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La Sultana Dominará El Harén

Prólogo

La noche ardía en fuego, el palacio parisino pereció ante el general Otomano y sus poderosas fuerzas militares. El rey franco fue exitosamente asesinado, su esposa fue asfixiada hasta la muerte en su propia cama mientras dormía despreocupadamente en la que sería la última de sus noches.

A pesar de los gritos y el golpeteo metálico de las espadas, la dulce princesa francesa de piel blanca y cabellos claros, entre rojizos y dorados, no despertó. El general en persona observó el pecho de la doncella subir y bajar de la expansión pulmonar que su respiración sucedía. Estaba viva; y tan dormida que en el viaje de regreso al imperio Otomano no despertó.

Una serie de sucesos extraños le ocurrieron. Lo primero fue la visita privada de la tesorera del harén, quien la probó personalmente mediante una serie de pruebas, las cuales no le exigieron mucho a la antigua princesa de Francia. Se convirtió en consorte en poco tiempo de haber entrado al palacio, sin sentido alguno. Gracias a horribles historias contadas a la princesa desde que conoció el nombre del sultán en su debida época era que no era fácil vivir en el Harén de un sultán, y que, por tanto, una vida pacífica era lo último que una de sus mujeres obtendría, engañadas por poder y lujos, sin embargo, era algo que debía ser ganado, nadie se lo regalaría con simpleza.

La princesa Anna Victoria de Francia había perdido su identidad, y el poder, riquezas y la libertad de la que alguna vez gozó y no aprovechó. No obstante, con su trabajo como contadora del palacio Otomano ganó un sueldo, también adquirió poder y ropas más que decentes, elegantes y suficientemente finas, exentas de extravagancia y cualquier idea de ambición mortal. Creció madura y humilde, tres años en los que jamás vio al Sultán, mantuvo un perfil bajo pues en su alma no había deseo de seducir y ganar el favor del asesino de sus padres y vivir a expensas de éste, nunca hubo aceptación por aquel hombre, sueño de mujeres codiciosas de mente vacía, corazón de hielo y de pieles tan frágiles como el cristal.

Se excusó maravillosa y sagazmente de cualquier invento que incluía conocer a todas las mujeres locas que intentarían matarla como en los innumerables casos en los que fue testigo de asesinatos, secuestro, acusaciones y más dramas ridículos. Decidió excluirse fríamente de una vida tan movida y desastrosa como es el de todas las mujeres en el Harén. Habían montañas de trabajo que, por no salir de su habitación propia ni acudir a tramas de mujeres delirantes, acabó siempre rápidamente, por lo que el trabajo disminuyó; se centró en aprender todo lo que pudiese.

De todas la complicaciones y problemas que tuvo, de muy pocos se hubiera quejado. Una mujer tan calmada, de mente tan fría y analítica, no le temía a mucho, como serían problemas causados por criadas, chismes y todo acto oscuro y tenebroso planeado en las sombras, que ella pudiese repudiar. Creció una niña de dieciséis años para convertirse en una gran mujer con actitud. Fría e indiferente ante cualquier burla de parte de la gran consorte quién se autodenominó la favorita del sultán, y de las risas molestas y comentarios burlescos de parte de las ovejas fieles de la gran consorte en quién se tornó todo el Harén, jamás abrió su corazón para dejar entrar una flecha que incomodara sus noches ni días.

Bahar

Luego de hacer seguimiento a un caso de malversación el cual no estaba todavía cerrado, la consorte decidió salir a tomar aire fresco, luego de haber levantado con los labios partidos y la piel pálida, acabando de salir de un mal sueño, no se sentía dispuesta a seguir su habitual rutina de rondas seguidas de estresantes pilas de trabajo proporcionada por incompetentes que solo saben cobrar sus sueldos, y contar hasta el último centavo de éste para no dejar uno solo fuera de sus bolsas.

— Mi señora, ¿por qué no vamos al harén? Quizás haya una oportunidad de que el Sultán la vea. — Sugirió inocentemente su criada.

— Gulistan, no tengo interés en el Sultán. — declaró.

— Pero mi señora... Usted es muy hermosa, y es la consorte del Sultán. — entristeció el tono de la criada.

