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Cenizas Bañadas En Sangre

Capitulo 1

Me desperté y levanté la persiana. Aquel día habría sido otro día más, si no hubiera sido porque era el día en que todo llegaría a su fin.

Me lavé la cara y miré el reflejo de mí misma. Donde antes hubo una muchacha alegre, había entonces una mujer desdichada. Me odiaba mí misma, mi aspecto, mi forma de ser. Mis ojos, mi nariz, mis labios, mi pelo. Todo a mi alrededor había conseguido que con el tiempo llegase a odiarme hasta que anhelase mi propia muerte. Aquel día ellos ganaron. Ese día acabaría con todo el odio y el sufrimiento que me atormentaban.

Fui a desayunar, con la falsa sonrisa que me caracterizaba. La única que se contentó de verme fue Sasha, sacando su juguetona lengua, moviendo su rabito y emitiendo un ladrido de alegría. El hombre al que supuestamente tenía que llamar padre dijo: “ya era hora”, y mi madre agachó la mirada, callando, y aguantando la estupidez de aquel proyecto de hombre.

Leche con cereales, como siempre. Me vino un olor apestoso a alcohol. Procedía de Damián. No sabía si es que olía así de anoche, de esta mañana, o si había metido whisky en su leche. Algo asqueroso pero que no me habría extrañado viniendo de él. Mi madre no comió nada. Estaba en los huesos, famélica. Vestía jerséis gruesos para ocultar los moratones que el imbécil le hacía. Pero ella no se quedaba atrás. Era igual de tonta que él, por no defenderse. A mí me humillaba, pero no me quedaba otra pues tenía que vivir con ellos. Hace tiempo intenté huir de todo esto, pero las circunstancias me hicieron volver a casa. Un “amor” que me humilló de la misma forma que el marido de mi madre a ella. Maltrato, tanto físico como psicológico. Eso me hizo ver que por mucho que huyera de este entorno, volvería a mí, de una forma u otra. Había nacido para ser odiada, para ser maltratada y sufrir. Pero por fin alcanzaría la paz cuando acabase el día.

Desayuné, me vestí, mientras escuchaba mascullar palabrotas a Damián, unos jeans negros desgastados y una sudadera blanca con deportivas a juego, junto a mi abrigo y gorrito negros, y llamé a Sasha. Le puse el arnés y la saqué a pasear. Se me lanzaba encima constantemente. Se olía que algo malo iba a suceder. ¿Malo? Malo solamente para ella, que era la única que se preocupaba por mí, el único consuelo que tuve durante tres años. La acaricié. Papillón, pelo largo, orejas puntiagudas de color canela, pelo blanco con alguna manchita del mismo tono en el lomo y la cola, larga y llena de pelo, y ojos pequeños color marrón.

Caminamos en aquel día soleado hasta casa de mi abuela. Creía que llovería, pero ni siquiera el cielo estaría triste por mi muerte. Mi abuela me recibió con algo de indiferencia. Se alegró más por Sasha que por mí, pero Sasha no me quitaba el ojo de encima. Ella lo sabía, que sería el último día en que nos veríamos. La había llevado expresamente allí porque no confiaba en que Damián y mi madre la cuidasen. Habrían acabado abandonándola, o comiéndosela, conociendo al gilipollas ése…

Pasé cinco horas con ella, hablando de nada, comiendo allí, y mirando telenovelas absurdas. “¿Me la vas a dejar aquí?”, me preguntó. Le dije que sí, un poco, hasta que volviera por la noche. No iba a volver.

Saqué mi móvil y observé la lista de amigos. Apenas diez contactos, con los cuales ni me hablaba, o me odiaban. Sólo una amiga, Silvia, a quien envié un mensaje. “Suerte con la carrera, y con Álvaro, espero que seas muy feliz. Hasta pronto.”

Al cabo de unos pocos minutos recibí una llamada suya. Estaría preocupada. Descolgué y le dije que todo estaba bien, que me entró un momento de sensibilidad puntual, y me apeteció decirle algo. Nos despedimos. Me notó triste, pero ni se imaginaba lo que acabaría sucediendo.

