–Maldita zorra, no vas a lograr que
me quede en este moridero, así utilices todos los trucos que se te dé la gana
–dijo la hermosa muchacha antes de estrellar el pequeño florero de porcelana
contra la pared de tonos amarillos.
–Ya cálmate, no vas a conseguir nada destruyendo la casa.
–Tampoco voy a conseguir nada en este pueblucho.
–¿Y para dónde te piensas largar? No vas a durar mucho tiempo si te
apartas de mí, y mucho menos si te vas de este pueblo –contestó la otra
muchacha mientras sentía cómo uno de los pedazos del florero había aterrizado
en el empeine de su pie descalzo.
–Cualquier cosa es mejor que esto. Además, no me sacrifiqué cuatro años
en esa universidad para terminar cuidando un faro como si fuera una muerta de
hambre.
–Desagradecida, deberías estar satisfecha de tener un trabajo que paga
bien y que no te toca estar lavando platos en un restaurante o limpiando baños
en la casa de algún ricachón.
–¿Que paga bien? Estás loca, no sabes lo que en verdad es recibir un
buen salario, y todo por estar aquí perdiendo el tiempo con tu maldito contacto
con la naturaleza, un día de estos vas a clavarte algún fierro oxidado por
estar caminando descalza todo el tiempo.
–Ya deja tus buenos deseos para otro día. Además no olvides que fuiste
tú la que me enseñó a caminar descalza por todo lado.
–Pero eso era cuando teníamos quince años, no a los veintidós. Es que a
veces hasta me da pena de que salgamos juntas y mis amistades piensen que ando
con alguna clase de hippie.
–Pues entonces no vuelvas a salir conmigo ni a la esquina, ya que
te causo tanta vergüenza, y si te
quieres largar bien puedas, ahí está la puerta para que desparezcas de mi vida,
pero después no vayas a regresar con el rabo entre las piernas a pedir perdón
–dijo Aileen antes de dirigirse a su habitación y cerrar la puerta dejando
sonar un golpe duro y seco.
Algunas horas después…
–Harry, ya sé que podrías ser el mejor de los amantes, eres lindo,
simpático, tienes todas las cualidades para serlo, pero en este momento tengo
que concentrarme en mis cosas, hay mucho trabajo acumulado con el mantenimiento
del faro, además necesito tiempo para aprender muchas cosas que me faltan con
lo de las cartas del tarot –Aileen escuchó lamentarse al teniente Harry
Williams a través del radio-teléfono durante un par de minutos más antes de
despedirse.
Ella sabía que estaba en la cima del universo y no necesitaba a nadie
para completar lo que podría catalogarse como una vida cercana a la perfección:
vivía en un lugar espléndido, casi que construido expresamente para complacerla,
y que la llevaba a experimentar una situación personal que podría calificarse de
inigualable. Y aunque los pequeños problemas no dejaban de existir, como los
suelen tener todos, sabía que se trataba de asuntos pasajeros que tarde o
temprano tendrían solución. Sabía que la vida sería aburrida si las
adversidades no existieran, si no existiesen los errores, si no se presentara
situación alguna que no fuese objeto de alguna clase de arreglo. Era consciente
de que el estilo de vida que estaba llevando no a todos les podría agradar,
pero para ella era suficiente con que, a nivel personal, no encontrara fallas
que la pudiesen llevar a convivir con las preocupaciones y los estreses que inundaban
las vidas de la mayoría de la gente. Por esto, no le hacía falta en su vida un
personaje como el teniente Williams, quien no se cansaba de hacerle
invitaciones a las que Aileen siempre se rehusaba. No quería esto decir que las
puertas estuviesen cerradas con candado a la posibilidad de la llegada de un
nuevo hombre a su vida, pero aparte de que sería una locura el poner en riesgo
su estabilidad emocional, el teniente, a pesar de todas sus cualidades, distaba
mucho de ser la clase de hombre con la que se sentiría realizada.
Para algunos, su trabajo como encargada del
funcionamiento y mantenimiento de un faro podría no ser gran cosa, sobre todo
después de haberla visto cursando cuatro años de estudios en una de las más
destacadas universidades de la provincia de la Columbia Británica. Pero eso no
importaba: nunca le había puesto cuidado al y menos
se lo pondría ahora mientras observaba, desde el balcón de la punta del faro y
bajo los rayos de un sol resplandeciente, la manera cómo varios veleros
surcaban las aguas del Océano Pacífico. Algún día, cuando se cansara de lo que
ella consideraba como la experiencia de vivir en un paraíso, buscaría la manera
de encontrar un trabajo en la carrera que había estudiado. Pero por ahora, a
sus veintidós años, le parecía más importante experimentar todo lo que más
adelante no le sería posible.
