Otra vez a Pauline Ducreux, hija del Barón de Saint Remy le ocurría lo mismo: Una decepción amorosa.
Pero esta parecía ser peor que todas las anteriores. Monsieur Adrien Dumas, elegante y deslumbrante, con sus cabellos rubios y ojos verdes que enmarcaban un rostro apolíneo y un bien formado y atractivo cuerpo había superado el nivel de crueldad de los otros. La ilusionó durante casi un año con unas bellas cartas de amor y unas cuantas miradas apasionadas. La había citado para este baile con el fin de declararle su amor en persona,
Pero mademoiselle Pauline recibió una desagradable sorpresa. Monsieur Dumas llegó al baile acompañado por una sensual rubia, una diosa de ojos azules y cuerpo despampanante, ricamente vestida y llena de joyas: su prometida. Inmediatamente ambos se fijaron en ella y comenzaron a decirse cosas al oído y a reírse. Parece que para ambos ella era solo un chiste. Ella ignoraba que él tuviese una prometida y enterarse de esta manera fue un duro golpe. Esa noche Pauline trató de retirarse temprano pero su padre, el Barón de Saint Remy la obligó a permanecer en el salón. No era el momento de partir todavía pues él esperaba que su hija de 25 años abandonara la soltería pronto y por eso debía mostrarse en sociedad para atraer futuros pretendientes. Ella tenía una generosa dote y para su padre representaba un estorbo, aunque nunca la maltrataba solo la trataba con una cordialidad fría
pues él sólo deseaba dedicarse a su joven, esposa y quería que Pauline se casara pronto.
La madre de Pauline había muerto tras el parto y su padre no había vuelto a casarse hasta ahora, su nuevo matrimonio solo tenía un mes y deseaba pronto procrear un heredero. En su vida futura Pauline no tenía lugar,
solo soñaba con tener un hijo varón y proporcionarle una vida de lujos a su joven esposa. Cumpliría entonces con el último deber con Pauline y su fallecida esposa, le encontraría un esposo, la dejaría en una buena situación y con eso aliviaría su conciencia.
El Barón de Saint Remy siempre se sentía incómodo con las rarezas de Pauline y estas extrañas conductas también perturbaban a su querida esposa. Pauline escribía hasta altas horas de la noche, deambulaba
por la casa y el jardín, de madrugada, se entretenía durante largos ratos contemplando el cielo y no mostraba ningún interés en su aspecto, siempre quería modificar sus vestidos para hacerlos más holgados, odiaba usar corsé o hacerse peinados, prefería usar el cabello ondulado y muy largo. Y una vez llegó al colmo de ponerse
pantalones. También había algo en ella que la distinguía: su tez era morena, era baja y delgada. Las malas lenguas afirmaban que la familia de su difunta esposa hubo ancestros gitanos y esto era una total vergüenza para el Barón. Los rumores decían que su hija era una vulgar gitana y que estaba loca. Aunque era su padre, el Barón no soportaba la mirada honda y misteriosa de Pauline, sus ojos grandes e inquisitivos y su silencio que a la vez decía tantas cosas, muchas cosas que él no quería escuchar. Parecía que con sus grandes y negros ojos le recriminaba
su falta de amor y su incomprensión.
Tras ser obligada a por su padre a permanecer en el baile, Pauline no tuvo más remedio que sentarse y fijar los
ojos en la alfombra, mientras trataba de no escuchar las burlas de quienes en círculo rodeaban a la hermosa pareja de rubios. Monsieur Dumas parecía sostener algo en sus manos, parecía una carta, la abrió y comenzó a leerla en voz alta frente a un grupo numeroso, con su bella prometida pegada a su brazo. La carta era la única carta que Pauline le había escrito en respuesta a las siete que él le había dirigido. Pero esa carta era su ruina. Allí ella le confesaba su amor, y describía con pasión lo hermoso que él le parecía, pues Pauline era reservada pero muy apasionada.
Fue terrible para ella sentirse expuesta a tanta humillación. Cuando escuchó que el relataba que ella deseaba sentir sus "cabellos de oro entre sus dedos" el coro de risas estalló al unísono y todos voltearon a mirarla. Pauline se retorcía las manos, hecha un manojo de nervios, temblorosa y al borde del llanto,con la vista puesta en las flores de lis que adornaban la alfombra. Desesperada miró a su padre quien ignoraba el motivo de las risas del grupo, pero como siempre no halló en el comprensión, ella le pidió retirarse pero él no se lo permitió. Aun viendo que seguía sentada sola sin la compañía de ninguna dama ni ningún caballero. Él la retenía y la obligaba a asistir a eventos públicos, sin importarle lo incómoda que ella se sentía. Esta situación se convertía en un espectáculo
deprimente que todos notaban.
