Este texto tiene una propuesta creativa muy interesante: combina la crítica literaria irónica con un giro inesperado hacia la acción y la fantasía, al estilo "isekai". Aquí tienes una versión corregida y pulida manteniendo el estilo original, pero con mejoras en ortografía, puntuación, fluidez y coherencia narrativa:
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**POV LUCIANA**
Estaba terminando de leer mi novela *"A pesar de las adversidades"*. Esta historia cuenta la vida de Marión, la tercera hija del duque Díaz.
Ella es una chica dulce, amable y hermosa que logra llamar la atención del príncipe heredero durante una fiesta de bienvenida. Se enamoran a primera vista, pero lo que Marión no sabía era que Steven, el príncipe, tenía una prometida y su boda se celebraría en un mes.
Cuando llegó el día de la boda y Steven se casó, Marión quedó devastada: lo amaba con todo su corazón. Pero al tomar el trono, él le ofreció ser su concubina, ya que solo se había casado con la princesa Abigaíl para formar una alianza entre imperios. Marión aceptó gustosa, soñaba con estar para siempre con su amado.
La emperatriz Abigaíl, en cambio, siempre había estado enamorada de Steven. Desde niños fueron compañeros de juegos y ella lo amó con devoción. Cuando por fin se casaron, creyó que él también la amaría. Pero el día en que Steven le informó que traería una concubina al palacio, toda esperanza murió.
Steven había prometido no tomar concubinas por respeto a su madre, siguiendo la tradición de los emperadores de Barcella. Pero a tan solo un mes de haberse casado, ya había traído a Marión. Hacía que ambas compartieran la mesa, las fiestas, las reuniones y hasta los paseos. Era un completo sinvergüenza.
En uno de esos paseos, conoció a Silvia, la hija de un conde, y nuevamente quedó cautivado. No pasó mucho tiempo antes de que ella se sumara a su lista de amantes. Marión, destrozada otra vez, creyó que con ella y la emperatriz bastaba. Pero Steven la trató como a las demás: la usó y la desechó.
Así fue sumando mujeres hasta tener un harén de quince. Todas jóvenes, bellas y con algo en común: amaban al bastardo y codiciaban el puesto de emperatriz.
Abigaíl, por su parte, rogaba por amor, afecto, o tan solo una mirada. Pero Steven apenas le dedicaba tiempo. Las concubinas la maltrataban en su ausencia: la humillaban, la golpeaban, la torturaban psicológicamente.
Hasta que un día, harta de todo, Abigaíl escribió una carta de despedida y se suicidó. El emperador no lloró su pérdida; al contrario, una semana después coronó a Marión como nueva emperatriz.
Marión investigó lo ocurrido y descubrió que a Abigaíl la estaban envenenando. Se lo mostró a Steven, pero no pareció importarle… hasta que Barcella declaró la guerra, exigiendo justicia por su hija.
El emperador Steven, acorralado, leyó la investigación de Marión y comprendió que todas sus concubinas habían sido cómplices del maltrato. Como nunca sintió nada por ellas —salvo atracción física— y solo amaba a Marión, las arrestó y las entregó al ejército de Barcella.
El emperador de Barcella prometió no atacar, pero retiró su apoyo al imperio y desapareció para siempre.
Con solo Marión a su lado, Steven comenzó a conocerla de verdad. Ella, a pesar de todo, nunca dejó de amarlo. Decidió darle una segunda oportunidad. Tuvieron hijos, fueron felices, comieron perdices y bla, bla, bla…
Cerré mi laptop y me dije:
—Qué pérdida de tiempo. Una porquería esta historia. Odio cuando romantizan este tipo de situaciones. No entiendo por qué el emperador pudo tener su final feliz, cuando desde el principio fue un perro con todas. Las usó y luego las desechó como si fueran prostitutas. Nunca más leo una pavada así.
**Narrador omnisciente**
Luciana se reprochaba mientras se alistaba para una misión. Junto con su hermana Tamy, eran hijas de un poderoso mafioso, y ella, como la mayor, heredaría el liderazgo.
Ese día darían un gran golpe: robarían a una mafia enemiga 400 toneladas de mercancía.
—¡Apúrate, hermana, o se nos hará tarde!
—Ve yendo, Lu. Yo te alcanzo —respondió Tamy.