Sin embargo, muy en el fondo de su ser, un pequeño remolino le decía que algo le faltaba; pero no precisamente algo,
sino alguien. Los coqueteos e insinuaciones del teniente Williams, los cuales
se presentaban tres o cuatro veces al mes, no eran nada especial para ella,
pero le permitían tener presente que, al igual que en los años anteriores, no
dejaba de tener aquella belleza que la había acompañado desde el día en que
había nacido.
Creía no ser una mujer demasiado exigente, tampoco esperaba ser
conquistada por un multimillonario o una gran estrella del cine, del deporte o
de la música. Todo lo contrario: sus deseos estaban por los lados de un hombre
atractivo pero sencillo, que compartiera sus mismos gustos y que entendiera y
aceptara todos aquellos elementos que la habían convertido en una mujer como
pocas las había. Pero en un pueblo en donde la población no pasaba de cinco mil
personas, incluidos sus alrededores, no sería fácil, así estuviese muy
decidida, a encontrar al hombre que llenara hasta el tope todas sus aspiraciones.
Esta conclusión, cuando le llegaba a la mente en sus escasos días de tristeza, la llevaba a
pensar en cambiar de sitio de residencia, idea que no permanecía en su mente
por más de unas pocas horas.
Pero muy bien sabía que, más temprano que tarde, aquel hombre llegaría;
las cartas del tarot nunca se equivocaban, pero no lograba intuir de qué
escondido lugar este podría provenir, más cuando estaba segura de haber
conocido a todos los que habitaban el
pueblo y sus alrededores, y de estar segura de que ninguno le había llamado la
atención.
Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por la presencia de un
automóvil de color naranja, el cual se acercaba por la carretera que iba desde del
sector del faro hasta el pueblo. Además de llamarle la atención el llamativo
color del nunca antes visto automotor, de esto estaba segura, se dio cuenta de
que a medida que avanzaba, este parecía tener como destino la única casa
ubicada cerca de la suya.
Pasaron poco menos de tres minutos para que el auto estacionara frente a
la casa vecina, situada a poco más de cien metros, y de este descendiera un
hombre que, a la distancia, parecía ser dueño de un cuerpo delgado pero
atlético, de alrededor de treinta años. Se arrepintió de no haber subido
acompañada del par de binoculares que solía utilizar para la observación
detallada de las embarcaciones, pues hubiese sido interesante fijarse en el
rostro de aquel hombre, quien extrajo una llave del bolsillo de su pantalón y
entró en la casa de una sola planta. Pocos minutos después, el hombre salió,
sacó un par de maletas y un morral del baúl del carro y volvió a ingresar a la
vivienda.
Para Aileen, la situación se tornaba interesante, pues todo indicaba que
aquella casa tendría un nuevo inquilino después de haber permanecida vacía
durante un largo periodo.
Tres meses después…
Desde la parte alta del acantilado,
con su vista puesta sobre la inmensidad del océano, Pablo recordó el episodio
que había cambiado su vida por completo, y el cual había quedado atrás hacía un
poco más de tres meses:
–Estás loco, Pablo, guarda ese anillo, a los veintiocho años todavía se
es muy joven para casarse –dijo Jimena, su cabeza girando lentamente de un lado
para otro.
Pablo, diseñador gráfico de treinta años, no lo podía creer. Se echó para
adelante sobre su silla, se inclinó y atravesó su brazo derecho por encima de
la mesa del prestigioso restaurante, tomó de las manos de ella la pequeña caja
forrada en terciopelo negro y luego se la guardó en el bolsillo de su chaqueta.
–¿Ni siquiera puedes decir que lo vas a pensar? –preguntó mientras
arqueaba las cejas.
–No hay nada que pensar… pero en lo que sí tengo que pensar es en mi
carrera; si me pongo a casarme y a tener hijos, me tendría que olvidar de
llegar a ser alguien dentro de la
empresa, y eso ni muerta…
–Creí que teníamos algo importante… pues después de dos años y medio…
–Pablo arrugó los labios y puso su mirada sobre lo poco que quedaba de su plato
de filet mignon.