Volví a casa. Eran las seis de la tarde. Revolví entre mis cajas antiguas. Encontré varios diarios de cuando era más joven.

Era una chica alegre, extrovertida, no me preocupaba lo que pensase la gente, tenía confianza, y me preocupaba por los demás.

Pero aquella chica había muerto en vida. El tiempo y las circunstancias me volvieron insegura, retraída, débil y a quien todo el mundo manipulaba. Miré por la ventana. Ya era de noche. El frío calaba hasta los huesos. Me abrigué. Iba a morir, pero tampoco quería estar sufriendo más de lo necesario.

Salí a la calle. Ni me preguntaron a dónde iba. No les preocupaba lo que hiciera. Caminé y caminé. Una hora y tanto hasta llegar al lugar al que huía para estar sola y recluirme en mí misma y mis pensamientos. Un acantilado, junto a una playa discreta, con hierba encima de él sobre la cual me senté, y el mar en el horizonte. A unos pocos kilómetros había una isla con un faro, el cual iluminaba pobremente el lugar. Miré el oscuro cielo. La luna estaba llena. No me había percatado hasta ese momento. En ocasiones me sumergía en mis pensamientos mientras la contemplaba. Al parecer, ella sería la única que me acompañaría en mi fatídico fin. Su reflejo ondulado teñía plateado el mar. Respiré el aire frío una vez más, impregnando mis pulmones con el olor a salitre.

Había pensado en cortar mis venas, en tomar cantidad ingente de pastillas, pero no me atrevía a nada de aquello, y, además, podría sobrevivir. Pero aquel lugar me dio la respuesta a mi inquietud. Sólo un salto. Aterrizaría sobre el mar, me hundiría en él, y mis penas cesarían. Pensé que podría partírseme algún hueso si cayera contra alguna roca, pero si calculaba bien el salto tendría una muerte dulce, si es que no me aplastaba en la caída. Me mareé, aprensiva, pensando en el sufrimiento. ¿Y si, mejor, volvía a casa e intentaba luchar en una vida amarga e insípida? Pero pensé en lo que me esperaba al volver. Una lágrima se escapó de mi ojo izquierdo. Dudas me asaltaban. Tenía que despejarlas. Hundí mi cabeza entre mis brazos. Volví a mirar la luna. Las nubes la habían tapado. Ella también me había abandonado.

Me levanté y caminé decidida a acabar con todo. El sufrimiento y el dolor se apagarían por fin. Me quedé en el borde. Cerré mis ojos y apagué mis pensamientos. Adelanté el pie derecho para caer, y cuando mi cuerpo era vencido por su propio peso e iba a precipitarme hacia la muerte, algo me contuvo. Un pie en tierra, el otro elevado sobre el precipicio, y una fuerza impidiéndome caer, que me empujó hacia atrás. Un hombre cuya figura aparecía borrosa estaba de pie, delante de mí.

Las nubes se despejaron, la luna volvió a brillar; el mar volvió a iluminarse, y, en mi cuerpo, volvió a haber vida. Me habían salvado.

Y, ante mí, la figura del hombre se volvió nítida.

Capitulo 2

Alto, pelo negro, piel blanca casi plateada, ojos negros exóticos bajo unas cejas expresivas, complexión atlética, labios gruesos sensuales, rodeando una sonrisa que deslumbraba el alma. Llevaba un jersey de cuello alto, color negro, con una chupa de cuero, también de color negro, vaqueros azul oscuro, y zapatos, también negros. La composición de colores de su aspecto resultaba sombría. Pero, aun así, lo vi como una especie de ángel. De pronto recordé que era yo quien había elegido morir, así que no me había salvado, sino condenado a seguir existiendo en esta vida insulsa e inútil. Me extendió una mano para ayudarme a levantar. La acepté, notando una mano helada. Lo miré a los ojos. Tenía un algo especial que me atrajo, pero mi disgusto era mayor que cualquier otro sentimiento en aquel instante.

– …, ¿gracias? – dije, entre indignada y aliviada.

– No hay de qué. – me dijo con chulería. – No sé si sabías que te habrías estampado con todas las rocas.