— ¿Qué tiene eso, Gulistan? — preguntó sin regresar a verla.

Luego de un silencio, Gulistan le respondió. — Las otras mujeres se burlan, y la gran consorte inventa rumores para entretener las noches de esas mujeres sin estatus. Usted es más digna de cualquier lujo que alguna de ellas se atreve a desear. Si tan solo usted quisiera...

— Gulistan, yo no quiero nada más que vivir correctamente. El sultán es el padre del imperio Otomano, y así como él da la vida por éste, hay mil mujeres que dan la vida por ese hombre. No tiene nada que ver conmigo, y una más o una menos, no le interesa al sultán. — respondió.

— Mi señora... Puedo oír las risas del harén. — replicó Gulistan. — No han sido ni tres las veces que usted ha ido allá, al menos...— habló con sinceridad y asistencia.

— Siempre me lo pides, Gulistan. — espetó.

— No soy más terca que usted. — respondió Gulistan.

Su ama regresó a verla y con los ojos entrecerrados le dijo a su criada: — Serán cinco minutos, cuéntalos. — ordenó y bajó al harén.

Se paró en la entrada, ni siquiera estaba de frente en la puerta, se paró de lado a oír las desordenadas voces de las mujeres. Gulistan no estaba complacida en lo absoluto, pero no se atrevía a retar de nuevo a su señora.

Las criadas, confundidas, abrieron la puerta, para disgusto de la segunda consorte. Se hizo un silencio desagradable, que la mirada de la gran mujer tornaba frío.

— ¿Es hoy una ocasión especial? — preguntó burlesca ma gran consorte. — Una aparición tan inesperada como es la de nuestra ermitaña contador nos halaga ésta noche. — sonrió. A sus espaldas, su esclava y esbirros se rieron ligeramente.

— ¿Qué puedo responderle a la señorita Bahar? — respondió nuestra señora, llamando la furia de la gran consorte.

— Vivir monótona y tan patéticamente te ha hecho olvidar quien eres, pero ¿incluso se te olvida quién soy? — el tono animado se Bahar, la consorte, cambió por uno más raspado.

— Viéndote puedo adivinar que eres una mujer. — el tono indiferente de la segunda consorte se mantuvo igual.

— Soy la mujer del sultán. — respondió con arrogancia.

— Felicitaciones, mujer. — replicó com un rostro inexpresivo y una mirada impaciente por irse.

Atónita, a Bahar le tomó un tiempo recuperar sus cinco sentidos y tras un silencio en el que todas temían el resultado, se oyó una risa cínica viniendo de la poderosa mujer. — ¿Y tú qué eres si no también una mujer? — la miró con desprecio.

— Mientras haya una diferencia, no seré igual a ti. — respondió sin inmutarse.

En solo pobres minutos de conversación, Bahar comenzaba a perder la paciencia.

— ¿Cuál es esa diferencia? Quiero saber. — frunció su entrecejo, señal para todos de que un paso en falso desataría las cadenas de los demonios en el infierno.

— Que por encima de tus joyas o corderos que se esconden detrás de ti. Yo no ostento ninguno se los dos y soy alguien por mí misma, tú necesitas alardear de algo que no tienes, como es el favoritismo del sultán para ser tomada en cuenta para algo. — respondió sin cambiar su expresión.

El silencio incómodo por sus palabras, molestó a Bahar, quien abrió la boca para replicar.

— Aún no termino. — habló la segunda consorte antes de que la grande escupiera siquiera la primera de sus palabras. — No conozco al sultán, ni se me solicita ir a su habitación, y aún así tengo un buen puesto y el respeto de los que me rodean, ganado honradamente, no porque me senté alado de alguien magnífico que me regaló todo. — continuó, sin ver un apropiado final. — Yo trabajo por este palacio, por su economía, es decir, por el dinero del que tú disfrutas. Sin embargo, no hago alarde de mi posición, soy humilde, y antes de pretender ser digna de lo inalcanzable — la miró de pies a cabeza. —, soy una mujer con actitud y dignidad. — terminó.

Conmocionada, la consorte del sultán ladeó la cabeza y pestañeó varias veces, sin ocultar el característico movimiento oscilante de sus labios, aviso de su pronta explosión.