–No seas tan dramático, conozco parejas que llevan más de diez años de
novios, están divinamente y nunca han pensado en casarse.
Pablo se fijó en sus grandes ojos ambarinos antes de decir:
–Pero seguramente viven juntos…
–Para nada, cada uno por su lado, es la mejor forma de llevar las
relaciones.
–¿Y si esperamos un tiempo?
–Podría ser un laaargo tiempo; a donde quiero llegar no se llega de la
noche a la mañana.
Eso bastó para que Pablo comprendiera que sus intereses eran muy
diferentes a los de Jimena. Cayó en la cuenta de que se había equivocado: ¿cómo
diablos no lo había notado varios meses atrás, cuando empezó a ahorrar para
comprar el anillo de compromiso? Pero ya todo parecía estar dicho: su novia no
tenía intenciones serias, su carrera estaba por encima de todo y sería
imposible convencerla de lo contrario. Sin motivo alguno para darle largas al
asunto, pidió la cuenta, pagó lo indicado en el pedazo de papel, y se despidió
de la mujer con quien había pasado muchos buenos momentos durante los últimos años
de su vida; momentos que al parecer no habían ayudado a construir absolutamente
nada.
Con su vista todavía puesta en el azul del océano, la dulce voz de una
mujer lo sacó de sus pensamientos.
–Si no vienes ya a comer, todo lo que te preparé se va a enfriar, y frio
sabe muy feo. Pablo se giró, enfocó su mirada en aquellos grandes ojos claros,
la tomó por la cintura, luego pasó su mano derecha por una de sus mejillas, la
besó por algo más de diez segundos, y cuando sus labios se apartaron dijo:
–Jamás cometería ese sacrilegio, además, todo lo que tu preparas es
espectacular, vamos –agarró su mano y recorrieron la distancia que los separaba
de aquel lugar que, después de todo, se empezaba a convertir en parte de lo que
él consideraba como un mundo perfecto.
Dos meses antes…
–¡Welcome to Vancouver! –fueron las
palabras del agente de inmigración antes de sellar una de las páginas de su
pasaporte.
–Thank you –dijo Pablo con una inmensa sonrisa mientras guardaba su
documento en el bolsillo interior de su chaqueta. Recogió su maletín de cuero negro y se
encaminó en busca de los carruseles en busca de sus maletas.
El viaje había sido largo y agotador. Más de cuatro horas de vuelo entre
Bogotá y Ciudad de México, una escala de más de tres horas en el Benito Juárez,
y otras cuatro horas entre el DF y la ciudad más grande de la provincia de
British Columbia.
Para su fortuna, no tardó demasiado la aparición de sus maletas en el
carrusel. Sin importar lo pesadas que venían, las agarró ágilmente y se dirigió
a la fila de la aduana, en ese momento un poco más larga de lo que le hubiese
gustado. Mientras esperaba su turno en fila para responder las preguntas de los
agentes de uniforme azul, con la bandera de Canadá pegada a una de sus mangas, recordó
algunos de los hechos de su reciente pasado: dos días después la cena en que Jimena
rechazó su propuesta matrimonial, leyó el correo que, sumado a lo ocurrido con
su novia, lo llevó a dar el giro que siempre había anhelado: la novela a la
cual se había dedicado y había escrito en sus ratos libres, con el relato de
los sucesos ocurridos durante el viaje de una pareja de amigas mochileras por
varios países de Europa, había sido aceptada por el comité de una prestigiosa
editorial, y aparte de ofrecerle una buena suma por los derechos de
publicación, también estaban dispuestos a pasarle un buen porcentaje de las
regalías.
Además, también le encargaban
la realización de una segunda parte por la cual ofrecían adelantarle un monto
nada despreciable. Era lo que siempre había deseado, lo que había estado
esperando desde el momento en que se sentó a escribir las primeras letras,
nueve meses atrás. Su sueño se había hecho realidad; desde ese momento podría
dedicarse a escribir la segunda parte de su historia sin preocuparse por
cumplirles a clientes que no dejaban de molestarlo con sus exigencias, muchas
veces carentes de sentido común. Había trabajado en el campo del diseño gráfico
desde su graduación de la universidad, nueve años atrás, y aunque no parecían
muchos años, ese medio lo había asfixiado al punto de verse sumergido en un
mundo totalmente superficial, materialista y manipulador.
