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El Origen De Los López (Romance Y Crisis Libro3)

Capítulo I: El origen de los López Parte 1

Carlos López nació en una familia numerosa que vivía en uno de los barrios populares de la ciudad capital. A los quince años, su vida cambió drásticamente cuando tuvo que asumir la responsabilidad de su hogar. Su padre, un hombre trabajador y cariñoso, cayó víctima del hampa común una madrugada, mientras regresaba de su empleo como guardia de seguridad. Su muerte dejó atrás a su esposa, Fátima, de 32 años, y a sus cuatro hijos: Carlos, de 15; Camilo, de 13; Andrea, de 11; y la pequeña Anita, de apenas 3 años.

Para Fátima, el golpe fue devastador. Siempre se había dedicado al hogar y carecía de una profesión que le permitiera sostener a su familia. Con los días, la desesperación creció al no tener nada para alimentar a sus hijos. Fue entonces cuando una vecina, conmovida por su situación, le consiguió un empleo como empleada doméstica en una familia de clase media alta. El salario era aceptable, pero tenía una gran desventaja: debía permanecer en la casa donde trabajaba seis días a la semana, con solo los domingos libres. Gracias a un acuerdo con sus empleadores, pudo llevar consigo a su hija menor, Anita. Sin embargo, Carlos tuvo que asumir el rol de protector y cuidador de Camilo y Andrea, pese a que él mismo aún era solo un adolescente.

Desde temprana edad, Carlos se destacó por su inteligencia, su carácter firme y una astucia innata. Su padre le había inculcado un profundo sentido de responsabilidad hacia la familia, recordándole constantemente que, como hermano mayor, debía ser el pilar de los suyos. En el barrio donde creció, esa fortaleza era más que necesaria. No tardó en comprender que, para sobrevivir en los barrios de la ciudad capital, debía ser más listo que el peligro que acechaba en cada esquina. Fue así como aprendió a moverse entre la delgada línea que separaba lo correcto de lo incorrecto, enfrentando cada día con el peso de una adultez prematura.

Desde muy joven, Carlos López tuvo que asumir un papel que no le correspondía. Con su padre ausente, se convirtió en el pilar de su familia, cuidando de sus hermanos más pequeños y enfrentando responsabilidades que ningún adolescente debería cargar. La necesidad los apremiaba, el hambre era constante, y el poco dinero que su madre ganaba no alcanzaba para cubrir las necesidades del hogar.

Sin opciones claras, Carlos comenzó a realizar pequeños trabajos para los maleantes de la zona. Sabía que, sin protección, su familia estaría en peligro, y con su padre ausente, necesitaban aliados, aunque fueran peligrosos. Sin embargo, lo que comenzó como una estrategia de supervivencia pronto se convirtió en una oportunidad inesperada.

Su astucia natural llamó la atención de los líderes de las bandas, pero Carlos no era un simple delincuente oportunista. Siempre fue ambicioso y nunca se conformó con ser otro joven atrapado en la violencia de las calles. Desde pequeño, había tenido un sueño claro: convertirse en administrador de su propia empresa. Y por más imposible que pareciera, estaba decidido a lograrlo, sin importar los sacrificios.

Sabía que pocos jóvenes en su barrio terminaban la secundaria, que la universidad era prácticamente un sueño inalcanzable, y que, sin un padre que lo guiara, su camino sería aún más difícil. Pero tenía una ventaja: su determinación era absoluta.

Dividía su tiempo entre sus estudios, las labores del hogar y los encargos de las bandas, asegurando que sus hermanos también asistieran a la escuela. A pesar de la falta de recursos, nunca dejó que el caos de su entorno interrumpiera su educación.

Cada domingo, cuando su madre regresaba con Anita, encontraba la casa impecable, los niños con sus deberes escolares hechos y comida en la nevera. Al principio, pensó que su hijo mayor simplemente estaba manejando bien la casa, pero algo no cuadraba. Su sueldo no era suficiente para mantenerlos con estabilidad, y aunque Carlos siempre fue responsable, había demasiada organización para alguien de su edad.