Luciana asintió y se dirigió al muelle con 50 hombres. Pero al llegar, algo no cuadraba. Antes de poder reaccionar, fueron emboscados. Dio pelea hasta que vio llegar a su hermana… pero algo andaba mal.
—¡Te vas a arrepentir, maldito, de haberte metido conmigo! ¡Mi hermana acaba de llegar!
—Ja, ja, ja… ¿De verdad crees que viene a ayudarte?
—¿De qué hablas?
—Que te lo cuente ella.
—Ay, hermanita —dijo Tamy, acercándose—. Desearía no haber tenido que llegar a esto, pero no me dejaste otra opción.
Luciana no podía creerlo. Su propia sangre la estaba traicionando.
—Si querías el liderazgo, solo tenías que habérmelo pedido.
—Sabes bien que padre no lo habría permitido si no me lo ganaba por mis propios méritos.
—Tienes razón. Siempre fuiste débil. Por eso papá te consideraba indigna del cargo.
—¡Cállate! ¡Eso no es cierto!
—Tuviste que emboscarme para vencerme. En una pelea justa, jamás me habrías ganado.
—Esta vida no es justa, hermana. Tus últimas palabras.
—Vete al infierno, perra.
**PUM.**
**POV LUCIANA**
Morí.
Sentí mi cuerpo flotar. No había dolor, ni angustia. Solo… nada. ¿Será normal esto?
—Sí, es normal. Todos sienten lo mismo.
—¿Quién dijo eso? ¡Carajo, no traje mi arma! ¡Ni la navaja del abuelo!
—Ja, ja, ja. Eres chistosa.
—¡Contesta! ¿Quién eres?
—Soy Dios.
—Ja, ja, ja. Sí, claro… En serio, ¿quién eres?
—Hablo en serio.
—Digamos que te creo… ¿Qué hago aquí? ¿Y qué es “aquí”?
—Es una especie de purgatorio. Aquí vienen las almas como la tuya, para sumar o restar puntos antes del juicio final. A pesar de tus crímenes, también hiciste muchas cosas buenas. Por eso, te daré una segunda oportunidad. ¿A que soy bueno?
—¿Cómo esperas que lo diga si recién te conozco, Odín?
—Dios. Me llamo Dios, y respeta, muchachita insolente. Solo por eso, ya sé a dónde enviarte.
—¿A dónde?
(Oscuridad.)
**Narrador omnisciente**
Luciana volvió a sentir su cuerpo. Pesadez en las extremidades. Abrió los ojos lentamente.
—Qué sueño más raro… ¿Qué mierda fue eso?
—¡Emperatriz! ¡Qué modales son esos!
—¿Qué carajos? ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Mejor dicho… ¿qué hago *yo* aquí? Esta no es mi habitación…
—Majestad, cálmese. Tuvo fiebre. Seguramente por eso se siente confundida. Iré a llamar al médico.
Luciana se quedó sola, mirando la habitación.
*Qué seguidilla de sueños más raros… Nunca más vuelvo a salir con Tamy. Vaya a saber qué me puso en la bebida…*
Se levantó, caminó hasta un espejo… y lo que vio la dejó en shock. Su reflejo no era el de siempre. Su rostro le resultaba conocido, pero no era el suyo.
La mujer de antes volvió, acompañada por un hombre canoso. Ambos llevaban ropas antiguas.
Se inclinaron ante ella.
—Saludos, majestad, emperatriz de Soler. Con su permiso, he venido a revisar cómo se encuentra esta mañana.
—¿Disculpe? ¿Dijo… *Soler*?
—Así es, majestad. Usted es la emperatriz **Abigaíl Campbell**, esposa del emperador Steven Campbell, ¿Algo más que desee saber, luna del Imperio Soler?
Luciana se sentó en la cama y se pellizcó el brazo.
—¡Auca, sí dolió! Entonces no... no estoy soñando. ¡¿Si morí y... y MALDITO SEUS, TENÍAS QUE REVIVIRME EN ESTA ESTÚPIDA HISTORIA?!
No dejaba de maldecir. Tanto el doctor como la sirvienta no entendían nada; pensaron que la emperatriz había perdido la cabeza. Estaban a punto de retirarse para informar al emperador, cuando ella habló fuerte y claro:
—¡Che, che, che! Ustedes dos, quietos ahí. ¿A dónde piensan que van?
—M-majestad, yo iba a... a prepararle un té. Sí, eso, un té, para sus nervios —dijo la sirvienta, nerviosa.