A veces pensaba que hubiese podido aplicar sus
conocimientos a causas un poco más edificantes que la publicidad, pero la
necesidad de pagar las cuentas lo había mantenido alejado de explorar otros
caminos. En sus pocos ratos libres se había sentado a escribir su novela,
basada principalmente en las anécdotas relatadas por una antigua novia de
colegio, acerca de su recorrido por el viejo continente tras haber terminado
sus estudios de secundaria. Al principio no pasaban de ser una suma de anécdotas,
algunas cómicas, otras con algo de interés, pero después de sentarse frente a
su computador logró crear una historia que llegó a tener más de seiscientas
páginas y que ahora le brindaba la oportunidad de tomar un nuevo rumbo, de
empezar una nueva vida. Y como lo había pensado en alguna ocasión, cuando llegó
a la conclusión de que la felicidad de cualquier persona se basa en la suma de
tres cosas: el lugar donde vive, el trabajo al que dedica su tiempo, y la
pareja con quién tiene la suerte de compartir, tomó la decisión de que era el
momento perfecto de cambiarlas y de arriesgarse a experimentar. Sin embargo, de
una cosa sí estaba muy seguro: no volvería a involucrarse con mujeres del
estilo de Jimena, quien le había dejado la imagen de ser una persona demasiado
ambiciosa, codiciosa, personalista, quien solo pensaba en sí misma, en escalar
posiciones y en amasar una gran fortuna, dejando a un lado cualquier
sentimiento que no estuviese enfocado hacía la obtención del dinero. Aquel,
tipo de mujer no volvería a hacer parte de su va vida, y con la obtención de
aquel jugoso contrato, además de sentirse en la cima del universo, sabía que se
tenía plena confianza para encontrar a alguien mucho mejor.
2
Minutos después de pasar por la aduana, y con la agradable
sorpresa de no haberse visto obligado a abrir las maletas, se dirigió hacia el
punto del aeropuerto donde se tomaban los taxis. No tardó en subirse a uno
bastante amplio y cómodo, su exterior
pintado de rojo, y encontrarse rumbo al concesionario de vehículos usados, el
cual previamente había ubicado, gracias
a una publicación aparecida en un periódico de Vancouver, disponible en la
embajada canadiense de Bogotá. Sabía lo que quería cuando de vehículos se
trataba, y aunque nunca había tenido uno de su propiedad, le fue fácil aprender
a conducir en el vehículo de sus padres, cuando apenas había cumplido los
quince años.
Y fue de esa
manera como ahora se encontraba rumbo a su nueva vida, conduciendo un clásico
BMW 2002 de color naranja, el cual siempre había deseado tener. , fueron las palabras del vendedor antes de partir rumbo a Tsawwassen a tomar el ferry
que lo llevaría a Victoria en menos de una hora y cincuenta minutos. Un par de
horas más tarde, con la ventanilla abajo
y sintiendo la cálida brisa de los últimos días de la primavera septentrional,
y con un disco compacto de los Pet Shop Boys como fondo musical, disfrutaba de
la carretera secundaria, pero en perfecto estado, la cual bordeaba los
acantilados encargados de separar la verde montaña del oscuro mar y de las
arenas de la enorme bahía. Al final de
ésta, alcanzó a divisar un faro de colores, rojo en su base y blanco en su
parte superior, el cual daba al paisaje el aspecto de una fotografía digna de
una postal. Recordó que la casa amoblada, la cual había alquilado, se
encontraba a corta distancia de ese faro, edificación que le había llamado la
atención desde cuando vio sus fotos y las de sus alrededores en la oficina de
finca raíz de su antigua ciudad. Se preguntaba si aún en estas épocas, esas
antiguas construcciones todavía funcionarían, todavía ayudarían a los barcos en
su navegación, o si ya habrían sido reemplazadas por modernos instrumentos
satelitales, y hoy no serían más que recuerdos decorativos.
Aún tenía el
estómago lleno gracias a la enorme hamburguesa devorada un par de horas atrás en un pequeño
restaurante de carretera, pero esto no lo apartaba de la idea de verse obligado
a detenerse en alguna tienda o supermercado del pueblo más cercano, comprar
víveres y poder prepararse algo para la
cena, además de adquirir lo necesario para el desayuno del siguiente día. Afortunadamente,
algunos años atrás, su mamá le había enseñado a cocinar algunos platos básicos,
los cuales él consideraba de , y a la realidad de
instalarse en su nueva vivienda solo lo estresaba el hecho de verse en la
obligación de realizar la limpieza con sus propias manos. Si corría con suerte,
podría contratar a alguien que se ocupara de los baños, de aspirar, de limpiar
el polvo, y de todos los demás oficios que siempre había detestado. Doña Berta
había sido una buena ayuda en su antiguo domicilio, paro al igual que Jimena, las
idas al estadio y las salidas con sus amigos, la fiel empleada también era algo
perteneciente al pasado.