Intrigada, preguntó a los vecinos sobre lo que hacían sus hijos en su ausencia. Y fue entonces cuando descubrió la verdad: Carlos colaboraba con las bandas de la zona.

Fátima nunca había sido una madre afectuosa, pero desde la muerte de su esposo, su carácter se volvió aún más duro. La pérdida no solo trajo dolor, sino también una ira descontrolada, y cuando descubrió que Carlos trabajaba para las bandas, su respuesta fue una golpiza brutal.

—¡Deja esas actividades de inmediato! —le exigió entre gritos.

Pero Carlos sabía la verdad, y salir de ese mundo no era tan fácil, para sobrevivir, debías ser más fuerte que los jefes o terminar muerto, él lo supo desde el principio, pero no tuvo otra opción. Era un adolescente solo, cargando la responsabilidad de proteger a sus hermanos, enfrentando la miseria, el hambre y el peligro.

Por más respeto que aún pudiera sentir por su madre, no iba a seguir sus órdenes, él tenía un plan, porque si algo temía más que el crimen, era volver a sentir hambre otra vez.

En su barrio, Carlos aprendió rápido quién era realmente leal y quién no, compartía parte de sus ganancias con los vecinos, pero cuando fue traicionado, comprendió que debía ganarse el respeto por sí mismo y desde ese momento, su personalidad cambió por completo y se endureció hasta el punto en que la gente comenzó a temerle.

Portaba un arma, practicaba boxeo junto a los maleantes, y aunque nunca abusó de sus vecinos, hubo una excepción, uno de los jóvenes del barrio intentó acosar a su hermana, Andrea.

Carlos no lo dejó pasar y la lección fue muy severa y nadie intervino o se atrevió a defender al agresor, porque Carlos tenía un principio claro: No toleraría violencia contra una mujer.

Era un valor que había aprendido de su padre, y lo mantendría intacto sin importar el precio, y desde ese día, sus vecinos comenzaron a buscarlo, cada vez que algún hombre intentaba intimidar a las mujeres del barrio.

Carlos quería que su barrio fuera seguro, no solo por Andrea, sino por todas las chicas que crecían en aquella zona sin protección. Su código personal le ganó seguidores leales, porque en su comunidad, los abusadores venían de otros sectores a molestar a las mujeres.

Fue así como formó su primera banda y a diferencia de otros grupos, Carlos no interfería en los asuntos de los jefes, y por eso, ellos lo dejaron tranquilo. Solo cuidaba a los suyos, y  hacía lo necesario para sobrevivir, y aunque sus actividades le generaron tantos amigos como enemigos, eso no le importaba. Porque mientras Andrea estuviera a salvo, eso era lo único que realmente lo hacía feliz.

Después del incidente con su madre, la relación entre Carlos y Fátima se fracturó sin posibilidad de vuelta atrás. Él, que se había visto obligado a madurar antes de tiempo y a entrar en un mundo peligroso por culpa de la negligencia de su madre, jamás pudo perdonarle el desprecio con el que lo trataba. Sus hermanos menores, aunque aún eran niños, eran plenamente conscientes del sacrificio que Carlos hacía por todos, y lo apoyaban con una lealtad silenciosa pero firme.

Con el tiempo, el resentimiento hacia Fátima creció, al punto en que los tres llegaron a culparla, en cierto modo, por la muerte de su padre. Si no lo hubiera forzado a tomar tantos turnos extra para cubrir sus crecientes exigencias económicas, tal vez aquel asalto nunca habría ocurrido. Carlos, aunque actuaba como un adulto, seguía siendo solo un chico de quince años, obligado a convertirse en hombre demasiado pronto.

En ese mismo barrio, vivía una muchacha llamada Martha Pérez, también de quince años, a quien Carlos había defendido una vez de un grupo de acosadores. Desde entonces, lo admiraba en silencio, siempre lo veía pasar por el liceo, aunque nunca se atrevía a hablarle.