– Es lo que buscaba.

– Buscabas el mar, no las rocas. – dijo como metiéndose en mi mente.

– Y tú qué sabes. – dije irritada.

– Yo también vine aquí a lo mismo que tú hace tiempo. – miró hacia el cielo, esbozó una sonrisita, y dijo. – Bastante tiempo. – volvió a establecer su mirada en mí, derritiéndome con ello. – Y también me salvaron.

– ¿Salvarme? Yo quería…

– No, no querías morir, sino acabar con el sufrimiento.

Apreté los puños, irritándome cada vez más.

– ¿Te enfadas porque tengo razón?

– ¡Pues me tiro!

– Inténtalo.

Me aproximé otra vez hacia el borde. Miré hacia abajo. Las rocas rompían las olas, esparciéndose su espuma donde mi cuerpo habría acabado si me hubiera arrojado. Temblé. De nervios, miedo, y frío. Se me revolvió el estómago. Se me acumuló la presión en la cabeza y las lágrimas comenzaron a escaparse de mis ojos. Sentí unos brazos rodeándome.

– Ya pasó. – dijo, con su voz sensual que hasta entonces no había reparado en ella.

Me giré y correspondí su abrazo. Por alguna extraña razón confié en aquel hombre. ¿Extraña? No, me había salvado de la muerte, de mí misma. Ésa era razón suficiente.

– Gracias. – dije, de corazón.

– No hay de qué. – dijo, con tono afable. – Me llamo Aleksander – se presentó pasados unos minutos abrazados, que más bien parecieron segundos.

Me separé de él, muy a mi pesar, y le dije:

– Yo Adriana.

Tras presentarnos nos quedamos unos segundos en silencio sin apartarnos la mirada. Una mirada en la que empezaba a nacer un brillo inusual.

– ¿Dónde vives? – me preguntó.

– En el centro de la ciudad.

– Lo digo por acompañarte. Es tarde, y tú estás decaída.

En otra ocasión habría dicho que hubiera preferido ir sola, pero me inspiraba confianza y seguridad, y lo necesitaba. Necesitaba apoyo en un momento tan duro. El momento de mi renacimiento.

Caminamos en dirección a mi casa. Caminé cabizbaja, abatida por la cantidad de emociones que había sentido hasta entonces.

– ¿Qué hacías allí…? – pregunté, un tanto tímida.

– A veces voy a relajarme, mirando la infinitud del mar.

Me sentí identificada con sus palabras.

– ¿De dónde has salido? – susurré para mí misma, aunque lo oyó.

– De casa. – dijo con sorna. Reímos.

– ¿Trabajas, estudias? – pregunté sin saber qué más preguntar. Su edad rondaba la mía, así que supuse que estaría estudiando, aunque su aspecto rebelde me indicaba que quizá no hiciera nada. Pasó una mano por su pelo, corto por delante, abundante por detrás.

– De todo un poco. – dijo como si no quisiera hablar de ello. – ¿Tú?

– Estudio, veterinaria.

– Bonita carrera…

Miré sus frías manos. Sentí el impulso y el deseo de acercarme y agarrarle de ellas, como una pareja de enamorados. ¿Qué me estaba sucediendo?

Golpeé mi frente para despejar mis pensamientos, los cuales se aglomeraban en mi cerebro y no me dejaban pensar con claridad.

Un momento de silencio surgió entre nosotros. Un silencio ¿incómodo? No, no exactamente. Incómodo para mí, que quería acercarme más a él, pero me sentía bien, aunque fuera sin pronunciar palabra alguna.

– ¿Has vivido siempre aquí? – me preguntó.

– Sí, y no. Me mudé pero acabé volviendo. – dije lánguida.

– El ave siempre vuelve a su nido.

– Eso dicen.

– Nah, si te consuela yo también. He estado viajando aquí y allá, y al final mírame, en el lugar donde pasé la mayor parte del comienzo de mi vida.

– ¿Dónde estuviste?

– Por toda Europa, y parte de Asia. Ya te contaré algún otro día, si es que te apetece quedar. – esbozó una sonrisa.