La sociedad despreciaba a Pauline, aunque tenía una vida privilegiada. No toleraban sus excentricidades y su poco común aspecto. Simplemente era un bicho raro y todos se hacían la idea de que seguiría siendo una solterona el resto de su vida. Ni siquiera sería como otros solteronas beatas, pues Pauline no era religiosa, sería una solterona rara y loca, una escritora empedernida, una mujer oscura y ridiculizada por la sociedad donde
debería reinar sino fuera tan, tan diferente…
A veces mademoiselle Pauline pensaba que había sido creada solo para ser la burla de los demás. Se
ilusionaba mucho, soñaba con el amor, pero su corazón siempre terminaba destrozado.
Más tarde cuando finalmente llegó a su casa, corrió a encerrarse en su habitación. Tras desvestirse y despedir a
su doncella, se sentó frente a un espejo. Trataba de ver la causa de su mal, sus ojos grandes, negros y hermosos estaban enrojecidos por el llanto, su boca era pequeña pero llena y sensual sus facciones eran armónicas, su cuerpo era grácil y bello aunque pequeño, su cabello era negro largo, ondulado y muy...brillante. Pero ella no veía nada agradable en su reflejo, sólo veía fealdad. Solo veía a un ser burlado y ridiculizado, solo veía la indiferencia de su padre, la ironía silente de su madrastra y las ganas que ambos tenían de deshacerse de ella, casándola con algún noble. Pero para Pauline, el matrimonio era un imposible, algo que le ocurría a las demás mujeres pero nunca a ella. Y el amor, el amor era como un unicornio, un animal mitológico que no existía al
menos para ella. El amor solo era un bello sueño que nunca se haría realidad.
Luego de la nefasta noche del baile, Pauline estuvo más taciturna que de costumbre. Permaneció encerrada en su habitación por varios días. Nadie en la casa parecía notar su ausencia. No podía leer más de dos líneas, no tenía ánimos de caminar para disfrutar el fresco aire de la noche. Ni siquiera se había asomado a la ventana para observar el jardín.
Tampoco tenía ganas de escribir. Se sentía decepcionada y vacía. Así pasaron un par de semanas
y cuando intentaba a escribir solo venía a su mente la humillación que había vivido en ese baile tan funesto para ella.
Me arrojaste a lo que jurabas sería mi muerte. Creíste que me
ahogaría en el agua de tu burla, que tus
labios próximos que nunca fueron beso me devastarían y finalmente, que esa imagen tuya, ceñido a
otra mujer sería la daga en mi espalda que me desangraría. Saboreaste la
sensación de imaginar como el dolor me estallaría en las entrañas al mirar esa
pose de romance palaciego: tú ricamente vestido y ella con un vestido de gala maquillada
para esconder la fealdad de su corazón.Ambos con aquellas sonrisas falsas y ojos
soberbios que me miraban, desafiantes jugando a ser dioses del Olimpo, potentes
y fieros riéndose de una diminuta mortal.
Pauline escribió estas líneas y luego quemó el papel, no quería convertirse en un ser lleno de resentimiento. Pero sabía que el dolor estaba allí, quería quemar ese sufrimiento así como quemaba ahora el papel. Con la mirada absorta en el fuego recordó cada frase de las ardorosas cartas de amor que Monseiur Dumas, le escribió. Adrien.
Así le imploró que lo llamara, entre floridas frases que elogiaban su rara belleza...Mentiras. Seguro él y su prometida se rieron durante todo este tiempo de ella. Pauline era un mero bufón en la vida de él y en la vida
de otros tantos. Ya lo sabía. Se había resignado, pero no quería llorar toda la vida. Seguiría viviendo a su manera, sería ella misma aunque nadie la amase, aunque no le agradara a nadie. Ella no se permitía pasar mucho tiempo triste. Así que después de quemar lo que había escrito siguió con su rutina habitual: leer, pasear, escribir, observar los amaneceres, atardeceres, pasear por las noches, y jugar con su gata Lucy. Podía hacer lo que quisiera, comer lo que quisiera o quedarse todo el día en la cama durante un clima lluvioso. Esta era su vida, no había
romance ni matrimonio a la vista. Pero iba a disfrutar a su manera la vida que le tocó vivir.
Una tarde mientras comía manzanas y veía la puesta de sol en el jardín, Pauline fue llamada al despacho de su padre. Hace mucho que él no conversaba con ella en privado, algunos días ni siquiera le dirigía la palabra
-La mayoría del tiempo todos parecían evitarla-. Así que Pauline no pudo evitar sentir miedo. Angustiada entró al despacho de su padre que al verla frunció el ceño, ella usaba un vestido holgado, su cabello negro, largo y enmarañado estaba suelto y le llegaba por la cintura y estaba descalza, pues le gustaba sentir la tierra desnuda bajo sus pies.