Tiempo después, Martha comenzó una relación con uno de los chicos de la banda de Carlos, un muchacho también menor de edad. La inexperiencia de ambos, sumada a la desprotección del entorno, tuvo consecuencias inevitables: Martha quedó embarazada.

El muchacho, incapaz de afrontar la situación, desapareció cobardemente, dejándola sola. Pero lo que más la devastó fue que su propia familia la echó de casa, negándole apoyo en su momento más vulnerable.

Aterrada y sin un lugar a donde ir, Martha se enfrentó al mismo infierno que tantas otras chicas del barrio: la soledad, la culpa ajena y el abandono. Lo que no sabía era que Carlos, aunque endurecido por la vida, no era indiferente a esas historias, y el rumbo de su destino estaba a punto de cruzarse con el de ella.

Capítulo II: El origen de los López Parte 2

La relación entre Carlos y su madre se volvió cada vez más tensa y quebradiza, desde la muerte del padre, el resentimiento había crecido en silencio, pero todo se desbordó cuando Fátima comenzó a mostrar señales evidentes de un cambio de vida: traía dinero en grandes cantidades, vestía ropa costosa y ya no parecía angustiada como antes.

Carlos, astuto por naturaleza, sospechó que algo no encajaba, la misma mujer que lo había despreciado por involucrarse con bandas, ahora vivía con lujos inexplicables. Movido por la duda y la rabia, envió a uno de sus subordinados a seguirla y lo que descubrió fue más humillante de lo que había imaginado.

Su madre se había convertido en la amante de su jefe, no solo eso: ya ni siquiera trabajaba, el hombre le había alquilado un inmueble en una zona del este de la ciudad, de clase media baja, donde vivía acomodada junto a Anita, la hija menor.

Mientras tanto, Carlos, Andrea y Camilo seguían en el barrio, sobreviviendo como podían. Los hombres de confianza de Carlos le contaron algo que lo dejó helado: Fátima decía que solo tenía una hija, negando abiertamente la existencia de sus hijos mayores.

Carlos no juzgaba su relación con un hombre casado, sabía lo desesperante que había sido su situación. Lo que no podía aceptar era que ella hubiera encontrado una salida, y no los hubiera incluido a ellos. Que ella se hubiera marchado, dejándolos solos, negándolos como si no existieran, mientras él había cargado con el peso de toda la familia desde los quince años.

Decidido a enfrentarla, Carlos se presentó con Camilo y Andrea ante la nueva residencia de Fátima. Tocaron el timbre. Ella los vio por la mirilla y no abrió la puerta, el miedo se le notaba incluso sin pronunciar palabra. Se quedó allí, en silencio, mientras ellos esperaban una reacción.

Desde el otro lado de la puerta, Carlos alzó la voz con firmeza:

—No vuelvas a acercarte a nosotros nunca más. Para nosotros, estás muerta. Desde ahora, somos huérfanos por voluntad propia.

Dentro del hogar, la pequeña Anita lloraba, llamando por sus hermanos mayores. Pero Fátima no se movió, no contestó, no abrió la puerta. Desde aquel día, cumpliendo el deseo de su hijo, Fátima nunca más volvió al barrio.

Carlos se convirtió en el único responsable de sus hermanos, a pesar de que todavía era muy joven, con apenas dieciocho años, la vida ya lo había obligado a tomar el rol de padre, protector, proveedor todo a la vez. Fue entonces cuando una vecina llamada Julia, una señora jubilada que lo había observado crecer desde niño, comenzó a acercarse más a ellos. Sintiendo una profunda compasión por esos muchachos abandonados, actuó como una abuela protectora. Le ofrecía consejos, comida caliente cuando podía y palabras de aliento que Carlos necesitaba más de lo que admitía.