– ¿Hm? Cla-claro… – balbuceé, sorprendida por su proposición. Saqué el móvil y le dejé mi número, dándome un toque él.

– ¿Está muy lejos tu casa?

– Aún a quince minutos.

Siguió pasando el tiempo, en silencio. Un hombre enigmático que encerraba misterios en su mirada. Tenía tanto por contarme…, pero no decía nada.

Lo miré; me sonrió. Me ruboricé y oculté mi rostro entre mi pelo.

– ¿Qué tal vas? – me preguntó.

– Bien, bien… – dije con sonrisa tímida. Hacía una hora aproximadamente había intentado suicidarme pero en lo que pensaba era en aquel hombre.

En ese momento se levantó el viento. Mi instinto me hizo pensar que él callaba a posta, para que yo tuviera un momento conmigo misma y pensase sobre lo ocurrido. Pero lo único en lo que pensaba era en su sonrisa.

– Ya hemos llegado. – dije, con mucho pesar en mi corazón. Se acercó a mí y me dio un abrazo. Otro cálido abrazo en un cuerpo frío. Al separarnos me dio un beso en la mejilla y luego me guiñó un ojo, esbozando su dulce y tierna sonrisa.

– Bueno, ya hablamos. Ah, por cierto, yo soy un noctámbulo. Sólo salgo de noche.

– Como los vampiros.

– Sí, como los vampiros. – relamió, en su sonrisa, sus colmillos con su lengua. Me di cuenta de que los tenía afilados. Emití una risa, y nos despedimos moviendo la mano.

Subí las escaleras hasta mi casa, pensando en él y en lo ocurrido. ¿Sería la luz que iluminase mi profunda oscuridad? Abrí la puerta de casa.

Sí, Aleksander, sin duda, era mi nueva luz, pues en cuanto se fue las tinieblas volvieron a devorarme.

Damián estaba golpeando a mi madre, y, cuando me vio, la tomó conmigo. Apestaba a alcohol y sólo sabía decir insultos. Me abofeteó dos veces, pero yo no me achanté. Lo miré con frialdad, y me gané otra bofeteada. Me encerré en mi cuarto y me tapé los oídos, llorando, aunque sin ser capaz de insonorizar los gritos de mi madre y los golpes que estaba recibiendo. Recordé entonces por qué quería suicidarme. Pero, de pronto, recordé que quizá había entrado a mi vida una razón por la cual existir. Aleksander, ¿me salvarías de mi miseria, de mi sufrimiento…?

Capitulo 3

Otra vez las clases en un fatídico lunes. No había pegado ojo en toda la noche. Los golpes y llantos de mi madre habían resonado hasta lo más profundo de mi corazón, otra vez, marchitándolo y deteriorándolo. Para poder mantenerme cuerda había estado pensando en ese extraño personaje, Aleksander. Me apetecía que se hiciera de noche de nuevo para poder quedar con él. Quería saber más de su vida. Tuve una hora para indagar, pero preferí disfrutar del silencio a su lado que incordiarlo con preguntas “banales”.

Y allí seguía, pensando en él, con el profesor hablando de a saber Dios qué. Mi amiga estaba flirteando con Álvaro. Se sentaban juntos. Los envidié, aunque quizá él ni sintiera nada por ella. Yo quería estar con Aleksander. El profesor interrumpió mi estado meditativo para hacerme una pregunta del temario que estaba “enseñando”, si es que se le podía llamar enseñanzas a lo que él hacía. No supe contestar su pregunta, y me miró con su mirada de perro rabioso bajo sus cejas pobladas canosas. Me dieron ganas de darle una patada en la cara e intentar arreglarle lo que Dios no supo hacer.

Para colmo, el grupo de “populares” hicieron un comentario sobre mí que no entendí, pero que provocó la carcajada de toda la clase. El profesor mandó silencio a todos, y le hizo la misma pregunta a Carol, típica chica por la cual todos los hombres están detrás y ella aprovecha para sacar ventaja de ellos. Cómo no, supo contestar la pregunta. No sabía cómo lo hacía. Lo tenía todo. Fama, hermosura, inteligencia, y becas. Yo, por el contrario, era fea, marginada, y estúpida, a pesar de estar estudiando lo que me gustaba. Froté mis ojos, rodeados de ojeras, y bostecé tapando la boca, sin embargo también lo usaron para atacarme, llamándome “camello”.