-Pauline, pareces una salvaje.
-Pero no lo soy, su excelencia.
Su padre le exigía que lo llamara su excelencia. Tenía que hablarle de la manera más formal posible.
-No te he dado permiso para
hablar.
-Lo siento, su excelencia.
-Escucha bien lo que te voy a decir, pues esto te lo diré una sola vez. Soy el Barón de Saint-Remy y tu conducta está mancillando mi nombre. Hay rumores sobre ti, se dice que eres una loca y una bruja. Te has convertido en una calamidad pública, Pauline. Las mujeres te temen y lo peor que puede pasarles es que las comparen contigo. Los hombres te esquivan con angustia y piensan que al unirse a ti solo les traerías penurias. La gente supersticiosa se protege de ti con amuletos y temen que acaricies a un niño o animal por temor a que enfermen o mueran. Además dicen que te han visto deambulando por las noches, elaborando hechizos o quién sabe qué. Hasta los sirvientes te temen. Rechazas las buenas costumbres y te niegas a vestirte como una dama de tu rango y posición. Estás condenada a la soledad, Pauline.
Luego de escuchar estas duras palabras, Pauline quiso responder pero su padre le hizo un gesto con la mano.
Ordenándole a guardar silencio.
-Esto es mi culpa, al parecer en la familia de tu madre había…gitanos… yo nunca lo supe y me uní a ella sin saberlo. Es una raza maldita. Estás condenada, pero mi deber de padre es más fuerte, debo hallar un esposo para ti y no me importa lo que cueste. Eres mi única hija y ofreceré una dote tan generosa que alguien habrá de aceptar
desposarte. Mi única condición es que tu futuro esposo debe ser un noble de alto rango.
-Padre… perdón, su excelencia. Yo no quiero casarme, al menos no con alguien que solo se case por mi dote. Déjeme vivir como hasta ahora, por favor. Prometo llevar una vida más reservada de la que he tenido hasta ahora, si es que eso es posible.
-No, Pauline. Eso no será posible, debes casarte como tu rango y posición lo requieren. Yo me voy a dedicar a mi esposa quién está embarazada y espero que me regale la dicha de un hijo varón para que herede mi baronato y todas mis propiedades. Pero antes debo ocuparme de ti. No quiero que refutes nada, yo mismo me encargaré de encontrar un esposo para ti, pero deberás refinar tus modales en sociedad y mejorar tu aspecto, también tu conducta deberá cambiar. A partir de hoy te comportarascomo una dama y no como una salvaje.
-No soy una salvaje, padre. Sabe usted muy bien que soy muy inteligente, más que muchas damas que usted conoce.
Pauline olvidó por un instante la formalidad con la que debía hablarle a su padre y le habló con firmeza, pues estaba segura de lo que decía .Ante las palabras de su hija el Barón de Saint-Remy, no tuvo más remedio que hacer una silenciosa pausa. Era cierto lo que ella decía, desde niña fue brillante en todo, en idiomas, en música, en botánica y demás ciencias. Su inteligencia era innegable.
-No voy a debatir contigo, Pauline. Sólo te llame para informarte lo que voy a hacer. Yo decidiré tu vida y tu destino. Es lo que puedo hacer en memoria de tu madre, a quien pese a sus engaños respecto a su origen, amé profundamente. Encontraré un esposo para ti cueste lo que cueste.
Tres semanas después
El Barón de Saint-Remy se había
ido de viaje. Su esposa, la baronesa aprovechó la ocasión para ausentarse
también por varios días. Pauline estaba sola en casa, junto a la servidumbre.
Aún resonaban en su mente las palabras de su padre “Encontraré un esposo para
ti, cueste lo que cueste”. Para ella un matrimonio a la fuerza sería lo peor
que pudiese ocurrirle, no le parecía correcto que su padre le comprara un
esposo solo por guardar las apariencias. Prefería continuar su vida sola, en
casa leyendo y escribiendo hasta que fuese una anciana. Ya no quería más
mentiras, ni conocer más patanes rubios y hermosos como Monseiur Dumas.
Por otro lado Pauline, se sentía
mal al recordar que su padre le dijo que en la familia de su madre había
gitanos…No conocía a ningún gitano, sólo sabía que muchos les temían y los consideraban
una raza maldita. Pensaba que tal vez por eso tenía mala suerte. Su doncella
particular se había marchado de la casa, quizás espantada por todo lo que se
decía acerca de ella, que si estaba loca o era una bruja. Pauline empezaba a
sentirse mal de que algunas personas supersticiosas alejaran a los niños y a
los animales de ella. Hasta el mozo de cuadra de su caballería le había dicho
que se alejara de los caballos porque los espantaba. Esto hirió mucho a Pauline
pues amaba los caballos y era muy buena amazona. Le encantaba montar a caballo
y sentir la sensación de libertad y el viento rozando su rostro y alborotando
su cabello. Una parte de ella disfrutaba del miedo que generaba en algunas
personas, que al verla pasar se apartaban y murmuraban de ella. Le daba risa,
pues no había locura o brujería alguna en su naturaleza: solo era diferente.