Gracias a su inteligencia y disciplina, y a pesar de las circunstancias, Carlos estaba a punto de culminar la secundaria con un promedio excepcional. Contra todo pronóstico, consiguió una beca para estudiar en la universidad más prestigiosa de la ciudad capital, en la facultad de Ciencias Económicas. Nunca abandonó el sueño que había mantenido vivo desde la infancia: convertirse en administrador de su propia empresa.

Mientras tanto, su influencia en el barrio crecía. Su banda, aunque informal en sus orígenes, se volvió más numerosa y organizada. Carlos imponía reglas claras y estrictas: no se permitía el consumo de drogas, el abuso contra mujeres o la traición. Cualquier miembro que rompiera esas normas era castigado sin piedad, y si el daño era grave, simplemente era expulsado... o algo peor.

Carlos no buscaba poder por ambición vacía; su objetivo era proteger, y aunque su método era duro, logró algo que nadie más había conseguido: convertir su barrio en un lugar seguro, porque tanto él como sus hombres eran aguerridos, pero con códigos férreos y bajo su mando, la violencia se replegó, y las chicas del barrio, como su hermana Andrea, podían caminar tranquilas sabiendo que había alguien dispuesto a protegerlas.

La señora Julia, a quien todos en el barrio, y especialmente los López, la llamaban la abuela, fue quien se enteró de la situación tan lamentable de Martha. La muchacha había pasado dos noches durmiendo a la intemperie después de ser expulsada de su casa, sin un techo ni un lugar seguro para su embarazo, y al saberlo, Julia no lo pensó dos veces: la acogió en su pequeño hogar, le dio comida caliente y la llevó al dispensario del barrio para que recibiera atención prenatal.

A cambio, solo le pidió una cosa: que no abandonara la escuela, Martha, con el rostro aún lleno de vergüenza, siguió asistiendo a clases, a pesar de las burlas y el estigma de sus compañeras. Fue un año difícil, pero lo terminó y logró culminar el ciclo escolar justo antes de dar a luz. El parto fue complicado porque era una madre muy joven, débil debido a la mala alimentación y al cansancio, aun así, cuando finalmente sostuvo a su hijo en brazos, al cual llamó José, supo que todo había valido la pena, porque a pesar de la incertidumbre, lo amó desde el primer instante.

Doña Julia hacía lo imposible por ayudar, pero sus recursos eran limitados y fue entonces cuando Carlos, siempre atento a lo que ocurría en su comunidad, se enteró del caso de Martha y no dudó en intervenir: le entregó el dinero suficiente para que comprara un pequeño puesto de verduras en el mercado, Martha comenzó a trabajar desde temprano, siempre con su bebé en brazos, después dejaba al pequeño con la abuela para asistir a sus clases, y por la tarde regresaba para continuar con su rutina.

Aunque el ritmo era agotador, Martha se graduó. Sabía que continuar estudiando sería casi imposible, la presión era demasiada y su cuerpo aún frágil, así que recibió su título de secundaria con orgullo, aun si eso significaba dejar a un lado su sueño de ir a la universidad.

Mientras tanto, Carlos seguía imponiendo disciplina en su casa y a pesar de que trataba a Camilo y Andrea con cariño, era también extremadamente severo. Cuando Camilo intentó dejar los estudios para unirse a una banda, la reprimenda fue tan contundente que no volvió a atreverse, y de hecho, desde ese día casi no se le veía en público: vivía entre libros y libretas, decidido a no decepcionar a su hermano mayor. Andrea, igual de aplicada, se convirtió en una de las mejores alumnas de su escuela.

A pesar de su faceta como líder de barrio, Carlos era la figura que los mantenía a salvo y después del abandono de su madre, fue él quien asumió toda la responsabilidad, bajo su techo, sus hermanos vivían con comodidad y dignidad, y les había prometido, con toda la fuerza de su palabra, que muy pronto dejarían el barrio atrás para mudarse a un lugar mejor.