Los minutos pasaban. Cada vez se hacían más pesados, y el tema más tedioso. Parecía no acabar nunca. Sólo se oían los susurros de las voces de Silvia y Álvaro, flirteando, y comentarios hirientes. Sonó el timbre. Una hora menos. En los cinco minutos entre clase y clase me quedé  abstraída mirando el techo. Más comentarios, más minutos pesados, más profesores coñazo. Más temas que me parecían insulsos. Mi entorno le quitaba todo el interés que una vez pude tener por los animales. Volvió a sonar la alarma. Lo mismo de siempre, hasta el momento del descanso. Por fin Silvia se separaba un momento de Álvaro, quien se iba con sus coleguillas, y ella me hacía un poquito de caso.

– Buah, tía, no sabes lo que me ha contado Álvaro. Me dice que “blablablabla”. – eso es lo último que sonó en mi mente. “Porque y esto y lo otro”, contándome cotilleos de gente que ni me importaba. – ¿Me estás haciendo caso? Hello.

– ¿Eh? No, no mucho.

– ¿Qué te pasa?

Normalmente ponía cara de atención, aunque seguían sin importarme los cotilleos de la gente. Era mi mejor amiga, pero no soportaba que fuese tan chismosa. Sin embargo, abstraerme, para ella, le resultaba extraño. ¿Qué hacer? ¿Contarle que había conocido a un chico que no podía quitarme de mi mente, o alguna otra cosa sin importancia?

– Nah, estoy atontada hoy.

– Hoy y siempre.

– Ah, muchas gracias.

– Te lo digo con cariño. Además, sabes que es la verdad.

– Bueno…

– Dime, anda, qué te sucede. No seas puta.

Esbocé media sonrisilla. Me recogí el pelo por detrás de la oreja y la miré, brillándome los ojos. Parecía una niña enamorada de un hombre más mayor.

– He conocido a alguien…

– Lo sabíiiiiiia. ¿Quién es? ¿Cómo es? ¿Qué edad tiene? ¿Estudia, trabaja, no hace nada? ¿Cómo lo conociste? Cuenta, cuenta, ¡¡cuenta!!

– Frena, frena. – reí. – Lo conocí anoche dando una vuelta a solas. Ya sabes, de las que me gustan a mí. – asintió con la cabeza. – Y, bueno, coincidimos en el mismo sitio y empezamos a hablar.

– Y cómo es, y cómo es. – preguntaba emocionada.

– Es muy mono. Tiene una sonrisa encantadora. Unos ojos profundos, como si te devorasen el alma.

– Cuéntame más.

– Pues es que tampoco sé mucho de él. No hablamos mucho…

– ¿Pero le gustas? ¿Te gusta?

– No sé, no sé. – dije ruborizándome. – No sé si le gusto, yo qué sé. – me puse nerviosa.

– Pero no me dices si te gusta, ¿¿eh?? Putona, mira cómo se calla.

Reí con risillas tímidas.

– Oye, quiero conocerlo. Vais a veros de nuevo, ¿sí?

– ¿Eh? Sí, esta noche, espero.

– Pues ya está, cita los tres.

– Pero qué dices, loca. Si acabo de conocerlo, déjame un poco de tiempo.

– Es que… Waaa, Adriana ha conocido a un chico, no puedo creerlo.

– Oye, que tan cortuca no soy…

– ¿Qué te parecería quedar un día en una cita doble?

– ¿Cómo?

– Álvaro, tú, yo, y…

– Aleksander.

– Mmm, sexy. – me provocó una sonrisita. Sí, había acertado, era sexy, pero no me refiero sólo al nombre.

Sonó el timbre. Hora de volver a clase.

– Ya me lo pensaré. Primero a ver qué tal.

– Bueno, nos vemos a la salida.

– Sí, porque tú estás con Álvaro que no vives.