De un momento a
otro la carretera decidió apartarse del borde del acantilado, virar hacia la
izquierda y meterse entre las montañas para dar paso, unos metros más adelante,
a una pequeña recta con frondosos árboles a sus dos lados, sus respectivas
ramas estiradas por encima de su vehículo formando un atractivo túnel natural,
el cual se prolongaba por algo más de doscientos metros. Definitivamente
empezaba a disfrutar de las ventajas del campo y la naturaleza. Pero lo
llamativo del lugar también tenía que ver con los atractivos cuerpos de dos
mujeres, quienes caminaban al borde de la carretera en su misma dirección,
vistiendo una de ellas un corto vestido azul y la otra uno exactamente igual
pero de color rojo. Llevaban sus largos y oscuros cabellos sueltos y su forma
de caminar era bastante llamativa. Lamentablemente Pablo no tuvo tiempo de voltear a mirar sus rostros puesto
que había llegado al final de la recta y la curva que se aproximaba rápidamente
exigía de toda su concentración. Pero esto fue motivo suficiente para llevarlo
a pensar en su nueva área de residencia
como en un lugar con buenos prospectos en cuanto a mujeres se refería. Igual nunca
faltaban aquellas con cuerpos espectaculares y caras algo desordenadas.
Afortunadamente, Jimena había sido de aquellas mujeres bastante atractivas en
cuanto a lo físico se refiere, pero ya nada sacaba acordándose de ella, pues si
había decidido cambiar de trabajo y de lugar de residencia, no tendría sentido
alguno el seguir pensando en alguien perteneciente a su pasado. Era mejor
enfocarse en el presente, y las dos mujeres de la carretera, aparte de
pertenecer al presente y de tener
cuerpos bastante llamativos, le habían dejado la impresión de ser bastante
parecidas entre ellas. Probablemente se trataba de un par de hermanas, aunque
podrían también ser simples amigas dado que muchas mujeres jóvenes acostumbraban a vestirse y llevar su cabello de
la misma forma como lo hacían sus compañeras o amigas; realmente era una
lástima el no haber podido observar sus rostros.
El pueblo no
parecía ser gran cosa, con una calle principal que lo atravesaba de extremo a
extremo rodeada por varios almacenes, tiendas y lo que parecían ser pequeños
restaurantes y cafés. Aunque a esa hora, cinco de la tarde, se apreciaba un buen número de gente en los
alrededores, la mayoría vistiendo coloridas y alegres prendas veraniegas, no se
podría comparar con las multitudes que usualmente llenaban las calles de las
grandes ciudades, y especialmente de la que, hasta hace poco, había sido su
lugar de residencia. Desde un principio se empezaban a notar las diferencias, y
se emocionó al pensar como era precisamente eso lo que había estado buscando.
A pesar de ser un
día entre semana, seguramente el calor y la proximidad del mar le daban un
ambiente fresco y festivo. Concentrando
su mirada en la variedad de comercios, le llamó la atención un lugar que con su
letrero rojo se anunciaba como el sitio con . Estacionó su llamativo
vehículo y al entrar en la tienda fue recibido por la sonrisa de quien parecía
ser su dueño; un hombre de unos cincuenta y siete años, dueño de un cabello
empezando a blanquear, y quien detrás de la única caja registradora se mostraba
ocupado limpiando sus gafas con un pequeño paño de tono claro. Después de
devolver la sonrisa, Pablo fue directamente en búsqueda de los alimentos
destinados a convertirse en la cena de esa noche y su desayuno del siguiente
día. No tardó mucho en decidirse por lo aparentemente más sencillo: un paquete
de pastas, una salsa de carne bolognesa, un paquete de pan y una botella grande de gaseosa. Para el desayuno
buscó la sección donde se encontraban los huevos, el jugo de naranja, los
cartones de leche y el café. Después de recorrer los pasillos, cargando las
cosas por las cuales se había decidido, optó por regresar al pueblo al día
siguiente y almorzar en algún sitio dado que por el momento no se le ocurría qué
otras cosas podría llevar a su nueva vivienda.