Con el tiempo, Carlos se convirtió en una figura respetada en el barrio. Su nombre corría de boca en boca, hasta que finalmente el capo de la zona lo llamó para conocerlo en persona, Carlos, siempre astuto, estableció una relación conveniente con él, sabiendo que, tarde o temprano, necesitaría esa conexión.

Cuando por fin tuvo los recursos para mudarse, el capo no quería perderlo, pero accedió bajo ciertas condiciones, Carlos ya era uno de sus mejores elementos, y aunque su salida no le agradaba del todo, prefirió asegurarse de que su influencia no desapareciera por completo.

Después de negociar, Carlos, sus hermanos y la abuela se trasladaron a una urbanización de clase media baja. Pero no se marchó solo: se llevó consigo a la mayoría de los integrantes de su banda, para él, el progreso no era solo personal, debía incluir a sus seguidores más leales. Sabía que si su estatus mejoraba, el de ellos también debía hacerlo, además, de que no podía permitirse dejar atrás a quienes habían servido como sus guardaespaldas, especialmente cuando tenía tantos enemigos.

La mudanza llegó justo a tiempo, Carlos había percibido el peligro en el barrio, pues otro capo buscaba tomar el control, pocos meses después, el conflicto entre ambos líderes estalló, convirtiendo la zona en un campo de batalla y muchas personas fueron víctimas de la guerra por el poder, y quienes no habían salido a tiempo quedaron atrapados en el fuego cruzado.

Carlos, sin embargo, ya había asegurado su salida, había pactado con ambos capos, consiguiendo que le permitieran marcharse junto con toda su gente, pero antes debieron jurar lealtad a ambos.

Para Carlos, sin embargo, ese juramento no significaba nada. Su única lealtad era hacia sí mismo y su familia. Lo demás no le importaba.

La abuela se mudó con los López, asegurando su lugar en la nueva vida que Carlos estaba construyendo, Martha, por su parte, sabía que el barrio se volvería aún más peligroso una vez que Carlos se marchara, así que decidió mudarse también y le agradeció a Julia y a Carlos por su ayuda, pero entendía que debía seguir su propio camino.

Durante años, no volvió a saber de los López, sus vidas tomaron caminos distintos, hasta que, tiempo después, el destino volvió a entrelazarlo, sin embargo, su gratitud hacia Carlos nunca desapareció, aun en la distancia, recordaba la primera oportunidad que él le había dado.

Andrea, de vez en cuando, ayudaba a Martha a cuidar al pequeño José, mientras ella asistía a clases, y aunque la vida los había separado, las conexiones que Carlos había creado en su comunidad seguían teniendo fuerza, incluso años después de su partida.

Capítulo III: El origen de los López Parte 3

Convertirse en tutor legal de sus hermanos no fue fácil para Carlos y a pesar de ser mayor de edad, el gobierno se negó a otorgarle la custodia, argumentando que no cumplía con los requisitos, sin embargo, con su astucia y los recursos adecuados, consiguió que el proceso se resolviera a su favor, asegurando que Camilo y Andrea estuvieran bajo su protección.

Camilo y Carlos solían discutir con frecuencia, Camilo quería involucrarse en las actividades de su hermano, pero Carlos no estaba dispuesto a permitirlo, él había visto demasiada violencia, había vivido en ese mundo el tiempo suficiente para entender sus riesgos, y no iba a dejar que su hermano menor cayera en el mismo infierno.

Andrea, por otro lado, siempre mediaba entre ellos, y a pesar de que Carlos y Camilo eran fuertes, había una verdad innegable: los dos eran débiles ante su hermana, porque si había una verdadera líder en esa familia, era Andrea, al que mantenía el equilibrio entre los dos.

Ahora que Camilo y Andrea asistían a una mejor secundaria, se reencontraron con su hermana menor, Anita, la cual también estudiaba en la institución, y fue un momento alegre y emotivo; la niña extrañaba profundamente a sus hermanos.

Pero apenas un mes después del inicio de clases, Andrea y Camilo se toparon con su madre. Fátima venía manejando un auto nuevo, vestida con elegancia, como si su vieja vida jamás hubiera existido.