—Y yo... yo la iba a acompañar a traer la bandeja, por si era muy pesada —añadió el doctor rápidamente.
—No hace falta. Ahora explíquenme qué me pasó.
—Bueno... usted fue envenenada, majestad. Afortunadamente la encontramos a tiempo y el doctor aquí presente le salvó la vida.
—¡Con que envenenada, eh! Interesante. Dijeron que estoy casada, ¿cuánto tiempo llevo de matrimonio?
—Dos años, majestad.
—Perdón por mi comportamiento, pero creo que el veneno dañó mi cabeza. No recuerdo nada.
—Permítame revisarla, majestad —dijo el médico.
Después de examinarla, el doctor se alejó y anunció:
—No encuentro nada fuera de lugar, aparte de la pérdida de memoria. El veneno ha salido de su cuerpo, así que solo queda esperar a que los recuerdos vuelvan por sí solos. Eso es todo, majestad. Si no hay más, me retiro.
—Muy bien, puedes retirarte. Pero mucho cuidado con lo que cuentas de lo que pasó aquí, ¿quedó claro?
—S-sí, majestad. Con su permiso.
—Tú también retírate y déjame descansar —ordenó a la sirvienta.
—Sí, majestad. Estaré afuera por si necesita algo.
Apenas se cerró la puerta, Luciana se dio vuelta, se dejó caer en la cama, abrazó una almohada y gritó:
—¡AAAAAH! ¡Maldito seas, Locki! Pero ya verás cuando nos volvamos a encontrar...
Siguió maldiciendo hasta que se cansó. Luego decidió descansar un momento. Más adelante pensaría qué hacer de ahora en adelante. Por ahora, solo quería dormir.
Luciana despertó de su siesta y seguía en el mismo sitio de antes. Esa fue la confirmación que necesitaba: esto no era un sueño. Volvió a golpear la cama con las manos, frustrada, y se sentó. Se dijo a sí misma:
—¿Qué se supone que haré ahora? Piensa, Lu, piensa. A ver qué recuerdo de esta patética historia...
**Tomó una hoja, una pluma y algo de tinta, dispuesta a escribir lo que recordaba.**
—A ver... soy la emperatriz Abigaíl. Según la historia, ella era querida por su pueblo, administraba bien las finanzas del imperio, y tenía el mismo derecho que el emperador de tener su propio harén. Pero esta tonta creía que si el emperador la veía con otros hombres, dejaría de visitarla. Como no quería perder las dos o tres miserables horas al mes que él le dedicaba, renunció a ese derecho.
**Frunció el ceño con fastidio.**
—Tonta... yo hubiera disfrutado a todos esos papuchos que aparecían en la trama. Luego, los nobles, deseosos de ver a sus hijas como emperatriz, comenzaron a envenenarla y a ordenar que la maltrataran. Bien... por lo visto, ya recibí el primer ataque. Y el supuesto esposo... ni luces ha dado. Perfecto. No lo necesito. Puedo conseguir a mis propios hombres y que sean solo míos.
**Se levantó y caminó hacia la puerta.**
—Bueno, primero voy a llamar a la señora de esta mañana. Dijo que estaría tras la puerta.
**Al abrirla, vio a dos soldados que se ruborizaron al verla y a la mujer que la había atendido.**
—Majestad, ¿qué hace? Soy su enfermera. Entre, por favor.
—Emm... solo quería pedir tu ayuda.
—Está bien, emperatriz. Pase.
**Luciana la miró extrañada por la urgencia con la que la hizo entrar, pero obedeció.**
—Listo, ya entré. ¿Contenta?
—Disculpe, Majestad, pero... está en paños menores y afuera hay dos caballeros.
**Luciana bajó la mirada. Llevaba un camisón fino y translúcido que dejaba ver más de lo debido.**
—Mmm... he estado con menos ropa que esta. No tengo pudor.
**La enfermera la miró incrédula.**
—Cof... cof... lo que diga, Majestad.
—¿Cómo te llamas?
—Norma, Majestad. Soy su doncella.
—Perfecto, Norma. Necesito arreglarme. Quiero hablar con el emperador.
—Majestad, no creo que él la atienda si no es su día de visita...
—Esto no será una visita. Necesito comunicarle que formaré mi propio harén.
**Norma abrió los ojos con asombro y, aunque algo ruborizada, asintió.**
—Claro, Majestad. Ya preparo todo para su baño y vestimenta.