–Supongo que es un
setenta y seis–, dijo el dueño de la tienda mientras repartía su mirada entre
el automóvil de Pablo y los botones de la caja registradora.
–Correcto; hubiese
preferido un modelo anterior, pero conseguí este en mi color preferido, y
relativamente a buen precio.
–Son unas joyas, y
este en particular, pero cuénteme, ¿está de paso por aquí?
–No exactamente,
arrendé una casa cerca al faro, este sitio se va a convertir en mi nuevo hogar.
–Entonces
bienvenido–, dijo el tendero con una amplia sonrisa–, supongo que será la casa
blanca de una sola planta.
–Lo mismo supongo
yo –dijo Pablo sonriendo–, la verdad… solo la he visto por fotos, pero a
propósito, ¿conoce usted la mejor ruta para llegar allá?
–Es muy fácil,
siga en línea recta hasta encontrar un vivero que está al lado derecho de esta
calle –dijo el tendero mientras con su brazo indicaba la dirección a seguir–,
por ahí voltea a su derecha y después de dos cuadras se van a acabar las casas
y básicamente esa calle se convierte en la carretera que después de un poco más
de cinco kilómetros lo depositará en su nueva morada.
–Parece sencillo
–dijo Pablo mientras entregaba al tendero los billetes de la compra.
–Martín Woods
–dijo el tendero apretando la mano de su nuevo cliente–, y bienvenido a
Ucluelet.
–Pablo Montaña, ex
diseñador y ahora supuesto escritor.
–¡Escritor!
Interesante, va a estar en el mejor lugar para inspirarse.
–Eso me pareció
cuando vi las fotos del lugar, por eso mismo lo escogí.
–Buena suerte, y
vuelva por aquí cuando guste –dijo Martín antes de ocuparse con un par de niños
de nueve o diez años, quienes vistiendo camisetas y pantalones cortos, se
acercaron al mostrador a pagar por sus helados.
Unos minutos más
tarde pudo observar un poco más de cerca el faro que había visto a la
distancia, cuando todavía se encontraba manejando por la carretera del acantilado. Se notaba
que recibía un excelente mantenimiento, con sus costados impecablemente
pintados y sus vidrios con la apariencia de haber sido recientemente
instalados, aunque por su estilo podría sugerir que llevaban allí por lo menos
cincuenta o sesenta años. No pasaba lo mismo con su nueva casa, la cual se
encontraba a unos trescientos metros ladera abajo. Aunque sus paredes exteriores lucían bastante
bien, con un tono blanco, el cual se mezclaba a la perfección con el resto del
paisaje, los vidrios parecían no haber recibido ningún intento de limpieza en
un largo periodo. Estacionó frente a su nueva residencia y sin preocuparse de
sacar sus maletas del baúl, buscó en sus bolsillos las llaves que había
reclamado tres días antes en la oficina de la agencia de finca raíz en Bogotá.
Afortunadamente la chapa cedió con facilidad y enseguida se encontró mirando el
interior de la atractiva morada. Lucía exactamente como la había visto en las
fotos. Un área social bastante amplia, con sus paredes adornadas por cuadros de
antiguos veleros, toda clase de
artefactos del mundo marítimo, y una alfombra de un tono bastante claro
extendida de pared a pared. Se fijó en
un mueble de madera pintado de azul de
algo menos de un metro de altura, el cual se encargaba de separar el área de la
sala con la del comedor. Dos sofás blancos puestos en forma de L, con cojines
azules y una mesa de centro del mismo color, le daban un aspecto fresco y
confortable a la sala. El comedor era
pequeño, solo para cuatro personas, con sillas y una mesa cuadrada que hacían juego
con los muebles de la sala. Pero lo más llamativo era el estudio, situado a
mano derecha de la zona social, con amplios ventanales arrancando desde el piso
y terminando en el techo, los cuales dejaban ver a su derecha la parte superior
del faro y a su izquierda la inmensidad del océano que comenzaba unos metros
más allá del borde del acantilado. Tenía el mismo tipo de alfombra encargada de
cubrir los pisos del resto de la casa, pero sus muebles no eran blancos ni
azules, estos conservaban los tonos oscuros de la madera. Un atractivo escritorio,
una amplia biblioteca repleta de libros, un telescopio en su trípode, y algunos
modelos de barcos completaban el escenario. Lo primero en venir a su mente fue
mirar hacia el mar a través del telescopio. Se inclinó hacia adelante, enfocó los lentes del exótico aparato y pudo
apreciar de cerca lo que parecía ser un barco carguero perdiéndose en el
horizonte. Ya tendría bastante tiempo para contemplar el océano, el paso a
seguir sería continuar con su recorrido de la acogedora vivienda. Su habitación
era grande, con una cama doble, un par de mesas a los lados y una mesa en
frente en donde reposaba un televisor. Al igual que en el resto de la casa, sus
paredes estaban decoradas con cuadros de motivos marinos. A través de la
ventana se podía apreciar el borde del acantilado y algo más atrás la
inmensidad del océano. La única diferencia con respecto a la vista que se podía
observar desde el estudio radicaba en la imposibilidad de ver la playa. Se
preguntó si existiría alguna escalera lo suficientemente cerca que descendiera
hacia el mar. Sería interesante poder caminar en la arena, y si el clima lo
permitía, podría pensar también en un refrescante baño. Se le ocurrió que sería
la primera cosa que haría en la mañana del día siguiente.