— ¿Te atreves a decir eso? — preguntó regulando un fluctuante tono.

— Es la diferencia por la que me preguntaste. — respondió muy calmada e indiferente.

— Qué te da...— apretó los puños.

— ¿Disculpe? — acercó irónica y centimétricamente la cabeza en dirección a la gran consorte.

Ésta alzó una mirada llena de odio e ira. — ¿Qué te da el derecho de hablarme así?

La comisura de los labios de la segunda dama se alejó de sus extremos sonriendo tan ligeramente que solo se notó la simple indiferencia por cualquier rabieta.

— Que, a diferencia de los que temen tu explosivo e infantil carácter, mi estatus no está por debajo del tuyo, somos iguales en ese único y singular aspecto. — respondió devolviendo la cabeza a su lugar. — No hay castigo que puedas darme, ni poder al que yo pueda temerte.

— Quién diría que le tienes más miedo a socializar que a la muerte. — amenazó.

— ¿Miedo? — preguntó con sarcasmo. — Miedo solo a ALLÁH (Dios en el Islam)

— ¿Le ofreces a ALLÁH tus palabras llenas de insolencia? Eres una vergüenza.

— Sinceramente, la única que vive bajo sus leyes en éste palacio lleno de mujeres, soy yo. Mientras que las que se matan, pelean y confabulan contra la otra están despreciando los valores que ALLÁH nos ordena adoptar. — respondió.

— Irem...— llamó la gran consorte.

— Bahar. — respondió con igual desinterés, el cual todos sentían como desprecio.

— No permitiré...— se acercó — ¡Que me desprecies! — se abalanzó sobre ella.

Irem agarró las manos de Bahar, las cuales ésta había dirigido al cabello impecablemente recogido de la segunda consorte. Las separaron, poniéndose todas del lado de Bahar.

— Tengo entendido que la consorte Bahar tiene un gato. — habló Irem. — Si la consorte Bahar se comporta así, ¿significa eso que su gata es la que se comporta como una dama? — preguntó sarcásticamente.

— ¡Irem, cállate! — se levantó Bahar.

— Consortes. — hizo una reverencia el segundo eunuco, interviniendo. Volteándose para mirar a Irem, dijo: — Sus palabras me impresionan, consorte Irem. — habló. — Qué frías pueden ser. — se puso del lado de Bahar.

— Ya veo, Kadir. — lo miró Irem. — Como contadora de éste palacio, soy yo quien decide y paga tu salario. — se volteó hacia él. — Lo único que tienes que hacer para complacerme es silencio. — lo miró de la misma forma.

— ¿No era yo la que alardeaba de mi posición? — sonrió Bahar.

— Mi posición es real. — respondió Irem sin mirarla, lo que cambió la cara de Bahar.

— Tú...

— Siempre me insultas, pero incluso para humillarme te falta porte, Bahar, te falta habilidad y elegancia para insultarme. — la miró. — Disfrute su noche, gran consorte. — dijo sarcásticamente e hizo una reverencia en tono de burla y sin intención de respeto.

Se retiró y sus criadas la siguieron de vuelta a sus aposentos.

Cayó en la tentación de responder, y sin importar ganar o perder, cada acción llama la atención, tiene consecuencias, y escribe las páginas de un nuevo capítulo.

Sultán Waleed

— Eso sería todo, si quiere más detalles, su majestad — el gran visir se vio interrumpido.

— Aslan. — llamó su nombre en privado.

Tras un silencio en el que ambos esperaban las palabras de otro, Aslan pasha contestó. — Dígame, su majestad. — miró la espalda que el sultán le daba.

— Dime qué has oído. — le ordenó.

— ¿A qué se refiere? — preguntó pasha, desconcertado.

— ¿Sabías que tengo un harén? — preguntó retóricamente.

—...Lo sé, su majestad. — respondió Aslan, el visir.

— Conoces también a la consorte Bahar. — declaró.

— Si, su majestad. — afirmó Aslan.

— Se desmayó. — dijo sin filtro, volteando a ver a su ministro.