Cuando los vio, no les dirigió la palabra, solo subió a una triste Anita al auto y se marchó sin mirarlos siquiera, esa noche, Andrea lloró amargamente.

Cuando Carlos llegó a casa después de la universidad, se encontró con la escena, su primer instinto fue buscar a Camilo, pensando que habían discutido nuevamente y que él era la causa del llanto de Andrea, pero cuando descubrió la verdad, algo en su interior se quebró.

Andrea, entre sollozos, le preguntó lo que había guardado en su pecho durante años.

—Pero hermano… ¿Qué le hice a mamá para que me odie tanto?

Carlos escuchó su voz temblorosa, y con un tono grave, firme, lleno de determinación, respondió sin titubear.

—No llores, Andrea. Esa mujer no merece tus lágrimas, me tienes a mí, al fastidioso de Camilo y a la abuela, y todos te queremos mucho.

Pero en su interior, Carlos hizo un juramento silencioso, esto no quedaría sin castigo.

Camilo, observando la escena, sentía la misma impotencia que su hermana,  Andrea, solo tenía catorce años, demasiado joven para soportar un desprecio tan cruel por parte de su propia madre, con cada lágrima, con cada golpe de humillación, Camilo se juró a sí mismo que un día sería alguien importante, alguien cuya presencia Fátima no pudiera ignorar, alguien capaz de restregarle en la cara su abandono y hacerla arrepentirse de lo que había hecho.

Carlos tenía razón, no había venganza más grande que ser exitoso, que demostrarle que sus hijos no la necesitaban para triunfar.

—Andrea, deja de llorar por esa mujer —dijo Camilo con voz entrecortada—. Ahora la única familia que tienes somos nosotros. Lo lamento por Anita, que tiene que vivir con ella... pero te lo juro, llegará el día en que la veré llorar lágrimas de amargura por habernos abandonado.

Andrea sollozó con más fuerza, pero ahora no era solo tristeza, era rabia, dolor mezclado con determinación.

Carlos, en silencio, los observaba y su mirada expresaba un resentimiento tan profundo que parecía quemar el aire a su alrededor.

—No se acostumbren a esa escuela, porque mañana los cambio.

Andrea lo miró con sorpresa.

—Pero vas a perder el dinero de la inscripción, hermano…

Carlos no titubeó.

—Ese no es tu problema, Andrea. Quiero que vayan a una secundaria mejor. Quiero que tengan más oportunidades. No quiero que pasen por los mismos problemas que tuve para entrar a la universidad.

Y al día siguiente, cumplió su palabra, y a pesar del costo, mudó a sus hermanos a una mejor institución, asegurándose de que el futuro de Camilo y Andrea estuviera fuera del alcance de Fátima.

Anita, por días, buscó a sus hermanos mayores en la escuela, pero no los encontró, la niña, desesperada, preguntó por ellos y su madre, al notar su insistencia, fue a averiguar qué había ocurrido.

En la escuela, no querían darle información, porque Carlos era el tutor legal de los niños, pero le confirmaron que habían sido trasladados a otra institución. Fue entonces cuando Fátima se dio cuenta, su plan de ignorar a sus hijos mayores había fracasado, porque Carlos ya no estaba en el barrio y no tenía manera de contactarlos.

Y aunque no dijo nada,  no reaccionó, y  guardó silencio, en su interior, por primera vez en años, sintió lo que era perder por completo a los hijos que había despreciado.

A los diecinueve años, Carlos se había transformado en un hombre que captaba miradas dondequiera que iba, su altura imponente, su tez trigueña, sus ojos y cabello negros, combinados con rasgos finos y una presencia magnética, lo hacían destacar, pero lo que realmente lo volvía inolvidable era su personalidad: dominante, inteligente y astuta.