Y fue después de
cenar, mientras escuchaba música pop, cuando pudo observar por primera vez el
imponente espectáculo presentado por su vecino. Su potente rayo, de tonos
azules y blancos, giraba trescientos sesenta grados a la redonda dando luz a
todo lo que encontraba a su paso. Parecía ser que no hiciese falta un
estrellado cielo o el atractivo de la luna llena, o las luces de embarcaciones
fondeadas en la bahía: era suficiente con la luz despedida por el faro para
producir un encantador paisaje nocturno, el cual sería la envidia de cualquier
director de cine al tratar de producir la más romántica de todas las escenas.
La imagen de aquel maravilloso paisaje, sumado al ruido de las olas, fueron la
mejor ayuda para lograr conciliar el sueño rápidamente y poder gozar de una merecida
y placentera noche.
Pablo se levantó cuando el sol empezaba a ganar altura. Mientras disfrutaba de su desayuno se dio
cuenta de la total ausencia de nubes en el firmamento; el día parecía prometer
altas temperaturas. Saboreando aún el jugo de naranja, el cual estaba
acostumbrado a tomar, se acercó al ventanal del estudio y observó detenidamente
el sobresaliente paisaje. Más de una docena de pequeños veleros adornaban la
escena, completada con la interminable curva de acantilados y playas que
conformaban la inmensa bahía. Sin embargo, y a pesar del calor que se
pronosticaba, el sector de playa más cercano a su vivienda lucía desocupado.
Giró la cabeza hacia la derecha y fijó su mirada en el imponente faro, creador
de aquel llamativo espectáculo de la noche anterior. En realidad era la primera
vez en su vida que se encontraba ante la presencia de esta clase de
construcción. Siempre los había apreciado en fotografías de postales y
películas, pero nunca en sus viajes había tenido la oportunidad de admirarlos,
o tan siquiera de acercarse de la manera como lo estaba haciendo ahora. Decidió que lo mejor sería tomar una ducha,
ponerse sus bermudas y alguna camiseta propicia para el clima, y salir a buscar
alguna escalera o camino que condujera hacía la playa y eventualmente hacía el
majestuoso faro.
No tuvo más que
acercarse al borde del acantilado para encontrar una escalera de madera la cual
serviría perfectamente a sus propósitos. Tardó un poco menos de dos minutos en
llegar a la parte baja y sentir como sus zapatos se hundían en la arena húmeda.
Cincuenta pasos más tarde se encontró en la orilla del mar. El color de la
arena era bastante claro para tratarse de la costa pacífica, aunque nunca
podría compararse con la blancura típica de las playas del Mar Caribe. Tres minutos de observación bastaron
para que sus pensamientos fueran interrumpidos por una voz pronunciada a sus
espaldas.
–Dentro de algunas
horas ya no podrás estar ahí parado.
Se volteó con
sorpresa para descubrir el rostro de una hermosa mujer, quien después de fijar
su mirada en su sorprendida expresión, enfocó su atención en el horizonte.
–¿Hay alguna ley o
regulación que lo impida? –Fue la única
frase que se le vino a la mente mientras se fijaba en la manera como la brisa
jugaba con los oscuros cabellos de su interlocutora.
–La ley del
océano… Después de las cuatro de la tarde el agua llegará hasta el borde del
acantilado, y estas playas desaparecerán como por arte de magia.