**Una hora después, Luciana ya estaba lista.**
—Se ve hermosa, emperatriz —dijo Norma con admiración.
—Gracias. Guíame, por favor.
**Ambas salieron y caminaron por los pasillos del palacio. Todos se giraban a mirarla.**
—¿Por qué me miran así?
—Es por su atuendo, Majestad. Usted jamás se arregla.
—¿Por qué no lo hacía?
—No le gustaba llamar la atención.
—Por eso mi guardarropa está lleno de vestidos apagados y horribles. Eso cambiará.
—¿Quiere que llame a la modista?
—Sí, hazlo. Y una cosa más: ¿cómo me dirijo al emperador? ¿Majestad? ¿Esposo? ¿Steven?
—Siempre se ha dirigido a él formalmente, Majestad.
—Por supuesto...
**Al llegar a las puertas del despacho imperial, los guardias la detuvieron.**
—Disculpe, emperatriz. El emperador está reunido con los consejeros.
—Lo entiendo. Pero lo que tengo que decirle es importante. Por favor, entréguele esta nota.
*("Majestad, necesito su autorización para formar mi harén.")*
**El guardia obedeció. Steven, al leerla, alzó una ceja.**
—Déjenme a solas con la emperatriz —ordenó.
**Luciana entró con porte altivo y se inclinó.**
—Saludos, sol del imperio...
—Al grano, por favor.
**{Bastardo. Pero tranquila, Luciana, tranquila.}**
—Majestad, necesito su autorización para crear mi propio harén.
—¿Por qué ahora? ¿Acaso planeas que así me interese más en ti?
—No. Ya entendí que no tiene tiempo para mí. Por eso quiero mi propio harén.
—Me alegra que lo hayas entendido. Preséntalo en la siguiente reunión del consejo.
—Gracias, Majestad. Eso era todo. Me re...
**Steven la interrumpió, intrigado.**
—¿Cómo está de salud? Me dijeron que tenía fiebre...
—Me envenenaron. Pero estoy bien. Otra razón por la que quiero concubinos: ellos podrán protegerme.
—¿¡Envenenada!? ¿Por qué nadie me informó?
—Ya no importa. Como dije, estoy bien. Pronto no lo molestaré más. ¿Cuándo es la próxima reunión?
—Mañana... ¿Y qué quiso decir con eso de que ya no será una molestia?
—Nada. Yo me entiendo. Hasta mañana, Majestad.
**Steven la observó salir, confundido.**
{¿Qué le pasa a esta mujer? Actuaba como si no quisiera verme... Imposible. Está enamorada como todas. ¿Pero entonces por qué ahora quiere concubinos?}
—¡Sir Fausto!
—Majestad.
—Vigila a la emperatriz. Quiero que averigües quién la envenenó. Y protégela.
—Sí, Majestad.
**Por otro lado, Luciana decidió recorrer el palacio. Llegó a una oficina donde un hombre mayor, con lentes y expresión cansada, se levantó al verla.**
—Saludos, Majestad.
—Puede levantarse.
—Él es el mayordomo Milton. Se encarga de las finanzas —explicó Norma.
—Creí que yo me encargaba de eso...
—Así era, Majestad. Pero hace tres meses dejó de hacerlo para llamar la atención del emperador. Como él no reaccionó, delegó el trabajo al señor Milton.
{Dios... ¿se puede ser más tonta? Ay, Abigaíl, dejaste nuestra imagen por el suelo.}
—Bueno, vengo a relevarlo de su cargo. Yo me encargo.
—¿En serio, emperatriz?
—Sí. Solo muéstreme en qué quedó todo. Ah, y voy a solicitar autorización para tomar concubinos. ¿Sabe cómo se hace?
**Milton y Norma se miraron. Fue él quien respondió.**
—Debe llenar una planilla con su petición. Luego, en la reunión, justificará su solicitud. Los consejeros harán preguntas y luego el emperador decidirá.
—Perfecto. Tráigala. Mañana la presentaré.
**Milton trajo el formulario. Luciana se sentó a trabajar. Más tarde, le habló.**
—Terminé con esto —dijo señalando la pila de papeles—. ¿Eso era todo?
—¿Lo hizo... todo? Disculpe, Majestad. ¿Está segura de que está bien?
—No te preocupes, todos se sorprenden al verme trabajar. Soy buena con los números. Revisa si quieres: dejé anotaciones donde encontré faltantes.