– Calla, calla. – sonrió. Nos separamos, y vuelta a deprimirme, aburriéndome con auténtico sopor. Pasaron las horas, salí de allí tras volverme a sentir agobiada por los insistentes comentarios de los demás. ¿No tenían nada mejor que hacer con sus vidas? ¿Tan patéticos eran?

Pasé primero por casa de mi abuela, quien me regañó por haberle dejado a Sasha toda la noche sin decirle nada, y eso que tenía planeado dejársela para toda la vida. Volví luego a casa, jugando con Sasha por el camino. Me recibió con más alegría que de costumbre. Se dio cuenta de que había sobrevivido a la muerte. La acaricié cariñosamente. El único ser vivo que se preocupaba por mí, aparte de Aleksander. Sonreí pensando en él. Me paré enfrente de casa. No me apetecía entrar. Ya sabía lo que me esperaba. Un borracho y una mujer pasiva que soportaba cualquier tormento que sufriera. Pero lo cierto es que yo tampoco me diferenciaba mucho de ella. Había querido suicidarme para borrar todos los problemas, en vez de afrontarlos. Agité mi cabeza, desechando esos pensamientos, y entré. Cómo no, Damián estaba emborrachándose en una esquina, rodeado de botellas, con la tripa sacada y alcohol derramado por todo su cuerpo, y mi madre en la otra esquina, semidesnuda, llorando. Me partió el corazón verlos así. Me encerré en mi cuarto. No comí en todo el día. Sólo escuché los gritos de Damián mientras violaba a mi madre, una y otra vez. Yo acaricié el móvil todo el día, pensando en Aleksander, y deseando que fuera de noche para llamarlo. Me planteé llamar a la policía, pero mi madre era tan tonta que habría negado todo, así que seguí dejando que la violase. Me partía el alma, pero lo cierto es que ella nunca actuó como una verdadera madre.

Las siete de la tarde. Ya no había ni una gota de sol por el firmamento. ¿Aleksander se referiría a la noche de altas horas de la madrugada, o cuando el sol se ocultase? Jugueteé con el móvil. No sabía qué hacer, si llamarlo ya, esperar a llamarlo más tarde, dejar que él me llamase. Abro la agenda, selecciono su nombre, y… ¡llamada de Aleksander! ¡Me estaba llamando él! Mi corazón se aceleró, mis ojos se humedecieron de la ilusión, y sentí un escalofrío, emocionada. Tantos sentimientos que casi se me olvida contestar.

– ¿Sí…? – pregunté con voz trémula.

– Hola, soy Aleksander. – ya, como si yo no lo supiera. Te llevaba esperando todo el día, y ya reconozco de inmediato tu sexy, elegante y sensual voz. Pero, obviamente, no iba a decirle eso.

– Di-dime… – balbuceé.

– ¿Te apetece quedar?

– ¿Ahora?

– Sí, o cuando te venga bien.

– Sí, sí. ¿Dónde quedamos?

– Te voy a buscar en quince minutos.

– ¡Vale!

– Hasta ahora.

– ¡Adiós!

Colgué, nerviosa. ¡Sí, por fin! Pero…, ¿sólo quince minutos para arreglarme? Salí de la habitación, yendo al baño a arreglarme, pero Damián tapó mi camino. Estaba solamente en calzoncillos, y por un momento me temí lo peor.

– ¿A dónde vas?

– A arreglarme… – dije con el miedo apoderándose de mí.

– ¡A dónde vas, hija de puta!

Me soltó una bofetada. Luego, me cogió del brazo, agarrándome con fuerza. Nunca lo había hecho, pero tenía miedo de que me fuera a violar. Forcejeé con él, pero era más fuerte que yo. Quise gritar socorro, ¿pero quién vendría a ayudarme? Sin saber qué hacer, le metí un dedo en el ojo, notando su repugnante viscosidad en mi uña.

– ¡Hija de puta! ¡Ven aquí! ¡Te vas a enterar!