En la facultad, se convirtió en uno de los estudiantes más populares, no solo por sus altas calificaciones, sino por la seguridad con la que se movía en cualquier ambiente, se sabía manejarse entre distintos círculos, asegurándose de que nadie pudiera cuestionar su ascenso.

Él y sus hermanos habían tomado clases de etiqueta y modales, no porque se avergonzaran de su origen, sino porque sabían que para conseguir sus metas, necesitaban pulir cada aspecto de su imagen, Carlos dominaba la elegancia con naturalidad, su presencia exudaba refinamiento, y su capacidad de adaptación lo convertía en un hombre difícil de descifrar.

Vestía ropa de marca, conducía un vehículo del año y se había mudado a una urbanización mejor. Desde afuera, todo parecía producto de esfuerzo legítimo, el reflejo de un joven que había sabido cómo abrirse paso en el mundo.

Pero lo que nadie imaginaba, lo que nadie podía sospechar, era que su éxito estaba construido sobre negocios ilícitos. Con la misma astucia que había usado para sobrevivir en el barrio, ahora manejaba cada movimiento con precisión, sabía cómo disfrazar la verdad, cómo mantener intacta su reputación, y seguir ascendiendo sin dejar rastro.

La familia de Martha jamás estuvo para ella, pero a los diecinueve años, ya no los necesitaba, se había independizado, criaba a su hijo con esfuerzo y orgullo, y aquella chica que alguna vez fue dulce y vulnerable, ahora se había convertido en una mujer de carácter fuerte.

Su meta era clara: sacar a su hijo de ese barrio y darle una vida mejor. Martha atraía muchas miradas porque era hermosa, con piel blanca, ojos claros y cabello castaño que siempre llevaba recogido en una cola de caballo.

Pero la belleza ya no significaba nada para ella, no creía en promesas, ni palabras bonitas, muchos hombres la buscaban, pero nada de eso le importaba más que José, el cual aunque físicamente se parecía a su padre, ella se encargaría de criarlo como un verdadero hombre, para que jamás heredara la cobardía de ese infame que los abandonó.

Sabía que su familia nunca la aceptaría, pero eso tampoco le preocupaba más.

Cuando Carlos se mudó del barrio, el padre de José finalmente se sintió seguro para regresar, sabía que Martha había dado a luz, y que tenía un hijo, pero nunca se preocupó por buscarlo. En lugar de ello, se integró a la nueva banda que surgió tras la partida de Carlos, se casó con otra mujer, tuvo varios hijos, y siguió siendo lo mismo que siempre fue: Un maleante de poca monta, cuyo único punto fuerte era su atractivo físico y  fue lo único bueno que aportó al hijo que nunca quiso reconocer.

Martha, a pesar de haber sido obligada a madurar demasiado rápido, se convirtió en una mujer fuerte, hermosa y respetada en el mercado. Atendía a sus clientes con amabilidad y justicia, siempre daba un poco más a las personas mayores, y si veía a una chica que pasaba por lo mismo que ella, le brindaba su apoyo sin pensarlo dos veces.

Las propuestas de hombres interesados en ella nunca faltaban, pero Martha ya no creía en promesas vacías. Ahora era madre, y ningún hombre volvería a hacerle daño a su precioso hijo.

Andrea, por su parte, seguía preocupada por Carlos, veía cómo mantenía su doble vida, y aunque él siempre fue cuidadoso, sabía que, tarde o temprano, tenía que salir de ese mundo. Fue ella quien plantó la idea en su mente.

—Hermano, ya es tiempo de empezar a hacer actividades lícitas.

Carlos escuchó sus palabras, y por primera vez lo consideró seriamente. El momento llegó en una clase de economía básica.

Su profesor explicó los sectores de la producción, y algo en Carlos despertó, la idea de sembrar y producir, le pareció no solo interesante, sino viable, más aún cuando Camilo, quien desde pequeño había sentido un fuerte interés por la agricultura, le confesó que quería ser ingeniero agrícola. Carlos lo miró con una sonrisa calculadora, porque en ese instante, todo comenzó a tomar forma.

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