—¿Faltantes?
—Sí, en el sector agrícola y los ingresos del condado. Hay muchas irregularidades sin justificar. Revisé registros anteriores: nos están robando desde hace tres meses. Al principio fue poco, pero ya es una suma considerable. Solo un idiota no lo notaría.
**Milton tragó saliva, avergonzado. Tenía razón.**
—Lo siento, Majestad.
—No hay de qué preocuparse. Sé que no todos pueden ver lo evidente.
—Esto lo tiene que saber el emperador.
—Vaya y hágalo usted. Yo no quiero verlo a menos que sea estrictamente necesario, ¿sí?
—Por supuesto, Majestad.
El mayordomo salió del despacho, dejando a la emperatriz sola con Norma.
—Bueno, veamos...
—Disculpe, Majestad, pero… ¿en serio tomará concubinos?
—Por supuesto que sí.
—Es que siempre tuvo ojos solo para el emperador, y...
—¿Y de qué sirvió? Él no tiene tiempo para mí, y yo estoy demasiado sabrosa como para dejar que este cuerpito se lo coman los gusanos. Prefiero que se lo coman los humanos, ¿no te parece mejor idea?
—Ja, ja, ja... ¡Qué cosas dice, Majestad!
—Ya, veamos qué requisitos piden aquí.
La emperatriz comenzó a llenar la solicitud y, cuando terminó, dijo:
—¡Uf, terminé! Bueno... ¿Sabes a qué hora es la reunión mañana?
—Sí, Majestad. Yo le avisaré para que se prepare.
—(ruido de estómago) Mmm... perdón, pero eso es un aviso de que no comí nada en todo el día. ¿Me podrías llevar algo a la habitación?
—Claro, Majestad.
Ambas mujeres se dirigieron a la habitación de la emperatriz, y Norma salió de nuevo para traerle la comida a su señora.
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En otro despacho, Steven revisaba nuevamente la contabilidad del condado y del sector agrícola que quedaba en esos terrenos, acompañado por Milton.
—¿Y dices que esto lo descubrió la emperatriz?
—Sí, Majestad. Y en tiempo récord. Yo todavía estoy asombrado, no sé cómo lo hizo. Está tan bien hecho que no cualquiera se daría cuenta de este faltante.
—Tienes razón. Si no revisas los registros antiguos, no lo notarías... ¡GUARDIAS!
Entraron dos guardias al despacho y se inclinaron.
—Diga, Majestad.
—Arresten al conde Flores y a toda su familia.
—Sí, Majestad.
—Disculpe, Majestad. ¿Con “toda” se refiere también a su concubina?
—No. De ella me encargo yo.
—Está bien, Majestad. Con su permiso.
—Retírese usted también, mayordomo. Vuelva junto con su emperatriz. Por cierto, ¿por qué no vino ella a informar de lo sucedido, si fue quien encontró la falta?
—Este... mmm... Yo...
—Habla.
—La emperatriz dijo que no quería verle, a menos que fuera estrictamente necesario.
—¿Con que dijo eso? Hmm... Está bien, puedes retirarte.
Una vez solo en su despacho, habló en voz alta.
—¿Qué estás tramando, Abigaíl? Si esta es tu nueva manera de atraer mi atención... no te va a funcionar.
Dejó los papeles a un lado y fue en busca de su concubina, Silvia. Tenía que averiguar si ella también estaba enterada... o si todo era cosa de su familia.
**En el harén del emperador.**
El emperador entró en la habitación y observó que la tercera concubina, Silvia, vestía un ropaje y joyas de mucho mejor calidad que las demás. Aunque normalmente no se fijaba en esos detalles, algo en la escena le hizo sospechar.
—Es un honor tenerlo en mis aposentos, emperador. Me tenía un poco olvidada —dijo Silvia, con un tono nervioso.
—¿Olvidada? No lo había notado. Sin embargo, no he venido con ese fin —respondió él, recorriendo la habitación con la mirada hasta detenerse en ella—. He encontrado algunas irregularidades en tus gastos este mes y en los anteriores.
Silvia se puso nerviosa.
—¿Irregularidades? No sé de qué habla, emperador. Yo gasto lo mismo que las demás concubinas. Si lo dice por todo lo que ve aquí, son obsequios de mi padre.