Salí corriendo. Sasha me siguió, ladrando a Damián. Abrí la puerta del piso. Ella salió conmigo, y huimos de aquel lugar. Damián seguía gritando. Yo sólo quería ver a Aleksander. Empecé a llorar. Estaba destrozada, física y moralmente. No veía nada, mis lágrimas empañaban mi visión. Pero de pronto choqué con una figura negra e imponente. ¡Era él! ¡Mi salvador! Era Aleksander, quien me sonrió con esa mirada profunda y acaramelada que me hizo olvidar que hacía unos momentos mi padrastro había intentado violarme.

Me rodeó con sus cálidos, pero fríos, brazos. Llevó sus manos a mis mejillas y secó mis lágrimas. Sus heladas manos me dieron todo el confort y cariño que necesitaba en ese momento. Con mi mente en blanco besé la palma de su mano. De pronto me di cuenta de que apenas éramos unos desconocidos.

Parpadeé varias veces y froté mis ojos.

– Ho-hola…

– Hola, ¿qué ha pasado?

Mi mirada languideció. Sasha parecía estar aún nerviosa, pues sus ladridos no cesaban. Se encaró a Aleksander, ladrándole.

– Lo siento, nunca había pasado. No le suelen gustar los extraños, pero no se echa a ladrar así.

– No pasa nada. – sonrió, mirándola. Ella seguía “emperrada” en ladrarle.

– Debe de ser por lo que acaba de suceder.

– ¿Qué pasó?

– Problemas en casa, no importa.

– Sí que importan si han logrado arrancarte unas lágrimas, pero respeto tu decisión de no contármelo.

– Gracias. – Sasha seguía, y seguía, y seguía ladrando.

– ¿Quieres que la calme?

– ¿Cómo?

– Ya verás. – se acercó a ella, pero se escondió detrás de mí, con miedo, temblándole el cuerpo. La sujeté entre mis brazos. Aleksander alargó su brazo hasta su cuello, acariciándola sutilmente. Poco a poco Sasha fue cerrando los ojos, como si el sueño se apoderase de ella.

Al cabo de unos minutos estaba dormida, en silencio.

– Sí que tienes tacto para los perros.

– Hago lo que puedo. – esbozó esa sonrisa que me encantaba tanto.

Nos sentamos en un banco que estaba a cuatro metros de nosotros. Dejé a Sasha durmiendo tranquilamente. Era una calle en la que no solía haber mucho tránsito. Nos situamos uno enfrente del otro y comenzamos a conocernos.

– Tienes una historia pendiente que contarme. – le dije.

– ¿Pendiente? Bueno, pregunta, y te diré. – dijo, como siempre, con su encantadora sonrisa.

– ¡Los lugares que visitaste!

– Tendría que nombrar toda Europa.

– ¿Qué? ¿En serio?

– Sí, bueno, no quiero que pienses que soy un presumido, pero he estado viajando.

– ¿Eres rico?

– Qué va, sólo es saber organizarse.

– Yo quiero ir a Venecia, ¿has estado allí?

– Sí, aunque los canales están abarrotados siempre. Estaría bien un poco más de intimidad.

– Ir en góndola de noche…

– En invierno hay menos turismo, aunque hay que ir abrigado.

– ¿Has estado más de una vez?

– Sí. Y la próxima vez que vaya será contigo.

Me sacó los colores, y una sonrisa tímida. A su lado los problemas se olvidaban, y los males desaparecían.

– ¿Y cómo sobrevives? – pregunté sin saber qué preguntar exactamente.

– Aún no me ha salido nada, tengo algo ahorrado de un trabajo que tuve.

– Madre, siendo tan joven has hecho lo que yo no haría en mil vidas.

Se rio.

– Saber organizarse. – aseguraba. – Saber organizarse.

– ¿En qué trabajaste?

– Pues… Mira, mejor te cuento un poco por encima mi vida, ¿qué te parece?

Apoyé la cabeza sobre el puño, y el codo sobre la rodilla, prestando atención a lo que dijera, con una sonrisa estúpida en la cara.

– Tenía unos padres responsables, nunca me faltó el pan en la mesa, pero éramos pobres, y yo aspiraba a algo mejor. Me pasaba el día leyendo y estudiando. Al final…, no te rías pero iba a meterme a cura. Estudié en un seminario.