— Creo que oí algo de eso...— bajó la mirada al encontrar el rostro del sultán.

El sultán asintió lentamente. — Excelente reporte, puedes retirarte pasha. — terminó abruptamente la conversación despidió al visir, quien más que confundido se limitó a hacer una reverencia y salir. — Meryem. — el sultán alzó su voz e inmediatamente entró un mujer mayor, tesorera del harén.

— Su majestad. — hizo una reverencia.

— Señorita Meryem, vaya a llamar a la consorte Irem. — ordenó.

Señorita Meryem sin saber que pensar hizo una reverencia y salió, cruzando el palacio entero hasta los aposentos de la consorte.

Abrieron la puerta, Irem alzó la mirada.

— Consorte Irem. — entró Meryem. — Su majestad el sultán mandó a llamarla. — informó.

Irem, al principio, no entendió. Las palabras se desordenaron en su cabeza y ella, anonadada, no se inmutó.

— Debo llevarla a él cuanto antes. — habló Meryem, orientando un poco a la mujer perdida, mas no hubo cambio.

— Mi señora — Gulistan se acercó a Irem. —, el sultán ha mandado a llamarla, debemos ir pronto. — aclaró.

Irem pestañeó un par de veces sin comprender la situación ni tener una pista de porqué el sultan la estaba llamando. Asintió lentamente y se apoyó en Gulistan para pararse.

— No lo hagamos esperar entonces. — se recompuso Irem y salió de la habitación, seguida de la señorita Meryem y las criadas.

Atravesaron el harén y todos apreciaron la caminata de Irem con la tesorera del harén a su lado. Susurrando y creando suposiciones. Caminaron en los pasillos fríos del palacio mientras Irem hacía específicas preguntas en su cabeza, y caminaba en silencio.

Una vez frente a la puerta de la oficina del sultán, señorita Meryem dió una señal y los guardias abrieron la puerta, agachando sus cabezas para evitar ver a una de las mujeres del sultán, lo que les costaría un alto precio según las leyes islámicas.

— Su majestad, la señorita Irem está aquí, como me lo pidió. — habló Meryem, puesto que el sultan estaba parado frente a las ventanas detrás de su escritorio, dándoles la espalda.

— Déjanos a solas. — ordenó. Meryem hizo una pequeña reverencia y se marchó llevándose a las criadas con ella. — Consorte Irem.

— Su majestad. — hizo una reverencia que el sultan no pudo ver.

— Nunca oí de ti. — fue directo.

Tras el silencio de Irem, el sultán continuó.

—, aunque, no puedo mentir, no conozco a todas las mujeres de mi harén. — habló sin interrupciones por parte de Irem. — Debo admitir que tus palabras fueron dramáticas. — se dió la vuelta y miró la cabeza agachada de Irem. — ¿Sabes de qué hablo? — le preguntó.

— Me temo que no, su majestad. — respondió la consorte.

El sultán asintió y tomó un papel de su escritorio para desenrollarlo.

— “Tengo entendido que la consorte Bahar tiene un gato. Si la consorte Bahar se comporta así, ¿significa eso que su gata es la que se comporta como una dama?”— leyó en voz alta.

Irem entendió finalmente de lo que se trataba y tuvo un pensamiento lleno de sarcasmo.

El sultán bajó el papiro y la miró, dejando su trasero en una esquina del escritorio.

— ¿Cómo puedes explicarme esto? — la miró. — Adelante, habla.

— Su majestad...— habló Irem sin mirarlo. —, no hay nada que explicar, me temo que las palabras que usted releyó no tienen ninguna incongruencia y sus intenciones son demasiado claras como para retractarse de algo. — dijo sin pena.

— ¿Sabes qué pasó con la consorte Bahar? — preguntó el sultán.

— No lo sé, su majestad.

— Luego de que mi segunda consorte abandonara el harén y regresara a sus aposentos, la consorte Bahar se desmayó. — dijo asintiendo sin mucho movimiento en su cabeza.

Irem no cambió su expresión, tampoco tuvo que contener una risa cínica, sin embargo la noticia no le afectaba, ni mucho menos la hacía arrepentirse de sus acciones.

El sultán vio todo eso en su rostro y sopló una carcajada. Irem lo miró se reojo.