—No sabía que al conde le estaba yendo tan bien como para comprar las mismas sedas que usan el emperador y la emperatriz para sus vestimentas.
Silvia, visiblemente alterada, intentó defenderse.
—Mi padre, a pesar de ser un conde, es un hombre muy rico y...
—Basta —interrumpió él—. Si me lo hubieras pedido, yo te lo hubiera dado, pero robarme... Robarle al imperio es inaudito.
—¿Qué dice, majestad? Yo nunca...
—¿Vas a seguir mintiendo? Basta con mirar todo lo que hay en esta habitación para saber de dónde vino a parar todo lo que tu padre robó.
—¿Qué? No, majestad, esto es un error —se arrodilló y se sujetó de su pierna—. Por favor, créame, mi padre jamás haría algo así.
—La emperatriz volvió a sus labores y descubrió el faltante que había...
—¿La emperatriz? Eso es mentira, majestad. Ella está resentida conmigo porque piensa que yo la envenené. Seguramente está tratando de inculparme a mí y a mi familia. Por eso no le crea, emperador.
—¿Entonces lo del veneno también fuiste tú?
—¿Qué? No, yo...
—¿Cómo es posible que la emperatriz te culpe de algo que nadie más sabe? Este caso lo manejó con tanta discreción que ni a mí me informaron de lo sucedido, hasta que ella me lo contó esta tarde.
De repente, tres soldados entraron en la habitación y se inclinaron ante el emperador.
—La tercera concubina queda bajo arresto, por robar al imperio junto con su familia, a espera del juicio. Quiero que revisen cada rincón de esta habitación. Busquen venenos. También está sospechosa del intento de asesinato de la emperatriz.
Los soldados arrastraron a Silvia hacia los calabozos, dejando a uno de ellos para requisar la habitación.
Mientras esto ocurría, Abigaíl (Luciana) estaba en su habitación disfrutando la comida que Norma le había traído.
—Norma, esto está realmente delicioso —comentó Abigaíl.
—Oh, majestad, le daré mis felicitaciones a su nuevo cocinero —respondió Norma.
—¿Nuevo?
—Sí, el emperador mandó investigar las causas de su envenenamiento, y resultó que su cocinero aceptó un soborno para envenenarla.
—¿Y qué pasó?
—El emperador se enojó, lo castigó con 100 azotes y contrató a otro, quien presenció el severo castigo.
—Humm... interesante. Otra pregunta, ¿por qué, aparte de ti, no tengo más sirvientas?
Norma miró hacia otro lado, nerviosa.
—No sé...
—Norma, vamos a dejar algo claro. No me gustan las mentiras. Si quieres seguir trabajando para mí, sé honesta y háblame con la verdad y completa libertad.
—Sí, majestad. Usted sí tiene sirvientas, pero las concubinas las tienen trabajando para ellas, como la mayoría del personal en este palacio.
—¿Robaron mi personal?
—Algo así. Ellos se fueron por su cuenta, es mejor trabajar para las favoritas del emperador que para una emperatriz abandonada por su esposo y maltratada por ellas. Perdón, majestad, me sobrepasé.
—No está bien. Bueno, parece que tendremos que hacer recorte de personal y contratar nuevo.
No pudieron seguir hablando, ya que un guardia tocó la puerta de la habitación.
—Majestad, el emperador está aquí.
—¿Y este qué quiere ahora? —dijo Abigaíl con fastidio.
—Majestad, creo que tiene que atenderlo. El emperador jamás viene aquí, debe ser algo importante.
—¿No podía venir mañana?
—Majestad...
—Está bien. ¡YA VOY!
Abigaíl se levantó y, mientras se dirigía a la puerta, le dijo a Norma:
—No retires mi comida, que todavía me queda mucho.
Norma asintió y Abigaíl salió de la habitación. Al llegar a la sala, vio al emperador sentado en uno de los sillones.
—¿A qué debo su visita, majestad? —dijo, mirándolo con fastidio.
El emperador la observó, intentando descifrar su actitud. No entendía por qué se comportaba de esa manera, pero ya comenzaba a molestarle.
—¿Le hice algo?
—¿Disculpé?
—Abigaíl, pareciera que estás enojada o ofendida por algo.
—No, emperador.
El emperador esperó a que ella dijera algo más, pero solo pronunció esas cortas palabras. Suspiró.
—Está bien. He venido a decirte que ya encontré a la culpable de envenenarte y que mandé a encarcelar a la familia del conde por robar fondos.