–Todo parece
mágico en este sitio… –dijo Pablo mientras pensaba en como la belleza del paisaje,
el espectáculo del faro situado a su derecha en la parte alta del acantilado, y
el joven rostro de quien lo acompañaba, se juntaban para presentar una escena,
si no mágica, por lo menos bastante atractiva y diferente a las cuales se había
acostumbrado en su anterior vida.
–Nunca te había
visto por aquí –dijo ella volviendo a posar su mirada en Pablo, esta vez
acompañada por una sonrisa que dejaba ver la perfección de su dentadura.
–Yo a ti tampoco
–contestó mientras su risa mostraba que su interlocutora no era la única en esa
playa que podría presumir de la blancura de sus dientes.
–Llevo aquí algún
tiempo, pero tú debes ser turista o la nueva persona que ha alquilado la casa
blanca –dijo ella dirigiendo su mirada hacia la parte de arriba del acantilado
donde se alcanzaba a apreciar el borde del techo de la nueva vivienda de Pablo.
–Tienes razón, soy
el nuevo inquilino de aquella casa, aunque en realidad me siento como todo un
turista –y sus ojos se enfocaron en el azul de sus bermudas.
–Si lo dices por
tu ropa, no te preocupes, se está metiendo el verano y sería imposible andar
por ahí con pantalones largos, mira no más lo que me puse hoy –y sus verdes
ojos se dirigieron al vestido crema estampado con flores de varios colores, el
cual le llegaba arriba de las rodillas y dejaba sus brazos, espalda y hombros
al descubierto.
–¡Lindo vestido!,
parece hecho a la medida para este sitio.
–Gracias, toca
aprovechar esta época, porque después de septiembre el paisaje se vuelve un
poco nubloso, y ahí sí es imposible salir de esta manera.
–¿Y vives por aquí
cerca?
–Más cerca de lo
que imaginas –y giró su cabeza hacia donde se encontraba el faro.
–¡No me digas que
vives en ese sitio! –Los ojos negros de Pablo parecieron doblarse en tamaño.
–Alguien tiene que
cuidar del faro… –dijo ella sin dejar de sonreír.
–Oye, que pena
contigo, yo sé que apenas nos acabamos de conocer, pero me encantaría conocerlo
por dentro –e inmediatamente pensó en su apresuramiento y en el riesgo de
sacarla corriendo.
–Veo que te gustan
los faros…
Siempre le habían
llamado la atención; recordaba no solamente las llamativas fotos de revistas y
postales, sino también las películas de diferentes géneros en las cuales los
presentaban como lugares de encuentro, de misterio o de aventura.
–De donde vengo no
tienes exactamente la oportunidad de ver muchos.
–¿Y se puede saber
qué lugar es ese? –La cara de ella reflejaba un verdadero interés.
–¿Has escuchado
hablar de Bogotá?
–Creo que es
Colombia…, espero no estar equivocada.
–No lo estás, pero
son pocos los que en estas latitudes conocen algo de mi país.
–Yo no conozco
mucho en realidad, pero era buena en clases de geografía cuando estudiaba –dijo
en medio de una tímida sonrisa.
–¿Y tú eres de por
aquí? –El rostro de ella no era precisamente el de la típica mujer anglosajona,
prototipo dominante en la región.
–Bueno, en
realidad estoy en Canadá hace cinco años, pero soy originaria de Grecia, más
exactamente de Atenas, pero ahora tengo que regresar –se interrumpió a si misma
observando su reloj de pulsera–, debo enviar el reporte a esta hora.
–Perfecto, no te
preocupes, ha sido genial conversar contigo –alcanzó a decir Pablo viendo como
la esbelta muchacha arrancara con paso acelerado.
–Lo mismo digo, un
día de estos te llevaré a conocer el faro –gritó ella mientras volteaba a
mirarlo, su cara parcialmente oculta gracias al cabello desordenado, producto
de la fuerte brisa.
–No me dijiste tu
nombre… –pero las palabras de Pablo, que luchaban con los sonidos del mar y de
los vientos no alcanzaron a llegar a los oídos de su nueva amiga.
En realidad nunca
hubiese podido imaginar que una mujer tan atractiva estuviese a cargo de un faro,
y mucho menos así de joven; pero esto ya no era Suramérica, este era un país
del mundo desarrollado y aquí las cosas parecían ser bastante diferentes en
casi todos los aspectos.
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