— Se desmayó de la rabia. — entonó. — Veo que he dado vueltas. — mantuvo la cabeza en alto. — ¿Qué es lo que tienes que decir ante tus actos? — preguntó con un tono de severidad, y su entrecejo de vio arrugado mientras mantenía la mirada fija en la mujer frente a él.

— ¿Qué es lo que he hecho? — preguntó Irem, completamente calmada.

El sultán alzó una ceja. — ¿No sabes qué has hecho? — preguntó sarcásticamente.

— Sin duda, yo no desmayé a la señorita Bahar. — alzó la mirada, encarando al hombre más poderoso del imperio. — Sus emociones intensificadas fueron reprimidas y su cuerpo no lo soportó. — continuó. — Yo no me abalancé sobre nadie. — mantuvo su mirada en él. — Y si hablé del gato de la señorita Bahar es porque de pronto lo recordé, una memoria espontánea.

Observando el blanco rostro de la atrevida y valiente mujer frente a él, no alisó el arrugado ceño del sultán.

— Encuentro apropiado que te disculpes con la consorte Bahar.

— No puedo negarme. — afiló su mirada.

— ¿Qué hay con esa mirada? — preguntó el sultán empezando a molestarse con esos ojos.

— ¿Conoce usted la mirada que una mujer mantiene cuando está segura de algo? — ablandó su mirada y movió la cabeza ligeramente hacia la derecha.

— Una mirada orgullosa, sin duda la conozco. — levantó si trasero del escritorio. — Y la diferencio de la tuya.

Irem sonrió inocentemente. — Mis oídos atentos a lo que él sultán desea ya me han informado de todo lo que puedo hacer por él. — jugó a la humildad.

El sultán ladeó la cabeza, alzando las cejas un poco haciéndose para atrás. — ¿Qué quiere la consorte Irem? — preguntó con sarcasmo.

— No quiero ningún bien material. — contestó, y una idea entró en la cabeza del sultán. — Tampoco quiero a nadie. — Irem la captó en seguida. El sultán se extrañó, ¿si la mujer no quería ganarse su favor, qué quería entonces? — Usted me conoce. — afirmó con seguridad.

— ¿Es eso así? — se hizo el desentendido.

— Yo lo veo a usted por primera vez en mi vida, en éste día algo gris, y no visto algo lo suficientemente digno de sus ojos, su majestad. — respondió. — Vengo de Francia, su majestad. — siguió mirándolo.

El sultán miró por un momento algún punto frente a él, perdiendo su mirada en la nada, desenfocando la gran vista frente a él, y luego volvió a verla. — ¿Qué tiene eso de especial? — preguntó fingiendo desinterés, algo que Irem no se saltó.

— Precisamente a eso voy. — levantó a la altura de su vientre sus manos juntas. — Estoy en el imperio Otomano, gran sultán. ¿Qué importa Francia o los franceses cuando de está aquí? — preguntó retóricamente. — Bien puedo ser una esclava, a merced de su palacio. — afirmó. — Al contrario estoy aquí, siendo presentada por la tesorera del harén del sultán como la consorte del hombre más poderoso del momento. — pestañeó.

— ¿Cuál es tu punto? — exhaló lentamente.

— ¿Por qué soy su consorte? — preguntó Irem.

— ¿No pasaste las pruebas del harén? — cambió el enfoque.

— El que yo esté aquí responde esa pregunta. La pregunta de la cuál no hay indicio de respuesta es: ¿quién le ordenó a la señorita Meryem hacerme las pruebas y la capacitación para entrar al harén? Desde entonces soy incluso una de las dos únicas consortes del sultán.

— No sé de qué hablas. — declaró. — Ya hemos acabado, regresa a tus aposentos. — ordenó.

Tras mirarlo en silencio unos segundos, Irem recobró el sentido e hizo una reverencia. — Entiendo, su majestad. Perdone mi insistencia, no es mi intención molestarlo. — dejó el tema. — Que ALLÁH lo bendiga, me retiro. — dió la vuelta y tocó la puerta dos veces, la cual se abrió inmediatamente y salió, dirigiéndose a su habitación.

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