—Si eso es todo...
—¿Me estás echando? Pensé que me invitarías a comer.
—Yo ya cené, y como bien sabe, aún me estoy recuperando de mi intento de asesinato. Agradezco su preocupación, pero no era necesaria. Si eso era todo, cuando salga, no olvide cerrar la puerta.
Abigaíl hizo una reverencia y dejó al emperador allí. No tuvo tiempo de escuchar su respuesta, ya que se había ido antes de que pudiera replicar. El emperador iba a seguirla, pero pensó: *¿Qué rayos? No, calma. Ella lo que quiere es que la siga. Te tengo. Así que quieres jugar, ¿eh? Bueno, juguemos, pero en mis términos.*
Salió y se dirigió al harén, pasando la noche con dos de sus concubinas.
Al día siguiente, Norma llegó a la habitación de Abigaíl con una cubeta de agua. Al entrar, ya la encontró levantada, haciendo unos ejercicios extraños.
—Buenos días, Norma.
—Majestad, ¿qué hace tan temprano levantada?
—Temprano era a la hora que me levanté. Prepárame el baño mientras termino esta serie de ejercicios y luego dile al cocinero que me agregue tres huevos al desayuno. Este cuerpo no tiene nada de masa muscular y necesito ejercitarlo.
Norma no entendía nada. Su emperatriz nunca se había preocupado por su físico. Era delgada, delicada y bellísima, pero nunca había mostrado interés en ejercitarse. Dejó de pensar en eso y fue a hacer lo que le pidió.
—Sí, majestad, enseguida.
Abigaíl pensaba para sí misma: *Si ya intentaron envenenarme, seguramente lo intenten de nuevo. No puedo permitirme estar fuera de estado. Necesito entrenar duro este cuerpo.*
—Majestad, ya está listo su baño. ¿Quiere que la ayude?
—Te agradezco, pero puedo sola. Gracias. Ve a hacer lo que te dije. Cuando salga, desayunaré y luego iremos a la reunión.
—Claro, con su permiso.
Después de media hora, Abigaíl salió del baño y buscó qué ponerse. Había un vestido más horrible que otro, hasta que encontró uno de su agrado: color burdeos, con unos moños al frente.
Se lo puso y salió.
Desayunó y, cuando llegó el momento, se dirigió a la sala del consejo, dejó su formulario y tomó asiento. Esas reuniones le parecían muy aburridas. Allí discutían diversos temas: construcciones de centros de salud, caminos, puentes, cada noble exponía su problema o lo que querían mejorar, y luego votaban a favor o en contra. Abigaíl ya se estaba quedando dormida hasta que…
—El siguiente tema a tratar es… —el hombre tomó el formulario y leyó en voz alta—: Los concubinos para la emperatriz.
Los nobles de la corte quedaron en silencio por un momento hasta que el que dirigía la reunión habló.
—Emperatriz, exponga su caso. ¿Por qué ahora sí quiere concubinos?
—Porque han atentado contra mi vida en más de una oportunidad.
—¿Cómo es eso posible?
—Es una acusación muy seria, majestad. ¿Tienen pruebas?
—Yo no, pero el emperador sí. Su tercera concubina me envenenó, y gracias a que el médico real actuó rápido, hoy me encuentro con ustedes. Temo por mi vida, por eso quiero tener a mis concubinos a mi disposición.
—¿Y por qué no más guardias?
—Porque, así como los empleados de mi palacio me abandonaron y sirven a las favoritas del emperador, por creer que es una vergüenza servir a una emperatriz olvidada por su esposo, los guardias podrían pensar lo mismo y dejarme a mi suerte. En cambio, mis concubinos serán mis esposos, y ellos me protegerán con su vida.
Hubo un silencio enorme. Nadie decía una palabra hasta que el emperador habló.
—¿Cómo es que no sabía todo esto?
—No lo sé. Tal vez la gente que lo rodea no pasa mis recados. Y como usted jamás tiene tiempo para mí… bueno, nunca podemos hablar de estos temas. Pero no se preocupe, emperador. Con los concubinos, usted ya no tendrá que velar por mi seguridad y solo tendrá que verme el día del mes estipulado.
La sala estaba atónita. Sabían que el emperador no tenía tiempo para su emperatriz, pero jamás creyeron que las cosas entre ellos estuvieran tan mal. Todos volvieron a poner atención a la emperatriz cuando ella habló nuevamente.