Pero esa diferencia era muy difícil de aceptar para muchos.
Como su antigua doncella se había
marchado, el ama de llaves le había conseguido un reemplazo.
No era una jovencita, sino más
bien una mujer de mediana edad, con ojos grandes y vivaces, delgada, baja y
morena como la propia Pauline. Llevaba un extraño vestido amarrado a la cintura
y al ver a Pauline no pareció temerle, al contrario la trató con naturalidad.
Se llamaba Aurelie y por sus maneras parecía más bien una extraña mendiga que
una doncella o criada. Pauline había escuchado murmullos en la cocina que
Aurelie fue la única que se ofreció para ser su doncella. Definitivamente esta enigmática
mujer no le temía.
A Pauline le agradó el hecho de
que Aurelie la tratara con naturalidad y una sutil informalidad, la miraba
fijamente a los ojos al hablar y la observaba con detenimiento. Aprovechó esta
nueva compañía para pedirle que la acompañara a la librería, pues salir a
comprar libros era una de las pocas cosas que Pauline disfrutaba hacer, aunque
esto significase que mucha gente la viese y se levantaran olas de murmuración a
su paso. Pauline salía muy poco, solo a reuniones sociales y a la iglesia
(obligada por su padre). El único lugar que al que iba por su cuenta y por
gusto, era la librería.
Al Barón
de Saint-Remy, su padre no le agradaba en absoluto que Pauline leyese y mucho
menos que escribiese, para él los únicos libros que tenían valor eran los
religiosos. Aunque esto le constaba a Pauline, no era muy sincero de parte de
su padre, pues en su despacho había encontrado ocultos en una gaveta, libros
que ilustraban en forma detallada la unión del hombre y la mujer con láminas de
inspiración medieval .De tal manera Pauline, aprendió de los misterios del amor
carnal. Y alguna vez llegó a pensar que disfrutaría tales goces y deleites con
su Monseiur Dumas…Ahora le aliviaba el hecho de no haber escrito ninguno de
estos deseos en la única carta que le envió, pues su vergüenza hubiese sido
infinita. A Pauline le hubiese gustado seguir investigando y leyendo más de
estos libros, pero no podía comprarlos: era una señorita, la hija de un acaudalado Barón
y no una vulgar cortesana.
Pero al menos podía comprar otros libros, su padre no se lo prohibía, aunque no
lo aprobaba del todo.
Pauline salió con Aurelie en el
carruaje, esto rompía la etiqueta pues lo más adecuado sería que tuviese una
dama de compañía, pero su vida no era muy convencional. Así que aprovechando la
ausencia de su padre se permitió esta extravagancia. Aurelie respetaba su
silencio, y solo le brindaba una compañía cálida que la hacía sentir cómoda.
Antes de llegar a la librería había comenzado a llover con furia, fue una lluvia
repentina y violenta, que caía en medio de rayos de sol.
Por nada del mundo Pauline quería
esperar para encontrarse con sus libros, así que se bajó del carruaje en plena
lluvia, mojando su vestido de verano (no apropiado para el clima). Aurelie bajó
tras ella, como una compañera fiel. En
pocos metros el cuerpo de Pauline quedó empapado de pies a cabeza, su larga
cabellera estaba empapada, y la tela de su vestido se había pegado a su
silueta, delineando sus senos, cinturas y caderas. Corrió a la puerta de la
librería, salpicando sus botas de barro, estaba ruborizada y su respiración
estaba agitada. Casi resbala frente a la puerta y la empujó sin querer,
haciendo tintinear la campaña que colgaba de ella.
Al entrar, los ojos grandes y
negros de Pauline se encontraron con otros ojos grandes negros y muy
brillantes. Frente a ella estaba un hombre vestido con suma elegancia, era alto
y delgado, vestía una lujosa capa negra, tenía la piel ligeramente bronceada.
su cabello abundante era tan negro
como sus ojos, su nariz era prominente pero bella, igual que sus labios sensuales,
su labio superior era fino pero su labio inferior era más lleno. Esos ojos
grandes la miraron con sorpresa y luego con curiosidad.
Y Pauline, solo se quedó pasmada, presa de la vergüenza por su entrada tan
ruidosa y repentina. Y claro está quedó impactada ante el bello desconocido.
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