– ¿Qué? ¿En serio?

Asintió con la cabeza con una sonrisa.

– Pero mi concepto hacia Dios cambió. No lo veía tanto como a un hombre con barba blanca sentado en un trono, sino más como un sentimiento, como otra especie de ente, a lo que ellos, los curas, se enfadaron y me echaron. Ya sabes, por lo que dicen de que Él creó al hombre a su imagen y semejanza, así tendría que ser Él, pero yo no me lo acabo de creer.

– ¿Y qué hiciste después?

– Vagar perdido por la vida, hasta que encontré a un amigo con quien compartí mil aventuras. Era una especie de mentor para mí.

– ¿Qué fue de él?

– Nos separamos hace poco. Ya nos volveremos a ver en un futuro.

– ¿Viajaste con él?

– Sí.

– Así que saber organizarse es dejar que lo pague todo él, ¿no? – pregunté de broma, riéndome.

– ¡Culpable! – rio él también.

– ¿Por qué sólo sales de noche?

– Porque soy un vampiro, tú lo dijiste. Mira mis colmillos. – los mostró presumiendo.

– Uuh, qué miedo.

– ¿Miedo, o excitación?

– Mmm, ambas.

Sonreímos con miradas cómplices. Me vino la imagen de mi padrastro esperándome en casa. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

– ¿Estás bien? – preguntó intrigado.

– Sí, sí…

– Te dije antes que no iba a insistir, pero algo te atormenta.

– Pues teniendo en cuenta que me iba a suicidar hace un día tú qué crees…

– ¿Qué te sucede?

– No me gusta contar mis problemas. No quiero estar llorando.

– Todos necesitamos a alguien a quien contar nuestras zozobras. ¿No tienes a nadie en quien apoyarte?

– Chss… – suspiré entre deprimida y resignada. – Tengo una amiga, pero no me hace mucho caso. En verdad no tengo a nadie…

– Yo estuve sin nadie durante mucho tiempo. – dijo con la mirada perdida. Pude ver sufrimiento en el brillo de sus ojos. – Pero dejé de estarlo cuando conocí a mi amigo. – me extendió una mano y dijo. – Tú ya no estás sola. – y esbozó una sonrisa.

Agarré su fría mano, correspondiéndole la sonrisa.

– Nunca tuve padre. – le dije. – No sé quién es. Mi madre… no es que sea muy decente. Ha tenido muchos novios a lo largo de los años. Nunca he tenido una figura paterna a la que seguir. Pero, de todas formas, mi infancia no fue del todo mala. Tenía amigos, jugaba, corría, inocente de todo, aunque para mí nunca existieron ni los cumpleaños ni las navidades. Ningún regalo. No se interesaban por mí. Llegó la adolescencia, y lo típico. La niña se convirtió en mujer, mis compañeros se metían conmigo. De entre todo el mundo, uno destacó, Santi. Se convirtió en la estrella que iluminaba mi vida. Mi madre se casó con un maltratador violador, y yo no quise seguir estando en casa. Me fugué con Santi lejos de aquí. Al final me di cuenta de que todo era un engaño, y la estrella eclipsó. Me rompió el corazón de la peor manera posible, humillándome e insultándome. Me sumí en la más profunda oscuridad, y volví a casa. No tengo a dónde ir. Continué la carrera que había dejado, pero ya no me motiva. Toda mi vida ha sido una gran y decepcionante mentira. No tengo nada, ni a nadie…

– Ahora a mí sí…

Le sonreí. Sin darme cuenta yo tenía una lágrima en el ojo izquierdo a punto de derramarse.

– Me he desahogado de lo lindo.

– No te preocupes, vida mía. – fue diciendo mientras me recogía el pelo y besaba mi mejilla. – Te ayudaré a ser feliz. Tu sonrisa lo merece.

Nuestras miradas se entrecruzaron. Nuestros ojos brillaron. Su boca estaba a unos pocos centímetros de la mía. Mi corazón se aceleró. Apenas nos conocíamos, pero toda mi alma se quería entregar a él. Cerré los ojos, y me dejé llevar…

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