio? —pregunté yo.

—Sí, me encanta su música, de hecho no alcancé boleto para su concierto.

—No pues se acabaron muy rápido, yo sí iré.

—Pues qué suerte la tuya —concluyó Humberto antes de que Karla se fuera.

—A ti ni te gusta Richie Evans, qué mentiroso eres.

—Sí me gustan algunas de sus canciones, creo que hasta le dediqué una a ya sabes quién.

—Ay osito, pues ya me dio curiosidad, llegando a mi casa me voy a poner a escuchar su música por si mañana me saluda cuando vaya a cambiar su dinero en el local.

—Le das un beso de mi parte y le pides unos boletos para que vayamos a su concierto.

—Sí claro, y que sean en asientos de adelante porque hasta atrás no le voy a aceptar nada.

Salimos de la universidad y Humberto me enseñó una canción de Richie Evans durante el camino de regreso.

Era una canción tan bella que me emocionó, sentí un cosquilleo en el estómago y quise llegar pronto a casa para saber más de ese hombre.

Esa noche escuché sus tres álbumes, después de entrar en el mundo de su música me fue imposible dormir y a partir de ese momento todo fue diferente.

3. La gran llegada al aeropuerto

Durante la mañana siguiente tuve que correr como loca, se me hizo tarde y ni siquiera me había dado tiempo de desayunar. Eran las once en punto y yo apenas estaba entrando al aeropuerto. No imaginé que el metro iba a tardarse tanto y menos que la razón fuera Richie Evans.

Desde la primera puerta del aeropuerto vi pancartas, globos y chicas llenas de emoción. Tuve que esquivar a los fans y a la prensa para llegar a la casa de cambio, no fue fácil y me costó un retardo, pero la cara de Ruth hizo que todo valiera la pena. Estaba perfectamente maquillada, se había alaciado el cabello y usaba unos tacones tan altos que por poco y no la reconozco.

—Ruth, te ves muy guapa, pero, ¿te sientes bien? Parece que vas a vomitar —le dije al verla con la mano en el estómago y la mirada perdida.

—¡Luna, estoy demasiado nerviosa! ¡Quiero llorar! —gritó abrazándome con todas sus fuerzas.

—¿Por qué? ¿Por Richie?

—Es que ya casi llega y lo vamos a ver pasar por aquí. Estaré tan cerca de él. ¿Crees que pueda leer mi cartel?

—Ah, le hiciste un cartel y todo. ¿Y exactamente a qué hora llega?

—Ya debe estar aterrizando. ¿Y si me desmayo? Luna, no dejes que me dé un infarto antes de conocerlo...

—No, no puede darte un infarto...

—Hello... —dijo un hombre entrando al local cortando la emoción del momento.

—Yo lo atiendo.

—Gracias Luna, voy a la bóveda por un sobre de dólares.

Ya me estaba sospechando que ese día sería inolvidable porque ese hombre había cambiado sus billetes de rupias indias en los que estaba Mahatma Gandhi sonriendo y por alguna razón lo tomé como una señal de una revolución en mi vida, en mi mundo.

A los pocos minutos comenzaron a escucharse gritos y las personas corrieron a amontonarse al área de llegadas internacionales.

—Richieeee... —gritaban por todos lados.

Yo también estaba emocionada, era tanta la euforia que a mí también me palpitaba el corazón como si se tratara de un asunto de vida o muerte.

—Es él, es él, ya va a salir —se retorció Ruth en su ilusión cuando regresaba de la bóveda.

—¿Por qué no vas? Yo te cubro.

—¿En serio puedes quedarte sola unos minutos Luna?

—Sí, pero lleva tu celular, si necesito ayuda te marco.

—Gracias Luna, te debo una —dijo mientras salía corriendo con su cartel en una mano y su celular en la otra.

Cada vez se escuchaban más fuertes los gritos de los fans y los de seguridad ya estaban regañándose unos con otros; yo quería ver desde afuera, pero no podía salir del local, había muchos clientes y todos querían cambiar sus dólares.

De pronto, el caos se apoderó del aeropuerto y los flashes de las cámaras empezaron a dispararse en ráfaga. Yo quería ser parte de ese alboroto y estaba a punto de levantarme de la silla y salir del local para poder ver a Richie Evans, cuando alguien se estrelló en el vidrio de la entrada.

Era un hombre que se quedó en el suelo unos segundos y después se levantó para volver a la multitud, me dio miedo y preferí no moverme, pensé en Ruth y en si estaría a salvo entre tanto desorden, también me imaginé a Karla tratando de correr en las zapatillas rosas que Humberto le había ensuciado de café una noche.

No podía quedarme con la duda y abrí la puerta de seguridad, puse un pie fuera y miré a los lados. Lo primero que encontré fueron unos ojos que se clavaron en los míos.

Me quedé paralizada, "tiene toda la pinta de asaltante" pensé cuando lo observé de pies a cabeza. Usaba ropa gruesa y negra, y una gorra que le tapaba la mitad de la cara si se agachaba.

En cuestión de segundos corrió hacia mí empujándome con fuerza hacia adentro y luego me jaló para que me agachara junto con él cuando la puerta de seguridad se cerró.

—¡No me hagas nada! ¡Llévate todo! —le supliqué pensando que mi vida estaba en peligro.

Si ese asaltante se llevaba el dinero yo iría a la cárcel por no seguir el protocolo de seguridad, no podía perderlo todo así, por tonta y descuidada.

Él me puso la mano en la boca y me hizo una señal para que me quedara callada, sus ojos, su aroma, el corazón se me estaba congelando.

Intenté moverme para tocar el botón de emergencia, pero antes de tratar de forsejear noté que ese hombre no traía ningún arma, solo estábamos nosotros y no me había pedido nada, permanecíamos en el suelo y solo nos mirábamos esperando que alguno de los dos supiera qué hacer.

—¿Quién eres? —le pregunté observando los detalles de su rostro.

—Help me, please —contestó con la voz entrecortada.

Estaba temblando y viéndolo desde tan cerca no parecía en lo absoluto un delincuente, yo estaba más nerviosa que él y no pude moverme, algo me tenía hipnotizada y lo único que necesitaba saber era su nombre.

Sonó una alarma afuera y me levanté para asomarme por el mostrador, el ambiente estaba tan intenso que en seguida volví a agacharme y volví a preguntarle:

—¿Quién eres? Eh... Who... are you?

Él me sonrió y no creí que fuera posible, no se parecía a las fotos que había visto.

—¿Richie Evans? —le pregunté con el alma en un hilo.

—Sí —dijo con un tono que casi me fulmina—, soy Richie Evans.

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