—Además, esta mañana mandé una carta a Barcella. Le pedí a mi hermano, el emperador, un ejército de mil hombres para que cuidaran de su princesa. Creo que esa gente que quiere acabar con mi vida olvida que no soy un don nadie. Vengo de un imperio militar cinco veces mayor a este, con una fuerza militar muy grande. No deberían seguir subestimando a su emperatriz, porque… ¿qué piensan que hará mi querido hermano cuando se entere de todas las cosas que me han hecho en este tiempo?
Hablaba con una sonrisa cálida, pero sus palabras claramente fueron una amenaza para todos los nobles presentes, que estaban planeando derrocarla. Estas palabras provocaron un escalofrío en las espaldas de más de uno, hasta que un noble habló.
—¿Emperatriz, nos está amenazando?
—¿Usted intentó atentar alguna vez contra mi vida?
—Por supuesto que no.
—Entonces, puede dormir tranquilo.
—Silencio, por favor —dijo Steven—. Nos estamos desviando del tema original: los concubinos de la emperatriz. Por mi parte, los apruebo. Si eso hace estar más segura a la emperatriz, los que estén a favor…
Todos levantaron las manos. Ninguno se opuso. Abigaíl sonrió gentilmente.
—Gracias por preocuparse por mi seguridad. Cualquiera que quiera formar parte de mi harén tendrá que enviarme sus datos y un retrato.
—¿Alguna cuestión más a tratar?
—No, majestad.
—Perfecto, todos pueden retirarse, excepto la emperatriz. Tengo algo que hablar con usted.
Asintió, y los nobles se fueron, uno a uno. Los que intentaron deshacerse de ella se marcharon con un gran sentimiento de rabia, ya que tuvieron que aceptar que la emperatriz formaría su propio harén.
Una vez que quedaron a solas, el emperador fue el primero en hablar.
—¿Fue necesario la amenaza?
—No entiendo de qué habla, majestad.
—No te hagas la tonta. Acabo de comprobar que de tonta no tienes nada.
—Está bien, seré sincera. Sí fue necesaria. Muchos nobles quieren matarme para poner en mi lugar a alguna de sus hijas. La tercera concubina no fue la única en atacarme, pero sí fue la primera en la que usted pudo encontrar pruebas para inculparla.
—¿Por qué no me avisaste de esto antes? Yo…
—¿Qué? ¿Me hubiera protegido? Vamos, emperador, seamos honestos. ¿Cuántas veces he pedido hablar con usted y se me ha negado? Ya no esperaré nada más de usted. Podemos gobernar este imperio juntos, pero a la vez separados. Usted por su lado, yo por el mío. ¿No es eso lo que siempre quiso?
—No sé qué te pasó, pero yo nunca quise…
—¿Llegar a esto? Pues morí. La Abigaíl que usted conoció ya no existe. Esta que tiene enfrente es una mujer renovada que no va a esperar a que usted la visite dos horas al mes. Esta mujer tiene amor propio y ya no siente ni la más mínima sensación de amor o cariño hacia usted. Así que, como lo nuestro no se puede deshacer, tendremos que gobernar juntos hasta que la muerte nos separe. Ustedes podrán seguir teniendo sus amadas concubinas, y yo tendré a los míos.
Steven quedó de piedra. Nunca pensó escuchar hablar así a Abigaíl. Tenía razón en algo: la mujer que tenía frente a él ya no era la misma. Cuando recobró la compostura, dijo:
—Sabes bien que necesitamos un heredero.
—Cuando llegue el momento, lo tendremos. Mientras tanto, cada uno hace su vida como mejor le plazca. Ah, y lo que dije no es mentira. Le envié una carta a mi hermano, contándole toda mi situación y pidiéndole esos hombres y la servidumbre de su confianza. Este lugar está lleno de ratas, no confío ni en usted. Si me disculpa, tengo que hacer limpieza en mi palacio.
Abigaíl salió de la sala dejando al emperador en blanco. No sabía qué creer, qué hacer. Ella claramente había dado un giro a su vida y le dejó claro que solo tendrían contacto por el imperio. Una vez recobró la compostura, dijo en voz alta:
—Ay, Abigaíl, no sabes con quién estás jugando. Dejaré que hagas tus movimientos, y luego jugaré yo. Veremos, querida esposa, quién sale perdiendo en todo esto.
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